Capítulo 10

Jueves, 25 de julio de 2002

Mientras bajaba las escaleras, Falcón hizo una parada para recoger el expediente de Sebastián Ortega y llevárselo a casa. En la oficina, Ramírez aún martilleaba en el teclado el informe con sus índices grandes y agresivos. Cristina Ferrera había hablado con la compañía telefónica y había averiguado que la última llamada que recibieron los Vega en su casa fue de Consuelo Jiménez a eso de las once de la noche.

Había redactado el informe y se había ido. Falcón se sentó delante de Ramírez, que miraba furiosamente la pantalla como un crítico que inserta comentarios exquisitamente furibundos en una reseña.

—¿Algo que deba saber del negocio de Rafael Vega?

—Empleaba mano de obra rusa y ucrania —dijo Ramírez—. Algunos eran legales, como Serguei; otros no.

—¿Cómo te has enterado de que había trabajadores ilegales?

—Hoy no acudieron a la obra… o mejor dicho, les dijeron que se fueran cuando aparecieron, y en dos obras el personal que trabajaba era mínimo.

—¿Qué me dices de las oficinas?

—Vázquez no nos dejó registrarlas sin una orden, pero nos habló de Serguei.

—¿Tenía algo que decir sobre la mano de obra?

—No es cosa suya. Él no estaba al frente del día a día de Construcciones Vega. Era sólo el abogado… y no desempeñaba ningún papel ejecutivo en el consejo de administración, que, desde la muerte de Vega, es quien dirige la empresa.

—¿Viste al contable, el señor Dourado?

—El Niño Bonito. Sí, lo vimos. Nos explicó el negocio y nos enseñó los libros.

—¿Explicó cómo aparecía en los libros la mano de obra ilegal?

—No estábamos en esa fase específica de la investigación. Estuvimos hablando en términos más generales, de la estructura de la empresa, de si era solvente, de si había alguna bomba de relojería financiera, o si había alguna desagradable cláusula de penalización de algún proyecto que se tragara los beneficios.

—Háblame de la estructura de la empresa.

—Construcciones Vega es una sociedad de cartera que comprende distintos proyectos. Cada proyecto es una empresa que tiene su propio consejo de administración, en el que hay un representante de Construcciones Vega, alguien que representa a los inversores o a la empresa que pone el capital, y alguien de la institución financiera que lo respalda. Supongo que es para evitar que si la cagas en un proyecto te cargues toda la empresa —dijo Ramírez—. Sea como sea, la sociedad ha tenido un aceptable nivel de beneficios en los tres últimos años, y no parece que vaya nada mal con los proyectos actuales. No había ninguna catástrofe inminente. Si lo que provocó la muerte de Vega fue un problema de negocios, es más probable que haya tenido que ver con los socios de los proyectos.

—¿Has visto algún nombre?

—Aún no —dijo Ramírez—. ¿Cómo te fue en el instituto?

—Echa un vistazo cuando acabes. No hay nada sustancioso que pueda convencer a un juez de que fue un asesinato. Vamos a tener que trabajar duro con los tres vecinos más cercanos de Vega para encontrar un móvil. Al parecer todos se beneficiaban de su relación con él, y estaban en casa ayer por la noche, durmiendo, como sería de esperar. Por eso hemos de encontrar a Serguei. Era el que estaba más cerca de la escena del crimen. Si alguien vio algo, fue él.

—Todavía no he echado un vistazo detenidamente al pasaporte, pero nadie que sea totalmente inocente guarda un documento falso en el congelador —dijo Ramírez—. Ya hay gente que se ha paseado por delante de tu casa con matrículas robadas, y el olor a ruso es muy fuerte en Construcciones Vega. De modo que sabemos que en este caso hay algo que no encaja. Todos los días averiguaremos algo nuevo. Y una de estas cosas acabará siendo un móvil.

—Tengo que irme —anunció Falcón, mirando su reloj.

—Ah, sí. Hoy te toca come-cocos. A lo mejor tendría que empezar a ir yo —dijo Ramírez, sonriendo y dándose unos golpecitos en la sien—. A lo mejor me arregla la azotea.

—¿Todavía no se sabe nada de lo de tu hija?

—No hasta que terminen con las pruebas.

Falcón condujo hasta su casa. Necesitaba otra ducha y tiempo para relajarse antes de ir a ver a Alicia Aguado. Cuando entró en su casa sintió la misma desazón que la noche anterior. Se puso a escuchar otra vez.

