Capítulo 1

Miércoles, 24 de julio de 2002

—Quiero a mi mamá. Quiero a mi mamá.

Consuelo Jiménez abrió los ojos y vio la cara de un niño a pocos centímetros de la suya, medio enterrada en el almohadón. Sus pestañas rozaron la funda de algodón.

Los dedos del niño le pellizcaban el antebrazo.

—Quiero a mi mamá.

—Muy bien, Mario. Vamos a buscar a tu mamá —dijo Consuelo, pensando que era demasiado temprano para ir a buscar a nadie—. Ya sabes que está al otro lado de la calle, ¿no? Quédate aquí con Matías, tómate el desayuno, juega un poco y…

—Quiero a mi mamá.

Los dedos del niño se hundieron más en su carne, con cierta perentoriedad, y ella le acarició el pelo y lo besó en la frente.

No quería cruzar la calle en camisón, como esas mujeres de clase obrera que tenían que ir a la tienda a comprar algo, pero el niño tiraba de ella, engatusándola. Se puso una bata de seda blanca sobre su pijama de algodón y se encajó unas sandalias doradas. Se pasó las manos por el pelo mientras Mario se agarraba a su bata y comenzaba a tirar de ella como un estibador en los muelles.

Le cogió la mano y lo llevó escaleras abajo, peldaño a peldaño. Dejaron el frescor del aire acondicionado de la casa. El calor, ya a primera hora de la mañana, era sólido y contumaz, el amanecer de otra noche opresiva no había conseguido refrescar lo más mínimo el ambiente.

Cruzó la calle vacía. Las hojas de las palmeras colgaban inertes y cansinas, como si el sueño no hubiera resultado fácil en ese vecindario. El único sonido que se oía en el asfalto era el de los ventiladores de los aparatos de aire acondicionado que expedían un aire caliente innecesario a la sofocante atmósfera del exclusivo barrio de Santa Clara, en las afueras de Sevilla.

Mientras Consuelo arrastraba a Mario, que de repente se hacía el remolón, como si hubiera cambiado de opinión y ya no quisiera ver a su madre, vio que de uno de los aparatos de refrigeración de casa de los Vega, situado en un balcón alto, goteaba agua. Las gotas golpeaban las hojas de la abundante vegetación, en un sonido espeso como de sangre en medio de ese espantoso calor. El sudor perlaba la frente de Consuelo. Sentía náuseas sólo de pensar cómo sería el resto del día, el calor acumulado durante semanas de tiempo tórrido. Introdujo la clave en el panel que había en la verja exterior y entró en el acceso para coches. Mario echó a correr hacia la casa y con la cabeza empujó la puerta de madera. Consuelo llamó al timbre, que sonó como un lejano carillón de catedral en la casa silenciosa y de cristales dobles.

Nadie contestó. Un reguero de sudor rodó entre los pechos de Consuelo. Mario golpeó la puerta con su pequeño puño, que emitió el sonido de un dolor apagado, persistente como el de una aflicción crónica.

Eran poco más de las ocho de la mañana. Consuelo se pasó la lengua por el sudor del labio superior.

La doncella apareció en la verja. No tenía llaves. Normalmente la señora Vega se levantaba temprano, dijo. Oyeron al jardinero, un ucranio llamado Serguei, cavando a un lado de la casa. Le sobresaltaron, y el hombre agarró su azadón como si fuera un arma al ver a las dos mujeres. El sudor le recorría los pectorales y los músculos prominentes de su torso desnudo y le llegaba a los shorts. Llevaba trabajando desde las seis de la mañana y no había oído nada. Que él supiera, el coche seguía en el garaje.

Consuelo dejó a Mario con la doncella y llevó a Serguei a la parte de atrás de la casa. Éste escaló hasta la galería que quedaba delante de la sala y miró a través de las puertas correderas y las persianas. Las puertas estaban cerradas con llave. Se subió a la barandilla de la galería y se inclinó para mirar por la ventana de la cocina, que quedaba por encima del jardín. Su cabeza retrocedió en un gesto de sorpresa.

—¿Qué ocurre? —preguntó Consuelo.

—No lo sé —dijo el jardinero—. El señor Vega está echado en el suelo. No se mueve.

Consuelo volvió a hacer cruzar la calle a la doncella y a Mario hasta su casa. El niño se había dado cuenta de que pasaba algo, y se había echado a llorar. La doncella no podía consolarlo, y él se escabulló de sus brazos. Consuelo hizo la llamada. Cero noventa y uno. Encendió un cigarrillo e intentó concentrarse mientras miraba cómo la doncella se veía impotente para hacer callar al niño, que en ese momento tenía un berrinche y se había convertido en un animal que se retorcía y se revolcaba en el suelo, mientras aullaba hasta quedarse sin voz. Consuelo informó del incidente a la centralita de la Jefatura, dio su nombre, su dirección y un número de contacto. Colgó con un golpe y se acercó al niño, contuvo sus golpes y patadas y se lo acercó, lo apretó contra ella y le susurró su nombre una y otra vez al oído hasta que el crío dejó de moverse.

