Jueves, 25 de julio de 2002
Falcón condujo de vuelta a la Jefatura, mientras Ferrera leía los informes de la autopsia. Era la hora de comer, la temperatura había llegado a los 45°C y no había nadie en las calles. Los coches avanzaban lentamente por el asfalto reluciente.
Cuando llegaron a la Jefatura, le dijo a Ferrera que dejara los informes en la mesa de Ramírez y quedaron para las seis de la tarde.
A Falcón el calor le había quitado el apetito. En casa consiguió tomarse un tazón de gazpacho, que Encarnación le preparaba todos los días. Con el calor embutido en todos los rincones de la casa, no tenía energía para echarles un vistazo a las fotos de Consuelo Jiménez que había sacado del coche. Subió arriba, se desnudó, se duchó y se derrumbó en el frescor del aire acondicionado de su dormitorio. Su cerebro agitado pasaba imágenes de ese día. Se quedó dormido y tuvo un sueño recurrente, en el que entraba en unos lavabos públicos inmaculados hasta que tiraba de la cadena, momento en el cual el retrete comenzaba a llenarse de una repugnante cantidad de mierda hasta que se desbordaba. Se quedaba atrapado y tenía que escalar las paredes del cubículo, sólo para encontrarse con que a los demás retretes les pasaba lo mismo. De pronto sentía una gran náusea, seguida de un intenso pánico irracional. Se despertó, el pelo empapado en sudor, pensando, sin saber por qué, en Pablo Ortega, hasta que recordó su problema con el pozo ciego.
Eran las 17:30. La ducha le quitó la mugre del pelo y la cabeza. Bajo el golpeteo del agua, su mente se activaba hacia delante y hacia atrás. Sabía por qué había tenido ese sueño: otra investigación, su propio pasado y el pasado de los demás deformado por la tragedia. Para lo que no estaba preparado era para el siguiente salto de su mente, que le dijo que debería visitar al hijo de Pablo Ortega, Sebastián, en la cárcel. Aquello no tenía nada que ver con la investigación, era una misión distinta. La idea le hizo sentirse bien. Algo se ensanchó en su pecho. Sintió que podía respirar mejor.
Se llevó las fotos de Consuelo Jiménez al estudio y sacó las de Pablo Ortega. Había una de Pablo sonriendo y hablando con dos hombres. Uno de ellos quedaba tapado por la gente que había en primer plano, y al otro no lo conocía. Se llevó la foto con él y la colocó en el asiento del copiloto.
Ramírez estaba escribiendo los informes de sus entrevistas en la oficina de Vega y las últimas novedades sobre la búsqueda de Serguei. Falcón le habló del pasaporte a nombre de Emilio Cruz y de la llave. Ramírez anotó los detalles.
—Enviaré un e-mail a la embajada argentina en Madrid, a ver qué saben —dijo Ramírez—. E intentaré averiguar dónde emitieron el carnet de identidad original de Rafael Vega.
—¿Podremos saber algo antes del fin de semana?
—En julio no creo, pero podemos intentarlo.
—¿Alguna noticia de Serguei?
—En las últimas semanas fue visto un par de veces en un bar de la calle Alvar Núñez Cabeza de Vaca con una mujer que no era española y que hablaba su mismo idioma. A la mujer ya la habían visto antes por allí, y el barman pensaba que era del polígono San Pablo. Dijo que le pareció una puta. Tenemos una descripción completa de ella, y Serrano y Baena están trabajando en ello.
Falcón escuchó los mensajes y miró fijamente las fotografías que había traído del coche. Calderón había aplazado su reunión hasta la mañana siguiente. Llamó al inspector jefe Alberto Montes, del GRUME (Grupo de Menores), y le preguntó si podía pasarse para tener una charla informal. Cuando Ferrera llegó, él ya se marchaba, y le dijo que investigara los números de teléfono de la lista de llamadas de la casa de los Vega y del móvil de Rafael Vega, a qué números había llamado y quién le había llamado a él, y que luego fuera con Serrano y Baena a buscar a la mujer que habían visto con Serguei.
