Miércoles, 24 de julio de 2002
Falcón comprendió esas palabras perfectamente, y regresó a la casa de los Vega en un estado de furia que sólo interrumpió la visión de la doncella encaminándose hacia la avenida de Kansas City. Se le acercó y le preguntó si hacía poco había comprado desatascador. Ella dijo que no, que nunca. Él le preguntó cuándo había sido la última vez que había fregado el suelo de la cocina. La señora Vega, obsesionada con la idea de que Mario cogiera gérmenes del suelo sucio, insistía en que lo hiciera tres veces al día. Mario ya se había ido a casa de Consuelo Jiménez cuando fregó el suelo por última vez, el día antes por la tarde.
La ambulancia que transportaba los dos cadáveres se alejaba cuando Falcón llegó a la casa de los Vega. La puerta principal estaba abierta. Calderón fumaba en el vestíbulo. Felipe y Jorge lo saludaron con la cabeza al marcharse con su equipo y las bolsas con las pruebas. Falcón cerró la puerta por el calor.
—¿Qué le has preguntado? —inquirió Calderón, apartándose de la pared.
—Vi en la barbacoa que Vega había estado quemando papeles. Quería ver si en las fotos que ella le había hecho estaba quemando algo —explicó Falcón—. Y así era.
—¿Eso es todo? —dijo Calderón, en tono de acusación y burla.
Falcón volvió a sentir la ira de antes.
—¿Has llegado a algo con ella, Esteban?
—¿A qué te refieres?
—Estuviste en su casa más de media hora con el móvil desconectado. Supongo que estabais hablando de algo importante referente a la investigación.
Calderón dio una profunda bocanada a su cigarrillo, e inhaló el humo con una ráfaga de aire.
—¿Te contó de qué hablamos?
—Os oí hablar de sus fotos cuando subía —dijo Falcón.
—Son muy buenas —opinó Calderón, asintiendo gravemente—. Es una mujer de mucho talento.
—¿No eras tú el que la llamó «paparazzo de las emociones»?
—Eso fue antes de que me hablara de su trabajo —dijo Calderón, agitando los dedos que sostenían el cigarrillo en dirección a Falcón—. Es la idea que hay detrás de las fotos lo que las hace ser lo que son.
—¿O sea, que no son el ¡Hola!, con sentimientos? —dijo Falcón.
—Muy bueno, Javier. No se me olvidará. ¿Algo más? —preguntó Calderón.
—Hablaremos en cuanto tengamos el informe de la autopsia —dijo Falcón—. Iré a recoger a la hermana de la señora Vega al AVE y esta tarde la llevaré con la señora Jiménez.
Calderón asintió sin saber de qué hablaba Falcón.
—Ahora hablaré con el señor Ortega… es el otro vecino —dijo Falcón, sin poder resistirse al sarcasmo.
—Sé quién es el señor Ortega —repuso Calderón.
Falcón se dirigió hacia la puerta. Cuando volvió, Calderón ya estaba perdido en pensamientos laberínticos.
—Lo que te dije esta mañana iba en serio, Esteban.
—¿Qué?
—Que creo que Inés y tú seréis muy felices —respondió Falcón—. Estáis hechos el uno para el otro.
—Tienes razón. Sí. Gracias.
—Será mejor que vengas conmigo —dijo Falcón—. Voy a cerrar con llave.
Salieron de la casa y se separaron en la entrada. Falcón cerró las verjas eléctricas con un mando a distancia que había cogido en la cocina. La entrada de la casa de Ortega quedaba a la izquierda de la entrada para coches de los Vega, y estaba cubierta por una gran enredadera, desde cuya sombra Falcón observó a Calderón. El juez se demoró junto a su coche y pareció mirar el móvil por si tenía mensajes. Se dirigió hacia la casa de los Krugman, se detuvo, dio unas vueltas, y se mordió la uña del pulgar. Falcón negó con la cabeza, llamó al timbre de Ortega y dijo quién era por el interfono. Calderón echó las manos al cielo y volvió al coche.
—Eso es, Esteban —se dijo Falcón—. Que ni se te pase por la cabeza.
Cuando estaba junto a la verja, el inspector ya había notado el olor a aguas residuales. Cuando Ortega le abrió la puerta, el hedor fue tan intenso que le provocó una arcada. Unas moscardas azules cruzaron el aire, tan amenazadoras como pesados bombarderos. Manchas marrones ascendían por los muros de la esquina de la casa, en la parte de la fachada donde había aparecido una enorme grieta. El aire bullía con la rica suntuosidad de la descomposición. Ortega apareció por el lado de la casa que daba al césped.
—No utilizo la puerta principal —dijo, dándole un apretón de manos estilo quebrantahuesos—. Como puede ver, en ese lado de la casa tengo un problema.
