Capítulo 8

Jueves, 25 de julio de 2002

En el despacho de Consuelo Jiménez revisaron las viejas fotos de su marido, y encontraron algunas en las que aparecían Pablo Ortega, Rafael Vega o los dos. A continuación se dirigieron a la consulta del doctor Rodríguez, que vivía en un barrio cerca de Nervión. Mientras estaban de camino, el forense llamó a Falcón para decirle que había acabado las autopsias, y que los dos cadáveres estaban listos para su identificación. Ferrera llamó a Carmen Ortiz y le dijo que se preparara para dirigirse al Instituto Anatómico Forense.

El doctor Rodríguez se retrasaba, y Falcón se sentó a leer El País. Miró por encima una foto de seis marroquíes ahogados en la playa de Tarifa, víctimas de otro intento frustrado de llegar a Europa. Se detuvo en un artículo sobre el juicio de Slobodan Milosevic en el Tribunal Penal Internacional de La Haya, o más bien en una breve crónica que ponía al corriente de un extraño fenómeno que se repetía. Desde principios de julio, cuando había entrado en vigor el Estatuto de Roma del Tribunal Penal Internacional permanente, los estadounidenses, por razones que no estaban claras, habían persuadido a los gobiernos que habían firmado el tratado para que anunciaran que no llevarían a juicio ni presionarían para que se juzgara a ningún ciudadano estadounidense ante ese tribunal. El artículo enumeraba una lista de países que titubeaban a causa de las presiones estadounidenses, pero no daba más información. La enfermera lo llamó para que entrara a la consulta del doctor.

El médico rondaba los cuarenta. Se secó las manos con toallas de papel mientras inspeccionaba las credenciales de Falcón. Se sentaron. Falcón le habló de la muerte del señor Vega. El médico abrió en el ordenador el archivo de Vega.

—El 5 de julio de este año tuvo usted una cita con el señor Vega —dijo Falcón—. Que yo sepa, fue la única vez que lo vio este año.

—Y la única que lo vi en mi vida. Era un paciente nuevo. Me envió su historial el doctor Álvarez.

—En su agenda figura que tuvo una cita con el doctor Diego antes de verlo a usted.

—Las notas procedían del doctor Álvarez. Quizá vio a ese tal doctor Diego y decidió que no le convenía.

—De lo que habló con el doctor Álvarez o de las notas de éste, ¿había algo que indicara que el señor Vega era un suicida en potencia?

—Tenía un poco de hipertensión, pero nada catastrófico. Sufría de ansiedad, y me describió unos cuantos episodios que tenían el aspecto de los clásicos ataques de pánico. Suponía que la causa era la presión de su trabajo. Según las notas del señor Álvarez, padecía una leve ansiedad desde principios de año, pero no lo bastante grave para recetarle nada.

—¿Le mencionó el doctor Álvarez que la señora Vega padecía una enfermedad mental en estado avanzado? Tomaba litio.

—No, de lo que deduzco que no lo sabía —dijo Rodríguez—. Sin duda, eso habría contribuido al estrés del señor Vega.

—¿Sabe por qué el señor Vega dejó de visitar al doctor Álvarez?

—No hay nada concreto en sus notas, pero observé que el doctor Álvarez le había recomendado terapia psicológica. Cuando yo se lo planteé se mostró muy reticente, así que es posible que tuvieran un desacuerdo por ese motivo.

—¿Así que la ansiedad leve probablemente pasó a ser algo más grave, y el señor Vega esperaba que usted le diera un enfoque distinto?

—Lo que yo le propuse fue reducir la ansiedad tomando un medicamento suave, y luego, cuando se sintiera más tranquilo, convencerlo de que siguiera una terapia.

—¿Le mencionó algún problema de sueño?

—Mencionó un episodio de sonambulismo. Su mujer se había despertado a las tres de la mañana y le había visto salir del dormitorio. Cuando al día siguiente le preguntó que adónde iba, él le dijo que no se acordaba.

—¿O sea, que le habló de su mujer?

—Al relatarme ese incidente sí, pero también me dijo que tampoco se fiaba de lo que dijera su mujer, porque tomaba somníferos. Había ocurrido otra cosa que lo convenció de que realmente se había levantado sonámbulo, pero no hubo manera de que lo contara —explicó Rodríguez—. Recuerdo que era la primera consulta, y que me dije que con el tiempo conseguiría sacarle más cosas.

—¿Cree usted que era un peligro para sí mismo?

