35

Taro se detuvo en mitad del bosque y desmontó.

—Buscad señales recientes de paso por este punto —ordenó a sus hombres. Ellos se desplegaron a su alrededor, inspeccionando el terreno.

—Por aquí, Kumashiro-sama —gritó alguien finalmente, y emprendieron de nuevo la marcha en la que Taro esperaba que fuera la dirección correcta.

Era un proceso lento el de seguir la pista de los secuestradores, pese al hecho de que aquellos parecían haber procedido con descuido y de que llevaban horas buscando. Perdieron el rastro en varias ocasiones y se vieron obligados a desandar el camino, pero, una vez más, habían logrado dar con la ruta adecuada y seguir adelante.

Se secó el sudor de la frente y procuró borrar de su mente lo que podría haberle sucedido a Hannah. Una mujer sola a merced de ninjas o de ronin. Nunca antes había tenido tanto miedo por otra persona. En el poco tiempo que habían pasado juntos, Hannah se había convertido en alguien de primordial importancia para él. Al final tuvo que admitirse que había esperado que no se marchara. Nunca. No podía imaginar la vida sin ella.

Tenía que encontrarla.

Volvieron a pararse para buscar pistas: ramas quebradas, marcas de pezuñas o heces de caballo. Taro captó el estruendo de cascos a lo lejos. Poco después, Kenji apareció de repente entre los árboles que quedaban a sus espaldas y se acercó a su amo, jadeando por el esfuerzo, con el rostro encarnado.

—Mi señor —resolló—, se dirigen a las montañas.

Kenji boqueaba, tomando aliento, y levantó una mano, como si tuviera algo más que decir. Taro contuvo su impaciencia y no atosigó al hombre, que no le había dicho nada que no supiera ya. Llevaban cerca de una hora avanzando en dirección a las montañas.

—Vino el anciano —continuó por fin Kenji.

—¿Yanagihara-san? —Taro maldijo en silencio. Pues claro, tendría que haber pensado en preguntarle al viejo augur si había tenido alguna visión, pero en su premura por salir no se le había ocurrido.

Kenji asintió.

—Dijo: «Buscad el pino en la cima de la colina con una gran ave en la copa… barranco cerca. Seguid hacia el norte».

No era mucho, pero era mejor que nada. Taro le dio una palmada en el hombro.

—Gracias, has hecho un buen trabajo. Puedes regresar cuando hayas descansado. —Se volvió hacia los demás—. Vamos.

Se pusieron nuevamente en camino.

Hannah no sabía si se había desmayado a causa del susto o si simplemente tenía la sensación de llevar una eternidad suspendida en el aire. En cualquier caso, aterrizó, literalmente, con un batacazo.

Su cuerpo se golpeó contra una protuberancia de naturaleza desconocida, y se lastimó el hombro y el tobillo, ya magullado. Fuera lo que fuera, estaba mullido, y fue catapultada hacia un arbusto, para acabar tendida de espaldas entre una maraña de ramas. El arbusto amortiguó un poco la caída, pero, así y todo, los pulmones se le vaciaron de aire. Hannah estaba al borde del pánico cuando por fin logró respirar mínimamente.

—¡Uf, uf, uf!

Intentó moverse, pero tardó un poco en poder incorporarse pesadamente. Al mirar a su alrededor, se percató de que estaba en una cornisa, a mitad de caída del barranco. Era imposible determinar a qué distancia se hallaba, pero cuando se asomó hacia abajo, fue para constatar que el fondo quedaba aún muy lejos de donde se encontraba.

—Oh, señor. Sé que te pedí que me salvaras, pero no quería decir así. Por favor, ayúdame a encontrar la forma de salir de esta.

