Jueves, 25 de julio de 2002
El calor no había remitido durante la noche. Cuando Falcón llegó a Jefatura, a las 7:30 de la mañana, la temperatura en la calle era de 36°C, y la atmósfera tan opresiva como el viejo régimen. El breve paseo del coche a la oficina, con una resaca que parecía un hacha enterrada en su cabeza, le dejó sin resuello, mientras detrás de sus ojos surgían unos extraños destellos.
Le sorprendió encontrar, a una de las mesas de su oficina, al inspector Ramírez ya trabajando, con dos gruesos dedos revoloteando sobre el teclado del ordenador.
Falcón siempre había dudado que él y Ramírez llegaran a ser amigos alguna vez, pues se había quedado con el cargo que Ramírez consideraba que debería haber sido para él. Pero en los últimos cuatro meses, desde que comenzara a trabajar de nuevo a jornada completa, se llevaba mejor con su número dos. Mientras Falcón estuvo de baja por depresión, Ramírez había aprovechado la oportunidad de asumir el mando, sólo para descubrir que no le gustaba. Su personalidad no encajaba con tantas presiones. No sólo carecía de la necesaria vena creativa para emprender una nueva investigación, sino que a veces tenía un carácter explosivo capaz de sembrar la discordia. En enero, Falcón volvió a trabajar a tiempo parcial. En marzo asumió de nuevo su cargo de inspector jefe, y Ramírez lo agradeció. Todo ello redujo la tensión dentro de la brigada. Ahora casi nunca mencionaban el rango al hablar entre ellos.
—Dios mío —dijo Ramírez—, ¿qué te ha pasado?
—Buenos días, José Luis. Ayer fue un mal día para los niños —respondió Falcón—. Volví a reconciliarme con el whisky. ¿Cómo te fue en el hospital?
Ramírez levantó la mirada del escritorio, y Falcón tuvo la vertiginosa experiencia de tambalearse sobre dos oscuros y vacíos huecos de ascensor que conducían directamente al dolor y a la intolerable incertidumbre que sufría aquel hombre.
—No he dormido —dijo Ramírez—. He asistido a la primera misa de la mañana por primera vez en treinta años y me he confesado. He rezado con más fe que nunca en mi vida… pero las cosas no funcionan así, ¿no crees? Ésta es mi penitencia. Debo contemplar el sufrimiento de los inocentes.
Inspiró y se cubrió las mejillas con las manos.
—Van a tenerla ingresada cuatro días para hacerle unas pruebas —dijo—. Algunas son para ver si tiene algo tan grave como cáncer linfático o leucemia. No tienen ni idea de lo que le pasa. Tiene trece años, Javier, trece.
Ramírez encendió un cigarrillo y fumó con un brazo cruzado sobre el pecho, como para no desmoronarse. Habló de las pruebas como si ya le hubieran confirmado que la niña tenía algo tan terrible y grave que había incorporado las palabras de su futuro tratamiento a su vocabulario: quimioterapia, náuseas, pérdida del pelo, destrucción del sistema inmunológico, riesgo de infección. En la escabrosa mente de Falcón cobraron vida imágenes de niños de ojos desmesurados tras las perfectas cúpulas de sus frágiles cráneos.
A Ramírez el cigarrillo le supo asqueroso, lo aplastó y escupió el humo en su regazo, como si fuera el responsable de la salud de su hija. Falcón intentó calmarlo, le dijo que eran sólo pruebas, que estuviera tranquilo y optimista, y que se tomara el tiempo libre que necesitara. Ramírez le pidió que le diera algo que hacer para detener esos pensamientos que no dejaban de darle vueltas. Falcón lo llevó a su despacho, se tomó otra aspirina y lo puso al corriente de la muerte de los Vega.
Pérez y Ferrera aparecieron poco después de las ocho. Los otros dos miembros de la brigada, Baena y Serrano, estaban pasando casa por casa para preguntar a los vecinos. Falcón decidió moverse en dos frentes. Él dirigiría un registro en la propiedad de los Vega mientras Ramírez empezaba con la sede del negocio de Rafael Vega, interrogaba a los directores de proyecto, al contable, y visitaba todas las obras.
