Capítulo 5

Miércoles, 24 de julio de 2002

Cuando Falcón regresó a la escena del crimen, todos habían subido al dormitorio de los Vega. Calderón ya había firmado el levantamiento del cadáver del señor Vega.

El cuerpo estaba en una bolsa encima de una camilla, esperando en medio del aire acondicionado a que lo metieran en la ambulancia y lo llevaran al Instituto Anatómico Forense de la avenida Sánchez Pizjuán.

El equipo que analizaba la escena del crimen se congregaba en torno a la cama, todos mirando a la señora Vega, con las manos a la espalda, solemnes, como si rezaran. Le habían quitado el almohadón de encima de la cara, lo habían colocado en una bolsa de plástico y apoyado contra la pared. La mujer tenía la boca abierta. El labio y los dientes superiores le habían quedado como si hubiera hecho una mueca de desagrado, como si hubiera abandonado la vida con amargura. La mandíbula inferior estaba desencajada.

—La golpearon una vez con la mano derecha —le dijo Calderón a Falcón—. La mandíbula está dislocada… Probablemente eso la dejó inconsciente. El forense cree que se lo hicieron con la mano plana, no con el puño.

—¿Cuál es la hora de la muerte?

—La misma que el marido: tres, tres y media. No puede precisarse más.

—La señora Jiménez ha dicho que tomaba somníferos, dos todas las noches, para quedarse grogui. Debió de despertarse y su marido tuvo que dominarla antes de ahogarla. ¿Todavía no hay ninguna relación entre esta muerte y la del señor Vega?

—No hasta que me los lleve al instituto —contestó el forense.

—Esperamos encontrar algo de sudor o saliva en la parte de arriba del almohadón —dijo Felipe.

—Esto refuerza tu hipótesis del asesino desconocido, inspector —dijo Calderón—. No me imagino a un marido desencajándole la mandíbula a su mujer.

—A no ser, como ya he dicho, que ella se despertara, quizás incluso saliera de la cama en el momento en que el señor Vega entraba ya decidido a todo. Puede que viera algo distinto en él, que se pusiera histérica y él tuviera que ponerse violento —sugirió Falcón—. No descarto ninguna hipótesis. ¿Algún fantasma?

—¿Fantasma? —preguntó Calderón.

—Algo que hace que la escena del crimen parezca «rara», diferente a como debería ser —dijo Falcón—. Todos tuvimos la misma sensación al ver el cuerpo del señor Vega en la cocina. Alguien más había estado allí.

—¿Y aquí?

Jorge se encogió de hombros.

—A ella la asesinaron —dijo Felipe—. Nadie intentó que esta escena pareciera otra cosa. Que haya sido o no el señor Vega, está por ver. Todo lo que tenemos es el almohadón.

—¿Qué tienen que decir los vecinos? —preguntó Calderón, apartándose de los demás.

—Tenemos algunas opiniones contradictorias —dijo Falcón—. La señora Jiménez conocía al señor Vega desde hacía tiempo y no lo consideraba una persona de tendencias suicidas. También comentó que se habían comprado un coche nuevo y pensaban irse de vacaciones a San Diego. La señora Krugman, sin embargo, me mostró unas fotos del señor Vega en la intimidad, tomadas recientemente, en las que se le ve claramente afligido y posiblemente inestable. Me permitió quedarme con estos contactos.

Calderón echó un vistazo a las imágenes y frunció el ceño.

—Está descalzo en su jardín, en enero —dijo Falcón—. Y en otra se le ve llorando junto al río.

—¿Por qué sacó estas fotografías? —preguntó Calderón.

—Es su trabajo —contestó Falcón—. Su manera de expresarse.

—¿Fotografiar a los demás en sus momentos privados de aflicción? —preguntó Calderón, enarcando una ceja—. ¿Es rarita o qué?

—Me dijo que le interesaba la lucha interior, íntima —dijo Falcón—. Ya sabe, la voz de la que habló el señor Vázquez. La que nadie oye.

—¿Y eso qué tiene que ver con lo que ella hace? —preguntó Calderón—. Capta la cara, no la voz… Quiero decir, ¿por qué lo hace?

—La voz suena con fuerza en la cabeza, pero el mundo exterior no la oye —dijo Falcón—. Lo que le interesa es la necesidad que tienen las personas que sufren de estar al aire libre… entre desconocidos, sacándose el dolor caminando.

Cambiaron una mirada, salieron del cuarto y fueron al dormitorio de Mario.

Calderón le devolvió los contactos.

—¿Qué son todas esas chorradas? —dijo Calderón.