Todo el cuerpo de Pablo Ortega se expresó en el apretón. Era una persona recia, tenaz y eléctrica. El pelo largo, tupido y completamente blanco, le llegaba casi hasta los hombros de su camisa sin cuello. Tenía un bigote igual de impresionante, aunque amarillo de tanto fumar. Dos arrugas que partían de las entradas del pelo le llegaban a las cejas, y atrajeron la mirada de Falcón hacia sus ojos de color castaño oscuro.
—Acaba de mudarse, ¿verdad? —preguntó Falcón.
—Hace nueve meses… y seis semanas después, me sale esta mierda. La casa tenía dos habitaciones construidas sobre un pozo ciego, al que llegan las aguas residuales de las cuatro casas que puede ver a nuestro alrededor. Pero los antiguos propietarios construyeron dos habitaciones más encima de ellas y, por culpa del peso excesivo, seis putas semanas después de que me vendieran la casa, el techo del pozo ciego se agrietó, la pared cedió, y ahora tengo la mierda de las cuatro casas saliéndome por el suelo.
—Caro.
—Tengo que derribar ese lado de la casa, reparar el pozo ciego, reforzarlo para que pueda aguantar el peso adicional y luego reconstruirlo —dijo Ortega—. Mi hermano me envió a un tipo que me dijo que me costará veinte millones, o lo que cojones sea en euros.
—¿Tiene seguro?
—Soy un artista. No se me ocurrió firmar ese importantísimo papelito hasta que fue demasiado tarde.
—Mala suerte.
—En eso sí que soy un experto —dijo Ortega—. Y también sé que usted lo es. Ya nos conocíamos.
—¿Ah, sí?
—Yo estuve en la casa de la calle Bailen. Usted tendría diecisiete o dieciocho años.
—Casi toda la comunidad artística de Sevilla pasó por esa casa en un momento u otro. Perdone que no me acuerde de usted.
—Eso fue un mal asunto —dijo Ortega, poniendo una mano en el hombro de Falcón—. Jamás lo hubiera creído. Los medios de comunicación se lo han hecho pasar mal. Lo leí todo, claro. No pude resistirme. ¿Algo de beber?
Pablo Ortega llevaba unas bermudas azules hasta las rodillas y alpargatas negras.
Caminaba con los pies hacia fuera y los músculos de sus pantorrillas eran inmensos y bulbosos, parecían capaces de aguantar carreras de larga distancia.
Entraron en la parte de atrás de la casa por la cocina. Falcón se sentó en la sala mientras Ortega sacaba cervezas y Casera. La habitación estaba fresca, y sólo olía a colillas de puro. Estaba abarrotada de muebles, cuadros, libros, cerámica, cristalería y alfombras. En el suelo, apoyado contra un arcón de roble, había un paisaje de Francisco Falcón. Javier lo miró y no sintió nada.
—El carisma —dijo Ortega, regresando con cerveza, aceitunas y alcaparras y asintiendo en dirección al cuadro— es como un campo de fuerza. No lo ves, y no obstante tiene el poder de dejar en suspenso los niveles normales de percepción. Ahora que el mundo se ha enterado de que el emperador estaba desnudo es fácil, y todos esos historiadores del arte que Francisco tanto despreciaba no dejan de escribir acerca de lo obviamente distintos del resto de su obra que eran esos cuatro desnudos. Yo estoy con Francisco. Son despreciables. Disfrutaron con su caída, pero no se dan cuenta de que ahora sólo escriben acerca de su propio fracaso. Carisma. Estamos tan sumidos en el aburrimiento que a cualquiera que nos anime un poco la vida se le trata como a un dios.
—Francisco solía utilizar la palabra «genio» en lugar de «carisma» —dijo Falcón.
—Si dominas el arte del carisma no necesitas genio.
—También sabía eso.
—Cierto —dijo Ortega, soltando una carcajada y echándose hacia atrás en la butaca.
—Deberíamos ir al grano —sugirió Falcón.
—Sí, bueno, supe que algo pasaba cuando vi a ese cabrón con cara de rata ahí fuera, chulo y tan tranquilo con su traje caro y ligero —dijo Ortega—. Siempre sospecho de la gente que se viste de punta en blanco para ir a trabajar. Quieren deslumbrar con su caparazón mientras en su vacuidad bullen todas las formas oscuras de vida.
Falcón se rascó la nuca ante el tono melodramático de Ortega.
—¿De quién estamos hablando?
—De ese… de ese cabrón… el juez Calderón —contestó Ortega—. Incluso rima.
—Ah, sí, el juicio contra su hijo. Yo no…
—Él fue el cabrón que procuró que a Sebastián le cayera una condena tan larga —dijo Ortega—. Fue él quien apretó para que le cayera la pena máxima. Ese hombre no es más que la letra de la ley. Es sólo espada, pero nada de balanzas y, en mi humilde opinión, para que la justicia sea justicia hacen falta ambas.