También tendrían que encontrar al jardinero desaparecido, Serguei, y obtener más información de los rusos que Pablo Ortega había visto en la casa de los Vega el día de Reyes.
—¿Dónde buscamos a Serguei? —preguntó Pérez.
—Para empezar averigua si hay rusos o ucranios trabajando en las obras de Vega y pregunta por ellos. Dudo que sea el único.
—Si queremos registrar la oficina de Vega, por lo que has contado de Vázquez, necesitaremos una orden judicial.
—Y ningún juez nos la dará a no ser que demostremos que existen circunstancias sospechosas, para lo que tendremos que esperar a las autopsias —dijo Falcón—. Voy a tener que llevar a alguien de la familia de Lucía al instituto para que identifique los cadáveres. Los recogeré a eso de mediodía y veré si ese trozo de foto que encontramos en la barbacoa significa algo para alguno de ellos.
—¿Y hasta entonces hemos de confiar en la amabilidad del señor Vázquez? —preguntó Ramírez.
—Ya me ha dicho que hablaría con el contable y me ha dado sus señas —dijo Falcón, volviéndose a Ferrera—. ¿Sabes algo más de esos números de matrícula?
—¿Qué números? —inquirió Ramírez.
—Ayer por la noche alguien me siguió a casa en un Seat Córdoba.
—¿Tienes idea de quién era? —preguntó Ramírez, mientras Ferrera llamaba a la policía de tráfico.
—Es pronto para decirlo, pero no me pareció que se esforzaran por disimular ni por ocultar la matrícula.
—Han denunciado el robo de un Golf en Marbella —dijo Ferrera—, pero nada más.
Falcón y Ferrera cogieron las fotos de la escena del crimen que habían sacado Felipe y Jorge y se fueron al coche. Cristina Ferrera siempre se vestía como si fuera a desaparecer sin dejar rastro. Nunca se ponía maquillaje, y sólo lucía una joya: un crucifijo en una cadena. Tenía la cara ancha y plana, con una nariz que calmaba el tráfico de pecas. Sus ojos castaños y atentos se movían lentamente. No causaba un gran impacto físico, aunque tenía una fuerte presencia que había impresionado a Falcón al entrevistarla. Por su aspecto, Ramírez no había prestado atención a su foto, pero Falcón había sentido curiosidad. ¿Por qué una ex monja quería formar parte del Grupo de Homicidios? La respuesta que ella tenía preparada era que quería formar parte de un grupo que estuviera del lado del bien, frente al del mal. Ramírez le advirtió que no había nada teológico en un asesinato, que de hecho era algo ilógico —producto de los estropicios y cortocircuitos de la sociedad— y que nada tenía que ver con batallas de carros en el cielo.
—El inspector jefe me ha pedido mis razones en cuanto a alguien que pensó en hacerse monja —dijo ella fríamente—. Pensé candorosamente que, después de la Iglesia, otra institución donde podía hacer el bien era el Cuerpo de Policía. Mis diez años en las calles de Cádiz me han enseñado que eso es posible sólo en raras ocasiones.
Falcón quiso darle el trabajo en ese mismo momento, pero Ramírez no había acabado.
—¿Por qué, entonces, abandonó su vocación?
—Conocí a un hombre, inspector. Me quedé embarazada, nos casamos y tuvimos dos hijos.
—¿En ese orden? —preguntó Ramírez, y Ferrera asintió sin apartar sus ojos castaños de él.
Vaya, así que también era un ángel caído. Una novia de Cristo que había abrazado un destino más terrenal. Falcón había tomado su decisión. El traslado desde Cádiz había sido lento, pero a los pocos días de tenerla en su escuadrón quedó convencido de que había tomado la decisión correcta. Incluso Ramírez salió con ella a tomar algún café, y así fue como las cosas cambiaron. Ramírez, a causa de la misteriosa enfermedad de su hija, había comenzado a buscar sustento espiritual en lugar del corpóreo, que solía perseguir entre secretarias del tribunal, ligues de bar, dependientas e incluso, sospechaba Falcón, algunas de las prostitutas que se cruzaban en su camino.
