(parpadea en la oscuridad)
¿Tengo miedo? No tengo ninguna razón física para estar asustado, tendido aquí en la cama, junto a Lucía, con mi pequeño Mario haciendo ruiditos mientras duerme en la habitación de al lado. Pero estoy asustado. Mis sueños me han asustado, aunque ya no son sueños. Son algo más vivo. En los sueños hay caras, sólo caras. Me parece que no las conozco, y sin embargo hay unos extraños momentos en los que estoy a punto de reconocerlas, pero es como si, en ese preciso instante, ellas no quisieran. Entonces me despierto porque… De nuevo estoy siendo vago. No son exactamente caras. No son carne. Son más espectrales que reales, pero tienen rasgos. Tienen color, pero no es sólido. Les falta ser humanas. Eso es. Lo que pasa es que les falta ser humanas. ¿Es eso una pista?
Si tuviera miedo de esas caras, no tendría ganas de acostarme, pero a veces estoy impaciente por ir a dormir, y me doy cuenta de que es porque quiero saber la respuesta. En algún lugar de mi mente hay una clave, la que abrirá la puerta y me dirá: ¿por qué esas caras? ¿Por qué no otras? ¿Qué hay en esas caras para que mi mente las haya seleccionado? Ahora he comenzado a verlas claramente, durante el día, cuando mi conciencia va a la deriva. Mi subconsciente las moldea a partir de personas vivas, de modo que por un momento las caras fantasmales cobran vida, hasta que las personas reales se afianzan. Cuando desaparecen me siento estúpido y agitado, como un anciano que tiene nombres en la punta de la lengua pero es incapaz de pronunciarlos.
Estoy temblando. Esto es lo que mi mente es capaz de hacerme. Me estoy desmoronando. Me he levantado sonámbulo. Lucía me lo dijo cuando estaba en la ducha. Me dijo que había bajado a mi estudio a las tres de la mañana. Ese mismo día encontré un cuaderno en blanco encima del escritorio. Se veía una marca de letra. No pude encontrar el papel que había escrito. Acerqué el cuaderno a la ventana y vi que había garabateado algo: «¿el aire enrarecido…?».