—Me acabo de enterar esta mañana del caso de su hijo.
—Pero si estaba en todas partes —dijo Ortega, incrédulo—. El hijo de Pablo Ortega detenido. El hijo de Pablo Ortega acusado. El hijo de Pablo Ortega bla, bla, bla. Siempre el hijo de Pablo Ortega… nunca Sebastián Ortega.
—En esa época estaba muy metido en mis cosas —explicó Falcón—. No tenía tiempo para las noticias.
—El monstruo de los medios de comunicación lo devoró hasta saciarse —dijo Ortega con un gruñido de burla.
—¿Ve a su hijo?
—No quiere ver a nadie. Se ha aislado del mundo.
—¿Y su madre?
—Su madre lo abandonó… nos abandonó a los dos cuando él tenía ocho años —dijo Ortega—. Se fue a Estados Unidos con un gilipollas con la polla grande… y allí se murió.
—¿Cuándo fue eso?
—Hace cuatro años. Cáncer de pecho. A Sebastián le afectó mucho.
—¿Así que la conocía?
—Desde los dieciséis años pasó todos los veranos con ella —dijo Ortega, apuñalando el aire con su puro—. No tuvieron nada de eso en cuenta cuando ese cabrón…
Se calmó, cambió de posición y arrugó la cara en una mueca de disgusto.
—Fue un delito muy grave —dijo Falcón.
—Lo entiendo —concedió Ortega levantando la voz—. Pero es que el tribunal se negó a aceptar cualquier circunstancia atenuante. El estado mental de Sebastián, por ejemplo. Estaba claramente desequilibrado. ¿Cómo explica el comportamiento de alguien que secuestra a un muchacho, abusa de él, lo suelta y luego se entrega? Cuando le llegó el momento de defenderse delante del tribunal no dijo nada, se negó a rebatir ningún punto de la declaración del chico… lo aceptó todo. Para mí nada de eso tiene sentido. No soy ningún experto, pero incluso yo me doy cuenta de que necesita tratamiento, no la cárcel, ni violencia, ni aislamiento.
—¿Ha apelado?
—Todo lleva su tiempo —dijo Ortega—, y cuesta dinero, claro, lo que no ha sido fácil. Tuve que irme de mi casa…
—¿Por qué?
—Me hacían la vida imposible. No me atendían ni en los cafés ni en las tiendas. Cuando alguien se cruzaba conmigo se cambiaba de acera. Me condenaron al ostracismo por los pecados de mi hijo. Fue intolerable. Tuve que irme. Y aquí estoy ahora… sin más compañía que la mierda y el hedor de los otros.
—¿Conoce al señor Vega? —preguntó Falcón, aprovechando su oportunidad.
—Lo conozco. Vino a presentarse la semana después de que me mudara. Lo admiré por ello. Sabía por qué yo había acabado aquí. Había fotógrafos en la calle. Pasó entre ellos, me dio la bienvenida y me dijo que podía utilizar los servicios de su jardinero. De vez en cuando lo invitaba a tomar una copa, y cuando tuve el problema con el pozo ciego me dio su opinión, envió un perito y me hizo un presupuesto sin cobrarme nada.
—¿De qué hablaban cuando tomaban una copa?
—De nada personal, lo que era un alivio. Pensé que a lo mejor… ya sabe lo que pasa cuando la gente acude a tu puerta y quiere ser tu amigo. Pensé que a lo mejor sentía una curiosidad morbosa por las desdichas de mi hijo, o que quería relacionarse conmigo de una manera… hay mucha gente a la que le gustaría añadir otra dimensión a su posición social. Pero Rafael, a pesar de su aparente encanto, era una persona cerrada… En el aspecto personal, escuchaba, pero no contaba nada de su vida. Si querías hablar de política, eso era otra cosa. Por ejemplo, hablamos de la situación de Estados Unidos después del 11 de septiembre. Resultó interesante, porque él siempre fue de extrema derecha. Es decir, que, para su gusto, José María Aznar era un poco comunista. Pero cuando cayó el World Trade Center, sostuvo que los estadounidenses se lo tenían merecido.
—¿No le gustaban los americanos? —preguntó Falcón.
—No, no, no. Le gustaban. Era muy amigo de la pareja que vivía en la casa de al lado. Marty trabajaba para él, y estoy seguro de que Rafael quería cepillarse a su mujer.
—¿De verdad?
—No, sólo quería decir una maldad, o quizás expresar una verdad más general. A todos nos gustaría cepillarnos a Maddy Krugman. ¿La ha visto?
Falcón asintió.
—¿Y qué le parece?