Lo llevó de nuevo a la cama del piso de arriba, se vistió y llamó a la doncella para que subiera y le echara un vistazo. Mario se durmió. Consuelo lo miró atentamente mientras se cepillaba el pelo. La doncella estaba sentada en una esquina de la cama, sintiéndose desdichada por verse mezclada en la tragedia de otro, sabiendo que eso contaminaría a su propia vida.

Un coche patrulla aparcó en la calle, delante de la casa de los Vega. Consuelo salió a recibir al policía y lo llevó a la parte de atrás de la casa, desde donde el hombre escaló hasta la galería. El policía le preguntó dónde había ido el jardinero. Ella recorrió el césped hasta un pequeño edificio que había al final, donde Serguei tenía sus habitaciones. No estaba. Consuelo volvió a la casa. El policía golpeó unos segundos la ventana de la cocina y a continuación informó por radio a la Jefatura.

Bajó de la galería.

—¿Sabe dónde está la señora Vega? —preguntó.

—Debería estar dentro. Es donde estaba ayer por la noche cuando la llamé para decirle que su hijo pasaría la noche con los míos —dijo Consuelo—. ¿Por qué llamaba a la ventana?

—No tiene sentido derribar la puerta si el hombre está simplemente borracho y se ha caído al suelo.

—¿Borracho?

—Hay una botella en el suelo, junto a él.

—Lo conozco durante años y nunca lo he visto ebrio… nunca.

—A lo mejor es diferente cuando está solo.

—Bueno, ¿qué piensa hacer? —dijo Consuelo, una genuina madrileña que procuraba controlar su voz aguda delante del estilo más relajado del policía.

—En cuanto usted llamó se puso una ambulancia en camino, y ahora se ha informado al inspector jefe del Grupo de Homicidios.

—Antes me dice que está borracho y ahora que lo han asesinado.

—En el suelo hay un cuerpo —dijo el policía, irritado con ella—. No se mueve ni reacciona al ruido. He…

—¿No cree que debería entrar y ver si está vivo? No se mueve ni reacciona, pero a lo mejor aún respira.

La indecisión cruzó la cara del policía. Le salvó la llegada de la ambulancia. Entre el policía y los paramédicos averiguaron que la casa estaba completamente cerrada por delante y por detrás. Llegaron más coches delante de la casa.

El inspector jefe Javier Falcón había acabado el desayuno y estaba sentado en el estudio de su enorme casa del siglo XVIII en el casco antiguo de Sevilla, heredada de su padre. Estaba acabándose el café y estudiaba el manual de una cámara digital que había comprado hacía una semana. La puerta de cristal del estudio daba al patio. Los gruesos muros y la concepción tradicional de la casa hacían que casi nunca se necesitara aire acondicionado. Un hilo de agua manaba de la fuente de mármol sin distraerlo. Había recuperado su poder de concentración después de un año turbulento en su vida personal. Su móvil vibró encima del escritorio. Suspiró al responder. Era la hora en que se encontraban los cadáveres. Salió al claustro que rodeaba el patio y se apoyó en una de las columnas que sustentaban la galería de arriba. Escuchó los hechos escuetos, desprovistos de toda tragedia, y regresó a su estudio. Anotó una dirección: Santa Clara. Un barrio en el que no solía ocurrir nada malo.

Guardó el móvil en el bolsillo de sus pantalones de loneta, cogió las llaves del coche y se dirigió a las colosales puertas de madera de su casa. Condujo su Seat entre los naranjos que bordeaban la entrada, salió del coche y volvió a cerrar las puertas.

El aire acondicionado le golpeaba el pecho. Recorría las angostas calles adoquinadas y salía a la plaza del Museo de Bellas Artes, con sus altos árboles rodeados de fachadas blancas y ocres y los ladrillos de terracota del museo. Dejó atrás el casco viejo, se dirigió al río y giró a la derecha hacia la calle Torneo. El vago contorno del puente de Calatrava era visible en la lejanía a través de la neblina matinal. Giró y se metió en la parte nueva de la ciudad, recorriendo a toda velocidad las calles y los edificios que rodeaban la estación de Santa Justa. Rebasó los interminables y altísimos bloques de la avenida de Kansas City mientras pensaba en el exclusivo barrio hacia el que se encaminaba.

La ciudad jardín de Santa Clara había sido proyectada por los estadounidenses para albergar a sus oficiales después de que Franco firmara el Pacto de Defensa de 1953 y la base del Comando Aéreo Estratégico se estableciera cerca de Sevilla.

