Miércoles, 24 de julio de 2002
En la foto de su pasaporte, Martin Krugman, sin barba, aparentaba la edad que tenía: cincuenta y siete años. Con la barba gris, que había dejado crecer sin recortarla, parecía un jubilado. La vida había sido más amable con Madeleine Krugman, que tenía treinta y ocho y estaba igual que en la foto de su pasaporte, cuando tenía treinta y uno. Podrían haber sido padre e hija, y mucha gente lo habría preferido.
Marty Krugman era alto y larguirucho, incluso podría decirse flaco, con una nariz prominente que, de frente, era delgada como una cuchilla. Los ojos, juntos y hundidos, operaban bajo unas cejas que su esposa ya había renunciado a intentar contener. No parecía un hombre que durmiera mucho. Bebía taza tras taza de un café expreso que se servía de una cafetera cromada. Marty no iba vestido para ir a la oficina. Su camisa era casi de estopilla con rayas azules, y la llevaba por fuera de sus tejanos descoloridos, como una bata. Calzaba unas sandalias deportivas y estaba sentado con un pie apoyado en la rodilla y las manos agarradas a la pantorrilla, como si tirara de un remo. Hablaba un español perfecto con inflexiones mexicanas.
—Pasé mi juventud en California —dijo—. En Berkeley, estudiando Ingeniería. Luego estuve unos años en Nuevo México, pintando en Taos y viajando a América Central y del Sur. Mi español tiene un poco de aquí y de allí.
—¿Eso fue a final de los sesenta? —preguntó Falcón.
—Y los setenta. Fui hippy hasta que descubrí la arquitectura.
—¿Conocía al señor Vega antes de venir a vivir aquí?
—No. Nos conocimos a través del agente inmobiliario que nos alquiló la casa.
—¿Tenía usted trabajo?
—No en ese momento. Nos dedicábamos a pasarlo bien. Fue una suerte conocer a Rafael en las primeras semanas. Charlamos. Había oído hablar de mi trabajo en Nueva York y me ofreció algún proyecto.
—Tuvimos mucha suerte —dijo Madeleine, que pareció dar a entender que ella se habría largado de no haber funcionado la cosa.
—¿De modo que vinieron porque sí?
Maddy se había cambiado los pantalones de lino blanco por una falda que le llegaba hasta las rodillas y revoloteaba sobre la butaca de cuero color crema. Cruzaba y descruzaba sus piernas largas y blancas varias veces por minuto, y Falcón, que estaba justo delante de ella, se enfadaba consigo mismo por mirar siempre. Sus pechos temblaban bajo su blusa de seda azul con cada movimiento. La sangre azul que palpitaba sobre su piel blanca parecía emitir ondas sonoras hormonales en la habitación. Marty era impermeable a todo eso. No la miraba ni reaccionaba a nada de lo que decía. Cuando ella hablaba, la mirada de Marty permanecía fija en Falcón, a quien estaba costándole trabajo encontrar un sitio donde posar los ojos ahora que toda la sala se había convertido en una zona erógena.
—Mi madre murió y yo heredé algo de dinero —dijo Maddy—. Pensamos tomarnos un descanso y pasar una temporada en Europa… visitar nuestros lugares predilectos del viaje de bodas: París, Florencia, Praga. Pero fuimos a Provenza y a Marty le dio por que tenía que visitar Barcelona… darse su chute de Gaudí, y una cosa llevó a la otra. Acabamos aquí. Sevilla se te mete en la sangre. ¿Es usted sevillano, inspector?
—No del todo —dijo—. ¿Y cuándo fue todo esto?
—En marzo del año pasado.
—¿Se tomaban un descanso por algún motivo en concreto?
—Puro aburrimiento —contestó Marty.
—La muerte de su madre, señora Krugman… ¿fue repentina?
—Le diagnosticaron un cáncer y murió a las diez semanas.
—Lo siento —dijo Falcón—. ¿Y qué le aburría en Estados Unidos, señor Krugman?
—Puede llamarnos Marty y Maddy, si quiere —dijo ella—. Preferimos el trato informal.
Sus dientes perfectos asomaron detrás de sus labios rojo ají, en una sonrisa de dos centímetros, y desaparecieron. Extendió los dedos sobre los brazos de la butaca y volvió a cruzar las piernas.
—Mi trabajo —dijo Marty—. Me aburría lo que estaba haciendo.
—No es verdad —intervino ella, y sus miradas se encontraron por primera vez.
—Tiene razón —dijo Marty, y lentamente se volvió de nuevo hacia Falcón—. ¿Por qué iba a trabajar aquí, si me aburría mi trabajo? Lo que me aburría era estar en Estados Unidos. No pensé que eso le interesaría. No es un detalle que vaya a ayudarlo a averiguar qué pasó con los Vega.