—¿Y qué me dice de la llave que encontramos con el pasaporte en casa de Vega?
—En este momento, Serguei es más importante. Necesitamos un testigo —dijo Falcón—. Investigue lo de la llave si tiene tiempo. Empiece por los bancos.
De camino al despacho de Montes se pasó por el laboratorio donde trabajaban Felipe y Jorge. Les comentó los informes de las autopsias. Eso los desanimó. No habían encontrado nada interesante en la escena del crimen. El almohadón estaba limpio de sudor y saliva. Lo único curioso que habían encontrado tenía que ver con la nota que Vega tenía en la mano.
—Como dijo su abogado, no hay duda de que es su letra, pero nos pareció interesante que él dijera que estaba escrita con «cuidado más que con apresuramiento», de modo que la vi al microscopio —dijo Felipe—. La calcó.
—¿A qué te refieres?
—Ya la había escrito, y eso dejó una marca en la página de debajo. Luego volvió al bloc y escribió sobre la marca que había quedado… como si quisiera ver lo que estaba escrito.
—Pero ¿lo había escrito él antes? —preguntó Falcón.
—Yo sólo puedo hablarle de hechos —dijo Felipe.
Alberto Montes tenía cincuenta y pocos años, sobrepeso, bolsas bajo los ojos y una nariz que había estallado de tanto beber. A finales del año anterior había sufrido tratamiento psicológico debido a sus problemas con la bebida, que había acabado superando. Ahora esperaba la jubilación anticipada, y parecía ansioso por conseguirla. Había formado parte del Grupo de Libertad Sexual, que investigaba crímenes sexuales contra adultos, y del GRUME durante más de quince años, y poseía un conocimiento enciclopédico de nombres y de los horrores correspondientes a cada uno. Estaba mirando por la ventana del segundo piso, fumando y probablemente pensando en su libertad futura. Bebía agua de un vaso de plástico a través de su grueso bigote como si deseara que fuera whisky. Cuando Falcón llegó a su escritorio, Montes hizo girar su silla y rellenó el vaso de plástico.
—Tengo piedras en el riñón, inspector —dijo—. Me pasa todos los veranos. Me han dicho que beba seis litros de agua al día. ¿Qué puedo hacer por usted?
—Eduardo Carvajal —dijo Falcón—. ¿Le recuerda?
—Llevo ese nombre grabado en el corazón. Iba a hacerme famoso —dijo Montes—. ¿Cómo es que su nombre ha vuelto a salir a la luz?
—Estoy investigando las muertes de Rafael y Lucía Vega.
—¿Rafael Vega… el constructor? —preguntó Montes.
—¿Lo conoce?
—No me invitaba a su caseta de la Feria, pero sé quién es —respondió Montes—. ¿Lo mató alguien?
—Eso es lo que intentamos averiguar. Mientras revisaba su libreta de direcciones me encontré con el nombre de Carvajal, que me sonaba de ese caso que investigué el año pasado. Raúl Jiménez lo conocía, era amigo suyo. Entonces no tuve tiempo de profundizar en el asunto, de modo que me dije que lo haría ahora —dijo Falcón—. ¿Por qué iba a hacerlo famoso?
—Dijo que iba a darme los nombres de todos los que habían formado parte de esa red de pedofilia… desde el principio. Me prometió el golpe más grande de mi carrera. Políticos, actores, abogados, concejales, hombres de negocios. Dijo que me entregaría la llave maestra que abriría la puerta de la alta sociedad y revelaría lo podrida y apestosa que era. Y le creí. De verdad pensé que iba a proporcionarme toda esa información.
—Pero murió en un accidente de coche antes de dársela.
—Bueno, se salió de la carretera —dijo Montes—. Era de madrugada, tenía alcohol en el organismo y conducía por esas curvas peligrosas que van de Ronda a San Pedro de Alcántara… pero nunca lo sabremos.