Dejó el expediente de Ortega en su estudio y subió al piso de arriba. Se duchó y se puso unos tejanos y Una camiseta negra. Bajó a la cocina y bebió agua. Se fue al estudio y se tendió en la chaise longue. Hizo algunos ejercicios respiratorios, y comenzaba a sentirse más tranquilo cuando se quedó paralizado al ver algo que estaba pegado al tablero de corcho que había sobre su escritorio, y que no había visto antes. Se levantó lentamente, como si el sigilo fuera importante. Anduvo en cuclillas hasta su escritorio y se apoyó encima. En el tablero había una foto de Inés. La habían clavado con una aguja de cabeza roja de plástico que le atravesaba la garganta.

A las 9:30 de la noche estaba sentado en la butaca en forma de ese de la consulta de Alicia Aguado. Ella le puso los dedos en la muñeca. En ese momento, ella necesitaba usar esa técnica más que antes, pues había perdido lo que le quedaba de vista a causa de una retinitis pigmentosa.

—Estás cansado —dijo Alicia Aguado.

—Me encuentro al final del segundo día de una nueva investigación. Una doble muerte y mucha agitación emocional.

—Vuelves a padecer ansiedad.

—Tuve otro sueño de mierda durante la siesta —dijo Falcón—. Siempre me asaltan por la tarde.

—Ya hemos hablado de ellos —dijo Aguado—. ¿Qué te produce ansiedad?

—Esta vez el sueño de mierda era diferente. Me desperté con una idea clara en la mente y una determinación.

Le habló del caso de Sebastián Ortega, de lo que sabía cuando tuvo el sueño (incluyendo el estado de la casa de Pablo Ortega) y de lo que posteriormente le había contado Montes.

—¿Es algo que suele ocurrir?

—A menudo, una prueba que no resulta admisible delante de un tribunal demuestra de manera concluyente la culpabilidad del acusado —explicó Falcón a la defensiva—. La policía y los acusadores utilizan el matiz y el énfasis para asegurar una condena «adecuada».

—Pero ése no es el caso, ¿verdad? —dijo Aguado—. Han manipulado a una víctima para que relatara de forma exagerada lo que le ocurrió. ¿Quién era el juez del caso?

—Nunca se dudó que fueran a condenarlo. Lo que querían asegurar era la pena máxima, pero… no quiero entrar en detalles ni mencionar ningún nombre —dijo Falcón—. La cuestión es que antes del sueño no quería saber nada de ese asunto, y sin embargo me desperté con la idea fija de ayudar a ese joven, con el que no tengo ninguna relación.

—Eso está bien —opinó Aguado.

—Eso creo yo también. Es la parte más aburrida de la depresión, el tiempo que pasas contigo mismo —dijo Falcón—. Me alegro de poder salir de ese ensimismamiento.

—¿Qué te atrajo de la situación de Sebastián Ortega?

—Hay algunas relaciones interesantes. Pablo Ortega conocía a Francisco Falcón. Era amigo suyo. Incluso me conoció cuando yo tenía dieciocho años, pero no le recuerdo. Como Francisco, es una persona con carisma y a veces muy iracundo. También me dijo cosas que luego descubrí que no eran ciertas. No fue fácil distinguir la verdad de la interpretación. Es posible que se oculte cosas a sí mismo. En un interrogatorio posterior, alguien dijo que siempre supusieron que era homosexual o asexual.

—Dios mío… estamos hablando de Pablo Ortega, el actor, ¿verdad?

—Sí, pero no vayas a llamar al Diario de Sevilla —pidió Falcón—. Si eso se supiera, se mataría.

—Ya veo la relación con tu caso —dijo Aguado.

—Creo que subconscientemente me he identificado con Sebastián, y que por eso quiero ayudarlo.

—¿Por qué?

—Porque quiero ayudarme a mí mismo.

—Eso está bien, Javier —dijo Aguado—. Volvamos a Pablo Ortega…

—De que sea homosexual… no hay pruebas. Fue algo que esa persona a la que entrevisté simplemente daba por sentado.

—Eso no es lo que me interesa —dijo Aguado—. ¿Por qué estaba Pablo Ortega tan enfadado?

—Estaba furioso con el juez Calderón…

—O sea, ¿que también fue el juez en el caso de Sebastián Ortega?

