Capítulo 3

Miércoles, 24 de julio de 2002

Consuelo Jiménez abrió la puerta a Javier Falcón y lo guio por el pasillo hasta la sala de estar en forma de ele, que daba a un césped perfectamente cuidado cuyo verdor refulgía bajo la luz blanqueadora del sol. El agua de la piscina azul, con su collar de azulejos blancos, temblaba contra su confinamiento empujando sedosos romboides hacia la glorieta, cuyas paredes y tejado estaban cubiertos de buganvilla morada.

Falcón estaba delante de las puertas correderas, que ocupaban toda la pared, con las manos entrelazadas a la espalda, en una actitud deliberadamente oficial.

Consuelo se sentó en el sofá, vestida con una ceñida falda de seda color crema y una blusa a juego. Se sentían tensos, pero extrañamente cómodos el uno en compañía del otro.

—¿Le gustan las buganvillas? —preguntó ella.

—Sí —contestó Falcón, sin pensar—, me dan esperanza.

—A mí empiezan a parecerme vulgares.

—Quizá porque en Santa Clara ve demasiadas —dijo Falcón—. Y enmarcadas por estas ventanas parece un cuadro que no dice nada.

—Podría tener a un hombre desnudo zambulléndose una y otra vez en la piscina y llamarlo mi Hockney vivant —dijo Consuelo—. ¿Puedo ofrecerle algo? He preparado té helado.

Falcón asintió y la observó mientras se dirigía a la cocina. Se le aceleró la sangre al ver los músculos de sus pantorrillas. Recorrió la habitación con la mirada. En la sala sólo había un cuadro: un gran lienzo de color guinda con una franja azul oscuro que se ensanchaba al cruzarlo en diagonal. Encima de las mesas y el aparador había fotografías de sus hijos: individuales y en grupo. Aparte del sofá azul oscuro, que formaba un ángulo recto con la habitación en ele, y una butaca, había poca cosa más.

Se volvió hacia aquel agradable jardín pensando que Consuelo había mencionado a Hockney porque ese barrio, bajo aquel sol incesante, se parecía mucho más a California que a Andalucía.

Consuelo Jiménez le tendió la taza de té helado y le señaló la butaca. Ella se repantigó en el sofá, moviendo el pie adelante y atrás en dirección a Falcón, la sandalia de tacón plano colgando de los dedos del pie.

—Esto no parece España —dijo Falcón.

—¿Se refiere a que no vivimos amontonados como un cesto de cachorros?

—Es silencioso.

Escucharon el silencio un momento: no había tráfico, ni campanas de iglesia, ni timbrazos, ni silbidos, ni palmas en las calles.

—Cristales dobles —dijo Consuelo—. Y en los restaurantes siempre vivo con ruido. Cuando estoy fuera llevo una vida de sobra española, y cuando estoy aquí dentro es como el paraíso. Habría dicho que a usted le pasaba igual, haciendo lo que hace.

—Últimamente prefiero estar en medio del ajetreo —dijo Falcón—. Ya he tenido mi temporada de limbo.

—Estoy segura de que en ese enorme caserón de su padre no se siente exactamente… Bueno, ya sé que no era su padre… Lo siento.

—Aún hablo de Francisco Falcón como mi padre. Es una costumbre de cuarenta y siete años y todavía no he sido capaz de romperla.

—Se le ve cambiado, inspector.

—Llámeme Javier.

—Su estilo es diferente.

—Me he cortado el pelo. Ya no uso traje. Me he relajado.

—No se le ve tan vehemente —dijo Consuelo.

—Oh, sigo siéndolo. Sólo que me he dado cuenta de que a la gente no le gusta, así que lo oculto. He aprendido a no perder la sonrisa.

—Tenía un amigo cuya madre me dio este consejo: «Nunca dejes de moverte ni de sonreír». Funciona —dijo Consuelo—. Vivimos en una época de mucha cháchara insustancial, Javier. ¿Cuándo fue la última vez que mantuvo una conversación seria?

—Siempre tengo conversaciones serias.

—Con alguien que no sea usted.

—He estado yendo a una psicóloga clínica.

—Es natural, después de lo que ha pasado —dijo Consuelo—. Pero eso no es conversar, ¿o sí?

—No mucho. A veces es una absurda autocompasión, otras veces un vómito.