—Por supuesto que no. Los trastornos mentales como el que él padecía son normales. Yo tengo que tomar decisiones basándome en la instantánea de la vida de un hombre. No estaba extremadamente agitado, ni tampoco prodigiosamente sereno: los dos extremos son indicadores de peligro. No había antecedentes depresivos. Había acudido a mí a través de otro médico, y eso indicaba que quería abordar el problema. Quería algo que redujera su nivel de ansiedad y no deseaba sufrir otro ataque de pánico. Ésos eran signos positivos.

—Parece que quería un arreglo rápido. Nada de terapia.

—Los hombres son más reacios a comentar sus pensamientos más íntimos o algún hecho vergonzoso —dijo Rodríguez—. Si sus problemas pueden resolverse con una pastilla, tanto mejor. Hay muchos médicos que opinan que somos un manojo de sustancias químicas, y que la psicofarmacología es la respuesta.

—Así que, en su opinión, el señor Vega tenía problemas pero no era un suicida.

—Habría resultado útil saber lo de su mujer —dijo Rodríguez—. Si tienes presión en el trabajo y tu casa no te ofrece un respiro, y tampoco amor… es una situación que puede empujar a una mente atribulada a la desesperación.

Falcón estaba embutido en un rincón del coche, Ferrera conducía. Era el segundo día de la investigación y ya estaba cuestionándose su instinto. Hasta ese momento no había ninguna prueba concluyente que apoyara una investigación por asesinato. Con cada persona que interrogaba, la opción del suicidio parecía cobrar fuerza. Aun cuando bajo las uñas del señor Vega no se encontraran fibras del almohadón, eso sólo era un indicio de la presencia de otra persona, ninguna prueba positiva.

Ramírez llamó de las oficinas de Construcciones Vega para decir que Serguei era un inmigrante legal, y que Serrano y Baena tenían una foto de él y estaban haciéndola circular por Santa Clara y el polígono San Pablo.

Los Cabello vivían en el ático de un edificio de los años setenta, en el lujoso barrio del El Porvenir, delante del bingo de la calle Felipe II.

—Nunca se es demasiado rico para jugar al bingo —dijo Falcón mientras subían al apartamento, donde Carmen Ortiz sufría un ataque de histeria.

Estaba en el dormitorio con su marido, que había llegado esa mañana de Barcelona. Los niños de los Ortiz, entre los que estaba Mario, estaban sentados en el sofá, muy apagados. Fue el anciano, el señor Cabello, quien abrió la puerta. Los condujo a la sala. Ferrera se arrodilló junto a los niños y los tuvo jugando y riendo en cuestión de segundos. El señor Cabello se fue a buscar a su hija, pero regresó con su yerno. Entraron en la cocina.

—No quiere ver los cuerpos —dijo el yerno.

—Estarán detrás de un cristal —aclaró Falcón—. Parecerán dormidos.

—Iré yo —dijo el señor Cabello, sereno y decidido.

—¿Cómo está su esposa? —preguntó Falcón.

—Estable, pero aún en cuidados intensivos, inconsciente. Le agradecería que luego me dejara en el hospital.

Falcón se sentó en la parte de atrás del coche, en compañía del señor Cabello, mientras Ferrera se enfrentaba al tráfico de antes de comer. El anciano colocó las manos en el regazo y fijó la vista al frente, en las complejidades de la trenza sujeta con horquillas de Ferrera.

—¿Cuándo fue la última vez que vio a Lucía? —preguntó Falcón.

—Fuimos a comer el domingo.

—¿Con el señor Vega?

—Él llegó a la hora de comer. Había estado conduciendo su coche nuevo.

—¿Cómo estaba su hija?

—Creo que ya sabrá que no se encontraba bien. Estaba así desde que nació Mario —dijo—. No era agradable verla en ese estado, pero esa comida no tuvo nada de particular. Fue lo mismo de siempre.

—Voy a tener que hacerle algunas preguntas que pueden resultar dolorosas —dijo Falcón—. Usted era el familiar más cercano, y es el único que puede ayudarnos a comprender la situación doméstica de su hija y el señor Vega.

—¿La mató? —preguntó el señor Cabello, volviendo por primera vez sus ojos heridos hacia Falcón.

—No lo sabemos. Esperamos que la autopsia nos lo aclare. ¿Cree que él pudo haberla matado?

—Ese hombre era capaz de todo —contestó el señor Cabello, sin dramatismo, sólo constatando el hecho.

Falcón esperó en silencio.

