Capítulo 11

Viernes, 26 de julio de 2002

Falcón se despertó y se estiró para coger el bolígrafo y la libreta que tenía junto a la cama para anotar sus sueños. Esta vez escribió: Ella pudo enterarse de lo de las otras y matarlo.

Él pudo enterarse de que ella tenía una aventura y matarlo.

O podría no ser ninguna de las dos cosas.

Dejó que su cerebro recorriera aquel circuito unos minutos y escribió: Él pudo haber matado a Reza S. y no decírselo a ella.

Ella pudo haber matado a Reza S. y no decírselo a él.

O pudo existir complicidad.

O nada de nada.

Había dormido mal. El expediente de Ortega estaba encima de la cama, junto con el dictáfono y las cintas de Alicia Aguado. Había pasado horas despierto, demasiado asustado para acostarse, y había grabado el expediente de Ortega mientras lo leía.

Antes de meterse en la ducha comprobó el papelito que había colocado encima de la puerta. Estaba intacto. Al menos no se había levantado sonámbulo. Dejó que el agua le golpeara la cabeza y se sintió algo menos frustrado cuando se le ocurrió de qué otra forma podría haberle llegado la foto de Inés.

El calor de la galería a la que daba su habitación le asfixiaba. Bajó la mirada a la fuente y su hilillo de agua. Fue rozando las columnas de camino a la cocina. Comió una rodaja de piña fresca y una tostada con aceite de oliva. Se tomó las pastillas. Su mente vagó por la soledad de la casa. Inés la había llamado «disparatada y enorme», y lo era: una expresión laberíntica, ilógica y desenfrenada del estado de la estrafalaria mente de Francisco Falcón.

Le llegó con la claridad que debía de haber resultado obvia a todo el mundo menos a él, obsesionado consigo mismo durante todos esos meses: ¿Por qué seguir viviendo aquí? Ésta no es tu casa y nunca será tu hogar. Que Manuela se la quede. La única razón por la que te persigue en los tribunales es que tendría que venderlo todo y asumir una hipoteca enorme para poder permitirse una casa así.

Se sintió libre. Comenzó a marcar el número de Manuela en el móvil, pero se detuvo justo a tiempo. Se pondría en contacto con ella a través de su abogada, Isabel Cano. No tenía sentido presentarle las cosas a Manuela en bandeja de plata. Si lo hacía así, ella querría más. Sonó el móvil.

—Tenemos una reunión a las nueve —dijo Calderón, tenso y serio—. Si no te importa, Javier, me gustaría que vinieras solo.

De camino a Jefatura se detuvo en la consulta de Alicia Aguado, en la calle Vidrio, para dejarle las cintas. Antes de ir a la oficina llevó la foto de Inés al laboratorio, junto con un papel en blanco que había utilizado para imprimir sus fotos digitales. Le pidió a Jorge que comprobara si el papel era el mismo. En su despacho leyó todos los informes que había en la mesa. Recogió todos los papeles necesarios para su reunión con Calderón y los metió en su portafolios, separados de sus averiguaciones en internet acerca de Madeleine Krugman, Coren de soltera. También metió la foto de Pablo Ortega y Carvajal. Quería ver cómo reaccionaba el actor al verla. Llamó a Isabel Cano: seguía sin haber nadie en su oficina. Cuando se marchaba aparecieron Ramírez y Ferrera. Le dijo a Ramírez que Calderón quería verlo a solas y que siguiera buscando en las oficinas de Vega mientras el resto de la brigada iba casa por casa buscando a Serguei y a la misteriosa mujer con la que había estado hablando.

El edificio de los Juzgados se preparaba para una mañana movida. El hedor a humanidad, a ese sudor de miedo y esperanza, había alcanzado una intensidad animal, y no había en el mundo aparato de aire acondicionado que pudiera con él.

Falcón subió al despacho de Calderón, en el primer piso, que daba al aparcamiento y a la estación de autobuses de El Prado de San Sebastián. El juez estaba fumando.

