La mano que surgió de las tinieblas y se cerró sobre la boca de Hannah era seca, callosa y gélida. Ella intentó zafarse de su asaltante, pero, al igual que la vez anterior, pronto la sujetaron contra el colchón y fue incapaz de mover ni un solo músculo.
Debe de ser una pesadilla, decidió. Es imposible que una persona tenga la misma experiencia dos veces en un espacio de tiempo tan corto. Además, el castillo estaba tan bien custodiado que ningún ninja podía entrar sin ser visto, aunque lograran escalar los empinados muros, una hazaña supuestamente imposible. Hannah se reconfortó y esperó. Muy pronto se despertaría y todo volvería a la normalidad.
Se equivocaba, no era un mal sueño en absoluto.
Su cuerpo fue volteado de costado, y rápida y eficazmente le ataron las manos a la espalda. Le introdujeron un trapo en la boca y la amordazaron con un trozo de tela por encima. Después, alguien cargó con ella a hombros y la sacaron a la oscuridad del jardín.
Estaba oscuro como boca de lobo. No había luna ni estrellas brillando a través de las espesas nubes y sus atacantes no hicieron un solo ruido mientras seguían el camino a toda prisa. Se detenían de vez en cuando, turnándose para cargar con ella y asegurándose así que avanzaban a la máxima velocidad. Hannah se concentró en tratar de respirar, para no desmayarse, y procuró no desorientarse. Su sentido de la orientación le decía que parecían dirigirse hacia el muro exterior situado en la parte trasera del castillo, pero no podía estar segura. Una pequeña verja, cuya existencia Hannah desconocía, se materializó frente a ellos, iluminada por la débil luz de un farol. Como por arte de magia, se abrió desde fuera.
Hannah maldijo por dentro. ¿Dónde estaban los guardias? Debería haber varios, a no ser que esa fuera una especie de entrada secreta. Los secuestradores debían de contar con alguien dentro del castillo que los ayudara y nunca encontrarían ni rastro de ellos. Ni de ella. ¡Dios mío, ayúdame! ¿Adónde se la llevaban? ¿Qué le iban a hacer? Seguramente era mejor no especular.
Había un foso y un puente levadizo al otro lado de la verja. Para entonces la luna había hecho una difusa aparición y Hannah pudo ver el leve refulgir del agua. El puente estaba levantado, pero cerca de la verja había atado un pequeño bote y la descargaron bruscamente en la popa, golpeándole el tobillo al hacerlo. El bote fue trasladado rápidamente a remo hasta la otra orilla, y luego lo soltaron a la deriva en el foso, mientras uno de los hombres volvía a cargar con Hannah.
Sus captores tenían caballos esperando y subieron a Hannah a uno de ellos, luego la levantaron para que se sentara delante del hombre y salieron al galope a gran velocidad. No veía nada, pues se zambulleron en la oscuridad del bosque; pero, presumiblemente, los secuestradores sabían dónde iban, ya que no se pararon ni una sola vez a buscar el camino.
Iba a ser una de las noches más largas en la vida de Hannah.
—¡Mi señor! Oh, mi señor, perdonadme…
Acababa de amanecer y Taro iba de camino al patio para salir a practicar la cetrería con su suegro. La sirvienta de Hannah, Yukiko, se había abalanzado sobre él a toda prisa, descalza y con el pelo suelto a la espalda. Taro se sorprendió de que fuera en su busca, sobre todo tan temprano y en ese estado. Los músculos de su abdomen se tensaron.
—Nani? —le espetó—. ¿Qué ocurre?
—Es Hannah-san, mi señor, no está. Lo siento mucho, es culpa mía.
Taro arrugó el ceño.
—¿Culpa tuya? ¿Qué quieres decir, y adónde ha ido?
¿Había decidido Hannah marcharse con su gente sin consultárselo, después de todo? La idea lo sulfuró. Creía que habían acordado que se quedaría al menos hasta la primavera.
Yukiko se retorcía las manos y cayó de rodillas delante de él.
—Vinieron por la noche y se la llevaron, y yo no pude hacer nada por impedirlo. Claro que tenía un cuchillo, pero no fui lo bastante rápida y nos redujeron a todos. Por favor, perdonadme, os he fallado. Permitidme que cometa seppuku, mi señor.
Inclinó la cabeza y Taro vio que tenía el pelo manchado de sangre a la altura de la coronilla.
—¿Alguien la ha raptado? ¿Anoche? ¿Y no habéis dado la voz de alarma hasta ahora?