—Me interesa todo —dijo Falcón—. Casi todo asesinato tiene un móvil.
—¿Asesinato? —exclamó Maddy—. El agente de la verja me dijo que era suicidio.
—Aunque fuera un suicidio —dijo Falcón—, también todos tienen un motivo, lo que significa que me interesan los motivos que tiene todo el mundo para hacer algo. Todo es indicativo.
—¿De qué?
—De un estado mental. Grados de felicidad y decepción, alegría y cólera, amor y odio. Ya sabe, las grandes emociones que hacen que las cosas ocurran y que las destruyen.
—Este tipo no parece policía —dijo Marty en inglés, habiéndole a su mujer por encima del hombro.
Los ojos de Maddy, clavados en Falcón, lo escrutaban, horadaban su cráneo de tal manera que el inspector pensó que debía parecerse a alguien que ella conocía.
—¿Qué tenía de malo Estados Unidos para tener que marcharse? —preguntó Falcón.
—Yo no diría que había nada malo —contestó Marty, abrazándose los hombros como si estuviera a punto de empezar la final de remo olímpico—. Simplemente me aburría el rollo de la vida cotidiana.
—El aburrimiento es una de nuestras motivaciones más fuertes —dijo Falcón—. ¿De qué quería huir? ¿Qué estaba buscando?
—A veces el modo de vida americano puede ser bastante limitado —respondió Marty.
—Hay muchos sevillanos que apenas han salido de Andalucía, por no hablar de España —dijo Falcón—. No lo necesitan. No creen que haya nada malo en su mundo limitado.
—Quizá no se lo cuestionan.
—¿Por qué iban a hacerlo, si viven en el lugar más hermoso de la tierra?
—¿Ha estado alguna vez en Estados Unidos, inspector?
—No.
—¿Y por qué no? —preguntó Marty, indignado.
—Es la nación más grande de la tierra —dijo Maddy, con una mezcla de jovialidad e ironía.
—Quizá… —contestó Falcón, pensándolo mientras hablaba— porque lo que yo buscaría allí ya no existe.
Marty se dio una palmada en la pantorrilla, encantado.
—¿Y qué es? —preguntó Maddy.
—Lo que tanto me impresionaba de crío… todas esas películas de serie negra en blanco y negro de los años cuarenta y cincuenta. Son el motivo por el que me hice detective.
—Le decepcionaría —dijo Marty—. Esas calles, esa vida, esos valores… todo eso ha quedado atrás.
—Acaba de cometer un gran error, inspector —dijo Maddy—. Estados Unidos es el tema favorito de Marty. Nos vamos de allí y de repente no quiere hablar de otra cosa. Me despierta por la noche para contarme su última teoría. ¿Cuál fue la de esta noche pasada, cielo?
—El miedo —dijo Marty, y en sus ojos oscuros y hundidos hubo un destello, como el de pájaros tropicales que escapan a la jungla.
—Estados Unidos es una sociedad basada en el miedo —dijo Maddy con rotundidad—. Ésa es la última. Lo triste es que crea que es el primero a quien se le ocurre.
—Bueno, supongo que ahora, en el mundo posterior al 11 de septiembre…
—No sólo ahora —dijo Marty—. Siempre ha sido el miedo.
—Te olvidas del espíritu pionero —replicó Maddy, levantando la mano por encima del hombro.
—Siempre ha habido pioneros —dijo Marty—. Hombres fuertes y sin miedo…
—Esto es muy interesante —repuso Falcón, comprendiendo su error—. Y resultaría fascinante de no ser porque tengo que investigar una doble muerte.
—Ya ves, no está demasiado interesado en tus motivaciones —dijo Maddy, y Marty hizo un gesto desdeñoso hacia ella con un dedo—. Y por cierto, inspector, aún cree que es la nación más grande de la tierra, a pesar de que…
—¿Cuándo habló por última vez con los Vega? —preguntó Falcón.
—Hablé con él ayer por la tarde, a eso de las siete, en la oficina —dijo Marty—. Fue una conversación sobre asuntos técnicos, nada personal. Él estaba serio, profesional… como siempre.
—¿Sabía de algún problema financiero que pudiera tener bajo presión al señor Vega?
—Siempre estaba bajo presión. Así es la construcción. Hay que pensar en muchas cosas: el edificio, la maquinaria, los materiales, el trabajo, los presupuestos y el dinero…
—¿Y usted? —preguntó Falcón, volviéndose hacia Maddy.