Había seis colillas en el cenicero, cada una apurada hasta el filtro. Falcón cerró la puerta. Bajo los ojos del juez había una mancha oscura. Seguía teniendo la mirada intensa de alguien que regresa a la civilización tras una experiencia en el mundo salvaje. Falcón le puso delante los informes de las autopsias y de la Policía y se sentó.

Calderón leyó deprisa, su cerebro de abogado asimilaba las grandes cantidades de información detallada. Se echó hacia atrás con un cigarrillo recién encendido en la boca y miró a Falcón de arriba abajo. Pareció a punto de decir algo personal, pero cambió de opinión, como si fuera demasiado temprano para polemizar.

—¿Qué piensas de todo esto, Javier? —preguntó—. No puede decirse que estas autopsias sean precisamente los cimientos de un caso de asesinato. Me sorprende que el forense no estuviera dispuesto a mojarse un poco más en esta fase.

—Oficialmente —dijo Falcón—. Extraoficialmente, como todos nosotros en Jefatura, duda mucho que fuera suicidio, y por eso no quiere entregar todavía el cuerpo de Vega para que lo entierren.

—Centrémonos en el estado mental de los fallecidos —dijo Calderón—. La señora Vega estaba bastante mal y tomaba litio. Su marido no sólo tenía un extraño comportamiento, como hemos visto en las fotos de Madeleine Krugman, sino que había ido a ver a dos, posiblemente tres médicos a causa de su ansiedad.

Falcón sabía que Calderón había sentido la necesidad de pronunciar su nombre, de sentir su dulzura en los labios y en la lengua. Decidió que las páginas de internet que había impreso seguirían en su portafolios.

—La escena del crimen… —comenzó Falcón.

—Sí, la escena del crimen —dijo Calderón—. Yo creo que hay diversas maneras de explicarla. Suicidio o asesinato, dos o tres personas participaron en las muertes. No tienes sospechosos. En ningún informe se menciona ni remotamente ningún móvil. No tienes testigos. Serguei, el jardinero, sigue desaparecido.

—Estamos trabajando en ello. Tenemos una foto de Serguei, y sabemos que hace muy poco se le vio hablando con una mujer en un bar cerca de la casa de los Vega. También estamos preguntando casa por casa en Santa Clara y en el polígono San Pablo —dijo Falcón—. Por lo que se refiere al móvil, vamos a tener que concentrarnos en los rusos, y…

—No nos entusiasmemos con los rusos hasta que sepamos quiénes son y los informes del contable nos digan hasta qué punto están involucrados. Sé que en Marbella y otros lugares de la Costa del Sol hay mucho blanqueo de dinero pero, hasta el momento, lo único que tenemos en Sevilla es que hace siete meses Pablo Ortega vio a unos rusos que le hacían una visita a Vega.

—El miércoles por la noche me siguió hasta casa un Seat azul con placas de matrícula robadas en Marbella, y en las obras de Vega hay trabajadores ilegales rusos y ucranios —dijo Falcón—. Hay bastantes interrogantes sobre la escena del crimen, el estado del cadáver, las relaciones del difunto con su hijo y las influencias externas potencialmente dañinas como para justificar que prosigan las investigaciones.

—Muy bien, acepto tu argumento sobre los rusos. A ver si conseguimos sacar algo en claro —dijo Calderón—. Ateniéndonos por el momento a la hipótesis del suicidio, ¿qué me dices del chico?

—Las circunstancias domésticas de Vega no eran totalmente desesperadas. Incluso el señor Cabello, que no apreciaba nada a su yerno, reconoció que Vega quería mucho al chico —explicó Falcón.

—Bebió ácido en lugar de pegarse un tiro, lo que podría indicar que estaba castigándose por pecados desconocidos y protegía a su hijo de ver una muerte violenta —dijo Calderón—. A lo mejor se mató precisamente porque había algo que no podía soportar que su hijo supiera. Si tuvieras un hijo, Javier, ¿qué es lo que no soportarías que supiera de ti?