—Te he repetido lo que ella me ha dicho.

—¿Acaso intenta experimentar algo vicariamente?

—Tenía colgada de la pared una fotografía mía —dijo Falcón, aún furioso—. Una ampliación mía mirando fijamente el río desde el puente de Isabel II, por amor de Dios.

—Es como un paparazzo de las emociones —apuntó Calderón, crispando la cara.

—Los fotógrafos son gente rara —dijo Falcón, que también tenía esa afición—. Lo que más les interesa son los momentos perfectos de la vida real. Definen una idea de perfección para sí mismos y luego la persiguen… como si fuera una presa. Si tienen suerte encuentran una imagen que intensifica su idea, que la hace más real… pero al final captan algo efímero.

—Fantasmas, luchas internas, lo efímero… —enumeró Calderón—. Todo esto no sirve para nada.

—Esperemos a la autopsia. Debería ofrecernos algo tangible con lo que empezar. Mientras tanto me gustaría encontrar a Serguei, el jardinero, que era la persona que estaba más cerca de la escena del crimen y la que descubrió el cadáver.

—Ahí tenemos a otro fantasma —dijo Calderón.

—Deberíamos registrar sus habitaciones, están al final del jardín.

Calderón asintió.

—A lo mejor voy a echar un vistazo a las fotos de la señora Krugman mientras tú registras las habitaciones del jardinero —dijo Calderón—. Quiero ver esas fotos ampliadas.

Falcón siguió con la mirada al juez mientras volvía a la escena del segundo crimen. Calderón intercambió unas palabras con el forense, al tiempo que hacía girar el móvil en la mano como si fuera una pastilla de jabón. Bajó las escaleras con prisa.

Falcón quitó importancia a la inquietante sensación de que Calderón parecía extrañamente cohibido y excitado, cosa que no casaba con su estilo habitual observador.

Mientras cruzaba sudando el césped sin sombra, Falcón observó un montón de papeles ennegrecidos junto a la zona enlosada de la barbacoa. El papel de la parte superior estaba arrugado y totalmente calcinado, por lo que se desintegró al tocarlo con el bolígrafo. Pero debajo había páginas que no habían sido consumidas completamente por el fuego, escritas claramente a mano.

Llamó a Felipe, que trajo su maletín. Echó un vistazo con sus gafas de aumento hechas de encargo.

—No podremos salvar gran cosa de todo esto —dijo—, si es que podemos salvar algo.

—Yo creo que son cartas —opinó Falcón.

—Sólo distingo algunas palabras, pero la letra tiene ese aspecto redondeado de una mano femenina. Haré una foto antes de que lo destrocemos.

—Dime qué palabras lees.

Felipe pronunció algunas palabras que cuando menos confirmaron que era español, y tomó unas cuantas fotos con su cámara digital. El papel ennegrecido se deshizo cuando lo apretó con el bolígrafo. Encontró parte de una línea, «en la escuela», pero nada más. En el fondo del montón se topó con un papel diferente.

Felipe levantó unos restos con filigrana de entre los copos negros.

—Ésta es una foto moderna —dijo—. Son muy inflamables. Los productos químicos forman una ampolla mientras el papel que hay debajo arde, y esto es todo lo que queda. Las fotografías antiguas no arden tan fácilmente. El papel es más grueso y de mayor calidad.

Sacó un trozo de papel, negro y brillante y rizado en los bordes, pero con el centro aún blanco. Le dio la vuelta y apareció una foto en blanco y negro de la cabeza y hombros de una chica. Estaba de pie delante de una mujer, cuya presencia se reducía a una mano que llevaba un anillo y descansaba sobre la clavícula de la chica.

—¿Podemos fecharla?

—Este tipo de papel hace años que no se utiliza comercialmente en España, pero podría haberla revelado alguien en su casa o proceder del extranjero, donde aún siguen utilizándolo. O sea… que tiene su miga —dijo Felipe—. El peinado de la chica parece un poco pasado de moda.

—¿De los sesenta, los setenta?

—Puede. Desde luego no parece de familia humilde. Y la mano de la mujer apoyada sobre su hombro no ha hecho ningún trabajo manual. Yo diría que eran extranjeros y ricos. Tengo unos primos en Bolivia que tienen esa misma pinta, ya sabe, como de otra época.

Metieron el trozo de foto en una bolsa, encontraron una sombra y se limpiaron.

—Quemas cartas y fotos viejas cuando pones orden en casa —dijo Felipe.

—O en tu cabeza —apostilló Falcón.

—A lo mejor se suicidó de verdad y estamos imaginándonos cosas.

