37

Cuando Hannah salió al patio a la mañana siguiente, fueron a saludarla su marido, su hermano y Hoji. Se alegraba de ver a dos de los tres, y se apresuró a estrechar las manos de Jacob y de Hoji, obviando a Rydon.

—¡Jacob! ¡Hoji-san! Creí que no volvería a veros. ¿Cómo estáis?

—Estamos bien, pero ¿y tú? —Jacob la escrutó atentamente, como si buscara signos de maltrato—. ¿Te han hecho daño? Nos han dicho que has sufrido un accidente ¿Qué te han hecho?

—Nada, en realidad. Es una historia muy larga, os la contaré más tarde. Ahora estoy bien, de verdad. ¿Hoji-san? —Se volvió hacia su viejo amigo y se dirigió a él en japonés, ansiosa por cambiar de tema—. ¿Qué tal tú?

—Nunca he estado mejor, Hannah-chan, y es un alivio verte. Había empezado a temerme lo peor. —Dejó caer la cabeza—. ¿Podrás perdonarme algún día?

—¿Perdonarte? ¿Por qué?

—Por no haberte proporcionado una guardia adecuada. Salta la vista que esos imbéciles a los que contraté no ofrecían suficiente protección para nadie. Debería haberme asegurado antes de salir para Edo.

—No, no, no es culpa tuya. Los ninjas podrían haber reducido a cualquiera. No había forma de contrarrestar su ataque, estoy segura. No hay nada que perdonar.

—Eres demasiado buena.

Rydon interrumpió rudamente su conversación.

—Si habéis acabado de parlotear, quizá podrías saludar como es debido a todos tus rescatadores —dijo, con desdén.

—Desde luego. —Hizo una reverencia y lo miró fríamente—. Buenos días.

—¿Eso es todo lo que tienes que decir? ¿Ni un «gracias por salvarme de estos bárbaros»? ¿Nada de «me alegro tanto de verte por fin»?

—No son bárbaros y no había ninguna necesidad de rescatarme. De todas formas, me habrían llevado de vuelta antes de la primavera.

—Tan gentil como siempre.

—Pues no sé por qué te has preocupado —le espetó Hannah—. Creí que te alegrarías de librarte de mí.

—Puede que sí —dijo Rydon—, pero no he venido hasta aquí y he puesto en riesgo mi vida para irme con las manos vacías. Hemos viajado durante días y días, sin saber si nos iban a rebanar el pescuezo esos paganos, y todo para que nos reciba un señor engreído que cree que se puede comprar todo lo que quiera. No ofreció dinero por ti, ¿sabes? ¡Por una inglesa! Condenada insolencia…

—Tal vez deberías haber aceptado —dijo Hannah, apretando los dientes. Sabía que era ridículo ser comprada y vendida como una esclava, pero tal y como se sentía en aquel momento, no le habría importado, si eso significara que podía quedarse.

—Ni muerto. No perteneces a este lugar. Te vienes con nosotros.

Rydon se volvió, indignado, pero Jacob le tendía la mano.

—Venga, Hannah, no vamos a discutir. Estoy tan contento de verte y tan aliviado de comprobar que estás bien. Partimos con los nervios algo crispados, por así decirlo. ¿Podemos dejar las discusiones en el pasado, que es donde tienen que estar? He estado muy preocupado por ti.

Hannah se acordó de que ya había desaprovechado una vez la oportunidad de subsanar el distanciamiento que había nacido entre ambos y no se lo pensó dos veces antes de cogerle la mano.

—Con mucho gusto. Pero, por favor, comprenderás que nunca podré aceptar mi mal llamado matrimonio. Deberá ser anulado tan pronto pisemos Inglaterra, Rydon convino en ello por escrito.

Jacob lanzó una mirada a Rydon, que ahora estaba apartado y no podía oírlos. Él asintió.

—Está bien. Podemos discutir ese asunto más tarde. Estoy seguro de que tienes muchas cosas que contarme.

Hannah tuvo que conformarse de momento con esa respuesta. Él tenía razón, no eran ni el momento ni el lugar adecuados para hablar de ello.

—En efecto.

Taro se presentó en ese punto y saludó cortésmente. Se dirigió a Hannah para decirle:

Sayonara. Que tengas un buen viaje. Voy a enviar una escolta de cien hombres para que os acompañe hasta que lleguéis a la costa.

Su expresión era neutra y Hannah no vio nada del hombre apasionado con el que había pasado la noche. El hombre al que se había aferrado por última vez antes de salir de la casa de baños, hacía solo un rato. Llegó a la conclusión de que debía de estar contento de librarse de ella. Simplemente, era demasiado educado como para decírselo.