—¿A qué se refiere?
—Todo el mundo lo sabe, inspector. Para cuando me informaron, ya lo habían enterrado, y el coche era un bloque de este tamaño en un cementerio de automóviles —dijo Montes, separando las manos cincuenta centímetros.
—Pero algunas personas fueron condenadas, ¿no?
Montes levantó cuatro gruesos dedos con un cigarrillo encendido entre ellos.
—¿Y no pudieron ayudarlo tal como pensaba hacerlo Carvajal?
—Sólo se conocían entre ellos. Formaban una célula de la red —dijo Montes—. Esta gente va con mucho cuidado. No son distintos de una organización terrorista o un movimiento de resistencia.
—¿Cómo los atrapó?
—Me avergüenza tener que decirle que fue a través del FBI —contestó Montes—. Ni siquiera somos capaces de desmantelar nuestras propias redes pedófilas.
—¿Así que algo internacional?
—Para eso sirve internet —dijo Montes—. El FBI había montado una operación encubierta. Encontraron una pareja en Idaho que llevaba una página web pornográfica y se hicieron con ella. Recogieron direcciones de todo el mundo e informaron a las autoridades locales de cada país. Es bueno saber que por ahí hay muchos pedófilos asustados, pero no creo que detengamos a ninguna de las personas que Carvajal conocía. Estoy seguro de que todo ha acabado.
—¿Por qué?
—Carvajal era el hombre clave. Era el proxeneta. Todos lo conocían, y él conocía a todo el mundo. Pero los clientes no se conocían entre sí. No hay nada que los relacione.
—¿Y por qué no estaba Carvajal bajo custodia?
—Era parte del trato que negociamos con el abogado. Iba a juntar a todas las células e íbamos a detenerlas en una serie de redadas.
—¿Descubrió cómo hacía de proxeneta?
—Nada que nos fuera de mucha utilidad —dijo Montes, asintiendo—. Era algo que por entonces estaba empezando. La implicación de la mafia rusa en el tráfico de personas. La prostitución se convirtió en algo importante para ellos, porque podían controlar el suministro. Para controlar el tráfico de drogas tenían que luchar por el territorio, no tenían heroína o cocaína en su país, pero con la prostitución no tenían problemas para obtener mercancía. Y lo que es más, descubrieron que era menos peligroso e igualmente lucrativo. La semana pasada tuvimos aquí una chica rumana a la que habían comprado y vendido siete veces. Créame, inspector, hemos retrocedido en el tiempo y volvemos a estar en la época de la trata de esclavos.
—¿Le importaría hacerme un pequeño resumen de todo eso?
—Los antiguos países soviéticos están muy poblados. Gran parte son personas capaces e inteligentes, profesores de universidad, de facultades técnicas, albañiles, funcionarios, pero pocos consiguen ganarse la vida en la era postsoviética. Hacen lo que pueden para sobrevivir con quince o veinte euros al mes. Y en Europa, sobre todo en países como Italia y España, no somos «bastantes». He leído informes que dicen que España necesita un cuarto de millón de personas más al año sólo para conseguir que el país funcione y se paguen impuestos que permitan que el Estado tenga dinero para mi pensión. Las economías de la oferta y la demanda son las más fáciles de entender, y son inmediatamente explotadas.
»Se necesita un visado para entrar en Europa. He oído que muchos ucranios se cuelan por la frontera polaca y consiguen los visados en sus embajadas en Varsovia.
Portugal ofrece visados con mucha facilidad. En España, debido a nuestro problema con Marruecos, es más difícil, pero es bastante sencillo matricularse en una escuela de idiomas o algo parecido. Naturalmente, se necesita ayuda para hacerlo. Ahí es donde interviene la mafia. Facilitan el viaje. Consiguen un visado. Consiguen transporte. Cobran un mínimo de mil dólares por cabeza… Adivino lo que está pensando, inspector.