—¿Yo? —contestó ella, saliendo de un ensimismamiento.
—¿La última vez que habló con el señor Vega?
—Yo… no me acuerdo —dijo Maddy—. ¿Cuándo debió de ser, cielo?
—En la cena de la semana pasada.
—¿Cómo estaban los Vega entonces?
—Rafael vino solo —dijo Marty.
—Como siempre —dijo Maddy—. Lucía siempre excusaba su asistencia en el último momento. Por el niño o lo que fuera. No le gustaban nuestras cenas. Era muy tradicional. De las que sólo van a cenar a casa de alguien si es de la familia. Venir a cenar a nuestra casa le parecía raro. Su único tema de conversación era Mario, y nosotros no hemos tenido hijos, así que…
—Era una neurótica —dijo Marty.
—¿Cómo se llevaban el señor Vega y su mujer?
—Él le era muy leal —contestó Maddy.
—¿Significa que el amor se había acabado?
—¿Amor? —dijo Maddy.
Marty la miró fijamente, asintiendo, su nariz atravesando el aire helado, como si deseara que Maddy pusiera fin a lo que había empezado.
—¿No considera que la lealtad sea parte del amor, inspector?
—Sí —dijo Falcón—. Pero usted parece haber separado la lealtad del resto, como si fuera todo lo que quedaba.
—¿No cree que ésa es la naturaleza del matrimonio… o del amor, inspector? —preguntó Maddy—. El tiempo lo degrada, se lleva la pasión, el ardor, la excitación del sexo…
—Por amor de Dios —dijo Marty en inglés—. …la intensidad del interés que sientes por lo que dice o piensa el otro, la desenfrenada hilaridad de las pequeñas bromas, la profunda e incondicional admiración de la belleza física, la inteligencia, la certeza moral…
—Sí —dijo Falcón, que sintió un nudo en las tripas, tal como le pasaba a veces en las sesiones de terapia con su psicóloga, Alicia Aguado—. Eso es cierto… —Se reclinó, hizo sitio a sus intestinos, anotó unos garabatos en su libreta y sintió deseos de salir de allí—. Así que estaba diciéndome, señora Krugman, que en su opinión el matrimonio de los Vega era sólido…
—Sólo observé que él le era leal. Ella no se encontraba muy bien, y a veces era infeliz, pero era la madre de su hijo, y para él eso tenía una considerable importancia.
El suelo pareció hacerse más sólido bajo los pies de Falcón a medida que retomaban el hilo de la conversación.
—Al señor Vega le gustaba controlar las cosas —dijo Falcón.
—Tenía ideas muy concretas acerca de cómo había que hacer las cosas, y una mente muy disciplinada —explicó Marty—. Lo único que sabía de su empresa era lo que me resultaba necesario para mi trabajo. Nunca intentó involucrarme en nada que quedara fuera de mi proyecto. Incluso me pedía que saliera de su despacho cuando iba a hablar de otros trabajos por teléfono. Le preocupaba mucho la jerarquía, la manera en que le informaban de las cosas, quién hacía qué y la cadena de mando. Yo no tengo experiencia directa con el ejército, pero su estilo me parecía militar, cosa que no es mala en una obra. Es fácil que alguien se mate.
—También en la vida —dijo Maddy.
—¿Qué? —preguntó Marty.
—También le gustaba controlar las cosas en la vida. El jardinero, su familia, la carne que comía —respondió ella, haciendo el gesto de cortar sobre su rodilla.
—Entonces me parece raro que viniera a cenar a su casa —dijo Falcón—. Si iba a ponerse en manos de otros, habría pensado que preferiría un restaurante.
—Lo consideraba algo típico estadounidense —aclaró Marty.
—Le gustaba —dijo Maddy, encogiéndose de hombros, con lo que sus pechos sueltos se movieron bajo la seda.
Deslizó las piernas a un lado y las frotó, como calmando un picor.
Apuesto a que sí, se dijo Falcón.
—Un hombre con tanto control sobre todo podría plantearse el suicidio si su mundo meticulosamente construido fuera a desmoronarse a causa de una ruina financiera o un escándalo vergonzoso. También podría desmoronarse por alguna relación sentimental que fuera mal. Si había algún indicio de las primeras dos cosas que he mencionado, pronto se verá. ¿Saben algo de la tercera posibilidad?
—¿Crees que era de los que tienen aventuras? —le preguntó Marty a su mujer.
—¿Aventuras? —dijo ella, casi para sí.
—Dejaría una nota —dijo Marty—. ¿Encontraron alguna?
—Sí, pero muy poco convencional —contestó Falcón, y les repitió el texto.
