Capítulo 2

Miércoles, 24 de julio de 2002

—¿Estas palabras significan algo para usted? —preguntó Calderón.

—Nada en absoluto —dijo Vázquez.

—¿La letra le parece normal?

—No hay duda de que es la del señor Vega… es todo lo que puedo decir.

—¿No difiere en nada de su letra normal?

—No soy ningún experto, juez —constestó Vázquez—. No parece haber sido escrita con mano temblorosa, pero tampoco es exactamente fluida. Parece escrita con cuidado más que con apresuramiento.

—No es lo que yo llamaría una nota de suicidio —dijo Falcón.

—¿Y cómo la llamaría, inspector? —preguntó Vázquez.

—Un enigma. Algo que exige ser investigado.

—Interesante —dijo Calderón.

—¿Lo es? —preguntó Vázquez—. Siempre nos da la impresión de que el trabajo de detective es muy excitante. ¿Es…?

—Si es usted un asesino, lo normal es que no quiera que lo que ha hecho se investigue —dijo Falcón—. Lo que espera es salirse con la suya. Antes me dijo que esta escena del crimen le parecía un suicidio. Un asesino con un móvil normalmente intentaría darle autoridad a esa idea con una nota clara de suicidio y no con algo que haga pensar a todo el equipo investigador: ¿de qué va todo esto?

—A menos que sea un loco —terció Vázquez—. Uno de esos asesinos en serie que proponen un reto.

—En primer lugar, no hay reto alguno. La mitad de una nota con la letra del señor Vega no es lo que yo llamo el intento de un psicótico por comunicarse. Es demasiado indirecto. En segundo lugar, la escena del crimen no contiene ninguna de las cualidades que asociamos a un asesino psicópata. Son la clase de gente que piensa en dónde colocar el cadáver, por ejemplo. Introducen en la imagen elementos de sus obsesiones. Quieren dar a entender que han estado allí, que aquello es obra de una mente compleja. No hay nada casual en el montaje de un asesino en serie. Una botella de desatascador no se deja donde cayó. Todo tiene su importancia.

—En ese caso, ¿qué persona normal mataría a un hombre y a su mujer y querría que lo investigaran? —preguntó Vázquez.

—Un asesino que tuviera buenas razones para odiar al señor Vega y quisiera mostrarle como el hombre que era —dijo Falcón—. Como a lo mejor sabe, las investigaciones de asesinato son procesos muy indiscretos. Para averiguar el móvil tenemos que practicar una autopsia, no sólo al cadáver, sino a la vida de la víctima. Tenemos que indagarlo todo: sus negocios, su vida social, pública, privada, llegar al nivel más íntimo que podamos. Quizás el propio señor Vega…

—Pero, inspector, nunca puede saberse lo que hay en la mente de alguien, ¿no cree? —dijo el señor Vázquez.

—La otra posibilidad es que el señor Vega intentara comunicarse con nosotros. Al guardarse esta nota en la mano, a lo mejor intentaba decirnos que investigáramos el crimen.

—No me ha dejado terminar —repuso Vázquez—. Lo único que me ha enseñado mi trabajo es que el hombre tiene tres voces: la pública, para dirigirse al mundo; la privada, que guarda para su familia y sus amigos; y la más inquietante de todas, la voz del interior de su mente. La que usa para hablar consigo mismo. La gente de éxito como el señor Vega tiene poderosas voces interiores, y hay algo que he observado en esa clase de personas: que nunca permiten que nadie acceda a ellas, ni sus padres, ni su esposa, ni su primogénito.

—Ésa no es la cuestión… —opinó Falcón.

—La cuestión es que a veces podemos vislumbrar algo —dijo Calderón, interrumpiéndolo—. Las acciones de un hombre, su manera de comportarse con la gente… con personas distintas, nos revelan cómo es.

—En mi experiencia, te dicen lo que quieren que tú pienses —dijo Vázquez—. Deje que le enseñe algo del señor Vega y usted me dice qué le parece. ¿Podemos entrar ya en la cocina?

Llamaron a Felipe y Jorge para que abrieran un pasillo en el suelo de la cocina.

Falcón entregó a Vázquez un par de guantes de látex. Cruzaron la cocina hasta una puerta que había al otro lado, que se abría a una habitación cuyas tres paredes estaban cubiertas de arriba abajo de frigoríficos de acero inoxidable. Colgaban de la otra pared una impresionante colección de cuchillos, hachas pequeñas y sierras. Las baldosas del suelo estaban inmaculadas y desprendían un leve olor a limpiasuelos de pino. En mitad de la sala había una mesa de madera con un tablero de treinta centímetros de grosor. En su superficie descolorida se entrecruzaban cortes y muescas, con un declive en el medio, el borde pastoso por el uso constante. Falcón sintió un extraño temor al mirar la mesa.