Consuelo cogió los cigarrillos de encima de la mesa, encendió uno y se reclinó, satisfecha.

—Estoy enfadada con usted. —Señaló a Falcón con el cigarrillo encendido—. Nunca me llama, y teníamos que ir a cenar, ¿se acuerda?

—Se cambió de casa.

—¿Significa eso que intentó encontrarme?

—No he tenido mucho tiempo —respondió él, sonriendo.

—Conmigo no funcionan las sonrisas —dijo Consuelo—. Sé lo que significan. Tendrá que aprender nuevas estrategias.

—Las cosas han llegado a un punto crítico.

—¿En la terapia?

—Sí, y también tengo problemas legales con mi hermana Manuela. Mi hermanastra.

—Me parece recordar que ella es la codiciosa.

—Veo que leyó todo el escándalo.

—Había que estar en coma para no enterarse —dijo Consuelo—. Entonces, ¿qué quiere Manuela?

—Dinero. Quería que escribiera un libro sobre mi vida con Francisco, que incluyera todos sus diarios y relatara mi participación en el caso de asesinato que lo sacó todo a la luz. O mejor dicho, quería que trabajara con su novio periodista, que me haría de negro. Me negué. Se enfadó. Ahora intenta demostrar que no soy el heredero legítimo de la casa de Francisco Falcón, que no soy su hijo.

—Tendrá que enfrentarse a ella.

—Sus procesos mentales son muy diferentes. Piensa igual que Francisco Falcón, lo que quizá sea la razón de que él nunca la apreciara —dijo Falcón—. Es una manipuladora, y una experta en relaciones públicas, lo que, combinado con su energía, ambición y cartera, resulta letal.

—Yo invito.

—No estoy tan mal. Es sólo algo que se suma a la presión general de la vida.

—Lo que necesita es una distracción interesante, Javier —dijo Consuelo—. Ese hermano suyo, el que cría toros, Paco. ¿Lo ayuda?

—Nos llevamos bien. Eso no ha cambiado, pero ése no es su punto fuerte. Él también necesita a Manuela. Es su veterinaria, y a la mínima insinuación a las autoridades de un posible riesgo de encefalopatía, Paco estaría acabado.

—Se le ve muy centrado.

—Gracias —dijo Falcón, y decidió no explicarle que probablemente se debía a la medicación que tomaba.

—Pero, aunque antes la he desdeñado, ahora creo que lo que necesita es un poco de cháchara insustancial y diversión.

Silencio. Falcón le dio unos golpecitos a su cuaderno. Una triste percepción de lo inevitable comprimió los labios de Consuelo. La disipó en humo.

—Haga las preguntas, inspector —dijo ella, invitándole con un ademán.

—Puede seguir llamándome Javier.

—Bien, Javier, al menos ha aprendido algo.

—¿Qué?

—Cómo hacer que alguien se sienta relajado… o mejor dicho, cómo hacer que un sospechoso se sienta relajado antes de interrogarlo.

—¿Se considera una sospechosa? —preguntó Falcón.

—Me gustaría serlo para que pudiéramos revivir la dinámica detective-sospechoso —dijo ella secamente.

—¿Y cómo sabe que fue asesinato?

—¿Por qué está aquí, Javier?

—Investigo cualquier muerte que no sea por causas naturales.

—¿Acaso Rafael murió de un ataque al corazón?

Falcón negó con la cabeza.

—O sea, que es asesinato.

—O un pacto de suicidio.

—¿Un pacto? —dijo Consuelo apagando el cigarrillo—. ¿Qué clase de pacto?

—Encontramos a la señora Vega muerta arriba, asfixiada con su almohadón.

—Dios mío —dijo Consuelo, mirando a su espalda—. Mario.

—El señor Vega se bebió un litro de desatascador, al que probablemente había añadido algo más, quizá veneno, o a lo mejor antes había tomado pastillas. Tendremos que esperar el informe del forense.

—No puedo creérmelo.

—¿Quiere decir que no le parecía de los que se suicidan?

—Parecía tan apasionado por la vida. Su trabajo, su familia… sobre todo Mario. Acababa de comprarse un coche nuevo. Tenían planeado irse de vacaciones…

—¿Estaba el señor Vega en casa cuando ayer por la noche llamó para que dejasen a Mario?

