El señor Takaki y su séquito se marcharon al día siguiente y Taro fue a despedirse de ellos en persona. Miró por última vez el rostro de la señora Reiko, un rostro que en un tiempo había sido casi tan bello como el de su hermana. Ahora ya no quedaba nada de esa mujer. Solo una cáscara vacía, con la mirada ausente, los ojos inyectados en sangre por el llanto. Lo inundó un sentimiento de tristeza, aunque sabía que en realidad él no era responsable, y que no servía de nada reprocharse que ella hubiera perdido el juicio. Desde el principio hubo algo en su cabeza que no funcionaba.
Tan pronto hubo desaparecido el grupo del señor Takaki, no obstante, los guardias lanzaron el aviso de que otra comitiva se aproximaba al castillo. Taro se apresuró a subir a una de las torres de vigilancia para verlo mejor, pero no pudo distinguir ningún estandarte que anunciara quiénes podían ser los visitantes. Frunció el ceño.
—Ven a informarme de su identidad antes de dejarlos entrar —le ordenó al capitán de la guardia, y entró en el gran salón con paso decidido.
Se sentó en su lugar acostumbrado y esperó, intentando mantener a raya su impaciencia. ¿Es que nunca iba a encontrar descanso en el castillo? Lo único que quería era pasar más tiempo con Hannah. Hablar, intentar convencerla para que se quedara con él para siempre.
—Mi señor, si me permitís. —El capitán entró y lo saludó con una inclinación—. Hay un hombre fuera que afirma ser el esposo de la señora Hannah. Desea conocer su paradero.
Taro adoptó un gesto grave.
—Lo que me faltaba —musitó, pero en voz alta dijo—: ¿Y se lo has dicho?
El hombre pareció quedarse pasmado.
—Por supuesto que no, mi señor. Nadie les ha dicho nada.
—Bien. Asegúrate de que así sea. Dile que estoy muy ocupado en este momento, pero que los veré tan pronto como me sea posible. El extranjero y sus hombres pueden quedarse en el castillo. Llévalos a las habitaciones de la torre oeste y vigílalos de cerca. No tienen permiso para deambular a sus anchas, ¿entendido?
—Sí, mi señor. Ahora mismo.
El capitán se retiró a toda prisa. Taro apoyó la barbilla sobre un puño y suspiró.
—¿Y ahora qué hago? —preguntó, dirigiéndose a nadie en particular. Entonces se le ocurrió una idea y se levantó para ir en busca de Yanagihara. A fin de cuentas, el responsable de que Hannah estuviera aquí era él. Lo justo era que fuera él quien aportara una solución.
Por desgracia, Yanagihara no fue de gran ayuda.
—¿Deseáis que ella se quede, mi señor? —preguntó.
—Pues claro que sí. Pero ¿y si el hombre sigue siendo su esposo de pleno derecho? Ella me dijo que el matrimonio se había acabado, pero puede ser que su marido no esté de acuerdo.
—¿Acaso importa eso? Y, en todo caso, ¿eso os habría impedido convertirla en vuestra consorte?
Taro se paseaba por la galería, con un sentimiento de agitación como no lo había tenido jamás.
—No. Sí. Ay, no lo sé. Pero claro que importa. Si afirma ser su marido de acuerdo con sus leyes bárbaras, yo no puedo mantenerla aquí. El del pelo amarillo tiene el beneplácito de Anjin-san, y sabes que el shogun escucha lo que él dice. Podrían hacerle algo a Ichiro a modo de represalia y no puedo permitir que eso ocurra. Chikusho! Nunca pensé que vendrían aquí a buscarla, al menos no tan pronto.
—Alguien ha debido de contarles dónde la encontrarían, aunque siempre podéis negar que esté aquí.
—Eso no serviría de nada, ahora que han despertado sus sospechas. No creo que se vayan a ir sin más. Seguramente enviarían espías y descubrirían que he mentido.
—Al menos eso los distraería por un tiempo.
—¿Quieres decir que debería hacer eso?
—No voy a deciros lo que tenéis que hacer, mi señor. Tenéis que seguir los dictados de vuestro corazón.