—¿Y aquí es donde guardaba los cadáveres, señor Vázquez? —preguntó Calderón.

—Mire en los frigoríficos y congeladores —dijo el abogado—. Están llenos de cadáveres.

Calderón abrió un frigorífico. Dentro había media carcasa de ternera a la que le faltaban las pezuñas. La carne visible era de un rojo intenso, oscuro, casi negra en las zonas donde no las perlaba una membrana o las cubría una gruesa capa de grasa amarilla y cremosa. Las neveras de los lados contenían varios corderos y un cerdo sonrosado, al que le faltaba la cabeza, que colgaba de un gancho con las orejas tiesas, los ojos cerrados y unas pestañas blancas y largas que le daban un aire de apacible sueño. Las otras puertas abrían unos congeladores en los que había trozos de carne empaquetados y almacenados en cestos o simplemente arrojados a las oscuras y gélidas profundidades.

—¿Qué le parece esto? —preguntó Vázquez.

—Que no era vegetariano —contestó Calderón.

—Le gustaba cortar su propia carne —dijo Falcón—. ¿De dónde la sacaba?

—De unas granjas especializadas de la sierra de Aracena —explicó Vázquez—. Opinaba que en toda Sevilla no había un solo carnicero que tuviera la menor idea de cómo se corta o se cuelga la carne.

—¿Significa eso que había sido carnicero? —preguntó Falcón—. ¿Sabe cuándo y dónde fue eso?

—Todo lo que sé es que su padre era carnicero antes de que lo mataran.

—¿Antes de que lo mataran? ¿Qué significa eso? ¿Fue asesinado o…?

—Ésa era la expresión que utilizaba para referirse a la muerte de sus padres. «Los mataron». Nunca me dio ninguna explicación ni yo le pregunté.

—¿Qué edad tenía el señor Vega?

—Cincuenta y ocho años.

—Así que nació en 1944… cinco años después de que acabara la guerra. No murieron en la guerra —dijo Falcón—. ¿No sabe cómo los mataron?

—¿Eso tiene alguna importancia, inspector? —preguntó Vázquez.

—Estamos recreando la vida de la víctima. Habría tenido un efecto importante sobre el estado mental del señor Vega que hubieran muerto, pongamos, en un accidente de coche cuando era pequeño. Si fueron asesinados, la cosa sería completamente distinta. Eso deja preguntas sin responder y, sobre todo si no hubo castigo, podría alimentar una determinación no necesariamente de averiguar el porqué, cosa que podría estar más allá de sus posibilidades, sino de demostrarse algo. De averiguar quién era en este mundo.

—Dios mío, inspector —dijo Vázquez—, a lo mejor es su propia experiencia lo que le hace ser tan elocuente en este aspecto, pero siento no poder proporcionarle ningún tipo de información. Estoy seguro de que consta en alguna parte…

—¿Cuánto hace que lo conoce? —preguntó Calderón.

—Desde 1983.

—¿Lo conoció aquí… en Sevilla?

—Quería comprar un solar. Fue su primer proyecto.

—¿Y a qué se dedicaba antes? —preguntó Falcón—. Vender carne no da para comprar mucha tierra.

—No le pregunté. Fue mi primer cliente. Yo tenía veintiocho años. No quise hacer ni preguntar nada que pudiera hacerme perder el trabajo.

—¿De modo que sus orígenes le trajeron sin cuidado, y tampoco la posibilidad de que pudiera timarlo? —dijo Falcón—. ¿Cómo se conocieron?

—Un día entró en mi despacho. Probablemente no conoce los negocios, inspector, pero hay que arriesgarse. Si quieres llevar una vida segura no abres un despacho… trabajas para el Estado.

—¿Tenía acento? —preguntó Falcón, sin hacer caso del desaire.

—Hablaba con acento andaluz, pero no parecía de aquí. Había estado en el extranjero. Sé que hablaba inglés americano, por ejemplo.

—¿Y no le preguntó nada de eso? —inquirió Falcón—. Me refiero a cuando comían juntos o tomaban una cerveza, no en una sala de interrogatorios.

—Mire, inspector, sólo me interesaban sus negocios. No quería casarme con él.

El forense asomó la cabeza por la puerta para decir que subía a examinar el cadáver de la señora Vega. Calderón lo acompañó.