—¿Por qué pensaba Vega que los estadounidenses se lo tenían merecido?
—Decía que siempre se entrometían en la política de los otros países, y que cuando haces eso, las cosas te acaban estallando en las narices.
—¿Nada concreto, entonces, sólo charla de café?
—Pero algo bastante sorprendente, porque le gustaban los americanos y se iba a ir de vacaciones a Estados Unidos en verano —dijo Ortega, besando el extremo de su puro—. Otra cosa que dijo de los estadounidenses fue que son tus amigos cuando les eres útil, y que en cuanto dejas de hacer dinero para ellos o de servirles de ayuda, te abandonan como a un perro. Su lealtad tiene un límite, no puedes fiarte de ella. Creo que ésas fueron sus palabras.
—¿Y usted qué opina de eso?
—A juzgar por su vehemencia, yo diría que hablaba por experiencia propia, quizás en los negocios, pero jamás me enteré del motivo concreto.
—¿Cuántas veces lo vio este año?
—Dos o tres, casi todas por el pozo ciego.
—¿Lo notó distinto del año pasado?
Silencio. Ortega fumaba con los ojos amusgados.
—¿Se ha matado?
—Eso es lo que intentamos averiguar —dijo Falcón—. Lo que hemos descubierto hasta ahora es que al final del año pasado experimentó un cambio. Estaba más metido en sí mismo. Quemaba papeles en el jardín.
—Yo no noté nada, aunque tampoco éramos íntimos. Lo único que recuerdo ocurrió un día en El Corte Inglés de Nervión. Me encontré con él, que estaba comprando una cartera de piel o algo así. Cuando me acercaba para saludarlo, levantó la mirada y me di cuenta de que le había dado un susto de muerte, como si acabara de ver el fantasma de un pariente muerto. Cambié de dirección y no hablamos. Probablemente fue la última vez que lo vi. Hace una semana.
—¿Se ha fijado en si alguien lo visitaba con regularidad, o iba a verlo gente desconocida? —dijo Falcón—. ¿Tenía visitas por la noche?
—Mire, ahora me paso el día aquí, sobre todo ahora que no me sale nada, pero no estoy todo el día mirando por encima de la verja ni espiando entre las persianas.
—¿Y qué hace?
—Sí, en fin, paso mucho tiempo bastante desagradable dentro de mi cabeza. Más de lo que me gustaría.
—¿Qué hizo ayer por la noche?
—Me emborraché solo. Una mala costumbre, lo sé. Me quedé dormido aquí mismo, y a las cinco de la mañana me desperté congelado por culpa del aire acondicionado.
—Cuando le pregunté si los Vega habían tenido alguna visita, no me refería a nada…
—Las únicas personas que yo veía entrar en su casa regularmente eran los padres de Lucía y la zorra esa redomada del otro lado de la calle, que de vez en cuando se encargaba del niño.
—¿La zorra redomada?
—Consuelo Jiménez. No se le ponga a tiro, Javier. Es de las que sólo sonríen cuando tienen los cojones de un hombre en una prensa.
—¿Han tenido alguna desavenencia?
—No, no, pero reconozco a las de su calaña.
—¿Y cómo son? —inquirió Falcón, incapaz de reprimir la pregunta.
—De ésas a las que no les gustan los hombres pero que por desgracia tampoco son lesbianas, por lo que tienen que acudir a los hombres para que satisfagan sus degradantes necesidades sexuales. Eso las deja en un permanente estado de resentimiento e ira.
Falcón mordió el extremo de su bolígrafo para no sonreír. Al parecer, el gran Pablo Ortega había ofrecido a la señora Jiménez sus magníficos servicios y había sido rechazado.
—A ésa le gustan los niños —dijo—. Le gusta tener a críos correteando entre sus piernas. Cuantos más, mejor. Pero en cuanto les sale el pelo…
Ortega agarró un buen mechón del vello blanco del pecho y levantó la cabeza en un gesto de desdén. Fue una excelente actuación, en la que la necesidad masculina y el orgullo femenino se reunieron en el mismo cuerpo. Falcón se echó a reír. Ortega se regodeó en la aclamación de su espectador solitario.
—¿Sabe —dijo, llenando su vaso de Cruzcampo y ofreciéndole a Falcón, que la rechazó— cuál es la mejor manera de conocer mujeres?
Falcón negó con la cabeza.
—Tener perro.
—¿Usted tiene perro?
—Dos doguillos. Un macho grande y robusto que se llama Pavarotti y una hembra más pequeña y de cara más oscura que se llama Callas.
—¿Cantan?
—No, se cagan por todo el jardín.
—¿Dónde los tiene?
—Aquí no, con toda mi colección por el suelo. Se mearían encima de alguna obra maestra y yo haría algo imperdonable.
—¿Su colección?