Algunos bungalows tenían el mismo aspecto de los años cincuenta, a algunos se les había dado un aire más español, y unos pocos, propiedad de gente adinerada, se habían derribado para construir mansiones palaciegas. Que Falcón recordara, ninguno de esos cambios había conseguido que esa zona perdiera su aire de irrealidad. Tenía que ver con el hecho de que las casas estuvieran en parcelas individuales, juntas pero aisladas, algo muy poco propio de España y más de las zonas residenciales de Estados Unidos. Era un lugar donde, a diferencia del resto de Sevilla, se respiraba una calma casi sobrenatural.

Falcón aparcó a la sombra de la vegetación que colgaba delante de la casa moderna de la calle Fray Francisco de Pareja. A pesar de la fachada de ladrillos de terracota y algunos adornos, era sólida como una fortaleza. Al cruzar la verja, afirmó el paso para que no le flaqueara ante el primer hombre que vio: el juez de guardia Esteban Calderón. Hacía más de un año que no trabajaba con Esteban Calderón, pero esa historia no estaba olvidada. Se dieron la mano y unos golpecitos en el hombro.

Falcón se quedó atónito al enterarse de que la mujer que estaba junto al juez era Consuelo Jiménez, que también había tenido un papel en aquella historia. Se la veía diferente de la mujer de clase media que había conocido un año antes, cuando investigó la muerte de su marido. Ahora llevaba el pelo suelto, con un corte más moderno, y menos maquillaje y joyas. No entendía qué estaba haciendo allí.

Los paramédicos volvieron a la ambulancia y sacaron una camilla. Falcón les dio la mano al médico forense y al secretario del juez mientras Calderón le preguntaba al policía si había pruebas de que alguien hubiera irrumpido en la casa por la fuerza. El policía le informó.

Consuelo Jiménez estaba fascinada por el nuevo Javier Falcón. El inspector jefe ya no vestía traje, como era habitual en él. Llevaba unos pantalones chinos de loneta y una camisa blanca con las mangas arremangadas hasta los codos. El pelo gris, muy corto y uniforme, le hacía más joven. A lo mejor era su estilo veraniego, aunque no lo creía. Falcón percibió el interés de la mujer. Para ocultar su incomodidad le presentó a otro de sus agentes, el subinspector Pérez. Hubo un momento de nerviosa confusión que Pérez aprovechó para marcharse.

—Se está preguntando qué hago aquí —dijo Consuelo—. Vivo al otro lado de la calle. Yo descubrí… Estaba con el jardinero cuando descubrió al señor Vega tendido en el suelo de la cocina.

—Pero ¿no había comprado una casa en Heliópolis?

—Bueno, técnicamente fue Raúl el que compró la casa en Heliópolis… antes de morir. Quería estar cerca de su amado estadio del Betis, pero a mí no me interesa el fútbol.

—¿Y cuánto hace que vive aquí?

—Casi un año.

—Y usted descubrió el cadáver.

—Lo encontró el jardinero, y todavía no sabemos si está muerto.

—¿Alguien más tiene llaves de la casa?

—Lo dudo —respondió Consuelo.

—Será mejor que le eche un vistazo al cuerpo —dijo Falcón.

El señor Vega estaba echado boca arriba. La bata y el pijama le habían resbalado de los hombros y le aprisionaban los brazos. Tenía el pecho descubierto y parecía haber rasguños en los pectorales y el abdomen. Mostraba arañazos en el cuello. Tenía la cara pálida y yerta, los labios grises y amarillentos.

Falcón se acercó al juez Calderón y al forense.

—A mí me parece que está muerto, pero a lo mejor les gustaría echar un vistazo antes de derribar la puerta —dijo—. ¿Sabemos dónde está su mujer?

Consuelo volvió a explicar la situación.

—Creo que tenemos que entrar —dijo Falcón.

—Pues creo que va a costarles —dijo la señora Jiménez—. Lucía hizo poner ventanas nuevas el invierno pasado. Tienen cristales dobles y son a prueba de balas.

Y si la puerta principal está cerrada con llave, será mejor que agujereen la pared.

—¿Conoce esta casa?

Una mujer apareció en la entrada. No era fácil que pasara inadvertida, pues era pelirroja, tenía los ojos verdes y la piel tan blanca que al mirarla bajo aquel sol tan brutal casi dolían los ojos.

—Hola, Consuelo —dijo la recién llegada, dirigiéndose directamente hacia ella entre todas esas caras oficiales.

—Hola, Maddy —dijo Consuelo, que la presentó a todo el mundo como Madeleine Krugman, la vecina que vivía junto a la señora Vega.

—¿Pasa algo con Lucía o Rafael? He visto llegar la ambulancia. ¿Puedo hacer algo?