—Era un hombre frío —prosiguió el señor Cabello—, implacable, un hombre que nunca se permitió tener intimidad con nadie. Nunca hablaba de sus difuntos padres, ni de ningún miembro de su familia. No amaba a mi hija, incluso antes de que ella tuviera problemas, cuando era joven y guapa… cuando… cuando ella…

El señor Cabello cerró los ojos a los recuerdos, los músculos de su mandíbula expresaron su dolor.

—¿Percibió algún cambio en el comportamiento de su yerno desde principios de año?

—Sólo que se le veía más retraído de lo habitual —respondió el señor Cabello—. Las comidas transcurrían en silencio.

—¿Usted lo comentó?

—Me dijo que era por el trabajo, que estaba llevando demasiados proyectos al mismo tiempo. No le creímos. Mi esposa estaba segura de que se veía con otra mujer y que las cosas le habían salido mal.

—¿Y por qué pensaba eso?

—Por ninguna razón en concreto. Ella ve cosas que yo no veo. Intuyó que era un problema del corazón, no de la cabeza.

—¿Hubo algo en concreto que le llevara a pensar que tenía una amante?

—Pasaba poco tiempo con Lucía en casa. Ella se iba a la cama antes de que él llegara por la noche, y a veces, cuando ella se despertaba, él ya se había ido —dijo el señor Cabello—. Eso, y la manera que siempre había tenido de comportarse con nuestra hija.

—Sus vecinos dijeron que Mario siempre había sido muy importante para él.

—Es cierto. Quería mucho al chico… y él tenía demasiada energía para Lucía cuando esa puta enfermedad se apoderaba de su mente —dijo Cabello—. No digo que fuera malo, y desde luego a alguien de fuera no le habría parecido malo. Él entendía que debía mostrarse encantador. Sólo viviendo cerca de él veías su verdadera naturaleza.

—¿Y ustedes pasaron temporadas juntos?

—Cuando íbamos de vacaciones a la costa. Se suponía que iba a relajarse, pero en muchos aspectos estaba peor. Tener siempre compañía le ponía nervioso. Creo que la sola idea de la familia le ponía enfermo.

—¿Sabe lo que les pasó a sus padres?

—Dijo que murieron en un accidente de coche cuando él tenía diecinueve años.

—Sabe más que su abogado.

—A Carlos Vázquez no le contaría algo así.

—Le dijo que su padre había sido carnicero —explicó Falcón—. Y le contó cómo le castigaba.

—Ya ha visto la cámara que tiene en su casa —dijo Cabello—. A Carlos Vázquez le dio una explicación. A mí nunca me contó lo que le había hecho su padre. Ya ve, no era un hombre normal. En el fondo era un hombre suspicaz, que creía que los demás eran como él.

—¿A Lucía no le gustaba la carnicería?

—Comenzó a desagradarle después de que naciera Mario. Antes no le importaba.

—¿Le sorprendió que ella se casara con él?

—Fue una época difícil.

Se detuvieron en un semáforo. Un chaval africano caminaba entre los coches, a pleno sol y sin gorra, vendiendo periódicos. El señor Cabello parecía necesitar movimiento para hablar. El semáforo se puso verde.

—Como ya le he dicho, Lucía era guapa —dijo Cabello, iniciando un relato que había estado elaborando en su interior a lo largo de los años—. No faltaban los hombres que querían casarse con ella… y ella se casó con un hombre cuyo padre había tenido un cortijo cerca de Córdoba. Se fueron a vivir al cortijo y fueron felices, pero Lucía no se quedaba embarazada. Le hicieron pruebas. Le dijeron que no le pasaba nada y que quizá debía considerar la fertilización in vitro. El marido se negó. Lucía siempre pensó que le daba miedo averiguar que el problema era él. En un momento de enfado se dijeron cosas que ya no pudieron borrarse, y el matrimonio se disolvió. Lucía volvió a vivir con nosotros. Tenía veintiocho años, y todos los hombres de su generación ya estaban casados.

»Yo aún tenía parcelas de suelo agrícola en Sevilla y alrededores. No eran muy grandes, pero algunas estaban estratégicamente situadas, sin ellas no podían urbanizarse algunas zonas. Muchos promotores llamaron a mi puerta, y uno de los más persistentes fue una persona anónima representada por Carlos Vázquez.