—Si se enterara de que yo era un criminal de guerra, se me haría difícil mirarlo a la cara —respondió Falcón—. La diferencia entre el criminal de guerra y el asesino es el ser consciente de lo que has hecho. El criminal de guerra, una vez la historia ha pasado página, podría pensar que mediante una combinación de ideas políticas, fervor nacional y miedo fue inducido a pasar de ciudadano corriente a asesino implacable por un sentido del deber hacia el régimen y por creer que estaba haciendo lo correcto. En una fase posterior de su vida, sobre todo si lo persiguen, podría meditar sobre lo que ha hecho y sentir una profunda vergüenza. No me imagino mirando a los ojos a mi hijo mientras le digo que yo fui capaz de semejantes crueldades.

Silencio. El juez exhaló más humo.

—Estamos haciendo lo que dos agentes de la ley no deberían hacer nunca —observó Calderón.

—A lo que íbamos —dijo Falcón—. Encontramos un pasaporte falso en uno de los congeladores de Vega. Es argentino, y está a nombre de Emilio Cruz. Estamos comprobándolo, y también el carnet de identidad de Rafael Vega.

Calderón asintió, aplastó su cigarrillo y encendió otro.

—Vázquez dijo que habían «matado» a los padres de Vega, dando a entender que no fallecieron por causas naturales. ¿Quiénes eran? ¿Qué les pasó? Podría ser interesante.

—Como antecedente del caso, sí —dijo Calderón.

—Y hay algo más que no está en el informe. En el estudio de Vega encontré una carpeta titulada Justicia. Dentro había artículos y documentos de internet impresos sobre tribunales penales como el Tribunal Penal Internacional…

—Ahí tienes tus crímenes de guerra, Javier.

—… Baltasar Garzón y el sistema judicial belga —dijo Falcón—. Para alguien que está en el negocio de la construcción, se trata de un material muy concreto, aun cuando le interesara la actualidad. Si a eso añadimos la extraña nota que tenía en la mano en el momento de la muerte y el pasaporte falso, a lo mejor estamos ante alguien que poseía información confidencial que podía perjudicar a otras personas.

—Tanto los Krugman como Ortega mencionaron un sentimiento anti estadounidense en sus entrevistas —recordó Calderón.

—No me parece que fuera tan general. Creo que el odio de Vega se dirigía más bien contra el Gobierno. Marty Krugman incluso dijo que era pro estadounidense.

—En todo caso, sólo lo mencioné porque la Administración estadounidense está en contra del Tribunal Internacional, algo directamente relacionado con el mundo posterior al 11S, y ahí tenemos la extraña nota de Vega, como has dicho.

—Leí algo acerca de eso ayer en El País, pero no entendí por qué.

—La razón aparente es que el Gobierno estadounidense no quiere que sus ciudadanos sean injustamente perseguidos —dijo Calderón—. La más profunda es que el mundo posterior al 11 de septiembre necesita más orden. Y los policías son el ejército. Los estadounidenses quieren reservarse el derecho a decidir qué es justo. No quieren que ningún miembro de su Administración sea acusado de crímenes de guerra. Son la nación más poderosa de la tierra, ejercen influencia allí donde pueden. A mucha gente no le gustan sus tácticas: «Si no nos apoyas, te cortamos la ayuda militar». Pero es un mundo complejo. Si el que lucha por la libertad en un bando es para el otro un terrorista, también el justo objetivo militar de uno es para el otro una atrocidad.

—¿Entonces no crees que es una línea de investigación interesante saber por qué Vega tenía interés, aunque fuera remoto, por el Tribunal Penal Internacional y otros sistemas judiciales?