—¿Mi corazón? Querréis decir mi cabeza, ¿no? Mi corazón no tiene nada que ver con esto.
—Eso depende.
Taro se llevó las manos a la cabeza, indignado. Era evidente que no valía la pena hablar con el anciano cuando estaba de semejante talante.
—Bueno, nunca deberías haberme hablado de su llegada, y así ahora no tendría este problema.
—Era vuestro destino encontraros, no tuvo nada que ver conmigo.
—Mmm.
Taro se enfureció, totalmente insatisfecho con esa respuesta.
Dos días más tarde, permitió por fin a los visitantes que comparecieran ante él en el gran salón. Se había vestido lo más espléndidamente que pudo para darles la impresión de que no debían tomarlo a la ligera. En comparación, ellos ofrecían un aspecto más bien desastrado. Sus extrañas vestimentas ni siquiera estaban limpias, pese a que uno de ellos parecía haberse esmerado un poco más en este sentido. Taro procuró no arrugar la nariz, asqueado como estaba.
Había dos extranjeros, a los que reconoció de la visita del señor Matsura a su barco. Uno de ellos era, en efecto, el del pelo amarillo, el capitán con el que Hannah había estado, o estaba, casada. El japonés que iba al frente del grupo también le resultaba vagamente familiar. Taro esperó mientras su compatriota se postraba ante él y los extranjeros se inclinaban, de un modo algo peculiar. Él saludó a su vez, pero permaneció sentado en el estrado.
—Exponed el asunto —dijo secamente.
—Mi señor, si me lo permitís, seré el intérprete de estos hombres, pues no hablan vuestro idioma. Yo soy Hoji.
Cuando Taro asintió, dando su consentimiento, el hombre prosiguió.
—Os presento a Rydon-san y a Marston-san, ambos son capitanes de barcos extranjeros que se encuentran anclados en Hirado. Tengo entendido que ya se conocían. Rydon-san tiene una esposa, llamada Hannah, que lleva desaparecida varios meses. Nos han informado de que una mujer extranjera de cabello rojo ha sido vista en vuestro castillo. ¿Es eso cierto?
Taro emitió un extraño ruido, pero ni confirmó ni negó la alegación.
—Continúa —ordenó.
—Naturalmente, Rydon-san está ansioso por recuperar a su esposa, y el otro caballero es el hermano de la dama. También él está preocupado por su bienestar. Si la dama que han visto aquí es, en efecto, Hannah, agradeceríamos cualquier información en relación a su paradero actual.
Taro escudriñó a los hombres que tenía ante sí y trató de juzgar su carácter. El hombre que era el marido de Hannah parecía tener un talante malhumorado e impaciente. El otro estaba tranquilo y sereno, escuchando con atención las respuestas de Taro que Hoji le iba traduciendo. Taro comprobó el parecido que este guardaba con Hannah. A pesar de no tener el cabello de un tono tan encendido como ella, compartían otros rasgos. Asimismo, advirtió que Marston-san estaba verdaderamente preocupado por ella. Ninguno de los hombres estaba haciendo el más mínimo esfuerzo por ocultar sus sentimientos.
—Dime, ¿puede demostrar el capitán que es el esposo de la dama?
Hoji asintió y extrajo un documento enrollado de una de sus mangas.
—Sí, esta es la carta de un sacerdote extranjero que declara que tuvo lugar una boda. El contrato fue firmado por ambas partes.
—¿Puedo verlo?
Taro extendió la mano imperiosamente y Hoji le entregó el documento. Gracias a las clases de Hannah, Taro pudo al menos leer su nombre y el del capitán, aunque el resto estaba en una lengua que desconocía. Con todo, no cabía duda de que el intérprete estaba diciendo la verdad. Pero frunció el ceño al llegar a la parte final del documento.
—¿La dama firmó con un símbolo cristiano?
—¿Perdón?
Hoji parecía confuso, y miró donde Taro señalaba.
—Ah, bueno… —titubeó—. Las mujeres no tienen por qué firmar al uso, creo. Su hermano hizo una marca en su nombre.