Todas las miradas estaban fijas en Madeleine Krugman, y no sólo porque hablara español con acento americano. Era alta y esbelta, de busto cumplido, nalga abundante y con la capacidad innata de provocar extravagantes imaginaciones en los hombres más sosos. Sólo Falcón y Calderón tenían suficiente control de su testosterona para poder mirarla a los ojos, y eso exigía concentración. Las fosas nasales de Consuelo se ensancharon con irritación.

—Hemos de entrar urgentemente en la casa, señora Krugman —dijo Calderón—. ¿Tiene usted llave?

—No, pero… ¿qué pasa con Lucía y Rafael?

—Rafael está tendido en el suelo de la cocina y no se mueve —dijo Consuelo—. De Lucía no sabemos nada.

La breve inhalación de aire de Madeleine Krugman reveló una hilera recta de dientes blancos quebrada sólo por dos incisivos agudos. Durante una fracción de segundo, las placas invisibles de la litosfera de su cara parecieron sufrir un espasmo.

—Tengo el número de teléfono de su abogado —dijo—. Me lo dio en caso de que hubiera algún problema con la casa mientras ellos estuvieran de vacaciones. Tendré que volver a mi casa…

Madeleine Krugman dio media vuelta y se dirigió a la verja. Todos los ojos se clavaron en su trasero, que temblaba ligeramente bajo la tela blanca de sus pantalones acampanados. Un fino cinturón rojo, como una línea de sangre, le rodeaba la cintura. Desapareció al otro lado de la tapia. Volvieron a oírse murmullos masculinos, que habían quedado en suspenso bajo la campana de vidrio de su glamour.

—Es muy guapa, ¿verdad? —dijo Consuelo Jiménez, molesta por tener que volver a llamar la atención sobre sí misma.

—Sí —dijo Falcón—, y muy distinta de la belleza a la que estamos acostumbrados aquí. Blanca. Translúcida.

—Sí —dijo Consuelo—, es muy blanca.

—¿Sabemos dónde está el jardinero? —preguntó Falcón.

—Ha desaparecido.

—¿Qué sabemos de él?

—Se llama Serguei —dijo Consuelo—. Es ruso o ucranio. Lo compartimos. Los Vega, los Krugman, Pablo Ortega y yo.

—¿Pablo Ortega? ¿El actor? —preguntó Calderón.

—Sí. Acaba de mudarse —dijo Consuelo—. No es muy feliz.

—No me sorprende.

—Ah, claro. ¿No fue usted, juez Calderón, quien condenó a su hijo a doce años de cárcel? —dijo Consuelo—. Un caso terrible, terrible. Pero no me refería a eso cuando dije… aunque estoy segura de que ha contribuido. Tiene un problema con la casa y el vecindario le parece un poco… muerto, después de haber vivido en el centro.

—¿Por qué se mudó? —preguntó Falcón.

—En el barrio nadie le hablaba.

—¿Por lo que hizo su hijo? —dijo Falcón—. No me acuerdo del caso, pero…

—El hijo de Ortega secuestró a un niño de ocho años —explicó Calderón—. Lo tuvo atado y abusó de él durante varios días.

—¿Y no lo mató? —preguntó Falcón.

—El chico se escapó.

—De hecho, fue aún más raro —intervino Consuelo—. El hijo de Ortega lo liberó, y luego se sentó en la cama de la habitación insonorizada que había preparado para el secuestro y esperó a que llegara la Policía. Tuvo suerte de que ellos lo encontraran primero.

—Dicen que está pasándolo mal en prisión —dijo Calderón.

—No siento ninguna compasión por alguien que destroza la inocencia de un niño —confesó Consuelo, despiadada—. Se merece lo que le pase.

Madeleine Krugman regresó con el número de teléfono. Ahora llevaba gafas de sol, como si se protegiera de su dolorosa blancura.

—¿No hay ningún nombre? —dijo Falcón, marcando el número en su móvil.

—Mi marido dice que se llama Carlos Vázquez.

—¿Y dónde está su marido?

—En casa.

—¿Cuándo le dio este número el señor Vega?

—El verano pasado, antes de irse con Lucía y Mario, que ya habían empezado las vacaciones.

—¿Mario es el niño que ha dormido en su casa esta noche, señora Jiménez?

—Sí.

—¿Los Vega tienen familia en Sevilla?

—Los padres de Lucía.

Falcón se separó del grupo e intentó hablar con el abogado.

—Soy el inspector jefe Javier Falcón —dijo—. Su cliente, el señor Rafael Vega, está tendido en el suelo de la cocina, inconsciente, posiblemente muerto. Tenemos que entrar en la casa.

Hubo un largo silencio en el que Vázquez digirió la terrible noticia.

—Estaré ahí en unos minutos —dijo Vázquez—. Le aconsejo que no intente entrar, inspector jefe; tardaría mucho más que si me espera.

Falcón levantó la mirada hacia aquella casa inexpugnable. En las esquinas había dos cámaras de seguridad. Encontró dos más en la parte de atrás del edificio.