—No sé qué podía esperar de ellos, el Tribunal Penal Internacional se creó el 1 de julio de este año, y no puede juzgar crímenes cometidos antes de esa fecha. Lo del sistema judicial belga y Baltasar Garzón sólo significa que si te preocupa que te acusen y te detengan, más te vale mantenerte alejado de Europa. De modo que no limites demasiado tu perspectiva, Javier —dijo Calderón—. Sigue concentrándote también en los detalles. ¿Han encontrado ácido muriático en la propiedad?

—Todavía no. Todavía no hemos podido acabar de registrarla. Mi brigada está desperdigada por toda la zona intentando encontrar a Serguei e investigando el negocio de Vega.

—Ya sabes lo que busco: un móvil, un sospechoso y un testigo fidedigno —dijo Calderón—. De lo que no quiero oír hablar es de cosas que no estaban allí. Si no encuentras ácido muriático, no es más que un indicador, no significa nada. No más… fantasmas.

Calderón hizo una pasable imitación de un hombre ahogándose en su escritorio.

—Por eso no nos gusta hablar de nuestras corazonadas delante de los jueces.

—Estoy hablando por hablar —dijo Calderón—. Sé que estás concentrado en las realidades y los hechos, pero en este momento todo lo que tenemos son matices o indicios: la implicación de la mafia rusa, la obsesión de Vega con los tribunales internacionales, la red pedófila de Carvajal…

—Todavía no hemos hablado de eso.

—No son más que nombres en una libreta de direcciones. Algunos están tachados. No hay chicha, Javier. Ni siquiera hay esqueletos en el armario, sólo fantasmas.

—Ya estamos otra vez.

—Ya sabes la chicha que busco, y no voy a permitir que emprendas una investigación por asesinato hasta que la consiga —dijo Calderón—. A principios de la semana que viene volveremos a reunimos con los datos actualizados, y si todavía no me has presentado nada que se sostenga ante un tribunal, entonces tendremos que dar carpetazo.

Calderón se reclinó hacia atrás, encendió otro cigarrillo —Javier no recordaba que fumara tanto— y se quedó absorto en sus pensamientos.

—Querías verme a solas —dijo Javier, sólo para sacar a Calderón de su caparazón.

—Aparte de no querer que el inspector Ramírez me sometiera a base de golpes…

—Ahora está más tranquilo —explicó Falcón—. A su hija están haciéndole unas pruebas en el hospital.

—Espero que no sea nada serio —dijo Calderón, con el piloto automático puesto: las noticias le resbalaron mientras su mente peleaba con sus propios problemas—. No sabía que Inés y tú siguierais viéndoos.

—Y no nos vemos —aclaró Falcón, que le soltó una explicación absurdamente elaborada de cómo había acabado en el bar El Cairo con ella.

—Inés parecía muy nerviosa —dijo Calderón.

—Mira lo que le pasó la última vez que se casó —dijo Falcón, abriendo las manos y optando por parecer ridículo—. Parecía preocuparle que tú tuvieras dudas. Yo…

—¿Por qué iba a pensar que yo tengo dudas? —preguntó Calderón, y Falcón sintió los fragmentos de diamante de la penetrante mente del juez abriéndose paso hacia él.

—Ella también creía que tú estabas nervioso.

—¿Y tú qué le dijiste?

—Que en estas circunstancias era muy natural que un hombre estuviera nervioso —dijo Falcón—. Y que el nerviosismo puede malinterpretarse fácilmente como duda.

—¿Tú dudaste? —preguntó Calderón.

—Nunca dudé de ella —contestó Falcón, con el sudor bajándole por la espalda.

—Ésa no era la pregunta, Javier.

—Probablemente dudé. Visto en retrospectiva, probablemente me daba miedo el cambio, mi incapacidad para…

—¿Para qué?

La silla de Falcón crujió mientras se retorcía en la brocheta de preguntas del juez.

—Entonces yo era un hombre distinto, más distante —dijo Falcón—. Por eso voy al psicólogo.

—¿Y ahora?

Con esa última y trivial pregunta, el ciclo de Calderón quedaba completo.