Hannah seguía teniendo las manos atadas a la espalda y su prioridad fue deshacerse de las cuerdas. Había algunas rocas afiladas en la cornisa, así que se puso a serrar sus ataduras con las mejores que encontró. Fue una tarea larga y ardua. En varias ocasiones de buena gana se habría echado a llorar por la frustración, pero el trabajo duro acabó por dar sus frutos y sintió que las ligaduras cedían. Se frotó las muñecas, intentando masajearlas para que la sangre volviera a circular normalmente, y tomó aire entre los dientes al percibir el intenso dolor en los dedos.

—¡Caramba! ¿Tenían que atarlas tan fuerte? —musitó, tensando los músculos.

Después de descansar un instante, se dispuso a buscar el modo de escalar para regresar a lo alto del barranco. Había multitud de matorrales que crecían en las grietas y otros varios asideros cercanos. Al iniciar su ascenso, no obstante, Hannah no tardó en llegar a la conclusión de que, desgraciadamente, los matorrales tenían unas raíces muy superficiales y la mayoría no soportaban su peso. A pesar de todo, dio lo mejor de sí. Sin embargo, cuando su cuarto intento acabó con una nueva y espectacular caída de espaldas, escapando por muy poco a una muerte certera, al quedar aferrada al arbusto más grande de la cornisa, tuvo que reconocer su fracaso. Era imposible.

Mientras estuvo trabajando tan afanosamente, primero para liberarse de las ataduras y luego para intentar escalar hasta la cima, Hannah no había notado el frío. Tan pronto se sentó inmóvil durante un cierto período de tiempo, se hizo patente que la camisa de dormir no era ni remotamente suficiente para mantener caliente a alguien en un frío día de otoño. No lo había advertido mientras cabalgaban, ya que su captor la llevaba bien pegada a él y de ese modo había compartido con ella el calor de su cuerpo. Ahora que estaba sola, la cosa cambiaba.

Esa mañana había helado y el aire aún era fresco. Hannah se vio obligada a quedarse de pie para intentar mantener el cuerpo en movimiento, echándose el aliento en las manos y golpeando los pies contra el suelo. No sabía cuánto tiempo iba a poder aguantar, ni si la cornisa sería lo suficientemente firme. Solo podía esperar que no cediera y que viniera alguien a rescatarla, por ínfima que fuera la probabilidad de que eso sucediera.

—Oh, Taro —susurró al viento—, ¿dónde estás?

Pero sabía que esa mañana tenía planeado salir a practicar la cetrería. Como pronto, no sería hasta la tarde cuando se enterara de que ella no estaba.

—Dios mío —rezó una vez más—, por favor, por favor, ayúdame…

—Mirad, mi señor. Dos caballos han estado aquí parados un rato.

Uno de los hombres señalaba el suelo y Taro desmontó para verlo con sus propios ojos. Asintió. Una rama cercana mostraba signos de haber sido empleada para atar a los animales y la tierra estaba pisada.

—Eso parece. De acuerdo; soldados, diseminaos para registrar esta zona. Debe de haber más pistas por aquí.

Llevaban horas cabalgando rumbo al norte y todavía no habían hallado rastro de ningún ave grande posada sobre ningún pino. Había multitud de árboles, pero ninguno destacaba en forma alguna. Taro se llevó la mano al entrecejo, cerrando los ojos por un momento. No quería abandonar, pero estaba empezando a pensar que la búsqueda era en vano. Hannah podía estar perdida en cualquier punto de aquel monte.

Pasaba de media tarde y pronto la luz empezaría a apagarse. Por mucho que Hannah estuviera allí fuera, en alguna parte, no tenía posibilidades de encontrarla a oscuras. Por la mañana el rastro probablemente se enfriaría, al igual que ella. Demasiado frío. Habría querido gritar de frustración, en cambio se puso en marcha, bosque a través, frunciendo intensamente el ceño, pero decidido a seguir buscando mientras le fuera posible.

—Tiene que haber alguna forma —musitó—. Tiene que haberla.