—¿Estaba casado el señor Vega cuando lo conoció? —preguntó Falcón.

—No —dijo Vázquez—. No hubo demanda de divorcio, aunque creo que me mostró un certificado de defunción de una esposa anterior. Tendrá que preguntarles a los padres de Lucía.

—¿Cuándo se casaron?

—Hace ocho… o diez años, algo así.

—¿Le invitaron?

—Fui su testigo.

—Un hombre de confianza en todos los aspectos —dijo Falcón.

—¿Qué opina del hobby de mi cliente? —preguntó Vázquez, con la intención de recuperar el control de la entrevista.

—A sus padres «los mataron». Su padre fue carnicero —dijo Falcón—. A lo mejor era su manera de mantener vivo el recuerdo.

—No creo que apreciara tanto a su padre.

—O sea, que sí le hizo revelaciones personales.

—En los últimos… casi veinte años, acabé averiguando algunas cosas. Una de ellas era que su padre trataba con dureza a su hijo único. Uno de sus castigos favoritos era hacerle trabajar en la fría tienda llevando sólo una camisa. Rafael sufría de artritis en los hombros, que él achacaba a aquel trato de joven.

—A lo mejor cortar carne le hacía experimentar una sensación de control. Quiero decir, no sólo porque se le daba bien, sino porque reduce algo grande y difícil de manejar a partes comprensibles y utilizables —dijo Falcón—. Y ésa es la labor de un constructor. Coge los grandes y complejos planos de un arquitecto y los desmonta en una serie de trabajos en los que se utiliza acero, cemento, ladrillos y argamasa.

—Creo que las pocas personas que estaban al tanto de su afición la encontraban más bien… siniestra.

—¿La idea del cortés hombre de negocios haciendo tajos en la espina dorsal de un animal muerto? —dijo Falcón—. Supongo que ese trabajo lleva aparejada cierta brutalidad.

—Muchas personas que tenían tratos con el señor Vega pensaban que lo conocían —explicó Vázquez—. Él sabía lo que movía a la gente y cómo engatusarles. Tenía un instinto para averiguar los puntos fuertes y débiles de las personas. Hacía que los hombres se sintieran interesantes y poderosos, y las mujeres misteriosas y bellas. Era asombroso ver lo bien que funcionaba. Hace tiempo comprendí que no lo conocía… en absoluto. Confiaba en mí, pero sólo para sus negocios, no para sus pensamientos más íntimos.

—Usted fue su testigo de boda, y eso es algo más que una relación comercial.

—¿Sabe?, hubo un elemento comercial en su relación con Lucía… o mejor dicho, con la familia de Lucía.

—¿Tenían tierras? —preguntó Falcón.

—Él los convirtió en personas muy ricas —dijo Vázquez, asintiendo.

—¿Y no sentían curiosidad por su misterioso pasado?

—Sólo quería demostrarle que haber sido su testigo de boda no implicaba una relación más estrecha…

—¿Que la que mantenía con su esposa?

—Estoy seguro de que hablará con los padres de Lucía —dijo Vázquez.

—¿Cómo se llevaba con su hijo, Mario?

—Adoraba a su hijo. El niño era muy importante para él.

—Es curioso que esperara a ser un cincuentón para tener hijos.

Silencio, mientras la mente de abogado de Vázquez cavilaba.

—En esto no puedo ayudarlo, inspector —dijo.

—Pero estoy haciéndole pensar.

—Ya le he mencionado lo del certificado de defunción. Simplemente estaba repasando otras conversaciones.

—Lo conoció cuando tenía casi cuarenta años. Tenía dinero suficiente para comprar tierras.

—También tuvo que pedir prestado.

—Y sin embargo, alguien de esa generación, con ese dinero, normalmente ya tendría hijos.

—Jamás me habló de su vida, de los años anteriores a que nos conociéramos.

—Aparte del negocio de carnicero de su padre.

—Y que sólo salió a relucir porque necesitó un permiso de obras para construir esta cámara cuando reformó la casa. Vi los planos. Necesitaba una explicación.

—¿Cuándo fue eso?

—Hace doce años —dijo Vázquez—. Pero no me contó toda la historia familiar.

—Le contó que su padre lo castigaba.

—Eran sólo anécdotas. No entramos en materia.

Felipe, el mayor de los dos agentes de la Policía Científica, asomó la cabeza por la puerta.

—¿Quiere que hablemos de esto ahora, inspector?