Dominó su propia expresividad y sonrió antes inclinarse para despedirse.

Sayonara, mi señor. Gracias por todo. Ha sido una estancia… muy agradable.

Él asintió y de su amplia manga extrajo un paquetito.

—Por favor, aceptad este pequeño obsequio.

—Oh, pero no es necesario.

—Es la costumbre.

Ella lo tomó en su mano y él la rozó con sus dedos por última vez, cortándole el aliento de golpe. Sentía un dolor tan intenso en el corazón, como si le estuvieran clavando un atizador al rojo vivo. Oh, Dios, ayúdame a soportarlo, ayúdame a superarlo… Apretó los dientes.

—Gracias. —Volvió a inclinarse—. Sea lo que sea, lo guardaré siempre como un tesoro.

—Vamos, Hannah, es hora de partir.

Jacob le puso una mano en la base de la espalda y la guio hacia el palanquín, donde Sakura esperaba pacientemente, con la tristeza reflejada en el rostro. La pequeña doncella había disfrutado de aquella vida de lujos en el castillo y estaba consternada por tener que marcharse. Hannah estaba demasiado desolada como para consolar a la chica. Subió y se desplomó sobre los mullidos cojines, aferrándose el paquetito como si le fuera la vida en ello. No debía llorar ahora, eso la desprestigiaría. Taro le tendría menos consideración. No iba a llorar…

Su partida se desarrolló en una nebulosa y Hannah se hundió en las tinieblas a medida que salían del patio. Cuando la caravana alcanzó la cima de la colina y la coronó, y el castillo dejó de verse, Hannah sucumbió por fin y dio rienda suelta a sus lágrimas. No le importaba lo que pensara nadie. Tenía el corazón roto y sabía que nunca volvería a curarse.

Los extranjeros habían viajado hasta el castillo de Shiroi por la carretera Oshu Kaido desde Edo, pero como regresaban directamente a Hirado, los hombres de Taro los llevaron por otra ruta distinta. Hoji le dijo a Hannah que el daimio les daba permiso para hacer uso de un barco. Dado que reconocía algunas de las marcas del camino, Hannah se dio cuenta de que seguían el mismo trayecto que había hecho ella muchos meses atrás, y eso le hizo sentir deseos de volver a llorar.

El viaje se le hacía interminable, y lo único que la mantenía cuerda era Hoji. Hannah estaba encantada de volver a estar con él y se pasaban muchas horas juntos, hablando. Siempre que paraban a comer, los dos se aseguraban de sentarse apartados de los demás, para que nadie los oyera. En esos interludios del viaje, le contó la verdad.

—Tengo que explicárselo a alguien, o me moriré —le dijo—. Espero que no te importe.

—Claro que no. De todas formas, ya me lo había imaginado —respondió Hoji—. El señor Kumashiro dijo que había un hombre que te quería como consorte, pero a mí me dio la sensación de que estaba hablando de sí mismo. Él era el único hombre de rango suficiente como para tener más de una esposa.

Titubeó antes de preguntarle:

—¿Habrías aceptado?

—¿Ser su consorte? Sí. Ya lo soy. Es decir, lo era.

—Entiendo. ¿Y va a haber un hijo?

—¿Un hijo?

Hannah miró a Hoji y parpadeó al caer en la cuenta de que ni siquiera había considerado esa posibilidad.

—Yo… no lo sé. La verdad, no lo había pensado…

Echó cuentas mentalmente, tratando de recordar el último periodo y frunció el ceño. Nunca había sido muy regular en ese aspecto, pero ahora se percató de que había sido muchos meses atrás, demasiados, a decir verdad. Y aunque no se había sentido enferma, sí que había notado que últimamente tenía los senos muy sensibles.

—Dios mío, ¿cómo he podido ser tan estúpida?

De repente reparó en la magnitud de lo que eso implicaba.

—Hoji, ¿cómo voy a obtener ahora la anulación de mi matrimonio? Antes Rydon hubiera podido jurar que estaba inmaculada, pero eso será una mentira flagrante si hay un niño. Ahora nunca lo hará. No puede, de ninguna de las maneras. Oh, Dios mío…

Hoji sacudió la cabeza, pero no hizo ningún comentario. A fin de cuentas, no podía decir nada.

—Pero tampoco puedo volver —continuó Hannah—. ¿Qué diría Taro? Seguro que no desea un hijo que resulte ser una mezcla tan extraña.

Un hijo. El hijo de Taro. Hannah no pudo evitarlo y una sensación de calidez la invadió por dentro. Después de todo, iba a tener algo para recordarlo. Aunque sería una mujer caída con un bastardo de aspecto extranjero al que tendría que cuidar ella sola. ¿Cómo se las iba a arreglar? ¿Qué suerte correría el niño?