—¿No creerá que siempre vivo en medio de este caos? Tuve que trasladar mi colección aquí cuando el pozo ciego se agrietó —dijo Ortega—. Pero deje que acabe de contarle lo de los perros. Los doguillos son la manera perfecta de entablar conversación con una mujer solitaria. Son pequeños, nada amenazadores, un poco feos y divertidos. Perfectos. Siempre funcionan con las mujeres y los niños. Los niños no pueden resistirse.
—¿Así es como conoció a Consuelo Jiménez?
—Y a Lucía Vega —dijo él, guiñando un ojo.
—A lo mejor aún no se ha enterado… Debería habérselo dejado claro… Han asesinado a la señora Vega.
—¿Asesinada? —dijo, levantándose y derramándose la cerveza por encima.
—La asfixiaron con el almohadón…
—¿Quiere decir que él la mató y luego se mató? ¿Y el niño?
—En ese momento estaba en casa de la señora Jiménez.
—Dios mío… esto es una tragedia —dijo, acercándose a la ventana, golpeándola con el puño y mirando al jardín para tranquilizarse.
—¿Qué me estaba diciendo de la señora Vega?… ¿No tendría una aventura con ella, verdad?
—¿Una aventura? —dijo, mientras se le pasaban por la imaginación cosas terribles—. No, no, no. Simplemente me la encontré en ese parquecillo, paseando a los perros. No es mi tipo. Le fascinaba mi fama, eso es todo.
—¿De qué hablaron?
—No me acuerdo. Creo que ella me había visto en una obra de teatro o… ¿De qué hablamos?
—¿Cuándo fue eso?
—En marzo.
—Me guiñó el ojo cuando mencioné su nombre.
—No era más que una ridícula manera de hacerme el chulo.
El bolígrafo de Falcón quedó suspendido sobre la libreta. En su mente estaba repasando unas imágenes de quince meses atrás. Las fotografías que Raúl Jiménez tenía colgadas en la pared detrás de su escritorio, en el apartamento del edificio Presidente. Celebridades que habían cenado en sus restaurantes, pero también gente del ayuntamiento, policías y jueces. Allí era donde había visto la cara de Pablo Ortega.
—Usted conocía a Raúl Jiménez —dijo Falcón.
—Bueno, de vez en cuando comía en sus restaurantes —asintió Ortega, aliviado.
—Le recuerdo de una de las fotos que él tenía en su casa… de famosos y gente importante.
—No sé cómo pudo ser. Raúl Jiménez detestaba el teatro… A menos que, claro, eso es, mi hermano Ignacio, él sí conocía a Raúl. La empresa de mi hermano instala aparatos de aire acondicionado. Ignacio me invitaba a recepciones cuando quería impresionar a alguien. Eso debió ser.
—¿De modo que conocía a Consuelo Jiménez antes de mudarse aquí?
—De vista —dijo Ortega.
—¿Alguna vez ha conseguido que la señora Krugman se interesara por sus perros?
—Dios mío, Javier, usted es de una raza diferente a la de los demás policías que he conocido.
—Somos personas normales.
—Los otros con los que he hablado eran mucho más metódicos —afirmó Ortega—. Lo digo como observación, no como crítica.
—El asesinato es la mayor aberración de la raza humana, provoca algunos ingeniosos subterfugios —dijo Falcón—. Al pensamiento metódico no le va muy bien ese mundo ilusorio.
—Interpretar es el subterfugio más ingenioso de todos —repuso Ortega—. A veces es tan ingenioso que acabamos no sabiendo quién ni cómo somos.
—Debería conocer a algunos de los asesinos que he detenido —dijo Falcón—. Algunos han perfeccionado el arte de negarlo todo hasta convertirlo en una verdad absoluta.
Ortega parpadeó al oír aquello: un horror que no había considerado antes.
—Tengo que irme —dijo Falcón.
—Me ha preguntado por la señora Krugman y los perros —recordó Ortega, un poco a la desesperada.
—No me parece una persona a la que le gusten los perros.
—Tiene razón… Ahora, si yo tuviera un leopardo con un collar de diamantes…
Salieron al jardín por las puertas correderas. Ortega llevó a Falcón hasta la verja delantera que rodeaba la casa. Se quedaron un momento en la calle silenciosa, lejos del hedor. Un gran coche negro pasó lentamente ante ellos antes de acelerar rumbo a la avenida de Kansas City. Ortega lo siguió con los ojos.
—¿Se acuerda de que antes me preguntó si los Vega habían tenido algún visitante poco habitual? —preguntó—. Ese coche ha hecho que me acordara. Era un BMW serie 7, y había uno aparcado delante de su casa el 6 de enero.
—El día de Reyes.