El bosque se cerró sobre él y pudo oír al resto de sus hombres deambulando por las inmediaciones. Ramas que se rompían bajo sus pies y el sonido de las hojas arrastradas y removidas a cada paso. Intentó dirigirse al norte, aunque no era fácil orientarse en medio de aquel espeso follaje. No tardó en aminorar la marcha para echar una ojeada al terreno y estudiar los árboles que lo rodeaban, en busca de señales. Al pasar junto a un arbusto seco, las ramas afiladas lo pillaron desprevenido y le hicieron un corte en la mejilla derecha. Soltó un vituperio y se llevó la mano a la cara para protegerse de posibles daños mayores, entonces se paró al reparar en algo que le llamó la atención. En una de las otras ramas brillaba algo cobrizo a la luz vespertina y Taro estiró una mano para cogerlo: un mechón del pelo de Hannah.

—¡A mí! —gritó para atraer a sus hombres, que acudieron raudos, estrellándose contra la maleza, listos para defenderlo de cualquier ataque. Se pararon en seco, mirándolo sorprendidos, cuando él levantó la mano que aparentemente no sostenía nada.

Se produjeron murmullos que decían «Nan desu ka? ¿Qué?», pero Taro los zanjó de golpe.

—Mirad, he encontrado pelo de la señora Hannah. ¿Lo veis?

Ellos se acercaron y asintieron al ver el característico color.

—Ah, soh.

—Ha tenido que estar aquí, así que registrad la zona palmo a palmo. Removed hasta la última piedra y estad atentos por si hay más mechones como este. Es muy probable que se haya enganchado el pelo en alguna otra rama.

—Hai, Kumashiro-sama.

Se inclinaron para acusar recibo de las órdenes.

La búsqueda continuó y Taro avanzó con los demás, pero virando levemente a la derecha. Mantuvo los ojos bien abiertos, caminando despacio para no pasar nada por alto. Sin previo aviso, uno de sus pies se quedó suspendido en el aire. Ya no había tierra debajo. Se tragó un vituperio mientras se las arreglaba para echarse atrás, apartándose del borde. Cuando miró hacia arriba y hacía el otro lado del valle, vio la cima de la siguiente colina: había un pino con un ave grande en lo alto.

—¡Hannah!

Gritó su nombre con todas sus fuerzas y oyó el eco resonar en todas la laderas. A pesar de la señal descrita por Yanagihara, no le quedaban muchas esperanzas de encontrarla con vida. Desesperado, se aferró a una mata de hierba y la arrancó de cuajo. Si había pasado por allí, ya era demasiado tarde.

Hannah abrió los ojos a regañadientes y parpadeó, intentando aclararse la visión. Al final, su cuerpo exhausto había cedido. Sin fuerzas para seguir moviéndose, poco a poco había aceptado la derrota y se había sentado en el frío suelo. Ahora ya no quería nada más que caer en un profundo sueño, y deseaba que todo terminara. Era evidente que Dios consideraba que había pecado demasiado y la estaba castigando como le correspondía. No era más de lo que merecía, eso lo aceptaba en toda su crudeza. Cerró los ojos una vez más.

Algo la perturbó y torció el gesto, molesta. ¿Es que ni siquiera podían dejarla morir en paz? Con esfuerzo, miró de soslayo hacia el cielo y creyó oír su nombre. ¿Acaso era así como tenía que suceder? ¿San Pedro te llamaba por tu nombre antes de ser juzgado? No se acordaba.

—¡Hola! —gritó—. ¿Hay… hay alguien a… ahí?

Las palabras resonaron a su alrededor y tardó un momento en darse cuenta de que, cuando regresaron a ella, también se oía algo más. Era cierto que alguien la estaba llamando.

Con dificultad, se puso de pie y aulló una vez más:

—¡Hola! —Y esperó la respuesta.