Falcón asintió. Vázquez le dio su tarjeta y las llaves de la casa y le dijo que estaría en Sevilla al menos otra semana antes de tomarse las vacaciones de agosto. Cuando se volvía para marcharse, le dijo a Falcón que abriera la puerta que había al otro lado de la sala de despiece. Daba al garaje, en el que había un Jaguar plateado y flamante.

—Se lo entregaron la semana pasada, inspector —dijo Vázquez—. Hasta luego.

Falcón se reunió con los agentes de la Policía Científica. Felipe observaba cómo se movía Jorge entre los pies de los módulos de cocina.

—¿Qué tenemos? —preguntó Falcón.

—Hasta ahora nada —contestó Felipe—. Acaban de limpiar el suelo.

—¿Las superficies de los muebles?

—No, ahí hay huellas por todas partes. Es sólo el suelo —dijo Felipe—, sería de esperar que con un litro de desatascador en las tripas le entraran convulsiones. ¿Ha sufrido alguna vez cálculos biliares, inspector?

—Por suerte no —dijo, pero captó el brillo de espanto que había en los ojos de Felipe—. ¿No dicen que es lo más parecido al dolor de parto que puede experimentar un hombre?

—Le dije eso a mi mujer y me recordó que nuestros dos hijos pesaron casi cuatro kilos al nacer, y que un cálculo biliar pesa unos nueve gramos.

—Ante el dolor no hay compasión —dijo Falcón.

—Me retorcía por el cuarto de baño como un lunático. Debería haber huellas latentes por todas partes.

—¿Huellas en la botella?

—Una serie, muy fuerte y clara… lo que también resulta sorprendente. Jamás se me habría ocurrido pensar que el señor Vega comprara él mismo el desatascador. Debería ser otro.

—Quizá lo mezcló con algo más fuerte, o con veneno, o a lo mejor tomó pastillas.

Un desatascador convencional tardaría lo suyo, ¿no?

—Una extraña manera de matarse, si quiere que se lo diga —intervino Jorge, al pie de los módulos de cocina.

—Bueno, creo que esto apunta a lo que todos vimos la primera vez que le echamos un vistazo a la escena del crimen —dijo Falcón.

—Había algo raro —convino Felipe.

—Yo también pensé que había algo que no encajaba —dijo Jorge.

—¿Algo que puedas concretar? —preguntó Falcón.

—Con estas escenas siempre pasa lo mismo —dijo Felipe—. Lo importante es lo que falta. Le eché un vistazo al suelo y pensé: «No, eso no me dice nada».

—¿Os habéis enterado de lo de la nota?

—Qué rara —dijo Jorge—. «… el aire enrarecido que respiráis…». ¿Qué es eso?

—Suena a puro —dijo Falcón.

—¿Y lo del once del nueve? —preguntó Jorge—. Estamos muy lejos de Nueva York.

—Probablemente financiaba a Al Qaeda —propuso Felipe.

—No bromees con eso —dijo Jorge—. Actualmente todo es posible.

—Todo lo que sé es que aquí hay algo que no encaja —dijo Felipe—. No hasta el punto de que esté convencido de que lo asesinaron, pero lo bastante como para tener la mosca detrás de la oreja.

—¿La posición de la botella? —preguntó Falcón.

—Yo me la habría bebido y la habría arrojado a la otra punta de la cocina —dijo Jorge—. Debería haber gotas por todas partes.

—Y no hay ninguna, excepto la botella, a poco más de un metro del cuerpo.

—¿Entonces hay algunas gotas?

—Sí, cayeron del cuello de la botella.

—¿Alguna entre el cadáver y la botella?

—No —dijo Felipe—, y eso también es raro, pero no… imposible.

—¿Como si se hubiera arrastrado por el suelo para limpiar con su batín cualquier huella y gotita que hubiera caído?

—Pues, sí —contestó Felipe, poco convencido.

—Aventura alguna conjetura, Felipe. Sé que no te gusta, pero quiero oír alguna.

—Nos atenemos a los hechos —dijo Felipe—, porque los hechos son lo único que se sostiene delante de un tribunal. ¿No es eso, inspector?

—Vamos, Felipe.

—Yo haré una —intervino Jorge, poniéndose en pie—. Todos sabemos qué falta en esta escena del crimen, y es… una persona. No sabemos qué hicieron, ni si estuvieron implicados. Sólo sabemos que alguien estuvo aquí.

—De modo que tenemos un fantasma. ¿Alguno de vosotros cree en fantasmas? —preguntó Falcón.

—La verdad es que en un tribunal nunca son bien recibidos —dijo Felipe.