—Me has pillado.

—Pensaba que estábamos hablando de algo más complicado.

—Si lo hay, no sé qué es.

—Recuerdo que, mientras investigabas el asesinato de Jiménez, me dijiste que el juez Calderón te caía bien. Me dijiste que fue de las primeras personas a las que consideraste un posible amigo desde los cursos que hiciste en Barcelona.

—Eso fue antes de que supiera que salía con Inés.

Cuando pronunció ese nombre, Aguado apartó rápidamente los dedos de la muñeca de Falcón.

—¿Ha pasado algo con Inés?

—Calderón me dijo ayer que iban a casarse —dijo Falcón—. Estuve a punto de llamarla.

—Ya hemos resuelto lo de Inés.

—Eso mismo pensaba yo.

—Ya sabías que se casarían —dijo Alicia Aguado—. Y me dijiste que lo aceptabas.

—La idea, sí.

—¿Y la realidad es diferente?

—Me sorprendió lo mucho que me decepcionó la noticia.

—Lo superarás.

—Por eso no te llamé —dijo Falcón—. Pero justo antes de que viniera a verte esta noche me encontré con una foto suya clavada en el corcho que tengo sobre mi escritorio, con una aguja roja atravesándole la garganta.

Silencio. Falcón creyó sentir temblar a Alicia.

—¿La clavaste tú allí? —preguntó Aguado.

—Eso es lo que me preocupa —dijo Falcón—. Que no lo sé.

—¿Crees que pudiste hacerlo de manera subconsciente?

—Ni siquiera reconozco esa fotografía.

—¿Y las otras fotos?

—La semana pasada me compré una cámara digital. Hasta ayer no había tenido mucho trabajo, y había recorrido las calles haciendo fotos, acostumbrándome a la tecnología y luego descargando las fotos en el ordenador, borrando algunas, imprimiendo otras, tirando unas cuantas. Ya sabes, jugando un poco. En fin que… no puedo estar seguro. A lo mejor le saqué una foto sin darme cuenta. No vivimos tan lejos. A veces la veo por la calle, ya sabes cómo es Sevilla.

—Si no, ¿de qué otro modo podría haber llegado a tu tablero de corcho?

—No lo sé. Ayer por la noche me emborraché y me quedé dormido…

—No deberías dejar que eso te preocupara —dijo Aguado.

—Pero ¿qué crees que significa? —preguntó Falcón—. No me gusta la idea de que mi mente actúe independientemente de mí. Eso era lo que le pasaba a una de las víctimas de mi investigación.

Falcón le explicó lo de la extravagante nota de Vega, cómo la había calcado.

—El lado positivo de este incidente es que parece indicar que al clavarla en tu tablero por la garganta estás liberándote del control que, según pareces creer, ejerce sobre ti.

—Bueno, ésa es una interpretación —dijo Falcón—. Podría haber otras más sombrías.

—No pienses en ellas. Estás en plena transición. No te detengas.

—Muy bien, hablemos de otra cosa: Sebastián Ortega. ¿Qué opinas de su comportamiento, desde el punto de vista psicológico? ¿Por qué hizo lo que hizo?

—Necesitaría saber más de él y del caso antes de aventurar una opinión.

—Mi teoría es que estaba reviviendo un ideal —dijo Falcón—. Era para el chico lo que hubiera querido que su padre fuera para él.

—No puedo comentar eso.

—No te estoy pidiendo una opinión profesional.

—Y yo no doy opiniones de aficionada.

—Muy bien, ¿de qué podemos hablar, dejando aparte a Inés?

—Cuéntame algo más del juez Calderón.

—Ya no sé qué pensar de él —dijo Falcón—. Me siento confuso. Al principio me atraía su inteligencia y su sensibilidad. Luego me enteré de que salía con Inés, cosa de la que no podía ni puedo hablar con él. Ahora van a casarse. He visto cómo iba ascendiendo de una manera coherente, pero otros me dicen que lo que impulsa su trayectoria es la vanidad…

—Me parece que te estás olvidando algo.

—No creo.

—¿Te ha hecho algo el juez Calderón?

—A mí no —contestó Falcón—. Todavía no puedo hablar de eso.

—¿Ni siquiera a tu psicóloga clínica, a la que llevas viendo más de un año?