—Por eso me acuerdo de la fecha —dijo Ortega—. Pero también me acuerdo por la nacionalidad de sus ocupantes. Esos tipos eran raros. Uno era enorme: grueso, poderoso, de pelo negro y aspecto brutal. El otro también era recio y musculoso, pero parecía un poco más humano que su amigo y tenía el pelo claro. Hablaron y no sé qué dijeron, pero como el año pasado estuve en San Petersburgo, supe que eran rusos.
Los tres hijos de Consuelo Jiménez y Mario jugaban en la piscina a la caída de la tarde. Los gritos, los chillidos y el infatigable bombardeo mutuo llegaban bastante amortiguados a través del cristal doble. Sólo la esporádica salpicadura de agua contra el cristal les recordaba la intensidad de la descarga de artillería infantil. Javier tenía en la mano otra cerveza. Consuelo se había tomado medio tinto de verano, una mezcla de vino tinto, hielo y Casera. Fumaba, sacudiendo la ceniza con el pulgar.
Movía el pie, como siempre que estaba distraída.
—He visto que deja jugar a Mario en la piscina —observó Falcón.
—Pensé que lo mejor era que se relajara un poco jugando —dijo Consuelo—. Esa obsesión por que no se bañara era cosa de Rafael, y ahora no parece tener mucho sentido…
—No recuerdo haber tenido nunca tanta energía —dijo Falcón.
—No hay nada más hermoso que un niño, los ojos irritados por el cloro, las pestañas mojadas, el cuerpo temblando bajo la toalla hambriento y cansado. Me llena de felicidad.
—¿Puedo aceptar ahora su invitación a tomar una copa? —preguntó Falcón—. Cuando vuelva con la tía de Mario… Quiero decir que tendré que llevarla a la casa de sus padres, no será lo mismo.
—¿Lo mismo que qué?
—Que verla como ahora.
—Tengo una ventaja sobre todas las demás personas implicadas en esta investigación —dijo Consuelo—. Yo sé cómo trabaja usted, inspector.
—Usted fue quien me invitó a tomar una copa.
—Ahora todos formamos parte de su mundo —dijo Consuelo—. Estamos indefensos ante su observación implacable. ¿Cómo le ha ido con los demás?
—He pasado la última hora con Pablo Ortega.
—Que habrá actuado, como siempre —dijo Consuelo—. No podría casarme con un actor. Soy monógama, y son capaces de hacerte sentir que estás haciendo una cama redonda.
—No lo había pensado.
—¿Ninguna actriz antes de que se casara con esa pequeña buscadora de la verdad? ¿Cómo se llamaba? Inés. Claro que…
Consuelo se interrumpió.
—Lo siento, debería haberme acordado de lo del juez Calderón.
—Ésta es la primera vez que trabajo con él desde lo del asesinato de su marido —explicó Falcón—. Hoy me ha dicho que Inés y él van a casarse.
—Entonces ha sido una doble falta de delicadeza por mi parte —dijo Consuelo—. Pero, Dios mío, si va a ser una unión entre dos buscadores de la verdad. Un juez y una fiscal. Su primogénito tendrá que ser cura.
Falcón soltó una carcajada.
—No puede hacer nada, Javier —dijo Consuelo—. Más le vale reír.
—Animarme —precisó Falcón—. Es lo que me dijo que hiciera la señora Krugman.
—Tampoco puede decirse que ella sea la alegría de la huerta.
—¿Le ha enseñado sus fotos?
—Qué tristes —opinó Consuelo, poniendo cara de payaso infeliz—. Estoy hasta aquí de esas chorradas.
—Al juez Calderón parecieron impresionarle mucho —dijo Falcón.
—Lo que le impresionó fue su culo.
—Sí, muchos Pablos Ortegas se bajaron del pedestal de su ego para jadear en su puerta.
—Es algo que está en su naturaleza —dijo Consuelo.
—Estoy enfadado con Maddy Krugman —confesó Falcón—. Y no me cae bien.
—Cuando un hombre dice eso, normalmente es porque está colado por ella.
—Pues hay cola.
—Y el juez Calderón va delante de usted.
—Se ha dado cuenta.
Una espectacular bomba de uno de los niños salpicó la ventana. Consuelo salió y les dijo que se calmaran. Falcón se dio cuenta de que Mario la miraba como si fuera una diosa. Consuelo volvió a entrar. En cuanto cerró la puerta, la locura infantil comenzó de nuevo.
—Es una pena que tengan que volverse como nosotros —dijo Consuelo, mirando de nuevo hacia la piscina.
—Usted no está tan mal —soltó Falcón. La grosería le salió tan rápido de la boca que la miró fijamente con unos ojos como platos, como si hubiera cometido una indecencia—. Lo que quería decir es que… Me refería a que usted…
—Relájese, Javier —dijo Consuelo—. Tome un poco más de cerveza.