—Hablé con Lucía. Supuse que él estaría, pero no lo sé.

—¿Dónde iban de vacaciones? —preguntó Falcón.

—Normalmente iban a El Puerto de Santa María, pero esta vez pensaron que Mario ya era lo bastante mayor y habían alquilado una casa en La Jolla, cerca de San Diego, e iban a llevar a Mario a Sea World y a Disneylandia.

—Florida está más cerca.

—Demasiado húmedo para Lucía —dijo Consuelo, encendiendo otro cigarrillo. Negó con la cabeza y miró al techo—. No tenemos ni idea de lo que tienen los demás en la mente.

—Su abogado no lo mencionó.

—Puede que no supiera nada. Rafael era de los que mantenían su vida compartimentada. Y no le gustaba que las cosas se mezclaran, ni que se solaparan. Todo tenía que estar separado y en su lugar. Todo esto de las vacaciones me lo contó Lucía.

—¿Así que era un maniático del control?

—Como muchos hombres de negocios de éxito.

—¿Se lo presentó Raúl?

—Me apoyó mucho cuando asesinaron a Raúl.

—¿Dejaba que Mario durmiera fuera de casa?

—Apreciaba mucho a mis hijos.

—¿Era habitual que Mario se quedara a dormir en su casa?

—Al menos una vez a la semana. Normalmente entre semana, y en verano, cuando tengo más tiempo, el fin de semana. Lo único que no le dejaba hacer a Mario era ir a la piscina.

—Es sorprendente que el señor Vega no tenga piscina.

—Había una, pero la rellenó y plantó césped encima. No le gustaban las piscinas.

—¿Alguien más sabía que Mario se quedaba a dormir en su casa?

—Cualquier entrometido lo habría sabido sin esforzarse demasiado —dijo Consuelo—. ¿Todo esto no le parece increíblemente tedioso, Javier?

—Mi experiencia me ha enseñado que es a través de las nimiedades de la vida cotidiana como se averigua cómo vive la gente realmente. Los pequeños detalles llevan a cosas más grandes. Hace unos años estaba empezando a encontrarlo aburrido, pero ahora, por raro que le parezca, lo encuentro fascinante.

—¿Desde que reemprendió su propia vida?

—¿Perdón?

—No quería ser tan entrometida.

—Casi lo había olvidado… pero ése es su estilo, ¿no es cierto, doña Consuelo?

—Puede prescindir del doña, Javier. Y lo siento. Ese pensamiento debería haberse quedado en pensamiento.

—Me encuentro con mucha gente que me dedica sus pensamientos —dijo Falcón—. A causa de mi historia me he convertido en alguien público. La única razón por la que no me abordan más es porque la gente tiene demasiadas preguntas. No saben por dónde empezar.

—Lo que quería decir es que, según mi experiencia, cuando los cimientos de tu vida se desmoronan son las cosas cotidianas lo que empieza a tener más importancia. Evitan que todo se desmorone. Desde la última vez que nos vimos, yo he tenido que reconstruir muchas cosas.

—Una vida nueva, una casa nueva… ¿un nuevo amor? —preguntó Falcón.

—Me está bien empleado —dijo ella.

—Es sólo mi trabajo.

—¿Ha sido una pregunta personal o sólo algo pertinente a la investigación?

—Digamos que las dos cosas —contestó Falcón.

—No tengo ningún amante, y… si es ahí donde quería llegar, Rafael no sentía el menor interés por mí.

Falcón repasó esa frase en su mente y no le encontró ningún matiz.

—Volvamos a los pequeños detalles —dijo—. ¿Cuándo fue la última vez que habló con los Vega?

—Hablé con Lucía a las once de la noche para decirle que Mario se había quedado dormido y que lo metería en la cama. Luego charlamos de cosas de madres, y eso fue todo.

—¿Fue una conversación más larga de lo habitual?

Consuelo parpadeó mientras los ojos se le llenaban de lágrimas. La boca se arrugó en torno al cigarrillo. Escupió el humo y tragó saliva con fuerza.

—Fue lo mismo de siempre —respondió.

—¿No le dijo que se pusiera el niño ni…?

Consuelo se inclinó hacia delante, hundió los codos en los muslos y lloró. Falcón se puso en pie, se acercó a ella y le tendió un pañuelo. Le dio unos golpecitos entre los omóplatos.