—No… aún no. Es algo de lo que no acabo de estar seguro —dijo Falcón—. Pudo haber sido en un momento de locura, ahora olvidado, o pudo haber habido una intención más clara.

—¿De hacer algo malo?

—No exactamente malo… aunque sí, sería algo malo —respondió Falcón—. Todo lo que puedo prometerte es que no tiene nada que ver conmigo.

La cita acabó poco después. Antes de acompañar a Javier hasta la puerta, Alicia se desvió hacia un archivador, revolvió su contenido y sacó un dictáfono.

—No me importa pensar en Sebastián Ortega por ti —respondió Aguado—. Me espera un verano tranquilo. Desde que me quedé ciega tengo agorafobia. La idea de cientos de personas en la playa, y yo entre ellas, me pone nerviosa. Me quedaré en la ciudad, a pesar del calor. Graba aquí todo lo que sepas y yo lo escucharé.

Le entregó el dictáfono y algunas cintas. Javier le estrechó su mano fría y blanca.

Su relación profesional jamás había ido más allá de aquella formalidad, aparte de cierta locura por parte de él en las primeras fases del tratamiento. Pero esa vez ella lo atrajo hacia sí y lo besó en ambas mejillas.

—Buenas noches, Javier —dijo Aguado, mientras él bajaba las escaleras—. Y recuerda: lo importante es que eres un buen hombre.

Falcón abandonó el frescor de la consulta y se sumergió en el pegajoso calor de la calle. Echó a caminar e hizo lo que Alicia le había dicho que no hiciera. Se puso a pensar en la foto de Inés clavada en el corcho. Distraídamente, cruzó una calle y se encontró delante de la vieja fábrica de Tabaco, ahora incorporada a la universidad.

Había pasado de largo el edificio de los Juzgados, donde había aparcado el coche.

Cruzó la avenida del Cid y volvió atrás por los senderos del Palacio de Justicia.

Alguien le llamó. El sonido de la voz fue como si las manos de una mujer le abrazaran el pecho desde atrás. El ruido de los tacones dando saltitos sobre las losas le indicó, antes de volverse, que iba a ver a Inés.

—Enhorabuena —dijo Falcón, pronunciando mal la palabra.

Inés lo besó con expresión perdida.

—Esteban me lo dijo ayer —agregó Falcón.

Ella se llevó una mano a la boca, como si eso ocultara su esfuerzo por recordar, y a continuación puso los ojos en blanco.

—Lo siento. Lo he hecho sin pensar —se disculpó—. Gracias, Javier.

—Me alegro mucho por ti —dijo Falcón—. ¿No es un poco tarde para estar trabajando?

—Esteban me dijo que me encontrara aquí con él a las nueve y media. ¿No lo has visto? —preguntó Inés.

—Aplazó nuestra reunión hasta mañana.

—Siempre está aquí a esta hora de la noche. No sé qué podría…

—¿Qué dice el guarda de seguridad?

—Que se fue a las seis y no ha vuelto.

—¿Le has llamado al móvil?

—Está apagado. Ahora siempre lo tiene apagado. Hay demasiada gente que quiere hablar con él —dijo Inés.

—Bueno… ¿quieres que te deje en algún sitio?

Inés le dejó un recado para Calderón al guarda de seguridad y subieron al coche de Falcón. Bajaron por Cristóbal Colón y decidieron tomar una tapa en El Cairo, en Reyes Católicos.

Se sentaron a la barra y pidieron cerveza y una tapa de pimientos del piquillo rellenos de merluza. Falcón le preguntó por la boda. Ella le habló pensando sólo a medias en lo que hacía, observando todas las caras que pasaban por la ventana.

Falcón bebió su cerveza y le murmuró palabras de ánimo hasta que ella se volvió hacia él y le clavó en la rodilla sus uñas largas, blancas y manicuradas.

—¿Le va todo bien? —preguntó Inés—. Ya sabes… en el trabajo.

—No lo sé. He estado trabajando con él en el caso de Santa Clara, aunque sólo desde ayer.

—¿Santa Clara?

—Al final de la avenida de Kansas City.

—Sé dónde está Santa Clara —dijo Inés, molesta, pero su irritación se disipó al instante, y volvía a mirar a Falcón con sus grandes ojos castaños, con esa mirada que ponía cuando quería algo—. Dijo… dijo…

—¿Qué, Inés?

—Nada —dijo ella, soltándole la rodilla—. Últimamente se le ve un poco preocupado.