—Cincuenta personas en un autobús, menos unos pocos miles de gastos —dijo Falcón—. No es difícil entender lo bien que funciona.
—Cada vez que cargan un autobús consiguen al menos cuarenta y cinco mil dólares —explicó Montes—. Pero no acaba ahí, porque con un poco de intimidación consigues que esas personas trabajen para ti cuando llegan a su destino. Las bandas mafiosas los separan. Las mujeres y los niños van a la prostitución, y los hombres a trabajos forzados. Ocurre en todas partes: Londres, París, Berlín, Praga. Un amigo mío estaba de vacaciones cerca de Barcelona el mes pasado, y en la carretera que va a Rosas había una hilera de chicas haciéndole señas… y no eran autoestopistas.
—¿Y qué clase de trabajo hacen los hombres?
—Trabajan en fábricas, fábricas en las que los explotan, en la construcción, en almacenes, hacen de chóferes… cualquier trabajo de baja categoría. Incluso en los invernaderos de las planicies que hay cerca de Huelva. Allí también hay mujeres.
—Hace cuatro o cinco años, la prostitución era algo que sólo veías si la buscabas, o si te metías por error en el barrio chino, que estaba limitado a ciertas calles. Ahora te vas a un garaje en mitad de ninguna parte y te encuentras a una chica «trabajando».
Montes encendió otro cigarrillo al tiempo que aplastaba el que había estado fumando.
—Ahora sé que soy demasiado viejo para este trabajo. Ya no supone un reto. Es algo que me supera, ya no puedo con él —dijo Montes—. Dijo que tenía otra pregunta, inspector. Dese prisa antes de que me entre la desesperación y huya hacia el aparcamiento.
Falcón vaciló porque veía la incrustada fatiga del hombre, sentía el cansancio que tenía incrustado y su colosal decepción.
—Sólo estaba bromeando, inspector —dijo Montes—. Estoy demasiado cerca del final. Lo siento por los muchachos que aún están empezando. Les espera un camino largo y difícil.
—Iba a preguntarle por Sebastián Ortega, pero eso puede esperar.
—No, no… no hay ningún problema, de verdad, inspector. Es sólo que necesito tomarme unas vacaciones —dijo Montes—. Sebastián Ortega… ¿qué pasa con él?
—Pablo Ortega vive al lado de Rafael Vega. El juez de instrucción del caso es Esteban Calderón.
—Ajá, sí, bueno, no debería juntar a esos dos en la misma habitación.
—¿Qué pasó? Parece un caso extraño.
—¿Qué versión ha oído?
—Entiendo… es bastante complicado —dijo Falcón—. He oído que secuestró al chaval, abusó sexualmente de él durante varios días y lo liberó. Luego esperó a que la policía fuera a detenerlo.
—De eso fue de lo que lo acusaron en el tribunal: secuestro y agresión sexual, motivo por el que el juez Calderón y el fiscal le impusieron una condena de doce años —dijo Montes—. Yo no trabajé en el caso, de modo que eso es sólo lo que he oído, pero sé que es cierto. Una vez dicho esto, la única declaración en vídeo que encontrará en el expediente es la oficial que se utilizó en el tribunal —prosiguió Montes—. En primer lugar, Sebastián Ortega se complicó la vida todo lo que pudo. No dijo nada de lo que había hecho. Nunca aportó su versión de los hechos. Y, cuando no hay nadie que te contradiga, la gente cree tener licencia para dar rienda suelta a su imaginación.
»Pregunta número uno: ¿por qué secuestró al muchacho? Pregunta número dos: ¿por qué tenía una habitación especialmente preparada para retener al prisionero?
»Pregunta número tres: ¿por qué ató al muchacho? Y la respuesta a todas estas preguntas, en las mentes de los investigadores y fiscales, fue que Sebastián Ortega planeó y llevó a cabo ese acto para tener la oportunidad de abusar sexualmente del muchacho a placer. Sólo… que no lo hizo.