—¡Hannah-chan! ¿Estás bien? ¿Estás herida? ¿Dónde estás? La voz que le llegaba le resultaba dolorosamente familiar y Hannah notó cómo por sus mejillas resbalaban lágrimas de alegría. No era San Pedro, gracias al cielo, y ella aún no había muerto.

—Taro —lo llamó, respondiéndole—. Es… estoy aquí abajo, en… en una cornisa. No estoy segura de… de a qué distancia. No… no estoy herida, no mucho, al menos.

A Hannah le castañeteaban tanto los dientes que le costaba formar las palabras.

—Es… es que hace tan… tanto frío.

—Espera ahí. Voy a buscar una cuerda.

A Hannah le entraron ganas de reírse de esa orden absurda. A fin de cuentas ¿qué otra cosa podía hacer, sino esperar? El corazón le latía como enloquecido y de pronto encontró la energía para volver a saltar arriba y abajo, intentado caldear su cuerpo helado.

—Aguarda, Hannah, voy a bajar.

—¡Te… ten cuidado!

Cayó una pequeña avalancha de piedras y tierra, y Hannah se escondió a esperar. Oyó los ruidos que causaba Taro en su descenso, pero no se atrevió a mirar hacia arriba, por si acaso se desprendían más escombros. Al cabo de un rato, que a ella se le hizo eterno, oyó el impacto de sus pies contra el suelo, a su lado. Se volvió y se dejó caer entre sus brazos, por fin, suspirando aliviada. Él la estrechó tan fuerte que Hannah pensó que le iba a romper las costillas.

—Eh, cuidado, es… estoy un poco débil —lo reprendió, pero tenía una sonrisa de oreja a oreja.

—Estás temblando, debes de estar congelada. Que alguien traiga mantas —les gritó a sus criados.

»Vamos a subirte —le dijo a Hannah—. Voy a atarte una cuerda alrededor de la cintura, después quiero que me eches los brazos al cuello y que te agarres fuerte. ¿Podrás hacerlo?

—Sí.

Taro también iba atado con una cuerda por seguridad, y tras gritarles más instrucciones a sus hombres, estos iniciaron el lento ascenso. A Hannah le maravillaba la fuerza que demostró Taro al cargar con el peso de los dos hacia arriba mientras aseguraba los pies contra la pared del barranco. Aun con sus hombres tirando desde arriba, debía de ser una dura tarea. Finalmente, alcanzaron la cima y se desplomaron en el suelo, donde estuvieron sentados un momento.

—Gra… gracias —susurró Hannah.

Taro se limitó a asentir, pero la miró con una expresión que le transmitía lo aliviado que se sentía por haberla encontrado. Poco después, él la cogió en brazos y la llevó hasta los caballos. La envolvieron en las mantas sobrantes que habían traído y la subieron para que se sentara delante de Taro, y fue lo más opuesto que podía existir a la pesadilla de la noche anterior. Se reclinó, suspirando satisfecha, y los robustos brazos de Taro la rodearon en actitud protectora.

—Estoy tan… tan contenta de que me… me hayas encontrado —murmuró Hannah—. Ya… ya había perdido la esperanza.

—Fue el destino —respondió él, y Hannah sintió que la abrazaba con más fuerza. Ella se arrellanó aún más contra su pecho y cerró los ojos, demasiado agotada como para hacer otra cosa.

—¿Cómo está? ¿Hay alguna lesión permanente?

Taro estaba arrodillado junto a la cama de Hannah y hablaba entre susurros con Yanagihara, que había posado la palma de su mano en la frente de Hannah. Ella estaba dormida, pero su rostro magullado y arañado ofrecía un aspecto ceniciento, y Taro no se había convencido del todo cuando le había dicho que estaba bien.

—No, se curará, pero debéis darle tiempo. Ha sufrido una gran conmoción y su cuerpo reaccionará despacio.

—¿La… tocaron?