—Oh, Dios mío —repitió—. Rydon tampoco querrá al niño, claro. Hoji, ¿qué voy a hacer?

—Espera y verás. Algunas veces estas cosas se arreglan solas.

Hoji sonaba tan confiado como siempre, sin embargo Hannah detectó signos de inquietud en sus ojos. Con mucho tacto, él cambio de tema.

—¿Qué te dio el señor Kumashiro como regalo de despedida?

—¿Cómo? Oh, no lo sé. Aún no lo he abierto. No he tenido valor para hacerlo, pero tal vez sea el momento.

En cuanto Hannah regresó al palanquín, se sacó el paquetito de la manga, donde lo había tenido escondido. Estaba sola, afortunadamente, pues Sakura aún no había vuelto de comer. Con dedos súbitamente temblorosos, Hannah abrió el regalo.

Era una cajita lacada, con exquisitas incrustaciones en pan de oro, esmalte y madreperla. Sobre la tapa se veía la imagen de una flor roja anaranjada, como las que había en el blasón del clan de Taro. La sostenía un oso blanco con sus enormes garras. Hannah ahogó un grito.

—¡Cielos!

¿Qué significaba eso? ¿Qué Kumashiro, el oso blanco, quería aferrarse a ella, su flor roja? ¿O era solo una ilusión? No, no encontraba otro modo de interpretarlo. Debía de haberlo encargado especialmente, esperando que lo comprendiera.

Levantó la tapa. Dentro había una nota, y en un papel aparte, un haiku con su sello al final. Había intentado transcribir fonéticamente las palabras japonesas en el alfabeto de Hannah, además de en kana, un detalle por su parte. Pese a la extraña apariencia que ofrecían, al menos las entendió al leerlas lentamente y en voz alta.

La nota decía: «Hannah-chan, había mandado confeccionar esta caja para ti y pensaba dártela cuando te hubieras recuperado del secuestro. He pensado que tal vez sería un regalo de despedida apropiado».

Había firmado sencillamente «Taro».

El poema era aún más corto. Decía así:

Sigue en mi jardín,

que tus pétalos rojos

se abran para mí.

—Oh, Taro, ¿significa esto lo que creo que significa? —susurró.

Agarró la cajita y trató de pensar. En su cabeza se arremolinaban las imágenes: de su noche de bodas con Rydon, de su primera noche en la casa de baños con Taro, de los muchos momentos maravillosos que había vivido desde entonces. Pensó en el modo en que Rydon la había saludado en el patio, delatando que no se alegraba más que ella por su reencuentro. Estaba ansioso por anular el matrimonio, pero ahora eso no sucedería. La frase «hasta que la muerte nos separe» resonó de pronto en su cerebro y una tea de angustia se encendió en su interior.

¿Cómo iba a soportarlo?

Se metió la cajita dentro de la manga y volvió a salir en busca de Hoji, con pasos tan apesadumbrados como su corazón. Por fortuna no se encontraba lejos y, en silencio, se apartaron un poco de los demás para poder hablar con libertad.

—¿Qué ocurre? ¿Has abierto el regalo? —Escrutaba su rostro con inquietud.

—Sí, y es una señal. Quiere que me quede. Estoy segura. Pero no puedo, Jacob nunca me permitirá volver.

Sabía que su hermano se consideraba a sí mismo responsable de ella y no cabía ninguna posibilidad de que la dejara atrás, en Japón.

—Bueno, estaba bastante claro que quería quedarse contigo.

—No, no solo quedarse conmigo como si fuera una curiosidad, él me desea por mí misma. Creo que me ama, aunque no se da cuenta.

Había dicho esta última frase en su propia lengua, pues sabía que en japonés no había ninguna palabra para decir «amor».

—¿Amor? Eso no existe. El deseo por una persona, anhelar estar con ella, sentirse a gusto con el otro, sí, pero…

—No, no es así. Amor es cuando no puedes vivir sin la otra persona, cuando no quieres hacerlo. Eso es lo que siento por él, y creo que él siente lo mismo.

—¿Todo eso lo has sacado de un regalo? ¿Qué era?

Hannah se lo enseñó, y él asintió.

—Ya veo. Entonces ¿qué quieres hacer? ¿Quieres volver?

—Claro que sí, pero no puedo. —Se sintió abrumada por la desesperación y agachó la cabeza—. Es demasiado tarde. No puedo hacer nada. Oh, Hoji, ojalá nunca hubiera venido a tu país.