»Lucía había estado trabajando para el Banco de Bilbao. Todos los años tenían una caseta en la Feria de Abril. Lucía bailaba muy bien. Vivía para la Feria de Abril y acudía todas las noches. Todo el año la esperaba con impaciencia. Era una semana en la que se olvidaba de todos sus problemas y era ella misma. Allí lo conoció. Era un cliente importante del banco.

—Él tenía veinte años más que ella —dijo Falcón.

—Todos los hombres de su generación ya estaban casados. Los que quedaban no valían la pena y, claro, no le interesaban. Y en ese momento un hombre importante se interesó por ella. Sus jefes del banco se alegraron. Comenzaron a fijarse en ella. La ascendieron. Vega ya era rico. Había encontrado su lugar en el mundo. Con él tendría seguridad. Todas estas cosas resultaban muy seductoras para alguien que pensaba que iba a quedarse para vestir santos.

—Y usted, ¿qué pensó?

—Le dijimos que se asegurara de que un hombre de esa edad seguía queriendo tener familia.

—¿Le sorprendió que él no hubiera estado casado?

—Sí había estado casado, inspector.

—Es cierto, lo había olvidado. El señor Vázquez mencionó que hubo que pedir un certificado de defunción.

—Lo único que sabemos es que ella era de Ciudad de México. A lo mejor era mexicana, pero tampoco estamos seguros. Y como siempre ocurría con Rafael, nos contó el mínimo imprescindible.

—¿Le preocupaba que su reserva se debiera a un pasado delictivo?

—Inspector, ahora ha dejado al descubierto mi vergüenza. Yo estaba dispuesto a pasar por alto su reserva. En aquella época, mi situación financiera no era la de ahora. Tenía tierras, pero no trabajo. Capital, pero no renta. Rafael Vega resolvió esos problemas. Me hizo su socio en un negocio que me reportó una gran suma de dinero por varias de mis parcelas. Construimos apartamentos financiados por el Banco de Bilbao y los alquilamos. Me hizo rico y me proporcionó una renta. Por eso un viejo agricultor como yo vive en un ático en El Porvenir.

—¿Qué sacó de todo eso el señor Vega, aparte de la mano de su hija?

—Una de las otras parcelas que le vendí por separado fue la clave que le permitió construir una enorme urbanización en Triana. Y hubo una segunda parcela, que uno de sus competidores quería como fuera. Cuando la parcela fue a parar a manos de Rafael, tuvieron que venderle a él. Eso significaba que podía ser más generoso conmigo que cualquier otro promotor.

—En ese caso, no tenía por qué casarse con su hija —dijo Falcón—. Le estaba ofreciendo un trato muy suculento.

—Yo tengo mentalidad de campesino. La tierra sólo iría a parar a quien se casara con mi hija mayor. Yo estoy chapado a la antigua, y Rafael es un tradicionalista. Conocía la clave para solucionar el problema. No fue casualidad que conociera a Lucía. Lo que me avergüenza es haber permitido que los negocios me nublaran el entendimiento al juzgar a ese hombre. No tenía ni idea de lo insensible y bruto que podía ser con ella.

—¿Era violento?

—Nunca. Si le hubiera pegado, eso habría sido el final —dijo Cabello—. La humillaba. Quiero decir que… esto me resulta difícil… se negaba a cumplir con sus deberes maritales. Le daba a entender que era culpa de ella, que no se ponía lo bastante atractiva para él.

—Una cosa… ¿el certificado de defunción de su anterior esposa indicaba la causa de la muerte?

—Accidental. Nos dijo que se había ahogado en una piscina.

—¿Tenía hijos de su anterior matrimonio?

—Dijo que no. Dijo que quería tener hijos… de manera que era extraño que no quisiera hacer lo necesario para tenerlos.

—¿Le conocía alguna relación anterior a su matrimonio con Lucía?

—No. Lucía tampoco estaba al tanto de ninguna.

Falcón sacó la bolsita de plástico que contenía el trozo de fotografía de la chica que Vega había quemado en el jardín.

—¿La reconoce?

Cabello se puso las gafas, negó con la cabeza.

—No me suena de nada —dijo.

Llegaron al Instituto Anatómico Forense de la avenida Sánchez Pizjuán y aparcaron en el recinto del hospital. Falcón se encontró con el forense, que los acompañó a la sala donde tenían que identificar el cadáver y los dejó allí unos minutos. El señor Cabello comenzó a recorrer lentamente la sala, nervioso ante lo que tenía que ver: su hija en la mesa de autopsias. El forense regresó y abrió las cortinas.