—¿De verdad? Muy bien, voy a preguntar —dijo Taro, procurando no delatar el desánimo que se había cernido sobre él con esa respuesta—. Hace algún tiempo estuvo aquí una mujer de pelo rojo, pero no sé si sigue en el castillo. Mis dominios son muy vastos, como comprenderéis.
—Gracias, sois muy gentil.
Agitó la mano para indicar que la audiencia había tocado a su fin. Marston-san le dijo algo a Hoji, que vaciló antes de volver a hablar, mientras el otro extranjero, irritado, dejaba escapar un bufido.
—Por favor, disculpadme, mi señor, pero Marston-san me ha pedido que os diga lo agradecido que está por vuestra ayuda en este asunto. También desea daros las gracias por vuestra hospitalidad.
Taro asintió y vio salir a la comitiva. Así que el hombre al menos tenía modales. Bueno, al fin y al cabo, era pariente de Hannah, y en el fondo Taro no había encontrado falla alguna en su comportamiento. Suspiró. Tenía mucho en que pensar.
Entretuvo a los extranjeros todo el tiempo que pudo, pero empezaron a inquietarse. Incluso el hermano de Hannah mostró signos de nerviosismo y, al final, Taro se vio obligado a contarles parte de la verdad.
—He averiguado el paradero de la dama —le dijo al pequeño traductor— y el hombre que la acoge desea convertirla en su consorte, dada su buena relación. ¿Estaría dispuesto su esposo a divorciarse de ella? ¿Tal vez a cambio de una generosa compensación?
—Lo preguntaré, pero… ¿ella está bien?
Taro pensó que Hoji-san parecía estar especialmente angustiado cuando le hizo esa pregunta, y él se apresuró a tranquilizarlo.
—Eso creo, aunque según tengo entendido hace poco sufrió una caída de la que se está recuperando.
—¿Una caída? ¿Cómo es eso?
Taro adoptó una expresión de lo más altanera.
—No conozco los detalles.
—Por supuesto que no, mi señor. Permitidme que traslade vuestra pregunta al esposo de la dama.
No obstante, al parecer a Rydon-san no le entusiasmaba la idea de entregar a Hannah a cambio de dinero. Prorrumpió en una expresión iracunda que fue inmediatamente acallada por sus acompañantes, aunque Marston-san parecía sentirse tan ultrajado como él. Estallaron en una jerigonza de la que Taro consiguió descifrar algunos fragmentos. Oyó palabras como «Extranjero», «Creen que pueden quedarse con lo que nos pertenece» y «No está bien». Todas ellas eran ciertas, francamente. Solo las palabras tranquilizadoras de Hoji consiguieron que los hombres recobraran algo semejante a la normalidad. Al final fue Marston-san el que respondió, por medio del intérprete.
—Lo siento, mi señor, pero los extranjeros no tienen divorcios. Solicitan que la dama sea devuelta inmediatamente.
—¿En serio? ¿No hay forma de disolver un matrimonio?
Taro clavó la mirada en Rydon-san y lo vio sufrir cuando Hoji le traducía detenidamente sus palabras.
El gai-jin del pelo amarillo murmuró:
—Quizá ella no me quiera, pero que me parta un rayo si la voy a dejar aquí.
Demostrando su sentido común, Hoji no le trasladó el sentido de esa frase, aunque Taro captó la idea y apretó los puños, ocultos bajo las mangas de su túnica.
—Está bien. La mandaré traer —dijo.
Lo había intentado, pero en el fondo sabía que no podía ser. Pese a estar seguro de que podía derrotar fácilmente a los pretendidos rescatadores de Hannah y retenerla por la fuerza, eso iría en contra de todos los principios que le había enseñado a respetar. Y, sencillamente, no podía poner en peligro el bienestar de su hijo de ninguna manera.
Además, había otra razón que no había dejado de inquietarlo. Su Akai estaba viviendo un momento feliz, ahora que estaban juntos y todo era nuevo y emocionante. Aún estaba aprendiendo todos los placeres sensuales que él pudiera enseñarle, pero Taro sabía muy bien que llegaría el momento en que hacer el amor no sería suficiente. Echaría de menos su hogar, anhelaría la compañía de su gente y sus costumbres, y entonces sería demasiado tarde. Llegarían los reproches, luego la rabia y el resentimiento.