Falcón apuró la Cruzcampo de un trago, se comió una gruesa oliva y dejó el hueso en el plato.
—¿Pablo Ortega se le insinuó alguna vez? —preguntó.
—¿Entonces es eso lo que intentaba hacer ahora?
—No, eso fue… que estaba pensando algo y se me escapó.
—Sí, bueno… «Usted no está tan mal» —dijo Consuelo, repitiendo sus palabras—. Tendrá que hacerlo mucho mejor si quiere que su vida sexual vaya a más. ¿Qué le contó Pablo Ortega?
—Que utilizaba a sus perros para ligar con las mujeres.
—Usted dice que suspiraba por Maddy y ligaba con mujeres, pero yo siempre pensé que era un homosexual que no había salido del armario, o que a lo mejor simplemente no le interesaba el sexo. Los críos adoran a Pavarotti y a Callas, pero él nunca se me ha insinuado, e imagino que si lo hiciera, no se me pasaría por alto.
—¿Por qué cree que es homosexual?
—Es por cómo actúa cuando está con mujeres. Le gustan, pero no le interesan sexualmente. Y no sólo yo. También lo he visto con Maddy. No suspira por ella. Fanfarronea. Le recuerda a todo el mundo que conserva su potencia, pero no tiene nada que ver con el sexo.
—Dijo que usted era una zorra redomada —reveló Falcón—. Pensé que era porque lo había rechazado.
—Bueno, soy una zorra redomada, pero nunca lo he sido con él. De hecho, siempre creí que nos llevábamos muy bien. Desde que se trasladó a vivir aquí ha venido a tomar una copa, ha jugado a fútbol con los niños, ha nadado en la piscina…
—Era algo inconfundiblemente sexual. Dijo que usted sólo sonreía cuando tenía los cojones de un hombre en una prensa… algo así.
Consuelo soltó una carcajada, pero también estaba enfadada.
—Lo único que se me ocurre es que le parece de machos hablar así, y que yo nunca me enteraría. Sobrestimó su capacidad para guardar un secreto, Javier. Pero eso es suponer que existen secretos entre un policía y una… lo que sea. Probablemente pensó que no corría ningún riesgo.
—¿Él conocía a Raúl, verdad? —preguntó Falcón—. Recuerdo haber visto a Ortega en las fotos que había detrás del escritorio de su antiguo apartamento, pero no en la sección de famosos.
—Nos conocíamos por el hermano de Pablo. Ignacio había trabajado para Raúl.
—Me gustaría ver otra vez las fotos de Raúl, si es posible.
—Se lo diré a los del despacho —dijo Consuelo.
El mundo comercial de los coches —Repsol, Firestone, Renault— centelleaba al paso de Falcón mientras conducía por la avenida de Kansas City. Mientras los edificios que había al otro lado del parabrisas vibraban con energía consumida, Falcón le daba vueltas a su intimidad con Consuelo Jiménez. Se sentía a gusto con ella. A pesar de que Consuelo se refiriera a la dinámica detective-sospechoso, ahora estaba integrada en su pasado. La recordó sentada en el sofá, en su casa fresca, moviendo el pie arriba y abajo, riendo con los niños mientras los frotaba con las toallas y los llevaba a la cocina para darles de comer. En ese momento se adentró en la bestia desasosegada de la metrópoli, que, azotada por el calor, yacía jadeante en su guarida.
Un letrero luminoso que había delante de la estación de Santa Justa, al final de la avenida de Kansas City, marcaba 44°C. Aparcó y caminó tambaleándose hacia la estación en medio de la atmósfera aletargada. Llamó a Pérez, que le dijo que había convencido al señor Cabello para que dejara a su esposa en cuidados intensivos.
Ahora estaba en el apartamento del señor Cabello, en la calle Felipe II, en El Porvenir, esperando a que la primera agente femenina del Grupo de Homicidios, Cristina Ferrera, lo reemplazara.
Falcón se quedó a las puertas del andén, a la espera de que llegara el AVE de Madrid, con un trozo de papel escrito a mano en el que figuraba el nombre de Carmen Ortiz. Se le acercó una mujer de pelo negro y grandes ojos castaños que flotaban en una cara pálida y asustada. La acompañaban dos niños, y «destrozada» era un adjetivo suave para describir su estado.
Volvieron en coche a Santa Clara. Carmen Ortiz habló a gran velocidad durante todo el camino, sobre todo de su marido, que estaba en Barcelona de viaje de negocios y que no podría llegar hasta la mañana siguiente. Los niños miraban por las ventanillas como si los trasladaran a una prisión más segura. Falcón murmuró unas palabras de ánimo mientras la señora Ortiz inundaba el silencio.
Consuelo fue a la puerta acompañada de Mario, agarrado a ella como un chimpancé. El niño, después del baño, se había encerrado en un silencio vulnerable.