Taro vaciló a la hora de expresar con palabras su horrible temor. Pese a que ahora Hannah estaba acostumbrada al acto de amar, ser violada por unos completos extraños habría sido una experiencia horrenda. Era algo de lo que algunas mujeres nunca se acaban de recuperar mentalmente, según tenía entendido. No soportaba la idea de que su Hannah pudiera haber sufrido hasta tal punto y sentía deseos de matar a esos hombres con sus propias manos por haberle hecho daño, por mínimo que fuera.

Yanagihara negó con un gesto.

—No. De eso, al menos, podemos dar gracias. Pero ha debido de pasar mucho miedo, y sobrevivir a esa caída, eso ha sido extraordinario.

Se volvió hacia Taro, mirándolo con perspicacia.

—No tendría que haber sucedido, lo sabéis, ¿verdad?

—Claro que lo sé. Y soy consciente de quién lo ha ordenado, pero no puedo demostrarlo. ¿Qué puedo hacer, Yanagihara? No puedo hacer que torturen a mi cuñada hasta que confiese. Su padre se sentiría ultrajado. Lo único que se me ocurre es mantener una vigilancia más estrecha sobre Hannah, asegurarme de que está custodiada en todo momento.

—El tiempo resuelve todos los problemas. No os apuréis, mi señor. Ahora, dejémosla. Le he dado un brebaje para que duerma y aún tardará muchas horas en despertar.

Mirando a una durmiente Hannah por última vez, Taro abandonó la habitación junto con el anciano. Al salir al pasillo, no obstante, vio que una dama se aproximaba corriendo hacia ellos, gritando:

—Mi señor, por favor, venid de inmediato. Es la señora Reiko…

Taro tuvo una sensación de déjà-vu y se preguntó si se habría equivocado de plano en sus suposiciones. Si su cuñada también había sido secuestrada, entonces no podía estar detrás del atentado contra la vida de Hannah, como había pensado. Miró a la mujer con el ceño fruncido.

—¿Qué sucede? ¿También se la han llevado a ella?

—No, no, nada más lejos, pero se ha vuelto loca. Su padre está intentando tranquilizarla, pero ella lo amenaza con una daga.

La mujer se retorcía las manos, y sus ojos saltaban de Taro al anciano una y otra vez.

—¿Qué… qué hago?

Taro y Yanagihara se miraron el uno al otro antes de encaminarse apresuradamente hacia los aposentos de la señora Reiko. Taro llegó antes que el anciano y la escena con la que se toparon sus ojos era de caos absoluto.

—¿Qué significa esto? —bramó, y en la habitación todo el mundo se quedó helado, volviendo los ojos hacia él. Yanagihara llegó por detrás, arrastrando los pies, resollando en busca de aliento, pero Taro lo ignoró por el momento. Tenía la mirada clavada en Reiko.

Su rostro estaba desencajado y el pelo le colgaba enmarañado por la espalda. En lugar de sus habituales ropas inmaculadas, iba vestida con su ropa de dormir, y en la mano derecha sostenía una daga de aspecto letal que refulgía a la luz. Tenía los ojos entornados y sus labios formaban una línea rígida. No tardó en recuperarse de la sorpresa que le causó la entrada de Taro y abrió la boca para pronunciar una retahíla de improperios, seguida de una interminable arenga.

—Desgraciados patanes de baja cuna… ni siquiera son capaces de cumplir con lo que se les manda… debería haber muerto, ¡muerto, os digo! ¡No pienso admitirla en esta casa, robándome lo que es mío de pleno derecho! Ah, vergüenza me da, que prefieras a esa asquerosa forastera de pelo rojo antes que a alguien de alcurnia como yo, incluso por encima de las concubinas que yo te habría elegido. Es el colmo. —Apuntó a su padre con la daga—. Os lo dije, mi señor, que no casarais a mi hermana con este hombre. Os dije que no la merecía, pero ¿me escuchasteis? No, claro que no.

Estalló en una risa histérica.