Ferrera conducía. Falcón prefería abandonarse a vagos pensamientos que pudieran cristalizar en ideas más interesantes. Fueron hasta Santa Clara en silencio.
Falcón apreciaba que Ferrera se resistiera a la tendencia genética andaluza de hablar sin parar. Los pensamientos de halcón trazaban un lento bucle. Hay que ver cómo las crisis hacen cambiar a los hombres. Ramírez había ido a la iglesia. A Falcón nunca le había atraído. Le hacía sentirse deshonesto. Él, como el señor Vega, había ido al río, cuya atracción, tenía que admitir, no siempre había sido positiva. En algunas ocasiones le había ofrecido una solución alternativa, y había tenido que echarse atrás, volver a casa a paso vivo a buscar consuelo en el whisky.
Se detuvieron delante de la casa de los Vega. Falcón abrió la verja con el mando a distancia. En la casa aún estaba puesto el aire acondicionado. Llevó a Ferrera a las dos escenas del crimen, y a continuación visitaron el resto de la casa y el jardín, donde estaban las habitaciones de Serguei. Mientras caminaban, Falcón le hizo un breve perfil biográfico de las víctimas. Regresaron a las escenas del crimen y luego revisaron las fotos de la policía. Falcón le dijo lo que sabía sobre lo que había podido conducir a la crisis, pero no puso especial énfasis en el asesinato ni en el suicidio.
Quería que Ferrera observara las escenas del crimen desde el punto de vista de una mujer, que se pusiera en la mente de Lucía examinando sus efectos personales y reviviendo sus actos.
Él se dirigió al estudio de Vega y se sentó en el escritorio que había debajo del cartel de toros. Se habían llevado el portátil, que estaba en el laboratorio. En el escritorio sólo quedaba el teléfono y el contorno de cinta que marcaba el lugar donde estaba colocado el ordenador. Echó un vistazo a la lista de números que estaban pregrabados en la memoria del teléfono. Estaban los números de la oficina de Vázquez y su línea directa, así como los de los Krugman y de Consuelo. El último número estaba vacío. Descolgó y lo apretó.
—Dá… zdrastvutye, Vasili —dijo una voz, esperando que alguien le contestara al otro lado.
—Su número de teléfono ha sido seleccionado en nuestro gran sorteo —dijo Falcón—. Me alegra informarle que usted y su esposa han ganado un premio. Todo lo que tiene que hacer es darme su nombre y su dirección y le diré dónde puede recoger su maravilloso premio.
—¿Quién es usted? —preguntó la voz, en un español con fuerte acento.
—Primero deme su nombre y su dirección, por favor.
Una mano tapó el auricular. Le llegaron voces apagadas.
—¿Cuál es el premio?
—Nombre y…
—Dígame el premio —exigió la voz brutalmente.
—Es un reloj para usted y su…
—Ya tengo reloj —dijo el hombre, y colgó de golpe.
Falcón anotó que debía preguntarle a Vázquez por aquellos rusos. Los cajones del escritorio no revelaron nada de particular. Se habían llevado la Heckler & Koch para hacer unas pruebas. Abrió los archivadores con las llaves que habían encontrado el día antes. Echó un vistazo a los ficheros: teléfono, banco, seguros. Rozaban con algo que había debajo: una agenda de anillas encuadernada en piel.
La agenda era privada. Había muy pocas entradas. Casi siempre había sólo una «X» marcada junto a la hora, y la mayoría eran encuentros nocturnos. Falcón retrocedió al día de Reyes, y encontró que también había una «X» marcada. La primera reunión diurna era en marzo con un tal «doctor A». En junio había reuniones con el doctor A y con otro doctor D. En la sección de direcciones encontró una lista de médicos: los doctores Álvarez, Diego y Rodríguez. Hojeó la agenda y descubrió que el doctor R fue el último médico en ver a Vega. Le llamó y quedó con él a mediodía.