—Parece demasiado poético para ser de Rafael —opinó Maddy.
—¿Y qué me dice de la referencia al 11 de septiembre? —preguntó—. Debieron de hablar con él de ese tema.
Maddy puso los ojos en blanco.
—Claro —dijo Marty—. Hablamos de eso hasta el infinito, pero como un tema de actualidad. No entiendo qué interés puede tener en este contexto.
—¿Por qué matas a tu mujer? —preguntó Maddy, lo que supuso un alivio para Falcón, pues en esa fase del interrogatorio no quería oír las teorías de Marty sobre el 11S—. Es decir, si tanto sufres, mátate, pero no dejes a tu hijo sin padres.
—A lo mejor pensaba que Lucía no sobreviviría sin él —aventuró Marty.
—Y es cierto —dijo ella.
—¿Siempre dan pie a tantas conjeturas en su investigación, inspector? —preguntó Marty.
—No —respondió Falcón—, pero la situación en casa de los Vega era lo bastante enigmática como para no descartar nada hasta que tenga un informe completo del forense y de la Policía Científica. Además, la persona que más relación tenía con el señor Vega, su mujer, también está muerta. He de basarme en lo que me cuenta gente que lo conocía superficialmente, a través de la vida social o los negocios.
—Los padres de Lucía deberían poder ayudarlo —dijo Marty—. Casi todos los domingos venían a comer.
—¿Los conocieron?
—Yo los conocí una vez —dijo Maddy—. No eran gente… eh… muy sofisticada. Creo que él tenía una granja.
—¿Cuánto hace que están ustedes casados? —preguntó Falcón.
—Doce años —contestó Maddy.
—¿Cómo se conocieron? —inquirió Falcón, una pregunta que en el último año les había hecho a todas las parejas que había conocido.
—Fue en Nueva York —respondió Marty—. Maddy exhibía una colección de fotos en una galería que era propiedad de una amiga mía. Ella nos presentó.
—Y ya nunca volví a mi apartamento —dijo Maddy.
—¿Sigue haciendo fotos?
—Desde que nos fuimos de Estados Unidos ha vuelto otra vez —dijo Marty, desmintiendo el gesto negativo de Maddy.
—¿Qué fotografía?
—Gente —contestó ella.
—¿Retratos?
—Nunca.
—Fotografía a la gente cuando no se dan cuenta —dijo Marty.
—No se refiere a cuando están durmiendo —aclaró Maddy con un destello de irritación en los ojos.
—¿Cuando no saben que hay una cámara delante? —preguntó Falcón.
—Un paso más allá —respondió Marty—. Cuando creen que están completamente solos.
—Estás haciéndome quedar como una fisgona. Y no soy…
—Sí, lo eres —dijo Marty, riendo.
—No lo soy —replicó ella—, porque eso implica que me interesa lo que hace la gente, y no es eso.
—¿Qué es, entonces? —preguntó Marty. Y volviéndose hacia Falcón, añadió—: A mí nunca me fotografía.
—Es la lucha interior —dijo Maddy—. Detesto que me hagas decir estas cosas. Es sólo que no…
—¿Tiene alguna foto del señor Vega? —preguntó Falcón.
Dejaron a Marty solo en el sofá y subieron arriba. Habían convertido uno de los tres dormitorios en cuarto oscuro. Mientras Maddy revisaba sus contactos, Falcón echó un vistazo a los libros que había en los estantes, y sacó uno que tenía el nombre de Madeleine Coren en el lomo. Había una foto de ella en la solapa: cutis inmaculado, ojos centelleantes que desafiaban a la cámara para que se acercara.
Entonces poseía el brillo de la juventud, que los estragos naturales de la vida habían reducido a su translucidez actual. Había en ella algo característico de las celebridades, esa cualidad que buscan los productores: no es la belleza, sino que nunca te canses de verla. Absorbía las cosas que la rodeaban: la luz, la energía no utilizada y todo lo que cualquiera quisiera darle. Falcón abrió el libro, apartó la mirada de su perfil. Sentía cómo se le derretía el tuétano.
Al principio parecía que sus fotografías retrataban la soledad: ancianos sentados en bancos del parque, un joven de pie sobre una vía de tren que daba al río, una mujer en albornoz en una azotea de Manhattan. Poco a poco, a medida que el ojo de la cámara se acercaba, otras cosas resultaban evidentes: satisfacción en la cara del anciano, expectativas en la cara del joven, fantasías en la cara de la mujer.