Se acercó a Carmen con una celeridad que revelaba su necesidad de contacto humano. Carmen los dejó atónitos con su ilimitada memoria de todo tipo de detalles de su viaje. Consuelo escuchaba, sabiendo cuál era el propósito de Carmen Ortiz: no permitir que reinara un minuto de silencio en el que la calamidad del día pudiera meter su cuña y abrir el tiempo para revelar el futuro de desesperación y soledad de Mario.
Fueron al coche. Toda la familia se sentó en la parte de atrás. Los niños acariciaban a Mario como si fuera un gatito herido. Consuelo se inclinó hacia él y le dio un fuerte beso en la cabeza. Falcón casi oyó el desgarro físico cuando ella se separó del coche.
Conocía la náusea que, como una plomada, pesaba en el estómago del chico mientras comenzaba su caída libre hacia un caos sin madre. La rutina del amor se había acabado. La mujer que te dio la vida ha desaparecido. Sentía una gran compasión hacia el chico. Con aquel cargamento dañado volvió a meterse en la ciudad palpitante.
Los llevó al apartamento del señor Cabello y les subió el equipaje. Llegaron como nómadas, y encontraron al señor Cabello sentado en una mecedora, mirando sin parpadear. Sus nietos consiguieron llevar un temblor a sus labios. Mario pataleó y luchó por seguir agarrado a su tía. Pérez se había ido. Falcón y Ferrera se retiraron, y la quejumbrosa conciencia de su inminente fatalidad invadió a aquella familia destrozada.
Bajaron en ascensor. Ferrera suspiró con la cabeza ladeada, como si el dolor de la situación se le hubiera adherido al cuello y se lo hubiera dejado torcido para siempre.
Fueron en silencio hasta el centro de la ciudad, donde Falcón tenía que dejarla.
Ferrera cerró la portezuela y caminó hasta un cruce. Falcón puso el coche en marcha y rodeó la plaza Nueva. Giró hacia la calle Méndez Núñez y esperó junto a El Corte Inglés. Mientras se desviaba de la plaza de la Magdalena y se preparaba para coger la calle Bailen, le sonó el móvil.
—No quiero parecer una idiota en mi primera semana de trabajo —dijo Cristina Ferrera—, pero creo que le siguen. Era un Seat Córdoba azul, dos coches detrás de usted. He cogido la matrícula.
—Comunícala a Jefatura y que me llamen —ordenó Falcón—. Lo comprobaré.
En la luz menguante del atardecer aún podían distinguirse los colores, y vio el Seat, ahora sólo detrás de otro coche, mientras pasaba despacio junto al Hotel Colón.
Rebasó la tienda de azulejos que había justo antes de su casa, subió la corta entrada para coches y aparcó entre los naranjos. Salió. El Seat azul se detuvo delante de él.
Parecía ir lleno. Falcón fue hacia el coche, que, lentamente, se alejó. Incluso tuvo tiempo de ver la matrícula antes de que girara a la izquierda y doblara la esquina del Hotel Londres.
Le llamaron al móvil de Jefatura y le dijeron que la matrícula que les había dado Cristina Ferrera no pertenecía a ningún Seat Córdoba. Les dijo que informaran a la policía de tráfico, a ver si tenían más suerte.
Abrió las puertas de su casa, aparcó el coche y cerró. Se sentía desasosegado. Tenía la carne de gallina. Se quedó en medio del patio y miró a su alrededor, atento, como si fueran a robarle. Le llegó el ruido del tráfico lejano. Fue a la cocina. Encarnación, la asistenta, le había dejado un guiso de pescado en el frigorífico. Hirvió un poco de arroz, calentó el guiso y bebió un vaso de vino blanco frío. Comió de cara a la puerta, como si esperara algo o a alguien.
Después de comer hizo algo que no había hecho en mucho tiempo. Cogió una botella de whisky y un vaso con hielo y fue a su estudio. Había instalado una chaise longue de terciopelo gris que había bajado de una de las habitaciones de arriba. Se echó en ella con una generosa dosis de whisky en el vaso, que se puso encima del pecho. Estaba agotado por lo acontecido aquel día, pero el sueño, por muchas razones, quedaba muy lejos. Falcón se bebió el whisky con mucho más método del que aplicaba a sus investigaciones. Sabía lo que hacía: se necesita determinación para borrar el daño. Al final del tercer vaso ya había reflexionado sobre la nueva infancia de Mario Vega y la difícil vida de Sebastián Ortega con un padre famoso. Ahora le tocaba a Inés. Pero tuvo suerte. Su cuerpo no estaba acostumbrado a aquella cantidad de alcohol y, con la mejilla pegada a la suave tela de la chaise longue, se quedó dormido.