Revisó la sección de direcciones del libro, que contenía sólo nombres y números de teléfono. Figuraba el nombre de Raúl Jiménez, pero estaba tachado. A medida que pasaba las páginas, descubrió nombres que conocía. Muchos de ellos los recordaba vagamente de la investigación del asesinato de Raúl Jiménez: gente del Ayuntamiento y de Obras Públicas. Había otro nombre que le hizo revivir de verdad aquella época turbulenta: Eduardo Carvajal. También estaba tachado. Al igual que Raúl Jiménez, estaba muerto. Falcón nunca había averiguado qué relacionó a los dos hombres. Todo lo que había descubierto era que Jiménez había recompensado a Carvajal a través de una consultoría falsa durante la Expo’92 y que, en el momento de su muerte, en un accidente de coche en la Costa del Sol, en 1998, Carvajal iba a ser juzgado por cargos relacionados con una red de pedofilia.
El nombre de Ortega también aparecía en el libro, y el último que reconoció lo indujo a dar vueltas por la casa. Volvió a recordar que en las paredes no había ninguna obra artística de importancia. Ramón Salgado, que había sido uno de los marchantes de arte más conocidos de Sevilla, también estaba en el libro, tachado.
Quizá Construcciones Vega había invertido en arte o comprado alguna obra para su sede, pero también perduraba el inquietante recuerdo de la pornografía infantil que habían descubierto en el disco duro del ordenador de Salgado después de su brutal asesinato. En esos círculos, todo el mundo se conocía, eslabones de una cadena dorada de riqueza e influencia. Otra pregunta para Vázquez.
No había nombres rusos en la agenda. Volvió a colocarla en el archivador. Pasó a otro que contenía cajas llenas de planos y fotos de edificios. En el cajón del fondo del tercer archivador había una carpeta sin número de referencia. Decía simplemente «Justicia». Contenía páginas, casi todas en inglés y casi todas de aquel año, extraídas de internet sobre diversos temas, pero especialmente relacionadas con un sistema internacional de justicia. Había artículos de periódico sobre el Tribunal Penal Internacional, el tribunal que reemplazaría, sobre el quijotesco juez Baltasar Garzón, y también sobre las complejidades y posibilidades dentro del sistema judicial belga para llevar a los criminales internacionales de guerra ante la justicia.
Sonó el timbre en el vestíbulo. Falcón cerró con llave el archivador y fue a contestar. La señora Krugman llevaba una blusa de lino negro, y una falda, cortada al bies, con una tira de seda escarlata colgando a un lado. En el extremo de su brazo largo y blanco había un termo de plástico.
—Pensé que querría tomar un poco de café, inspector —dijo—. Fuerte, a la española. No está aguado ni hecho con calcetín, a la americana.
—Creía que en Estados Unidos había habido una revolución cafetera —repuso Falcón, pensando en otras cosas.
—Los niveles de penetración han sido desiguales —dijo—. No se puede estar seguro.
La dejó pasar y cerró la puerta al calor atroz. No deseaba esa intromisión. Maddy traía tacitas y platillos. Falcón le gritó a Ferrara que bajara, pero ella dijo que no quería café. Entraron en el estudio de Vega y se sentaron al escritorio. Maddy se puso a fumar y tiró la ceniza en su platillo. No intentó entablar conversación. Su físico o, más bien, su presencia sexual llenaban la habitación. Falcón seguía sintiendo náuseas y no tenía nada que decirle. Las ideas se le agolpaban en la mente mientras bebía café.
—¿Le gustan los toros? —preguntó Maddy, mirando el cartel que había encima de la cabeza de Falcón, cuando el silencio ya se hizo insoportable.
—Antes iba mucho —contestó Falcón—, pero no voy desde… hace ya más de un año.