—Parece que a los Vega les preocupaba mucho su seguridad —dijo, uniéndose de nuevo al grupo—. Cámaras. Ventanas a prueba de balas. Una puerta sólida.

—Es un hombre rico —dijo Consuelo.

—Y Lucía es… bueno, neurótica es quedarse cortos —dijo Maddy Krugman.

—¿Conocía al señor Vega antes de venirse a vivir aquí, señora Jiménez? —preguntó Falcón.

—Claro. Fue él quien me dijo que la casa que acabé comprando iba a ponerse a la venta antes de que saliera al mercado.

—¿Eran amigos o socios?

—Las dos cosas.

—¿Cuál es su negocio?

—La construcción —dijo Madeleine—. Por eso la casa está construida como una fortaleza.

—Es cliente mío en el restaurante El Porvenir —dijo Consuelo—. Pero también lo conocí a través de Raúl. Hicieron negocios juntos, ya sabe. Unieron sus fuerzas en algunos edificios de Triana hace unos años.

—¿Usted sólo lo conocía como vecino, señora Krugman?

—Mi marido es arquitecto. Trabaja en algunos proyectos del señor Vega.

Un gran Mercedes plateado aparcó delante de la casa. Del coche salió un hombre de poca estatura, recio, con una camisa blanca de manga larga, corbata oscura y pantalones grises. Se presentó como Carlos Vázquez y se pasó los dedos por el pelo, prematuramente cano. Le entregó las llaves a Falcón, quien abrió la puerta con un solo giro. No habían cerrado con dos vueltas de llave.

Procedentes del calor de la calle, encontraron la casa inhóspita y gélida. Falcón le preguntó al juez Calderón si él y los miembros de la Policía Científica podían echar un vistazo rápido antes de que el forense iniciara su trabajo. Llevó a Felipe y Jorge al final del suelo de baldosas de la cocina. Miraron, se asintieron el uno al otro y se alejaron. Calderón tuvo que impedir a Carlos Vázquez que entrara en la cocina y contaminara la escena del crimen. El abogado no parecía estar acostumbrado a que nadie le pusiera la mano en el pecho, aparte de su mujer en la cama. Hicieron pasar al forense, las manos ya enguantadas. Mientras tomaba el pulso y la temperatura al cadáver, Falcón salió y les preguntó a Consuelo y Madeleine si luego podría pasar a interrogarlas. Tomó nota de que Consuelo aún cuidaba del hijo de los Vega, Mario.

El forense murmuró algo en el dictáfono mientras examinaba las orejas, la nariz, los ojos y la boca de la víctima. Sacó unas pinzas y cogió la botella de plástico que había junto a la mano extendida del cadáver. Era un litro de líquido desatascador.

Falcón fue hasta el final del pasillo y revisó las habitaciones del piso de abajo. La sala era ultramoderna. La mesa constaba de un grueso tablero de cristal verde opaco montado sobre dos arcos de acero inoxidable. Estaba puesta para diez personas. Las sillas eran blancas; el suelo, blanco, las paredes y las lámparas, también blancas. En medio del frío del aire acondicionado, aquello debía de ser como comer dentro de un frigorífico, sin la molestia de las mantequeras ni de la comida rancia. Falcón se dijo que allí no había cenado nadie.

En comparación, la sala era como la cabeza de una persona perturbada. No había ni un centímetro que no estuviera cubierto de souvenirs baratos de todo el mundo.

Falcón se imaginó las vacaciones de aquella pareja, Vega filmando obsesivamente con su cámara de última generación mientras su mujer asolaba las tiendas para turistas. En mitad del sofá había un teléfono inalámbrico, una caja de bombones con media bandeja sin comer y tres mandos a distancia, para el satélite, el deuvedé y el vídeo. En el suelo había unas zapatillas rosa adornadas con plumas. Las luces estaban apagadas, y también la televisión.

Los peldaños que conducían a los dormitorios eran de losas de granito completamente negro. Falcón comprobó las superficies lisas como el cristal mientras subía. Nada. Al final de las escaleras, el suelo era de granito negro con incrustaciones de rombos de mármol blanco. Se acercó a la puerta del dormitorio principal. La cama doble estaba ocupada. El ocupante tenía un almohadón encima de la cara, y los brazos le colgaban inertes por fuera del edredón ligero. En uno de los brazos extendidos, como si buscara ayuda, se veía una delgada correa de reloj. El único pie visible mostraba unas uñas pintadas. Avanzó hasta un lado de la cama y le tomó el pulso a la mujer mientras miraba las dos depresiones que había en el almohadón.

Lucía Vega también estaba muerta.

Arriba había otras tres habitaciones, todas con cuarto de baño. Una estaba vacía, otra tenía una cama doble, y la última era la de Mario. El techo de la habitación del chico estaba pintado como un cielo nocturno. Un viejo osito de peluche, con un solo brazo, estaba boca arriba sobre la cama.