—¿Por qué iba a quemar todo esto? —dijo Falcón—. Recuerdos dolorosos. Una parte de tu vida de la que no quieres que tu mujer sepa nada…

—O una parte de tu vida de la que no quieres que tu hijo sepa nada —apostilló Felipe—, cuando mueras.

—A lo mejor podía ser material peligroso si caía en malas manos.

—¿En las manos de quién?

—Lo único que digo es que si quemas esto es porque te parece doloroso, embarazoso o peligroso.

—A lo mejor no es más que una foto de su mujer cuando era niña —dijo Felipe—. ¿Qué significaría eso?

—¿Ya hemos localizado a los padres de la señora Vega? —preguntó Falcón—. Son ellos quienes deberían encargarse del chico, y no la señora Jiménez.

Felipe le dijo que Pérez se encargaba de eso. Se dirigieron a la casa del jardinero.

La puerta no estaba cerrada con llave. Las dos habitaciones eran sofocantes, no circulaba el aire y no había objetos personales. El colchón estaba medio fuera de la cama, como si el jardinero guardara algo debajo, o como si lo sacara fuera para dormir. Sólo había otro mueble: una caja volcada que utilizaba como mesita de noche. La cocina tenía un fogón de gas y una bombona de butano. No había nevera, sólo comida seca en un aparador.

—Los empleados no compartían los lujos de los Vega —dijo Felipe.

—Mejor que vivir en las Tres Mil Viviendas —declaró Falcón—. ¿Por qué huiría?

—Será alérgico a la policía —dijo Felipe—. A estos tipos les da un ataque de asma cuando ven el cero noventa y uno en la pared de una cabina. Un cadáver… en fin, no te quedas esperando a que te caiga encima una gorda, ¿no cree?

—O a lo mejor vio algo, o a alguien —aventuró Falcón—. Debió de darse cuenta de que el señor Vega estaba quemando sus papeles, probablemente lo vio en el jardín, descalzo. Puede que incluso viera lo que pasó ayer por la noche.

—Tomaré algunas huellas y las meteré en el ordenador —dijo Felipe.

Falcón regresó a la casa, la camisa ya pegada a la espalda. Llamó a Pérez por el móvil.

—¿Dónde estás? —preguntó Falcón.

—Ahora estoy en el hospital, inspector.

—Te dije que registraras el garaje y el exterior de la casa.

—Ya lo hice.

—¿Y qué me dices de los papeles quemados en la barbacoa?

—Estaban quemados. Ya tomé nota.

—¿Te has hecho daño?

—No.

—¿Entonces por qué estás en el hospital?

—La señora Jiménez envió a la doncella, dijo que tenía problemas con el chico, Mario. Pensó que sería bueno para él ver una cara familiar, traer a los abuelos.

—¿Hablaste de esto con el juez Calderón?

—Sí.

—No me lo mencionó.

—Tenía otras cosas en la cabeza.

—¿Como qué?

—A mí va a decírmelo —contestó Pérez—. Me di cuenta de que estaba preocupado, eso es todo.

—Y ahora dime por qué estás en el hospital —dijo Falcón, que nunca acababa de acostumbrarse al exasperante modo de trabajar e informar de Pérez.

—Llegué al apartamento del señor y la señora Cabello, los padres de la señora Vega —dijo—. Los dos son ya setentones. Me abren. Les cuento lo que ha pasado y la señora Cabello se desploma. Pensé que era por la impresión, pero el señor Cabello me dice que sufre del corazón. Llamo a una ambulancia y le hago los primeros auxilios. Ha dejado de respirar. Tengo que hacerle un masaje cardíaco y el boca a boca, inspector. Llega la ambulancia, que por suerte trae un desfibrilador. Ahora está en cuidados intensivos, y yo le hago compañía al señor Cabello. He llamado a su otra hija y viene de Madrid en el AVE.

—¿Has hablado con la señora Jiménez?

—No tengo su número.

—¿Y con el juez Calderón?

—Tiene el móvil desconectado.

—¿Y conmigo?

—Ahora estamos hablando, inspector.

—Muy bien, buen trabajo —dijo Falcón.

De nuevo en el frescor de la casa, Falcón sintió como si tuviera en las tripas los restos de un incendio. Todo el mundo esperaba impaciente. Los dos cuerpos estaban dentro de sus correspondientes bolsas, tendidos sobre dos camillas en el pasillo.

—¿A qué estáis esperando? —preguntó Falcón.

—Necesitamos al juez Calderón para que firme el levantamiento del cadáver —dijo el forense—. No lo encontramos.