—Marty no quería llevarme —dijo Maddy—, así que se lo pedí a Rafael. Fuimos varias veces. No lo entendía, pero me gustaba.
—A muchos extranjeros no les gusta —dijo Falcón.
—Me sorprendió —explicó Maddy— lo rápido que la violencia se vuelve tolerable. La primera vez que vi la lanza del picador pensé que no podría soportarlo. Pero ya sabe, agudiza la vista. Una no se da cuenta de lo difusa que resulta la vida cotidiana hasta que ha estado en una corrida. Todo destaca. Todo está definido. Es como si la visión de la sangre y la perspectiva de la muerte despertaran en nosotros algo atávico. Me di cuenta de que me sumía en un nuevo nivel de conciencia, o mejor dicho en uno antiguo, que el aburrimiento de nuestras vidas con el tiempo ha ahogado. A la tercera corrida ya me había acostumbrado a todo, y el brillo de la sangre brotando de una lanza y cayendo en cascada por las patas delanteras no sólo me era soportable, sino electrizante. Debemos de estar programados para la violencia y la muerte, ¿no le parece, inspector?
—Recuerdo una especie de emoción ritual en las caras de los marroquíes de Tánger cuando mataban una oveja para la fiesta de Aid el Kebir —dijo Falcón.
—Las corridas de toros deben de ser una extensión de eso —opinó Maddy—. Hay ritual, teatro, emoción… pero también hay algo más. Pasión, por ejemplo, y naturalmente… sexo.
—¿Sexo? —dijo Falcón, con el whisky dándole sacudidas en el estómago.
—Esos hermosos muchachos con sus trajes ajustados actuando de manera tan garbosa con cada músculo de su cuerpo, ante ese terrible peligro… quizá la muerte.
No puede haber nada más sexy que eso, ¿no le parece?
—Yo no lo veo así.
—¿Y cómo lo ve?
—Yo voy a ver los toros —dijo Falcón—. El toro es siempre la figura central. Es su tragedia, y cuanto mayor sea su nobleza, más hermosa será su tragedia. La misión del torero es darle forma a la función, sacar a la luz las nobles cualidades del toro, y al final liquidarlo y ofrecernos a nosotros, el público, la catarsis.
—Está claro que soy americana —dijo.
—Pero no todo el mundo lo ve como yo —puntualizó Falcón—. Algunos toreros creen que su deber es dominar al toro, incluso humillarlo y exhibir su masculinidad.
—Es algo que he visto —dijo Maddy—, cuando le acercan los genitales al toro.
—S-sí —dijo Falcón, nervioso—. A menudo el espectáculo es una parodia, incluso en las mejores plazas. Ha habido tardes sólo para Señoras y demás…
—¿Decadencia? —Maddy acabó la frase.
—En la actualidad no abunda la tragedia griega —dijo Falcón—, y sí las teleseries.
—¿Y cómo se supone que hemos de mantener nuestra nobleza en un mundo así?
—Hay que concentrarse en las grandes cosas —contestó Falcón—. Como el amor. La compasión. El honor… cosas así.
—Hoy eso suena casi medieval —dijo Maddy.
Hubo un silencio. Falcón oyó a Ferrera salir de la casa. Pasaba por delante de la ventana del estudio.
—¿Ayer me dijo algo en inglés? —dijo Falcón, queriendo librarse de ella.
—No me acuerdo —respondió Maddy—. ¿Se enfadó?
—Anímese. Me dijo que me animara.
—Sí, bueno, hoy es un nuevo día —dijo Maddy—. Ayer por la noche leí su historia en internet.
—¿Por eso se acercó esta mañana?
—No he venido a remover en la basura… a pesar de lo que pueda pensar de mis fotos.
—Pensaba que las historias de sus personajes, las causas de su lucha interior, no le interesaban.
—Esto no tiene nada que ver con mi trabajo.
—Por desgracia sí con el mío. Tengo que seguir con él, señora Krugman. Así que, si me perdona… —dijo.