—¿No hizo qué?
—No abusó sexualmente de él… o mejor dicho, no había evidencia de que lo hubiera hecho, y el crío también dijo que Sebastián Ortega no le había tocado… sexualmente —dijo Montes—. Luego, creo, el juez habló con los investigadores, quienes hablaron con los padres del chaval. Y en el vídeo posterior la declaración de la víctima fue más convincente o imaginativa, lo que usted prefiera.
—Entonces, ¿cuál era el propósito del secuestro?
—Se conocían. Eran del mismo barrio. Dudo en llamarlos amigos a causa de la diferencia de edad, pero es más o menos lo que eran. Sebastián Ortega no tenía por qué secuestrarlo. Lo invitó a su piso. Luego, por lo que he averiguado, pasó algo un poco raro. Ortega lo retuvo en esa habitación insonorizada que ya había construido y lo ató. Pero en el interrogatorio inicial el chico dijo que, a pesar de que estaba asustado por la manera de comportarse de Ortega, ni le hizo daño ni lo tocó sexualmente.
—No lo entiendo —dijo Falcón—. ¿Qué hizo Sebastián, entonces?
—Le leía cuentos para niños. Le cantaba canciones… al parecer no era mal guitarrista. Le daba de comer, le dejaba beber toda la Coca Cola que quería.
—¿Por qué lo ató?
—Porque el chico dijo que quería irse a casa o su padre se enfadaría.
—¿Y eso duró varios días?
—Todo el mundo andaba como loco buscando al chico. Los padres incluso llamaron a Sebastián, que dijo que lo lamentaba, pero que no lo había visto… Creo que se llamaba Manolo. Y un día, Sebastián simplemente se entrega… Deja ir al muchacho, se sienta en la cama y espera su castigo.
—¿Y nada de todo esto se dijo en el juicio?
—Algo, pero, obviamente, la fiscalía no puso énfasis en las mismas cosas que yo. Pintaron a Sebastián como una persona agresiva y rapaz.
—Y usted, ¿qué piensa?
—Creo que Sebastián Ortega es un joven con problemas que probablemente no debería estar en la cárcel. Hizo algo malo, pero nada que merezca una condena de doce años.
—¿Y sus investigadores?
—La historia verdadera era demasiado rara. Si fuera usted una persona experimentada quizá podría abordarla de manera que saliera a la luz la verdad, pero era verano, los dos investigadores eran jóvenes, se sentían inseguros y eso los hizo ser más dóciles. Los medios de comunicación se interesaron en el caso a causa de Pablo Ortega, lo que aumentó la presión. No querían parecer estúpidos y, al igual que el juez Calderón, estaban nerviosos por conseguir una condena que diera que hablar.
—¿Qué piensa del papel del juez en este caso?
—No es asunto mío… oficialmente —dijo Montes—. Pero personalmente, creo que su vanidad le perdió. Después del caso en el que usted se vio envuelto, estaba en la cresta de la ola. La cobertura de ese caso por parte de los medios de comunicación fue increíble. Es joven, guapo, de buena familia y muy bien relacionado, y… Sí, bueno, eso es todo.
—¿Qué iba a decir?
—Me acordé a tiempo de su nueva mujer… Lo siento.
—De modo que eso también se sabe.
—Lo supimos antes que él.
—¿Cree que el juez Calderón estaba al corriente de la realidad del caso?
—Yo no sé qué pasaba por su cabeza. Hubo muchas discusiones extraoficiales entre él y mis hombres. El juez decía que, a su parecer, todo era una ridícula fantasía sembrada en la mente del chico por una bestia manipuladora. Que el tribunal no se creería ni una palabra. Dijo que lo mejor que podía hacer el crío era relatar de una manera menos ambigua y más clara todo lo que le había sucedido. Los investigadores hablaron con los padres y el niño hizo lo que le pidieron.
—¿Dónde estaba usted cuando pasó todo?
—De baja. Me operaron de una hernia.