Falcón llamó a la señora Jiménez mientras se dirigía a casa de los Krugman para contarle lo de los padres de la señora Vega y la inminente llegada de la hermana de Lucía desde Madrid. Mario se había rendido de agotamiento y dormía. Consuelo lo invitó a ir a su casa a beber algo fresco.

—Aún tengo cosas que hacer —dijo Falcón.

—Estaré aquí todo el día —declaró Consuelo—. No voy a ir a trabajar.

Marty Krugman abrió la puerta y se estiró, como si hubiera estado durmiendo en el sofá. Falcón preguntó por el juez. Marty señaló el piso de arriba y se fue arrastrando los pies hacia el sofá, descalzo, los tejanos colgando por detrás. Falcón siguió el sonido de las voces que hablaban en inglés. Calderón lo hablaba con fluidez y con el entusiasmo de un cachorro saltarín.

—Sí, sí —decía—. Me doy cuenta. La sensación de desarraigo es palpable.

Falcón suspiró. Conversaciones sobre arte. Llamó a la puerta. Maddy la abrió con una sonrisa sardónica en la cara. Los ojos de Calderón, detrás del hombro derecho de ella, miraban fijamente, desaforados, con las pupilas dilatadas. Por un momento Falcón se puso a la defensiva.

—Inspector —dijo Maddy—. El juez Calderón y yo estamos teniendo una conversación interesantísima, ¿verdad?

Falcón se disculpó por interrumpir, pero el juez debía ir a firmar el levantamiento del segundo cadáver para que pudieran llevárselos. Calderón recuperó a pedazos el dominio de sí mismo, como si recogiera las ropas en el dormitorio de una desconocida.

—Tenías el móvil desconectado —dijo Falcón.

Maddy enarcó una ceja. Calderón miró en torno a él para asegurarse de que no dejaba nada que lo incriminara. Pronunció un incómodo y prolongado discurso de despedida mientras estrechaba la mano de la señora Krugman, que al final besó. Bajó las escaleras arrastrando los pies, como un escolar con unas notas aceptables en la cartera, y se detuvo a medio camino.

—¿No bajas, inspector?

—Tengo que hacerle una pregunta a la señora Krugman.

Calderón dejó claro que esperaría.

—Debe ir a hacer su trabajo, juez —dijo Maddy, haciendo un ademán de despedida.

Un tropel de emociones asolaron la cara de Calderón. Esperanza, satisfacción, decepción, deseo, celos, cólera y resignación. Lo dejaron pisoteado. Bajó los peldaños que le quedaban incapaz de coordinar sus pies.

—¿Su pregunta, inspector? —dijo Maddy, la mirada tan plana como el horizonte del mar.

Le pidió ver de nuevo las fotos del señor Vega en su jardín. Maddy entró en el cuarto oscuro y colocó las fotos sobre la mesa. Falcón señaló la esquina superior de las fotos.

—Humo —dijo.

—Estaba quemando algo —explicó ella—. A menudo quemaba papeles ahí abajo.

—¿Cómo de a menudo?

—Desde principios de año, muy a menudo.

—Y todas sus fotos son…

—De este año —dijo Maddy—. Aunque no fue un visitante regular del río hasta marzo.

—Usted sabía que algo le inquietaba —dijo Falcón, en ese momento enfadado con ella.

—Ya le dije que no es asunto mío. Y usted tampoco parece tener muy claro si fue suicidio o asesinato.

Falcón se volvió sin decir nada y caminó hacia la puerta.

—El juez es una persona muy sensible e inteligente —dijo Maddy.

—Es un buen hombre —apostilló Falcón—. Y también una persona feliz.

—Una rareza entre los que han pasado los treinta —dijo Maddy.

—¿Por qué lo dice?

—En el río he visto más hombres que mujeres.

—Las mujeres poseen el talento de permanecer conectadas con el mundo —dijo Falcón—. Les es más fácil hablar.

—Eso no tiene ningún secreto —opinó Maddy—. Nosotras simplemente seguimos adelante. Los hombres, como Marty, por ejemplo, se quedan rezagados intentando responder a preguntas sin respuesta. Permiten que las cosas se les compliquen en la mente.

Falcón asintió y comenzó a bajar la escalera. Ella se quedó de pie en lo alto, los brazos cruzados sobre el pecho, apoyada contra la pared.

—Y dígame, ¿por qué es tan feliz el juez?

—Se casa este año —dijo Falcón, sin volverse.

—¿La conoce? —preguntó Maddy—. ¿Es guapa?

—Sí —respondió Falcón, y se dirigió hacia la puerta.

—Anímese —dijo ella en inglés—. Hasta luego, inspector.