Sonó el timbre de la puerta. Falcón fue a abrir.
—Se cerró la puerta y me quedé fuera, inspector —se disculpó Ferrera.
Maddy Krugman salió despacio, pasando entre ambos. Ferrera siguió a Falcón al estudio, donde él volvió a sentarse en la silla de antes.
—Dime —dijo Falcón, mirando por la ventana, preguntándose qué pretendía Maddy Krugman.
—La señora Vega era maníaco depresiva —explicó Ferrera.
—Sabemos que le costaba dormir.
—Hay un montón de medicamentos en la mesilla de noche de él.
—Estaba cerrada con llave, que recuerde, y las llaves están aquí.
—Litio, por ejemplo —dijo Ferrera—. Probablemente él le racionaba las píldoras… o eso pensaba. Encontré una copia de la llave en el guardarropa de ella, junto con un alijo secreto de dieciocho somníferos. Esto prueba también un comportamiento obsesivo-compulsivo. Además, encontré mucho chocolate en la nevera, y más helado en el congelador del que podría comerse un niño.
—¿Qué me dices de sus relaciones con el marido?
—Dudo que tuvieran relaciones sexuales, dado el estado de ella y el hecho de que él le racionaba las pastillas —dijo Ferrera—. Probablemente él satisfacía sus necesidades sexuales en otro sitio… aunque eso no impidió a la señora Vega comprarse un amplio surtido de ropa interior sexy.
—¿Y el niño?
—En la mesilla de noche, la señora Vega tiene una foto de ella y el niño justo después de dar a luz. Está fabulosa: radiante, bella, orgullosa. Creo que debía de mirar mucho esa foto. Le recordaba la mujer que era antes.
—¿Depresión postparto?
—Es posible —dijo Ferrera—. No salía mucho. Debajo de la cama hay montones de catálogos de venta por correo.
—Dejaba que el niño durmiera con frecuencia en casa de la vecina.
—Es difícil enfrentarte a las cosas cuando la vida se te escapa de ese modo —dijo Ferrera, bajando los labios hasta la taza de café manchada de carmín—. ¿Era la vecina que cuidaba al niño?
—No, la otra —contestó Falcón, negando con la cabeza.
—No parece una mujer muy maternal.
—Dígame, ¿qué cree que pasó exactamente? —preguntó Falcón.
—En esta casa hay un grado de desesperación suficiente para pensar que, habiendo decidido matarse, el señor Vega tenía que matarla a ella para librarla de su sufrimiento.
—¿Por qué le dislocó la barbilla?
—¿Para dejarla sin sentido?
—¿No te parece demasiado violento? De todos modos, si estaba durmiendo ya debía de estar grogui.
—Quizá lo hizo para hacer salir la violencia que tenía dentro —dijo herrara.
—O quizás ella oyó la agonía de su marido y sorprendió al asesino, que entonces tuvo que ocuparse de ella —aventuró Falcón.
—¿Dónde está el bloc en el que el señor Vega escribió la nota?
—Buena pregunta. No lo han encontrado. Pero es posible que fuera un viejo trozo de papel que tenía en el bolsillo de su bata.
—¿Quién compró el desatascador?
—La doncella no —contestó Falcón.
—¿Sabemos cuándo lo compraron?
—Aún no, pero si fue en un supermercado tampoco servirá de nada.
—Da la impresión de que esa noche la señora Vega estaba sola, haciendo las cosas que le gustaban —dijo Ferrera—. Pasaba mucho tiempo sola, y estaba muy acostumbrada.
—Cuando padeces una enfermedad mental, siempre estás solo —dijo Falcón.
—Tiene una caja de sus vídeos y deuvedés favoritos. Todas son películas románticas. Aún hay un deuvedé en el reproductor. La llama la vecina y le dice que el niño se queda en su casa. No tiene responsabilidades. ¿A qué hora volvió a casa su marido?
—Me han dicho que normalmente volvía bastante tarde… a eso de medianoche.