—No parece que se hiciera justicia.
—Para ser justo, como ya le he dicho antes, hay que tener en cuenta que Sebastián Ortega no refutó los hechos que salieron a la luz en el interrogatorio en vídeo del muchacho que se pasó ante el tribunal. No hizo nada por defenderse. Debería haber posibilidad de apelación pero, que yo sepa, Sebastián Ortega no quiere. Tengo la impresión de que, por algún motivo, Sebastián está donde quiere estar.
—¿Cree que necesita ayuda psicológica?
—Sí, pero no la quiere. Me han dicho que no habla mucho. Está en una celda de aislamiento, y sólo se comunica cuando es absolutamente necesario.
Falcón se levantó para marcharse.
—Dígame, ¿reconoce a alguno de los hombres de la fotografía? —preguntó, y depositó la foto de Ortega en el escritorio de Montes.
—Dios mío, ahí está, el hijo de puta. Ése es Eduardo Carvajal. Y si no me equivoco, está hablando con Pablo Ortega y alguien que no puedo ver —explicó Montes—. Quítemelo de delante si no quiere ver llorar a un hombre hecho y derecho, inspector.
—Gracias por esta información —dijo Falcón, recogiendo la fotografía.
Se estrecharon la mano y Falcón se dirigió a la puerta.
—¿A qué se dedicaba Eduardo Carvajal, por cierto? —preguntó, extendiendo la mano hacia el pomo.
—Era asesor inmobiliario —contestó Montes, cuya cara volvía a estar demacrada tras su relativa calma durante la conversación sobre Ortega—. Trabajó para Raúl Jiménez, en Sevilla, en el negocio de la construcción, hasta finales de los setenta y principios de los ochenta. Su familia era rica y poseía muchas propiedades en la zona de Marbella. Cuando dejó a Raúl Jiménez urbanizó esos terrenos y los vendió. Hizo contactos. Conocía a toda la gente influyente. Se puso a buscarles parcelas a las empresas turísticas para que construyeran hoteles. Los ayuntamientos le comían en la palma de la mano, de modo que consiguió todos los permisos y licencias de obra que quiso, y tenía contactos para la financiación. Ganó una fortuna.
—¿Así que la promesa que le hizo era totalmente creíble?
—Totalmente.
Falcón asintió y abrió la puerta.
—En relación con el caso Ortega —dijo Montes—, no culpo a mis hombres… lo que no significa que no haya hablado con ellos sobre cómo hay que llevar un caso así la próxima vez, pero hay que ser fuerte para resistirse a la personalidad apabullante del juez Calderón.
—Y su trabajo es presentar un caso que dé a los fiscales la oportunidad de ganar ante el tribunal —dijo Falcón—. Ahí es donde hay que tomar decisiones morales muy peliagudas, y el juez Calderón es un hombre muy capaz.
—A usted le cae bien, inspector —dijo Montes—. Jamás lo hubiera dicho.
—Sólo he trabajado una vez con él… en el caso de Raúl Jiménez. Lo llevó muy bien. Y me llevó muy bien a mí en un momento en el que yo no me encontraba capacitado para conducir una investigación.
—El éxito cambia a la gente —dijo Montes—. Algunas personas están destinadas a lo más alto. Otras, como yo, hemos alcanzado nuestro tope, y hemos de contentarnos con lo que tenemos o volvernos locos. El juez Calderón no tiene ni cuarenta años y ya ha conseguido cosas que algunos jueces no lograrán en toda su carrera. Es difícil mantenerse… por no hablar de alcanzar alturas mayores. A veces hay que forzar un poco las cosas para que el brillo distintivo de la estrella no pierda lustre. La ambición afecta al discernimiento, y se cometen errores. La gente como él cae muy pronto y desde muy alto. ¿Y sabe por qué, inspector?
—Porque a la gente le gusta verlos destruidos —contestó Falcón.
—Creo que es porque hay mucha gente esperando —dijo Montes.