—Sólo porque ahora lo ha hecho oficial: el anuncio de su boda.

—¿Y eso qué tiene que ver? —preguntó Inés, analizando cada sílaba de Falcón, desesperada por penetrar en la psique masculina.

—Ya sabes… el compromiso total… sin vuelta atrás.

—Antes ya estaba comprometido.

—Pero ahora es oficial… lo ha confirmado ante el mundo. Esas cosas ponen nerviosos a los hombres. Ya sabes, El Fin de la Juventud. Se acabaron los líos. La familia. Las responsabilidades de los adultos… todo ese rollo.

—Entiendo —dijo ella, sin entenderlo en absoluto—. ¿Quieres decir que está dudando?

—No, no, no —respondió Falcón—. No es duda, es sólo nerviosismo ante la perspectiva del cambio. Tiene treinta y siete años, nunca ha estado casado. No es más que una reacción al trastorno físico y emocional.

—¿Físico? —repitió ella, sentada al borde del taburete.

—¿No te quedarás en su apartamento, verdad? —dijo Falcón—. Compraréis una casa… fundaréis una familia.

—¿Esteban te ha hablado de esto? —preguntó ella, escrutando su cara en busca del más mínimo tic.

—Yo soy la última persona…

—Siempre habíamos dicho que compraríamos una casa en el centro de la ciudad —dijo Inés—. Queríamos vivir en el casco antiguo, en una gran casa como la tuya… quizá no tan disparatada ni enorme, pero de ese estilo clásico. Llevo meses buscando… casi todo son casas antiguas que hay que reformar, ¿y sabes qué me dijo Esteban ayer por la noche?

—¿Que la ha encontrado en otra parte? —dijo Falcón, incapaz de reprimir la idea que se le había pasado por la cabeza: que Inés sólo se había casado con él por su casa.

—Que quiere vivir en Santa Clara.

Falcón miró fijamente aquellos ojos grandes y asustados, y sintió que en su mente se producía un desmoronamiento a cámara lenta. Las consonantes se le atascaron en la garganta como espinas de pescado.

—Exactamente —dijo ella, echándose hacia atrás, casi triunfal—, la antítesis de lo que siempre habíamos hablado.

Falcón apuró su cerveza, pidió otra, se metió un pimiento en la boca de cualquier manera.

—¿Qué significa eso, Javier?

—Significa —dijo Falcón, lanzándose hacia trágicas revelaciones y dando un volantazo en el último momento—, significa que eso es parte del trastorno emocional. Cuando todo en tu vida cambia de repente… tú también cambias… pero más lentamente. Lo sé. Me he vuelto un experto en cambios.

Inés asintió, engullendo las palabras en el pecho, donde podía atesorarlas, hasta que sus ojos parpadearon, se bajó como una bala del taburete y se lanzó hacia la puerta.

—¡Esteban! —aulló una vez en la calle, con más energía que una pescadera.

Calderón se detuvo como si le hubieran clavado un cuchillo en el pecho. Se volvió, y Falcón pensó que vería la empuñadura sobresaliendo entre las costillas, pero en lugar de eso vio —antes de que Calderón tuviera tiempo de adoptar un gesto sereno— miedo, pérdida, desprecio y una extraña expresión salvaje, como si el hombre llevara meses extraviado en las montañas. Luego el juez sonrió y pareció emitir un resplandor. Ella se le acercó. Él fue hacia ella. Se besaron apasionadamente en la calle. Una pareja de ancianos sentada junto a la ventana asintió con aprobación.

Falcón parpadeó ante aquella fraudulenta exhibición.

Inés tiró de Calderón hacia el bar, pero él vaciló al ver a Falcón sentado en un taburete. Los tres se lo explicaron todo mutuamente dos veces sin escucharse. La cerveza cayó como un golpe en las gargantas. Intercambiaron tópicos. Inés y Calderón se fueron a los pocos minutos. Falcón estudió el nervio que sobresalía del antebrazo de Inés mientras agarraba la camisa de su novio. Con uñas y dientes. A ése no pensaba soltarlo nunca.

Le trajeron la cuenta. Pagó y se fue a casa. Encontró todos los semáforos en rojo.