Falcón informó de la segunda muerte al juez Calderón. El forense estaba arrodillado junto al señor Vega e intentaba abrirle los dedos.

—Al parecer el señor Vega tenía una nota en la mano derecha —dijo Calderón—. El cuerpo se enfrió rápidamente con el aire acondicionado, y quiero que la saque sin romperla. ¿Cuál es tu primera impresión, inspector?

—A primera vista parece un suicidio pactado. El marido asfixió a la mujer y luego se bebió un líquido desatascador, aunque es una manera lenta y desagradable de suicidarse.

—¿Un pacto? ¿Qué te hace pensar eso?

—Sólo digo lo que me parece a primera vista —dijo Falcón—. El hecho de que el hijo durmiera fuera podría indicar connivencia. Una madre no soportaría la idea de que su hijo muriera.

—¿Y un padre?

—Depende de la presión. Si existía la posibilidad de deshonra moral o financiera, a lo mejor no quería que su hijo lo viera o viviera para enterarse. Le parecería que le hacía un favor matándolo. Hay hombres que han matado a toda su familia porque pensaban que les habían fallado y que era mejor que nadie tuviera que llevar su nombre ni soportar su vergüenza.

—Pero ¿tienes alguna duda? —dijo Calderón.

—El suicidio, haya pacto o no, rara vez es algo espontáneo, y en esta escena del crimen hay elementos espontáneos. Primero, la puerta no estaba cerrada con doble vuelta. Consuelo Jiménez había llamado para decir que Mario se había quedado dormido, por lo que estaban seguros de que no iba a volver, pero no cerraron la puerta con dos vueltas.

—La puerta estaba cerrada, eso era suficiente.

—Si estuvieras a punto de hacer algo que se sale de lo normal, cerrarías las puertas con dos vueltas de llave para asegurarte completamente de que no hay posibilidad de interrupción. Es una necesidad psicológica. Los suicidas serios normalmente toman muchas precauciones.

—¿Qué más?

—La manera en que lo han dejado todo: el teléfono, los bombones, las zapatillas.

Es como si hubiera falta de premeditación.

—Al menos por parte de ella —dijo Calderón.

—Ése es un detalle, desde luego —dijo Falcón.

—¿Desatascador? —preguntó Calderón—. ¿Por qué iba a tomar desatascador?

—A lo mejor descubrimos que dentro de la botella hay algo más fuerte que desatascador —dijo Falcón—. ¿El motivo? Bueno, a lo mejor pretendía castigarse… ya sabes, limpiar sus pecados. También tiene la ventaja de que no hace ruido y, según qué más haya tomado, no hay vuelta atrás.

—Eso sí suena premeditado, inspector. De modo que en estas muertes hay aspectos planeados y otros espontáneos.

—Muy bien… si estuvieran juntos en la cama, dándose la mano, con una nota dentro de sus pijamas, lo consideraría un suicidio y me quedaría más tranquilo. Tal como están las cosas, preferiría investigar las muertes como asesinato antes de decidirme.

—A lo mejor la nota que tiene en la mano nos… —dijo Calderón—. Pero es raro vestirse para ir a la cama antes de… ¿o se trata de otra necesidad psicológica? Prepararse para el sueño eterno.

—Esperemos que sea de los que dejan las cámaras de seguridad en marcha y las grabadoras llenas de cintas —dijo Falcón, regresando a lo práctico—. Deberíamos echar un vistazo a su estudio.

Cruzaron el vestíbulo y siguieron un pasillo que estaba junto a las escaleras. El estudio de Vega estaba a la derecha y daba a la calle. Había una butaca de cuero inclinada hacia atrás detrás del escritorio, y un cartel enmarcado de las corridas de toros de la Feria de Abril de ese año.

El escritorio era grande, de madera color claro, estaba vacío y encima había un portátil y un teléfono. Debajo había tres cajones con ruedecitas. Detrás de la puerta había cuatro archivadores negros, y en la otra punta del cuarto el equipo de grabación de las cámaras de seguridad. No tenían diodos infrarrojos y estaban desenchufadas. Dentro de cada grabadora había una cinta sin utilizar.

—Esto no tiene buena pinta —dijo Falcón.

Todos los archivadores estaban cerrados. Tiró de los cajones móviles que había debajo del escritorio. Cerrados. Subió al dormitorio y encontró un armario empotrado, con los trajes y camisas del hombre a la derecha y los vestidos de ella y una gran cantidad de zapatos (algunos inquietantemente parecidos) a la izquierda.

Encima de una cajonera alta había una cartera, un juego de llaves y monedas.

Una de las llaves abrió los cajones que había debajo del escritorio. En los dos de arriba no había nada fuera de lo habitual, pero cuando abrió el tercero, algo que estaba al fondo dio un topetazo con la resma de papel que había delante. Era una pistola.