—Lo siento —dijo—. Los pequeños detalles llevan a cosas más grandes.

Falcón le quitó el cigarrillo de la mano y lo aplastó en el cenicero. Consuelo recobró la compostura. Falcón volvió a sentarse.

—Desde que murió Raúl me pongo muy sentimental con los niños. Con todos los niños.

—Debe de haber sido duro para sus hijos.

—Lo fue, pero demostraron una capacidad de recuperación extraordinaria. Creo que yo sentí más su propia pérdida que ellos. Es sorprendente el camino que sigue el dolor —dijo Consuelo—. Pero ahora siempre estoy donando dinero a niños huérfanos a causa del sida en África, a niños que han sido explotados en la India y Extremo Oriente, a los niños que viven en la calle en Ciudad de México y Sao Paulo, para la rehabilitación de niños soldados… Es algo que me sale de dentro y no tengo ni idea de por qué ha pasado de repente.

—¿Raúl no dejó un dinero a la organización benéfica Los Niños de la Calle?

—Creo que fue algo más profundo que eso.

—¿Dinero para lavar su culpa por lo que pasó con… Arturo? Ese hijo suyo que fue secuestrado y al que nunca se volvió a ver…

—No me haga llorar otra vez —dijo Consuelo—. No puedo dejar de pensar en eso.

—Muy bien. Otra cosa —dijo Falcón—. Lucía tiene una hermana en Madrid, ¿no es así? Debería poder encargarse de Mario.

—Sí, tiene dos niños, y uno es de la edad de Mario. Lo echaré de menos —confesó Consuelo—. Perder a tu padre ya es terrible, pero perder también a tu madre es una catástrofe, sobre todo a esa edad.

—Te adaptas —dijo Falcón sintiendo la punzada de su propia experiencia—. El instinto de supervivencia queda indemne. Aceptas amor de donde venga.

Se miraron fijamente, sus mentes orbitando en torno al concepto del vacío parental, hasta que Consuelo se fue al cuarto de baño. Mientras el agua salía del grifo, Falcón se dejó caer en su butaca, repentinamente agotado. Tenía que recuperar las fuerzas para llevar a cabo su trabajo, o quizás encontrar nuevas maneras de mantener a distancia los mundos en los que husmeaba.

—Así que, ¿qué cree que pasó en la casa ayer por la noche? —preguntó Consuelo, la cara de nuevo sin rastro de lágrimas.

—Al parecer, el señor Vega asfixió a su mujer y luego se suicidó bebiendo una botella de desatascador —contestó Falcón—. La causa oficial de la muerte se establecerá más tarde. Si la escena del crimen es lo que parece, encontraremos tela del almohadón debajo de las uñas del señor Vega… ese tipo de cosas, que nos dará…

—¿Y si no?

—Entonces tendremos que investigar más —dijo Falcón—. Ya estamos un tanto… desconcertados.

—¿Por el coche nuevo y el hecho de que se fuera de vacaciones?

—Los suicidas casi nunca anuncian lo que van a hacer. Se comportan de manera normal. Piense en las veces que ha oído decir a los familiares de las víctimas: «Parecía tan calmado y normal». Es porque el hecho de tomar la decisión les concede por fin un poco de paz. No, lo que nos desconcierta es la escena del crimen y la extraña nota.

—¿Escribió una nota de suicidio?

—No exactamente. En el puño tenía un trozo de papel en el que estaba escrito en inglés: «… el aire enrarecido que respiráis desde el 11/9 hasta el fin…» —explicó Falcón—. ¿Significa algo para usted?

—Bueno, no explica nada, ¿verdad? ¿Por qué el 11 de septiembre?

—Uno de los agentes de la Policía Científica cree que quizá financiaba a Al Qaeda —dijo Falcón—. Es una broma.

—Sólo que… ¿no cree que actualmente acabamos creyendo que todo es posible?

—¿El señor Vega le pareció inestable en algún aspecto?

—Rafael parecía completamente estable —dijo Consuelo—. La inestable era Lucía. Era depresiva, con brotes esporádicos de comportamiento maníaco compulsivo. ¿Ha visto su armario?

—Muchos zapatos.

—Y muchos son del mismo diseño y color, igual que los vestidos. Si le gustaba algo se compraba tres iguales. Se medicaba.