Los adoquines le sacudían las entrañas. A pesar de su cansancio, no tenía paciencia para irse a la cama. Subió a su estudio y encendió el ordenador. Repasó todas las fotos que había tomado desde el fin de semana. Siguió mirando la foto de Inés, viendo si encajaba con cualquiera de las otras, intentando recordarla. No sirvió de nada. Cogió el whisky, llenó un vaso y dejó la botella en la cocina.

Estaba a punto de apagar el ordenador cuando recordó que Maddy Krugman le había dicho que había leído su historia en internet. Se conectó y puso el nombre de ella en el buscador. Le salieron varios miles de páginas, sobre todo de un comentarista político llamando John Krugman y de un periodista del New York Times llamado Paul Krugman. Halcón puso el nombre de Madeleine Coren en el buscador.

Había sólo trescientas páginas, y rápidamente comenzó a encontrar referencias a su obra fotográfica. Se trataba, sobre todo, de viejos artículos y unas pocas reseñas de sus exposiciones, aunque siempre mostraban un retrato de una Madeleine Coren asombrosamente joven y hermosa, con aire distante, inaccesible y vestida siempre de negro. Estaba luchando contra el aburrimiento cuando un pequeño artículo del St. Louis Times llamó su atención. Investigación de asesinato del FBI: Madeleine Coren, fotógrafa, ha ayudado al FBI en la investigación del asesinato del comerciante de alfombras iraní Reza Sangari. El artículo había aparecido en la sección de noticias locales y estaba fechado el 15 de octubre de 2000.

Madeleine Coren en una investigación de asesinato del FBI La fotógrafa neoyorquina Maddy Coren ha ayudado al FBI en su investigación del asesinato de Reza Sangari, cuyo cuerpo apaleado fue encontrado en su apartamento del Lower East Side. El FBI no pudo revelar por qué se habían puesto en contacto con la señora Coren en relación con el asesinato del comerciante de alfombras iraní. Sólo ha afirmado que no hay cargos contra la fotógrafa de treinta y seis años, cuya última exposición, «Vidas diminutas», se ha exhibido en el Museo de Arte de St. Louis. John y Martha Coren, que aún viven en Belleville, St. Clair, no han hecho ningún comentario sobre el interrogatorio de su hija por parte del FBI. En la actualidad, Maddy Coren vive en Connecticut con su marido, el arquitecto Martin Krugman.

El nombre del periodista era Dan Fineman, y tras leer el artículo unas cuantas veces, Falcón comenzó a captar su tono levemente malicioso. El interés periodístico era más bien escaso. Escribió «Vidas diminutas» en el buscador y apareció una reseña con el título de: «Mínimo contenido. Escasa estatura». Lo firmaba el mismo Dan Fineman. Alguien que se la tenía jurada.

Falcón introdujo el nombre de Reza Sangari en el buscador. Era un asesinato del que se había informado ampliamente a escala local y nacional, y a partir de esos artículos consiguió reconstruir toda la historia.

Reza Sangari tenía apenas treinta años. Había nacido en Teherán. Su madre procedía de una familia de banqueros y su padre había dirigido su propia fábrica de alfombras hasta que dejó el país antes de la revolución iraní de 1979. Reza se crio en Suiza, pero estudió Historia del Arte en la Universidad de Columbia. Después de licenciarse compró un almacén en el Lower East Side, en el que montó su propio negocio de importación y venta de alfombras. Convirtió el segundo piso en su apartamento, y allí fue donde lo encontraron muerto el 13 de octubre de 2000. Lo habían asesinado tres días antes; lo habían golpeado dos veces en la cabeza con un instrumento romo, aunque no era eso lo que lo había matado, sino el golpe que se había dado al caer sobre el armazón de latón de la cama. Nunca se encontró el arma que le causó las primeras heridas. Debido al alcance de la investigación y a la clientela internacional de Sangari, el caso pasó de la Policía de Nueva York al FBI, que se puso en contacto con todos sus clientes y conocidos. Descubrieron que salía con varias mujeres, pero con ninguna en concreto. No había pruebas de que se hubiera forzado la entrada, y no habían robado nada. No faltaba nada del inventario.

El FBI fue incapaz de encontrar ningún sospechoso, a pesar de los exhaustivos interrogatorios realizados a las mujeres con las que salía cuando lo mataron. Algunos de esos nombres se habían filtrado a los medios de comunicación por ser famosos. Se trataba de Helena Valankova (diseñadora de moda), Françoise Lascombs (modelo) y Madeleine Krugman. Las dos últimas estaban casadas.