Falcón casi agradeció la implícita advertencia de que debía mantener la nariz alejada de la vida privada del juez.

—Es un camino largo y difícil —dijo.

Falcón estaba sentado en su escritorio repasando el diálogo. Le alivió no haber aludido a las páginas de internet en las que se mencionaba a Maddy Krugman. Eso podría haber sacado a Calderón de sus casillas. El juez sabía que Falcón había visto algo. Pero teniendo en cuenta sus delicadas circunstancias personales, Falcón no podía revelar que Maddy se había visto envuelta en una investigación del FBI hasta que estuviera seguro de ciertos hechos. Mientras telefoneaba a su abogada, Isabel Cano, compadeció a las dos personas cuyas vidas veía camino de la destrucción.

La abogada le concedió un máximo de diez minutos. Falcón condujo hasta su bufete, situado en la calle Julio César, y pasó junto a los tres estudiantes de Derecho que estaban en la oficina. Isabel Cano lo recibió descalza. Falcón se sentó y le presentó su propuesta de llegar a un trato con Manuela.

—¿Has perdido la chaveta, Javier?

—Sólo a ratos.

—Ahora quieres darle todo aquello por lo que hemos luchado en los últimos seis meses. Estás dispuesto a aceptar una pérdida de, Dios sabe, medio millón de euros. ¿Por qué no incluimos también lo que hay dentro?

—No es una mala idea —dijo Falcón.

La abogada se inclinó sobre la mesa, acercándose a él. Tenía el pelo negro, ojos de color castaño oscuro, casi negro, y un hermoso, feroz y altivo aire moruno capaz de dejar secos a casi todos los fiscales del tribunal a cien metros de distancia.

—¿La psicóloga sigue haciéndote ajustes aquí y allá?

—Sí.

—¿Algún cambio en la medicación?

—No.

—¿Sigues tomando pastillas?

Falcón asintió.

—Bueno, no sé qué está pasando aquí, pero debe de ser muy gordo —dijo Isabel.

—No quiero seguir viviendo en esa casa. No quiero vivir con Francisco Falcón. Manuela sí. Está obsesionada con ese lugar… pero no tiene el dinero.

—Entonces no puede quedarse con la casa, Javier.

—Piénsalo.

—Ya lo he pensado y lo he rechazado… al instante.

—Piénsalo un poco más.

—Se han acabado tus diez minutos —dijo Isabel, poniéndose los zapatos—. Acompáñame al coche.

Mientras Isabel cruzaba la oficina a grandes zancadas, los pasantes la acribillaron a preguntas. No contestó ninguna. Sus tacones restallaron en el vestíbulo de mármol.

—Tengo que hacerte otra pregunta —dijo Falcón.

—Esperemos que sea más barata que la otra —dijo Isabel—, o no tendrás dinero para pagarme.

—¿Conoces al juez Calderón?

—Claro que lo conozco, Javier. —Isabel se paró tan en seco que halcón chocó con ella—. Ah, ahora lo entiendo. Estás emocionalmente trastornado por lo de él e Inés. Olvidémonos de que hoy nos hemos visto, y cuando estés más calmado…

—No estoy tan trastornado emocionalmente.

—¿Qué pasa entonces con el juez Calderón?

—¿Tiene fama?

—Tan larga como tu brazo… más larga que tus piernas… más larga que esta calle.

—Quiero decir… si tiene fama de mujeriego.

Falcón, que la miraba a la cara con gesto de impaciencia, vio que toda su fiereza desaparecía de su expresión y era sustituida por un inmenso dolor, que salió a la superficie como una ballena arponeada y desapareció.

Isabel apartó la cara y apuntó con las llaves al coche, cuyas luces emitieron un destello.

—Esteban siempre ha sido un cazador —dijo.

Se metió en el coche y se alejó, dejando a Falcón en la acera, pensando que Isabel Cano llevaba más de diez años felizmente casada.