—Estas primeras son superficiales —dijo Maddy—. La idea no era más que un truco. Yo tenía veintiún años. No sabía nada. Eche un vistazo a éstas…
Entregó a Falcón seis fotos en blanco y negro. Las tres primeras mostraban a Rafael Vega en camisa blanca y pantalones oscuros, las manos en los bolsillos, en su césped perfecto. La cámara se centraba en su perfil, por encima del hombro. Tenía la mandíbula tensa. Falcón esperó a que la foto le dijera algo. Entonces se fijó.
—Está descalzo.
—Eso fue el 14 de enero de este año.
—¿Qué estaba haciendo?
—Ésa no es la cuestión… acuérdese —dijo—. No soy una fisgona. Mire éstas. Las tomé junto al río. Voy mucho por allí. Me siento con un gran zoom colocado sobre un trípode y veo a la gente que se para en la calle Betis y en los puentes. Capto muchas miradas contemplativas. La gente va al río por alguna razón… ¿verdad?
Las tres fotos que le dio eran primeros planos de la cabeza y los hombros. En la primera, Rafael Vega tenía un gesto de dolor; en la segunda apretaba los dientes, los ojos entrecerrados; en la tercera tenía la boca desencajada.
—Sufre —dijo Falcón.
—Estaba llorando —dijo Maddy—. Tiene saliva en las comisuras de la boca.
Falcón le devolvió las fotos. Eran muy indiscretas y no le gustaron. Retornó el libro al estante.
—¿Y no cree que todo esto debería habérmelo mencionado antes?
—Ésta es mi obra —dijo Maddy—. Así es como me expreso. No se las habría enseñado si Marty no me hubiera empujado.
—¿Ni aunque pudieran tener importancia para averiguar lo que pasó ayer por la noche en casa de los Vega?
—He respondido a sus preguntas: la última vez que él y yo hablamos, cómo se llevaba con su mujer, si tenía una aventura. No quise relacionarlo con estas fotos porque la cuestión es que no debería haber conocido su existencia. No fueron tomadas para llevar a cabo ninguna investigación.
—¿Y por qué se tomaron?
—Son fotos de gente que sufre en momentos profundamente íntimos, pero al aire libre. Han elegido no esconderse en sus casas, sino sacarse ese dolor de dentro en presencia de otros seres humanos.
Falcón recordó las horas que había pasado caminando por las calles de Sevilla en los últimos quince meses. La contemplación de los fundamentos de su existencia resultaba demasiado perturbadora incluso para los confines de su enorme casa en la calle Bailen. Se había sacado de dentro su dolor, lo había contemplado en las aguas color endrino del Guadalquivir, se lo había sacudido en los sobrecitos de azúcar vacíos y las colillas que había en el suelo de bares anónimos. Era cierto. No se había quedado sentado en casa mientras sus terrores se le amontonaban en la mente. Había consuelo en la muda compañía de desconocidos.
Maddy estaba cerca de él. Le llegaba su olor, la presencia de su cuerpo bajo la tenue capa de seda, la exquisita presión, la finísima barrera, Ella le rondaba, expectante, segura de su poder. Su pálida garganta tembló al tragar.
—Deberíamos bajar —dijo Falcón.
—Hay otra cosa que quería enseñarle —dijo Maddy, y lo llevó por el pasillo a otra habitación, de suelo de baldosas, donde había más fotos en las paredes.
A Falcón le llamó la atención una foto en color en la que se veía una piscina azul con una cenefa blanca de azulejos, en un césped verde, la llama púrpura de una buganvilla en una esquina y una tumbona cubierta con un cojín blanco en la otra.
Había una mujer sentada en la tumbona. Llevaba un bañador negro y un sombrero rojo.
—Es Consuelo Jiménez —dijo Falcón.
—No sabía que la conociera —dijo Maddy.
Falcón se acercó a la ventana. Al otro lado de la calle se veía el jardín de Consuelo.
—Tuve que subirme al tejado para captarla desde ese ángulo —explicó Maddy.
A la izquierda se veía la verja de entrada de casa de los Vega y el acceso para coches, que pasaba entre los árboles.
—¿Sabe a qué hora volvió a casa anoche el señor Vega?
—No, pero casi nunca volvía antes de medianoche.
—¿Quería enseñarme algo más? —preguntó Falcón, volviéndose hacia el interior del cuarto.
En la pared que quedaba detrás de la puerta, enmarcada en negro, había una foto de setenta por cincuenta centímetros de un hombre con la mirada perdida en el río, apoyado en un puente, bajo el cual, estaba claro, fluía toda su vida. Al principio los rasgos del hombre no le dijeron nada. Esa cara expresaba demasiadas cosas. Se quedó de piedra al descubrir que estaba mirándose a sí mismo: un Javier Falcón que nunca había visto.