—Es uno de los mejores partidos de todo Japón, ja, ja, ja, eso fue lo que dijisteis. ¡Imbécil! Estúpido, cretino, no tenéis ni el seso de un animal…

El señor Takaki contenía su ira, por las apariencias, y Taro juzgó que había llegado la hora de intervenir. Entró en la habitación y avanzó hacia Reiko.

—Dadme el cuchillo —le ordenó, en un tono directo—. No vais a hacerle daño al señor Takaki, vuestro honorable padre.

Levantó la mano hacia el cuchillo, pero ella volvió a retroceder.

—Ah, no, si no puedo matarlo a él, y tampoco a ella, entonces tendré que mataros a vos, y luego a mí misma.

Volvió a reírse, pero sus ojos rebosaban de un odio que ya ni siquiera se esforzaba por ocultar.

Sin embargo, Taro no era un experimentado espadachín en vano, y embistió hacia delante, pillándola por sorpresa. Lucharon cuerpo a cuerpo por un momento, entonces él fintó hacia la izquierda y, rápido como una centella, se volvió para agarrarla por la muñeca. Se la retorció hasta que ella gritó de dolor y el cuchillo resbaló de sus dedos. Se revolvió y pateó, intentado escapar, pero él la tenía firmemente sujeta. Ni siquiera la soltó cuando ella hundió los dientes en su brazo. En lugar de eso, la abofeteó enérgicamente y la mandó de bruces contra el colchón.

—Atadla —ordenó a los guardias, que habían permanecido indecisos junto a la puerta.

Ella ahogó un grito y se hizo un ovillo, y se puso a chillar, con un agudo pitido, casi insoportable.

Taro la ignoró y miró a su padre, solicitando instrucciones.

—¿Qué queréis que haga con ella, mi señor? Puesto que yo soy el culpable de esta situación, me atendré a vuestra decisión.

Se inclinó ante el otro hombre.

Tenía cierto sentimiento de culpa, pero en realidad no consideraba que hubiera hecho nada malo. Un hombre tenía derecho a tener una consorte, varias, de hecho, y él nunca le había prometido matrimonio a Reiko, por mucho que ella hubiera asumido que sí lo haría. Lo cierto era que no era asunto suyo lo que él hiciera en su castillo.

El señor Takaki suspiró.

—No veo que tengáis ninguna culpa en esto. Si no he entendido mal, mi hija ha pretendido que asesinaran a vuestra consorte. Yo tenía la esperanza… Pero, claro, eso ahora es imposible. —Miró a su hija fríamente—. Además, me ha insultado de manera imperdonable. Me la llevaré a casa conmigo, señor Kumashiro. Aunque deshonre a mi familia, deberé soportarlo como mejor pueda. Para mí queda claro que algo ha fallado en su educación. Tendré que investigarlo a mi regreso a casa y castigar a los responsables.

—No quiero vivir —aulló Reiko—. Solo quiero morir.

—¡No! —gritó Taro, pese a no tener, en verdad, ninguna competencia sobre ella. Quería que Reiko viviera, y que tuviera el tiempo suficiente para arrepentirse de sus crímenes.

—El señor Kumashiro tiene razón —convino Takaki—. Vendrás a casa conmigo y podrás pasarte el resto de tus días meditando tus errores.

Taro asintió.

—Gracias, señor Takaki. Siento que hayamos llegado a este punto. La culpa es toda mía.

—No, no, es mía, sin duda.

La cortés discusión prosiguió aún durante un buen rato, con ambas partes proclamando sus defectos. Ambos sabían que no era más que un ejercicio para salvar las apariencias y, al final, ambos se retiraron, satisfechos por haber mantenido su honor. No había nadie a quien culpar, salvo a Reiko, y ella seria castigada como correspondía.

Mientras tomaba el camino de regreso a sus aposentos, Taro musitó:

—¡Que se pudra!

No veía el momento de deshacerse de ella.