—O sea, que si él estaba en crisis, dado su carácter, sería improbable que pidiera ayuda a alguien que no fuera de la familia, y tampoco habría podido hablar con su mujer.

—El negocio de la restauración me ha enseñado a no juzgar las vidas de la gente desde fuera. Las parejas, incluso las locas, tienen maneras de comunicarse, algunas de las cuales no resultan atractivas, pero funcionan.

—¿Y qué me dice de su situación doméstica? Usted también la vio.

—Cierto, pero cuando hay delante una tercera persona cambia la dinámica. La gente empieza a comportarse de manera normal.

—¿Es ésa una observación general o específica?

—La he mencionado como algo específico, pero puede aplicarse de manera general —respondió Consuelo—. Y me ha parecido que ésta era la segunda vez que intentaba insinuar que yo podría haber tenido una aventura con el señor Vega.

—¿De verdad? —dijo Falcón—. Bueno, no quería hablar de nadie en concreto. Sólo estaba pensando que en unas circunstancias tan estresantes una posibilidad habría sido tener una amante, y que eso habría cambiado los paisajes mental y marital.

—Rafael no —dijo ella, negando con la cabeza—. No era de ésos.

—¿Y quién es de ésos?

Ella golpeó la cajetilla con un cigarrillo, lo encendió y sopló el humo hacia el cristal.

—Su inspector Ramírez es de ésos —respondió Consuelo—. ¿Dónde está, por cierto?

—Ha llevado a su hija a hacerse unas pruebas médicas.

—Nada serio, espero.

—No lo saben —dijo Falcón—. Pero acierta con Ramírez, siempre fue un ligón… se peinaba para sus secretarias en el edificio de los Juzgados.

—Quizás el trabajo lo ayudaba a distinguir a las mujeres vulnerables —dijo Consuelo—. Ésa es otra característica del tipo.

—Pero al parecer no de Rafael Vega. El Carnicero.

—Usted lo ha dicho. Ése es un pasatiempo que casa bien poco con la seducción: «¿Quieres ver los últimos trozos de carne que he cortado?».

—¿Qué me dice de eso?

—Yo era clienta suya. Su ternera siempre sabía mejor. Casi todos los bistecs que servía en mis restaurantes los cortaba él.

—¿Y psicológicamente…?

—Era cosa de familia. No le doy más importancia. Si su padre hubiera sido carpintero…

—Claro, habría hecho armarios en su tiempo libre. Pero ¿cortar carne…?

—A Lucía le daba grima, pero claro… ella era muy sensible.

—¿También era aprensiva?

—Aprensiva, nerviosa, depresiva, insomne. Se tomaba dos píldoras todas las noches. Una para quedarse roque y la otra cuando se despertaba a las tres o las cuatro de la mañana.

—Ventanas a prueba de bala —dijo Falcón.

—Necesitaba silencio absoluto para dormir. La casa estaba sellada herméticamente. Una vez estabas dentro, no percibías el mundo exterior. No es de extrañar que estuviera un poco loca. A veces, cuando abría la puerta, esperaba que me llegara una ráfaga de aire, como si dentro la presión fuera distinta.

—En un mundo de cháchara insustancial y diversión, ella no parecía muy divertida —dijo Falcón.

—¿Ve cómo se repite, Javier? Es la tercera vez —replicó Consuelo—. De todos modos, era una persona insustancial. Sostenía su vida en lo material y lo trivial. Las relaciones le resultaban complicadas. Incluso Mario a veces era demasiado para ella, y por eso la hacía tan feliz que viniera a mi casa. Pero con eso no quiero decir que el crío no fuera el centro de su vida.

—¿Y cómo encajaba el señor Vega en su propia familia?

—No creo que tuvieran intención de tener un hijo. En esa época yo no los veía mucho, pero recuerdo que fue una sorpresa —dijo Consuelo—. De todos modos, un matrimonio cambia después de tener un hijo. Quizá lo averigüe algún día, Javier.

—Finge no comprender lo que hago, pero sabe que tengo que hacerlo. Tengo que buscar los puntos débiles y vulnerables de la situación —dijo Falcón, y él mismo pensó que se había mostrado demasiado susceptible—. Puede que mis preguntas sean desagradables, pero no es agradable tener un doble asesinato en una escena del crimen que parece haber sido preparada para que parezca un pacto de suicidio.