—No he visto muchas de éstas —dijo Falcón—. Es una Heckler & Koch de nueve milímetros. Te agencias una de éstas si crees que vas a tener problemas.

—Si tuvieras una pistola como ésta, ¿te beberías un litro de desatascador o te volarías los sesos? —preguntó Calderón.

—Si pudiera elegir… —dijo Falcón.

El abogado apareció en la puerta, con una expresión dura en sus ojos castaño oscuros.

—No tienen derecho… —comenzó a decir.

—Esto es una investigación de asesinato, señor Vázquez —aclaró Falcón—. La señora Vega está arriba, en la cama, la han asfixiado con un almohadón. ¿Tiene alguna idea de por qué su cliente guardaba esto en su estudio?

Vázquez parpadeó al ver la pistola.

—Sevilla es una de esas curiosas ciudades en la que la gente rica y privilegiada de Santa Clara sólo está separada del polígono San Pablo, desfavorecido y donde hay mucha droga, por un pequeño barrio, la fábrica de papel y la calle Tesalónica. Imagino que la tenía para protegerse.

—¿Igual que las cámaras de seguridad que no se molestó en conectar? —preguntó Falcón.

Vázquez miró las grabadoras apagadas. Su móvil se puso a tocar los primeros compases de Carmen. Los agentes sonrieron y Vázquez fue hasta el vestíbulo.

Calderón cerró la puerta y Falcón supo lo que había sospechado al estrechar la mano del juez aquella mañana: que había noticias y eran importantes para él.

—Quiero que te enteres por mí de lo que voy a decirte —dijo Calderón—, y no por los rumores de la Jefatura ni del edificio de los Juzgados.

Falcón asintió, la laringe repentinamente paralizada.

—Inés y yo vamos a casarnos a final del verano —dijo Calderón.

Sabía que iba a decir eso, pero la noticia lo dejó clavado en el suelo. Parecieron pasar minutos antes de que sus pies, moviéndose a paso de buzo en el fondo del océano, fueran capaces de acercarlo a Calderón para poder estrecharle la mano.

Pensó en ponerle una mano en el hombro, como si fueran colegas de toda la vida, pero la amargura de la decepción le llenó la boca con el mal sabor de una oliva amarga.

—Enhorabuena, Esteban —dijo.

—Ayer por la noche se lo dijimos a las familias —explicó Calderón—. Eres el primero de fuera de la familia que lo sabe.

—Os haréis muy felices uno a otro —dijo Falcón—. Lo sé.

Asintieron mutuamente y se soltaron la mano.

—Voy a ver al forense —concluyó el juez, y salió del cuarto.

Falcón se acercó a la ventana, sacó su móvil y buscó el número de Alicia Aguado en la agenda. Era la psicóloga a la que iba desde hacía más de un año. Acarició con el pulgar el botón de llamada, y un arrebato de cólera lo ayudó a resistir el impulso de apretarlo. Podía esperar a su visita semanal del día siguiente por la tarde. Habían hablado millones de veces de su ex esposa, Inés, y ella le reprendería por no pasar página.

Javier e Inés habían arreglado sus diferencias, parte del proceso de rehacer sus vidas, después de que, quince meses atrás, estallara el escándalo Francisco Falcón.

Francisco era un artista mundialmente famoso, y Javier siempre creyó que era su padre. Sólo que resultó ser un farsante, un asesino, y no su verdadero padre. Inés había perdonado a Javier antes incluso de que decidieran verse, meses después del frenesí de los medios de comunicación. Había sido la frialdad de Javier, recogida en el terrible y rimado mantra que ella repetía: «Tú no tienes corazón, Javier Falcón», lo que había acabado con su breve matrimonio. Dada la historia familiar de Javier, a ella entonces le pareció evidente por qué tenía una falla en esa cualidad humana básica.

En los últimos meses de terapia, Falcón había conseguido pensar menos en ella, pero siempre que su nombre volvía a surgir se le formaba un nudo inconfundible en el estómago. La terrible acusación de Inés aún golpeaba su mente y, al haberle perdonado, ella se había convertido, en el inestable estado en que se encontraba Falcón, en alguien ante quien tenía que demostrar su valía.

Y ahora eso. No obstante, Inés llevaba casi un año y medio saliendo con el juez, y eran la nueva pareja de moda, no sólo en el sistema legal de Sevilla, sino también en la sociedad. La boda era algo inevitable, aunque eso no hacía que la noticia fuera más fácil de asimilar.

Vázquez apareció a su espalda, reflejado en el cristal. Falcón adoptó una actitud profesional.

—¿Hasta qué punto le sorprende encontrar a su cliente muerto en tan extrañas circunstancias? —preguntó.

—Mucho —dijo Vázquez.