—Eso encajaría: posponer la vuelta al ambiente desquiciante de casa lo más posible —dijo Ferrera—. De todos modos, lo más probable es que a la señora Vega no le gustara verlo. Ella oyó el coche… o quizá no, con estas ventanas. De modo que lo más seguro es que le oyera entrar en la casa desde el garaje. La mujer apagó el deuvedé y corrió arriba dejándose las zapatillas. Al final él se acuesta junto a ella, o al menos…
—¿Cómo sabes que se acostó junto a ella? El almohadón estaba intacto en las fotos de la escena del crimen.
—Pero habían apartado las sábanas y las mantas… de modo que es posible que él estuviera a punto de acostarse a su lado…
—Y entonces hubo algo que distrajo su atención.
—¿Sabemos por la compañía telefónica si llamó alguien más después de la vecina?
—Aún no. Encárgate de eso cuando volvamos.
—La única otra cosa que me parece rara es que en las fotos de la escena del crimen él lleva puesto el reloj con la esfera en la parte exterior de la muñeca, mientras que en las fotos que he visto en la casa siempre lo llevaba en la parte interior de la muñeca.
—¿Y qué concluyes?
—O se le movió en su lucha consigo mismo o con un atacante —dijo Ferrera—, o se le salió el reloj y volvió a ponérselo en la muñeca alguien que no sabía cómo lo llevaba.
—¿Y por qué iba alguien a hacer eso?
—Bueno… si se le salió en la lucha con un agresor cuyo objetivo último era hacer que la escena pareciera un suicidio, que tuviera el reloj en la muñeca no delataría tanto la presencia de otra persona como que el reloj estuviera en el suelo.
—¿Qué clase de correa tenía el reloj?
—De ésas de brazalete metálico; en una pelea se salen con facilidad, o giran fácilmente en la muñeca, de modo que…
—Sea como sea… ésa ha sido una buena observación —dijo Falcón—. A lo mejor no nos ayuda a dar forma a un caso de asesinato, pero es indicativo de las extrañas circunstancias de la escena del crimen. Ahora, todo lo que tenemos que hacer es encontrar esa prueba irrebatible que convenza al juez Calderón de que tenemos un caso. Sabemos que el señor Vega quemaba cosas en su jardín. ¿Qué crees que significa eso?
—Se desembarazaba de algunas cosas porque se preparaba para algo.
—Eran cosas personales, cartas y fotos, y le causaban gran aflicción.
—O sea, que no quería que se descubrieran. Las ocultaba, y ahora…
—Si fueras el señor Vega y quisieras esconder algo, ¿dónde lo pondrías?
—En mi territorio… o en mi estudio o en la sala de despiece.
—Ya he registrado el estudio —dijo Falcón.
Fueron a la sala de despiece. Ferrera encendió las desagradables luces de neón y Falcón recorrió las mesas de carnicero con unos guantes de látex. Abrió el primer congelador y comenzó a sacar bloques de carne. Cuando estuvo toda fuera de los congeladores, Ferrera se metió en los agujeros helados y oscuros con una linterna en la boca y un cuchillo para rascar el hielo que había en los lados. En un rincón del segundo congelador, al fondo, encontraron lo que buscaban. Un paquete de plástico recubierto de hielo. Ferrera lo sacó. Volvieron a meter la carne en los congeladores.
El paquete era una pequeña bolsa frigorífica con una vuelta de alambre en el cuello. Dentro había un pasaporte argentino emitido en Buenos Aires en mayo de 2000 a nombre de Emilio Cruz. La foto era de Rafael Vega con un par de anticuadas gafas de montura gruesa. También había una llave sin ninguna etiqueta.
—Ésta era una ruta de escape —dijo Falcón—. ¿Qué consecuencias sacas?
—Si tenía una ruta de escape a la vida de Emilio Cruz —respondió Ferrera—, probablemente ya se había escapado antes a la vida de Rafael Vega.
—Vamos a comprobar el carnet de identidad de Vega en la oficina donde se lo emitieron —dijo Falcón.