Consolidó su decisión. Era un hecho que Hannah no era una mujer libre si Rydon-san se negaba a cejar en su empeño por reclamarla. No comprendía las leyes de los ingleses, pero estaba convencido de que la anulación de la que ella hablaba no podría hacerse efectiva a no ser que ambos miembros estuvieran de acuerdo.
Viendo al enojado extranjero, supo que eso era extremadamente improbable.
Hannah tomó asiento en una de las grandes piedras que rodeaban el estanque ornamental y cerró los ojos, inclinando la cabeza para orientarla al sol. La tranquilidad que se respiraba en ese apacible rincón de los jardines del castillo hizo que se relajara por completo y sintió su poder reparador en su maltratado cuerpo. Esa mañana se encontraba mejor, pero aún seguía algo aletargada.
El agua de la pequeña cascada caía con un sonido sosegador, surgiendo de forma sutil del tronco hueco de un viejo árbol. Prácticamente dormitaba y dejó que sus pensamientos fluyeran libremente. Sumergía, en actitud ausente, una mano en el agua fría, y deslizaba los dedos arriba y abajo con movimientos lánguidos. Los coloridos peces koi que vivían en el estanque se acercaron a ver si las puntas de sus dedos eran comestibles. Al principio Hannah se sobresaltó, cuando el más valiente le dio un cauteloso mordisquito, pero luego quedó cautivada al comprobar que las resbaladizas criaturas permitían que les acariciara la cabeza, grande como era. Los observaba mientras, con un coletazo, pasaban a su lado en silencio, cerca de la superficie del agua. Los más glotones emergían una y otra vez para abrir una inquisitiva boca.
Era imposible decidir cuál de los peces era el más hermoso, de tantas combinaciones de colores como había. Negro, naranja, blanco, dorado y plateado; la oferta era infinita. Hannah atisbó una enorme bestia naranja con manchas negras y, sonriendo, pensó que ese debía de ser el abuelo. Entonces le llamó la atención un magnífico pez cuyas escamas tenían un precioso tono dorado, con la cabeza blanca y una franja también blanca que le recorría todo el lomo, y de pronto había hecho su elección.
—Tú eres el más guapo, no cabe duda —le dijo, mientras él abría la boca tristemente, con la vaga esperanza de obtener comida, y abanicaba el agua despacio con sus aletas delanteras—. Aunque supongo que a ti te da igual, mientras nadie se te coma.
Dicho esto, Hannah volvió a cerrar los ojos. Tenía que tomar otra decisión mucho más difícil y, aunque no era sencillo, había que hacerlo.
Taro la encontró allí, con su rojo cabello captando vivamente la luz del sol, fiel reflejo del color de algunos peces. Permaneció un largo rato contemplando la bella estampa, guardándola en la memoria para el futuro. Ahora sabía que no podía mantenerla allí para siempre, por mucho que quisiera.
—Akai —dijo suavemente, para no sobresaltarla. Sabía que aún estaba débil tras el terrible trance. Ella abrió los ojos y le dio la bienvenida con una sonrisa, y Taro se sentó junto a ella sobre las piedras calientes—. ¿Te encuentras bien esta mañana?
—Sí, gracias, mi cuerpo se está reponiendo rápidamente. ¿Y tú? —Estudió el rostro de Taro y en su entrecejo se formó una leve grieta—. Pareces preocupado. ¿Sucede algo?
Él suspiró.
—Sí, me temo que tengo una noticia que darte.
—¿Sobre los secuestradores? ¿O la señora Reiko?
—¿Cómo? No, no. —Casi se había olvidado de ellos—. Es algo completamente distinto.
Tomó una de sus manos y la estrechó entre las suyas.
—Hannah, ¿sabes que acordamos que regresarías con tu gente en primavera?
El gesto ceñudo de Hannah se acentuó.
—Sí. ¿Por qué? ¿Quieres deshacerte de mí ya? Creí que habías dicho…
Se volvió y trató de apartar las manos de las de él, pero él no se lo permitió.