El señor Cabello se tambaleó hacia delante y tuvo que poner una mano en el cristal para mantener el equilibrio. Hundió los dedos de la otra mano entre el pelo que le raleaba, como si intentara arrancarse aquella imagen antinatural del cerebro. Asintió y tosió contra la violencia de la emoción. Falcón lo apartó del cristal. El forense le entregó los papeles y el señor Cabello firmó la muerte de su hija.

Salieron a un calor y un resplandor brutales, tan extremos que habían absorbido el color de las cosas. Los árboles se veían borrosos, los edificios se confundían con el cielo blanco, y sólo el polvo parecía sentirse a gusto en aquel lugar.

El señor Cabello se había encogido dentro de su traje; su cuello delgado, dentro de la ropa holgada, saltaba y jadeaba, como si intentara tragar lo que acababa de ver.

Falcón le estrechó la mano y lo ayudó a entrar en el coche. Cristina Ferrera acompañó al hombre a la entrada del hospital. Falcón llamó a Calderón y concertó una cita para las siete para comentar las autopsias.

Regresó al frío de la morgue. Se sentó con el forense en su despacho, con los dos informes de las autopsias abiertos en el escritorio. El doctor fumaba un Ducados, cuyo humo absorbía el aparato de aire acondicionado y escupía al sofocante calor.

—Empecemos por la más fácil —dijo el médico—. La señora Vega murió asfixiada con un almohadón que le pusieron en la cara. Probablemente estaba inconsciente cuando eso ocurrió, debido a un fuerte golpe en la cara que le dislocó la mandíbula. Es probable que la base de la mano le impactara en la barbilla.

El forense le hizo a Falcón una repetición a cámara lenta, involuntariamente cómica, del golpe, y su mejilla, la mandíbula y los labios se desviaron a un lado en un baboso beso al aire.

—Muy gráfico, doctor —dijo Falcón, sonriendo.

—Lo siento, inspector —se disculpó el médico un tanto incómodo—. Ya sabe lo que pasa. Muchos días en compañía de difuntos. El calor. Las vacaciones que se acercan. La familia ya está en la costa. A veces se me olvida con quién estoy.

—No pasa nada, adelante, doctor. Me está ayudando —dijo Falcón—. ¿Y la hora de la muerte? Para nosotros es importante saber si murió antes o después del señor Vega.

—En eso no voy a poder ayudarle gran cosa. Los dos murieron a la misma hora. La temperatura de ambos cuerpos era casi la misma. La señora Vega estaba un poco más caliente. La temperatura ambiente era la misma en la cocina y en el dormitorio, pero el señor Vega estaba echado sobre un suelo de baldosas con el pecho desnudo, mientras que su esposa estaba en una cama con la cara bajo un almohadón. Delante de un tribunal no podría afirmar con absoluto convencimiento que ella muriera después que su marido.

—Muy bien. ¿Y el señor Vega?

—Murió directamente como resultado de la ingestión de un líquido corrosivo. La causa de la muerte fue una combinación de efectos en sus órganos vitales. Sufrió un fallo renal, daños en el hígado y los pulmones… Un verdadero desastre. La composición de lo que ingirió es interesante. Creo recordar que era una marca habitual de desatascador.

—Cierto: Harpic.

—Bueno, normalmente esos líquidos son una mezcla de sosa cáustica y desinfectante. El elemento cáustico sería una tercera parte del contenido. Naturalmente, eso no sería nada bueno para su organismo, pero tardaría en matar a un hombre adulto que gozara de buena salud. Ese producto lo mató en menos de un cuarto de hora porque le añadieron una generosa cantidad de ácido clorhídrico.

—¿Es fácil de adquirir?

—En cualquier ferretería se lo venderán con el nombre de ácido muriático. Se utiliza para limpiar el cemento de las baldosas, por ejemplo.

—Registraremos su garaje —dijo Falcón, anotándolo—. Cuando se ingiere algo tan fuerte, ¿hay vuelta atrás?

—El daño que sufrirían la garganta, el aparato digestivo y, en este caso, los pulmones sería irreparable.

—¿Cómo llegó a los pulmones?

—Es difícil decir qué daño fue causado por la fuerza o la violencia y cuál por la corrosividad del líquido. Yo diría que él, o alguien, le metió la botella en la garganta. En tales circunstancias, parte del líquido iría a parar, de manera inevitable, a los pulmones. Hay señales de acción corrosiva en las fosas nasales, de manera que expectoró parte del producto. Con la boca ocupada por la botella, la única salida era la nariz.