—Por cierto, ¿dónde está la licencia de la pistola?

—Eso es un asunto privado. Ésta es su casa. Yo sólo soy su abogado.

—Pero él le confió las llaves de su casa.

—Porque aquí no tiene familia. Cuando se iban a pasar el verano fuera solían llevarse también a los padres de Lucía. En mi despacho siempre hay alguien. Al parecer…

—¿Qué me dice de los vecinos estadounidenses?

—Llevan aquí apenas un año —dijo Vázquez—. Él les alquila la casa. El marido trabaja para él de arquitecto. No le gustaba que la gente husmeara en su vida. Les dio mi teléfono por si había alguna emergencia.

—¿Construcciones Vega es su única empresa?

—Digamos que se dedica al negocio inmobiliario. Construye y alquila apartamentos y oficinas. Edifica edificios industriales por encargo. Compra y vende terrenos. Tiene varias agencias inmobiliarias.

Falcón se sentó en una esquina del escritorio, con los pies colgando.

—Esta pistola, señor Vázquez, no es para ahuyentar a los ladrones. Es una pistola capaz de matar a un hombre. Sólo con que le diera a alguien en el hombro con una bala de nueve milímetros de una Heckler & Koch, probablemente lo mataría.

—Si fuera usted una persona rica que deseara proteger su familia y su hogar, ¿se compraría un juguete o un arma de verdad?

—Así que, que usted sepa, el señor Vega no andaba metido en ningún asunto criminal ni que bordeara la ilegalidad.

—No, que yo sepa.

—¿Y se le ocurre por qué alguien querría matarlo?

—Mire, inspector, sólo tengo que ver con los aspectos legales de los negocios de mis clientes. Rara vez me meto en su vida personal a no ser que afecte a sus negocios. Sé todo lo referente a su empresa. Si se dedicaba a algo más, en eso no me utilizaba a mí como abogado. Si tenía una aventura con la mujer de otro hombre, cosa que dudo, yo no lo habría sabido.

—Así que, ¿cómo interpreta usted la escena del crimen, señor Vázquez? La señora Vega arriba, asfixiada con un almohadón. El señor Vega abajo, con una botella de litro de desatascador a su lado. Mientras su hijo, Mario, pasa la noche con una vecina.

Silencio. Los ojos castaños se detuvieron en el pecho de Falcón.

—Parece un suicidio.

—Una de las dos muertes, al menos, tiene que ser asesinato.

—Parece ser que Rafael mató a su mujer y luego se suicidó.

—¿Detectó algún signo de inestabilidad en su difunto cliente?

—¿Cómo puede saberse lo que ocurre en la mente de alguien?

—Así pues, ¿no se enfrentaba al fracaso de sus empresas ni a la ruina?

—Tendría que preguntárselo al contable, aunque el contable no era el director financiero. Probablemente tendría un conocimiento limitado.

—¿Quién era el director financiero?

—Rafael en persona llevaba esos asuntos.

Falcón le entregó su libreta. Vázquez anotó el nombre del contable, Francisco Dourado, y sus señas.

—¿Está gestándose algún escándalo, que usted sepa, en el que esté implicado el señor Vega o su empresa? —preguntó Falcón.

—Ahora lo reconozco —dijo el señor Vázquez, sonriendo por primera vez y mostrando unos dientes asombrosamente perfectos—. Falcón. Antes no caí en la cuenta. Bueno… usted sigue aquí, inspector, y mi cliente no ha pasado por nada parecido a lo que usted pasó.

—Pero yo no cometí ningún delito, señor Vázquez. Yo no me enfrentaba a la ruina moral ni a la vergüenza.

—La vergüenza —dijo el abogado—. ¿Cree usted que la vergüenza sigue teniendo algún poder en el mundo moderno?

—Depende de la sociedad en la que construya su vida. De lo que le importe su opinión —contestó Falcón—. Por cierto, ¿tiene usted el testamento del señor Vega?

—Sí, lo tengo.

—¿Quién es el pariente más cercano?

—Como ya le he dicho, no tenía familia.

—¿Y su mujer?

—Tiene una hermana en Madrid. Sus padres viven aquí, en Sevilla.

—Necesitaremos a alguien que identifique los cadáveres.

Pérez apareció en la puerta.

—Han sacado la nota que el señor Vega tenía en la mano —dijo.

Se dirigieron a la cocina, pasando junto a los miembros de la Policía Científica, que abarrotaban el pasillo con sus maletines, a la espera de ponerse a trabajar en la escena del crimen.

La nota ya estaba en una bolsita de plástico de pruebas. Calderón se la entregó con las cejas enarcadas. Falcón y Vázquez fruncieron el ceño al leerla, y no sólo porque sus once palabras estuvieran escritas en inglés.

«… el aire enrarecido que respiráis desde el 11/9 hasta el fin…».