—Bueno, no importa. Si te soy sincera, he estado pensando que sería mejor que me fuera más pronto que tarde. Estaba a punto de planteártelo.
No quería mirarlo para que él no pudiera leer su expresión.
—¿Qué te parecería si te dijera que tu marido ha venido para llevarte con él?
—¿Rydon está aquí? ¿Cómo puede ser? ¿Cómo me ha encontrado?
Sus ojos buscaron desesperadamente los de él, alarmados.
Él se encogió de hombros.
—No lo sé, pero alguien lo informó de tu paradero. ¿Reiko, tal vez? Sería muy propio de ella.
—¿Y ha pedido que regrese?
—Sí. Es inflexible. Le pregunté si tendría en cuenta la posibilidad de divorciarse a cambio de una compensación, pero se negó. —No pudo evitar añadir, en un tono ligeramente acusador—: El intérprete dice que en tu país no hay divorcio. Creí que me habías dicho que te habías librado de él. Me ha enseñado un documento que demuestra que sigue siendo tu marido.
—Yo… ¿Eso ha hecho? Pero…
Al principio Hannah estaba desconcertada, luego se enfadó. Taro esperaba que ella pudiera explicarle que había algún error y que los otros extranjeros se equivocaban, pero no lo hizo.
—¿Te ofreciste a pagar por mí? —preguntó, en cambio, frunciendo el ceño.
—Sí, pero no quiso aceptar.
—Que sepas que no soy la posesión de nadie para que se me pueda comprar y vender de esa manera.
Sus ojos de zafiro despedían un destello de indignación.
—Nunca he pensado que lo fueras, pero creí que así podría convencer a Rydon-san. —Taro ahogó un suspiro—. En cualquier caso, se ha traído a tu hermano, que, según creo, está más preocupado por tu bienestar.
Procuró controlar sus emociones, no demostrarle lo mucho que le costaba hablar sobre ese tema de un modo tan prosaico.
—¿Jacob también está aquí? Dios mío. Bueno, eso lo explica todo.
Hannah dejó caer la cabeza, para volver a levantarla a continuación.
—Siento haberte causado problemas. Por favor, perdóname.
—Yanagihara-san me ha asegurado que esto tenía que pasar, así que ¿quién soy yo para contravenir a los dioses? Además, esto me lo he ganado yo, por secuestrarte.
Se levantó. Se sentía incapaz de permanecer sentado tan cerca de ella sin estrecharla entre sus brazos. Quería retenerla, pero eso no estaría bien.
—Me siento agradecido por el tiempo que hemos pasado juntos, he aprendido mucho —dijo formalmente—. Gracias. Ahora iré a informar a tu esposo y a tu hermano de que estarás lista para partir mañana al amanecer.
—¿Tan pronto? —Hannah levantó aquellos maravillosos ojos azules hacia los suyos y Taro vio lágrimas asomando sobre sus pestañas. Estiró una mano hacia él—. Taro, yo…
—¿Sí?
—¿Vendrás a la casa de baños esta noche? ¿Por última vez?
Él vaciló un momento, luego asintió. Sería suya una noche más, ¿qué tenía de malo, después de todo el tiempo que habían pasado juntos? Su marido la tendría durante el resto de su vida.
Hannah miró a Taro mientras se alejaba y se tragó las lágrimas. Podría haberle dicho que no se quería marchar, pero ¿de qué habría servido? No tenía la carta que Rydon había firmado como prueba de la inminente anulación, y estaba segura de que Taro no habría tardado en preferir que se fuera, de todos modos. Había oído decir que los hombres siempre se cansan de las concubinas y las consortes, y comoquiera que no había nada que los atara el uno al otro, acabaría siendo descartada. Y entonces ¿qué sería de ella? No, era mejor que se fuera ahora que aún tenía la posibilidad de regresar a Inglaterra. Y le había prometido a Dios que expiaría sus pecados si la salvaba de morir.
Tenía que mantener su parte del trato.
Tanto si iba a seguir casada como si no, había pecado. Abandonar a Taro era su penitencia.