—Muy bien, Javier, lo entiendo —concedió Consuelo—. A pesar del atractivo de la dinámica detective-sospechoso, preferiría que me eliminara de sus pesquisas con todas las preguntas desagradables que tenga que hacerme. Tengo buena memoria, y no me gustó que me acusaran del asesinato de Raúl.

—Está bien, esto son sólo los preliminares. Estoy esperando hechos más contundentes sobre los que basar mis sospechas de cómo murieron los Vega. De modo que volverá a verme.

—Lo espero con impaciencia.

—¿Cómo entró en los jardines de los Vega?

—Lucía me dijo el código para abrir la verja.

—¿Lo sabía alguien más?

—La doncella. Probablemente Serguei. No tengo ni idea, pero el jardín de los Krugman colinda con el de los Vega, y hay una verja al fondo, así que ellos deberían tener acceso. En cuanto a Pablo Ortega, no lo sé.

—¿Serguei? —dijo Falcón—. Me ha dicho que era ruso o ucranio, es un poco raro.

—Incluso usted debe de haber observado la cantidad de europeos del este que hay actualmente —dijo Consuelo—. Sé que no está bien, pero creo que la gente los prefiere a los marroquíes.

—¿Y qué sabe de Madeleine Krugman?

—Es cordial de esa manera tan americana… inmediatamente.

—Podría decirse lo mismo de los sevillanos.

—A lo mejor por eso vienen tantos estadounidenses todos los años —dijo Consuelo—. Y no me estoy quejando, por cierto.

—Es una mujer atractiva —reconoció Falcón.

—Según usted, Rafael nunca lo había tenido tan bien —dijo Consuelo—. De cualquier modo, todos los hombres encuentran atractiva a Madeleine Krugman… incluso usted, Javier. Vi cómo la miraba.

Falcón se sonrojó como un quinceañero, sonrió y se movió nerviosamente en la butaca. Consuelo le lanzó una sonrisa triste desde el sofá.

—Maddy conoce su poder —dijo.

—¿Así que es la mujer fatal del barrio? —preguntó Falcón.

—Intento desbancarla —dijo Consuelo—, pero me lleva unos cuantos años. No. Simplemente sabe que los hombres caen rendidos a sus pies. Hace lo que puede por no darse cuenta. Qué va a hacer una chica cuando todos, desde el hombre que viene a leer el contador del gas hasta el pescadero, pasando por el juez de instrucción y el inspector jefe de Homicidios, parecen haber perdido el control de la mandíbula inferior.

—¿Y qué me dice del señor Krugman?

—Llevan mucho tiempo casados. Él es mayor.

—¿Sabe qué están haciendo aquí?

—Un descanso de la vida en Estados Unidos. Él trabaja para Rafael. Diseña, o ha diseñado, algunos de sus proyectos.

—¿Están tomándose un descanso después del 11 de septiembre?

—Eso ocurrió mientras vivían allí —dijo—. Residían en Connecticut y él trabajaba en Nueva York. Creo que simplemente se aburrieron de…

—¿Hijos?

—No, no creo.

—¿Alguna vez la han invitado a su casa?

—Sí… Rafael también estaba.

—Pero no Lucía.

—Eso la superaba.

—¿Alguna observación?

—Estoy segura de que probablemente le atraía la idea de acostarse con ella, porque es lo que les pasa por la cabeza a todos los hombres cuando ven a Maddy Krugman, pero no creo que sucediera.

Se oyó un bramido en el piso de arriba, el ruido espantoso de un animal que sufre dolor. El sonido recorrió la columna vertebral de Consuelo y la hizo ponerse en pie.

Falcón se levantó de su butaca. Unos pies retumbaron en la escalera al bajar. Mario, vestido con unos pantalones cortos y una camisa, llegó corriendo por el pasillo. Tenía los brazos separados de su cuerpo enclenque, la cabeza echada hacia atrás, los ojos cerrados, la boca abierta en un grito silencioso.

La mente de Falcón evocó la famosa fotografía del ataque con napalm a una aldea durante la guerra del Vietnam, pero no vio aquella chica vietnamita desnuda que corre carretera abajo, sino al chico que hay delante de ella, ése que tiene la boca negra y completamente abierta, rebosante de horror.