—Parece creer que pudo hacerlo él solo.

—Debo decir que es improbable.

—Pero ¿no imposible?

—Si fuera usted a matarse de una manera tan horrible, imagino que procuraría que nadie pudiera salvarlo, y para ello ingeriría la mayor cantidad posible de producto en los primeros momentos. Creo que eso conllevaría cierto nerviosismo… y eso haría que uno se incrustara la botella en el fondo de la garganta. Eso, por supuesto, también pondría en marcha los mecanismos nauseosos. Sería un poco sucio, a menos que alguien sujetara la botella y mantuviera inmovilizada a la víctima.

—El suelo estaba limpio, dejando aparte unas gotitas junto al cuello de la botella.

—Había algunas salpicaduras en el pecho y las ropas, pero mucho menos de lo que sería de esperar si hubiera sentido náuseas y lo hubiera escupido todo.

—¿Alguna evidencia de que lo sujetaran? ¿Marcas en los brazos, las muñecas, el cuello, la cabeza?

—Nada en las muñecas. Hay quemaduras en los brazos y en la parte interior de los codos, pero el batín había resbalado, y es posible que se las produjera mientras se retorcía de dolor en el suelo. Hay marcas en la cabeza y el cuello, y marcas de uñas en la garganta. Yo diría que se las hizo él mismo. Tenía restos de producto en las manos. Pero las marcas también pudo provocárselas alguien que lo sujetara en una especie de llave de lucha.

—Ya sabe por qué estoy aquí, doctor —dijo Falcón—. Tengo que reunirme con el juez Calderón y presentarle pruebas concluyentes de que había alguien más en la cocina con el señor Vega, la persona responsable de su muerte. Si no tengo ninguna, no habrá investigación por asesinato. Y, si no me equivoco, usted, al igual que yo y la Policía Científica, cree que probablemente fue un asesinato.

—Pero aportar pruebas concluyentes de la presencia de otra persona es algo difícil —dijo el forense.

—¿Hay algo que relacione al señor Vega con la muerte de su mujer?

—No he encontrado nada. El único tejido que el señor Vega tenía debajo de las uñas era el suyo propio, de habérselas clavado en el cuello.

—¿Algo más?

—¿Cuál es el perfil psicológico de las víctimas?

—Ella padecía una enfermedad mental —contestó Falcón—. Él no era ningún suicida en potencia, pero su estado mental tampoco era muy estable.

Falcón le resumió brevemente todo lo que le había contado el doctor Rodríguez, y lo alterado que había estado Vega desde principios de año.

—Entiendo lo que quiere decir —dijo el forense—. Podría ser tanto una cosa como la otra.

—Y por otro lado, la víctima tenía una pistola de nueve milímetros, un sistema de vigilancia y ventanas a prueba de balas.

—Esperaba problemas.

—O a lo mejor sólo era una persona rica y nerviosa que vivía cerca del polígono San Pablo.

—¿Y ese sistema de vigilancia sin utilizar?

—También achacable a los nervios —dijo Falcón—. A lo mejor su esposa estaba paranoica. La señora Vega presumía de sus ventanas ante los vecinos. O a lo mejor Vega quería desanimar a los intrusos o que no quedara constancia de la gente que acudía a su casa.

—¿Porque estaba implicado en algo delictivo?

—Un vecino vio a unos visitantes rusos que no parecían del Bolshoi.

—Actualmente se habla mucho de la mafia rusa, sobre todo en la Costa del Sol, pero no sabía que hubiera llegado a Sevilla —dijo el forense.

—Es una manera desagradable de morir, ¿verdad, doctor?

—Venganza o castigo, quizás un ejemplo para los demás. ¿Qué me dice de su vida sexual?

—Su suegro dice que era reacio a cumplir con sus deberes maritales… nunca, ni antes de que su mujer sufriera la depresión. La suegra opina que Vega tenía una aventura que le salió mal, y que por eso se le veía tan reservado desde principios de año —dijo Falcón—. ¿Hay algo más que debería saber?

—Sólo una cosa curiosa. Vega se había hecho cirugía plástica en los ojos y el cuello. Nada del otro mundo, sólo se había quitado las bolsas de los ojos y piel del cuello para que quedara más estirada y revelara el perfil de la mandíbula.

—Hoy todo el mundo se opera.

—Cierto, y eso es lo curioso. La operación es bastante antigua. Difícil saber de cuándo exactamente, pero yo diría que tiene más de diez años.