Procuró controlar el tono para no gritarle a la mujer. Con toda justicia, con una herida como esa, lo más probable era que la mujer hubiera estado inconsciente.
—S… sí, mi señor. A los demás nos ataron y nos amordazaron. No podíamos liberarnos. Un criado que pasaba nos oyó patear el suelo hace solo un rato. He venido tan pronto como he podido.
Taro maldijo por dentro.
—Ve a que te curen esa herida. Yo me ocupo de esto. Y no habrá ningún seppuku —ordenó muy serio.
Con un tono calmo, pero inflexible, que exigía obediencia inmediata, llamó a la guardia para que registrasen el castillo y los terrenos, y para que no dejasen piedra sin remover hasta que se obtuviera algún indicio del paradero de Hannah.
—Quiero que encontréis un rastro ¡y lo quiero ahora!
Con la furia aún hirviéndole por dentro, salió con paso airado en dirección a los aposentos de Reiko. Sus espías lo habían informado con la suficiente certeza de que ella estaba detrás del intento de envenenamiento, aunque no podían demostrar nada. No creía que Hannah tuviera más enemigos, así que tenía sentido. Si alguien había dispuesto el secuestro de Hannah, solo podía ser Reiko. Debió de planearlo para que coincidiera con la visita de su padre, pensando que Taro no le haría ningún daño mientras tuviera invitados. Pues bien, se equivocaba.
Abriendo la frágil puerta de su habitación sin llamar antes, entró con aire resulto y la sacó de la cama de un tirón. Ella agitó los brazos y trató de desembarazarse de él, pero era mucho más fuerte que ella, y no aflojó la mano. La estuvo zarandeando hasta que le castañetearon los dientes.
—Ya me he cansado de vuestras injerencias. ¿Dónde está?
—¿Quién? ¿De qué me estáis hablando?
—Sabéis muy bien de quién estoy hablando. Esta vez habéis ido demasiado lejos, Reiko. O me decís adónde se han llevado a Hannah o moriréis en el acto.
Desenvainó la espada y la alzó en el aire.
Ella se levantó, como la altiva dama noble que era, y lo miró a los ojos, desafiante.
—Entonces, matadme. No sé a qué os referís y no he hecho nada malo.
Taro la miró con los ojos entornados. Estaba mintiendo, de eso estaba seguro, pero no ganaba nada matándola en ese momento. Si era ella quien estaba detrás del secuestro, entonces era la única que podía decirle adónde se habían llevado a Hannah. Pero tal vez hacerla hablar le llevaría tiempo, y no disponía ni de un segundo que perder. Prorrumpió en un gruñido de frustración.
—Os arrepentiréis de esto —le dijo entre dientes, y aulló—: ¡Guardia!
Una compañía al completo acudió al instante a su llamada; no estaban acostumbrados a oírlo alzar la voz hasta ese extremo.
—Encargaos de que la señora Reiko no salga de esta habitación. So pena de muerte, ¿me oís? Y tampoco puede hablar con nadie.
—Sí, mi señor.
Le echó un último vistazo antes de abandonar la estancia. A pesar de saludarlo con una inclinación, Taro logró vislumbrar la breve mirada de triunfo que le cruzó el semblante, y eso lo puso aún más furioso. Controló la ira, no obstante, y se apresuró a salir al patio. Ya se ocuparía más tarde de Reiko, y se prometió a sí mismo que no le dejaría un buen recuerdo.
—Mi señor, una palabra, si me lo permitís.
Kenji, uno de los oficiales de alto rango de su guardia, venía corriendo al encuentro de Taro con un joven ashigaru que le iba a la zaga.
—¿De qué se trata? Tengo prisa.
—Sí, mi señor, pero este hombre dispone de información que podría seros útil.
Taro se detuvo y se volvió a mirar al hombre, que se inclinó todo lo que pudo.
—¿Sí? Habla, pues.
—Acabo de estar en la verja trasera y he encontrado muertos a los guardias, degollados.
—He apostado una nueva guardia, mi señor —interrumpió Kenji.
—Muy bien. Continúa, por favor. —Taro dedujo que tenía más cosas que contarle.
—Bueno, he echado una ojeada rápida y no había signos de forcejeo. Ha debido de ser un ataque sorpresa. Los guardias aún estaban sentados en sus posiciones, pero la puerta estaba abierta de par en par. Sin embargo, el puente levadizo seguía levantado, de modo que los secuestradores han debido de emplear un bote. Cuando regresaba corriendo por el sendero encontré esto, mi señor, y creo que pertenece a la señora Hannah.
Ahora el joven se estaba sonrojando y adelantó una mano. En ella brillaba un cadenita con una diminuta cruz de oro. Taro la tomó y apretó los dientes. Él también reconoció que se trataba de la de Hannah, pero en cualquier caso no había nadie más en el castillo que pudiera llevar puesto algo así, pues no había ningún cristiano.
—Lo has hecho bien, gracias. Kenji-san, ocúpate de que reciba una recompensa e interroga a todos los que hay en el castillo por si alguien más ha visto u oído algo. Y, por favor, informa al señor Takaki de que no voy a poder salir a montar con él esta mañana. Preséntale mis disculpas. Mientras tanto, intentaré seguir el rastro por la verja trasera. Tal vez podamos darles alcance. En cuanto tengas alguna noticia que comunicarme, envía a tu mensajero más veloz a buscarme. Dejaremos marcas para que nos encuentre fácilmente.
—Sí, mi señor. Ahora mismo.
Hannah estaba extremadamente incómoda, ya que hacía semanas que no cabalgaba, desde el viaje a Edo, y entonces era ella quien controlaba la montura. Ir dando saltos arriba y abajo ininterrumpidamente, hora tras hora y sin estribos era una experiencia que no le gustaría repetir. Por lo menos sus captores le habían quitado la mordaza, un detalle que era en sí mismo un pequeño acto de clemencia. Pero aún llevaba las manos atadas a la espalda, cosa que la obligaba a ir sentada en una postura muy forzada. Le dolían los hombros y no veía el momento de poder masajeárselos. Hacia mediodía, los hombres se detuvieron, por fin, y tuvo que hacer frente a nuevas preocupaciones, tales como: ¿iban a matarla?, y, si así era, ¿cómo iba a impedirles que lo hicieran?
—¿Qué queréis de mí? —Procuró infundir un poco de bravuconería en el tono, sabía que así ellos la respetarían más—. El señor Kumashiro os pagará espléndidamente por mi regreso, si me lleváis de vuelta, os lo prometo.
—Silencio. Ya nos han pagado generosamente, y cualquier cosa que nos ofrezcáis será redoblada.
Cuando la bajaron de lomos del caballo, le fallaron las rodillas, pero el hombre que había cabalgado detrás de ella la enderezó. Inhaló con dificultad cuando sus hombros protestaron ante semejante trato; entonces intentó razonar de nuevo con el hombre.
—Por favor, escuchadme, él os pagará mucho más si…
—¡He dicho silencio!
Los otros hombres se situaron detrás de ella y la empujaron por la espalda con una espada corta o un cuchillo. Sintió la punta afilada hundirse en su carne y retrocedió.
—Camina.
El hombre le dio un empujón tan violento que casi sale volando, sin embargo logró erguirse y empezó medio a caminar, medio a correr, para evitar el pinchazo.
—¿Adónde? ¿Adónde vamos?
—A ningún sitio.
Obviamente, no servía de nada hablar con ellos, de modo que Hannah renunció a hacerlo y se concentró en no tropezar en el escabroso terreno. Parecían haberse adentrado profundamente en un bosque. Estaba bastante elevado, pues Hannah pudo vislumbrar un empinado valle por debajo, y no se distinguía ningún sendero.
Taro no me encontrará nunca aquí. Oh, señor, ayúdame, por favor, y trataré de expiar mis pecados, lo prometo. Pero ahora, ayúdame, ¡te lo suplico!
La cabeza le daba vueltas, intentando desesperadamente encontrar una forma de escapar, si bien sabía que era imposible. Aunque lo hubiera conseguido, no tenía ni idea de dónde se encontraba y no tenía medios para regresar. En ningún momento se le había ocurrido preguntar dónde estaba ubicado el castillo exactamente. En cualquier caso, no estaba segura de en qué dirección habían avanzado. El miedo prácticamente la asfixiaba y sintió que iba a vomitar de un momento a otro. ¿Eso era todo? ¿Para esto se había cruzado medio mundo, para morir sola en un bosque, asesinada a manos de unos hombres que ni siquiera conocía? Era una idea que le nublaba el pensamiento y procuró apartarlo de su mente.
Sin previo aviso, los pies de Hannah se encontraron en el borde de un barranco. No lo había visto antes porque estaba cubierto de arbustos y matas de hierbas. Profirió un chillido y consiguió recuperar el punto de apoyo, pero antes de tener tiempo de pronunciar una sola palabra, uno de los hombres le dio un enérgico empujón entre los omóplatos.
Hannah gritó y se precipitó al vacío.