—He oído decir que te quedas un poco más, gai-jin. Qué pena.
Hannah levantó la vista del papel sobre el que estaba dibujando e hizo visera con una mano para protegerse los ojos del sol. Estaba sentada en un apacible jardincito privado, contiguo a los aposentos de Taro, esperando a que él regresara de una cena. Por fin se había tranquilizado cuando ella le había hecho entender que estaba completamente de acuerdo con él y que, de hecho, estaba muy contenta de quedarse. Dedujo que él había creído que ella prefería volver con Rydon, pero no tardó en caer en la cuenta de que no había nada más lejos de su intención. Después de eso, recuperó su habitual imperturbabilidad.
Ahora, en cambio, aquí estaba la señora Reiko, observándola atentamente con sus penetrantes ojos oscuros.
—¿Disculpad? —Hannah no sabía qué hacía ahí esa mujer, ni por qué había venido. Decidió hacerse la tonta, en un intento por aplacar la ira de Reiko.
—Deberíais haber regresado con los demás extranjeros cuando tuvisteis la oportunidad. Me han contado lo que sucedió en el templo —dijo Reiko—. Puede que lleguéis a arrepentiros de vuestra decisión.
—No tuve opción.
Hannah apretó los dientes, enojándose aún más por el hecho de saber que Reiko tenía razón.
—El señor Kumashiro se me llevó a rastras y me amenazó con matarme si se me ocurría abrir la boca siquiera.
La primera parte, como mínimo, era verdad. Si Reiko había enviado a alguien a espiarlos, cosa que debía de haber hecho, o no se habría enterado de lo de los otros extranjeros, entonces sabía que eso era lo que había ocurrido. A tenor del gesto de tensión en el semblante de Reiko, la habían informado de ello.
—Estoy segura de que no os resististeis demasiado —le espetó—. Decidme, ¿son muy dadas las mujeres de vuestro país a robarles los maridos a las demás?
—El señor Kumashiro no está casado —afirmó Hannah con atrevimiento.
—Como si lo estuviera —musitó Reiko, pero Hannah la ignoró.
—Aquí la única perjudicada soy yo. Fui raptada, como bien recordaréis.
—No os he visto ni tan siquiera intentar escapar —dijo Reiko con desdén.
—¿Cómo voy a hacerlo, en un país extranjero en el que no sé por dónde voy, y sin dinero?
—Entonces, si os doy dinero y la oportunidad de marcharos, ¿os iréis?
Reiko se quedó mirándola con las cejas enarcadas, como sin dar crédito a sus oídos, y Hannah sintió una intensa necesidad de pegar a esa mujer. Quería gritar «¡pues claro que no quiero irme!», pero sabía que eso sería extremadamente estúpido.
—Sí, lo haría —dijo sosegadamente, clavando en Reiko sus azules ojos, que parecieron desconcertar levemente a su oponente.
—Muy bien, así pues, lo dispondré. Puede que consiga incluso encontrar a alguien que os lleve a casa de Anjin-san. No me cabe la menor duda de que él sabrá cómo hacer que regreséis con vuestros compatriotas. Pero recordad: si le decís una sola palabra de esto al señor Kumashiro, os arrepentiréis.
Reiko desanduvo sus pasos por el sendero con un airado frufrú de su kimono, dejando a Hannah a solas una vez más.
Ella recostó la cabeza contra la pared que tenía a su espalda y tomó aire varias veces para recuperar la calma. ¿Qué demonios iba a hacer ahora?
Resultó que no tenía nada de qué preocuparse. Taro entró como un vendaval al jardín al cabo de media hora, con gesto adusto.
—Partimos hacia el norte en una hora y he apostado la guardia, así que ni se te ocurra pensar en escapar.
—¿Cómo?
—Ya me has oído. Ahora, si tienes algo que recoger, hazlo, o se quedará aquí.
Volvió a alejarse a paso decidido, probablemente a seguir dando órdenes, y Hannah se quedó mirando cómo se marchaba. Se dio cuenta de que debía de estar jugando al mismo juego que Reiko. Alguien las había estado espiando cuando ella había ido a verla, hacía un rato. Seguramente, ahora Taro creía que Hannah quería irse, después de que le hubieran informado de lo que había dicho, y no era plato de su gusto. Ella sacudió la cabeza y suspiró.
—Vaya lío —musitó, pero en ese momento ella no podía hacer nada por atusarle las plumas revueltas. Tendría que esperar hasta que estuvieran ya de camino y hubieran dejado atrás a Reiko, convirtiendo su conspiración en papel mojado.
Por lo menos Hannah se había ahorrado el tener que fingir un intento de huida.
Viajaron de regreso al castillo de Shiroi con una comitiva bastante menor, lo que agilizó el avance. Tan pronto se detuvieron para comer, Hannah advirtió que Taro no estaba enfadado con ella en absoluto, solo había estado actuando de cara a quien pudiera estar escuchando.
—En Edo hay oídos por todas partes, informando a alguien, donde sea. Me hablaron de la conversación que mantuviste con Reiko, así que tuve que adoptar un tono duro. Por tu propia seguridad, tenía que parecer que te estaba dando órdenes que no podrías desobedecer.
—Entiendo, pero ¿y ahora? —Hannah miró a su alrededor, al resto de hombres, con la sensación de estar bajo un escrutinio constante—. ¿No podrían transmitir tus palabras a Edo desde aquí?
—Claro que sí, por eso tenemos que ir con cuidado de no hablar de nada importante cuando haya alguien cerca. De momento nadie puede oírnos, así que estamos a salvo.
—Está bien, estaré atenta. Sabes que en verdad no quería escapar, ¿verdad?
La miró con algo que no podía ser definido más que como pura satisfacción masculina.
—De eso ya me di cuenta anoche. Entonces no parecías una mujer que intentara evitarme.
Hannah sintió que se le encendían las mejillas y le dio una juguetona palmada en el brazo.
—¡Taro!
Recuperando el gesto serio, él la tomó de la mano por un instante y le apretó los dedos.
—Pero debes prometerme que me lo dirás cuando quieras marcharte.
Ella asintió.
—Lo prometo.
De alguna manera, presentía que ese día nunca llegaría.
—Enséñame lo que has pintado. Tu maestro me dice que estás progresando.
Hacía dos semanas que estaban de nuevo en el castillo Shiroi. Taro había ido a hacerle una visita inesperada a Hannah a sus aposentos, perturbando la tranquilidad de todas las sirvientas, que se afanaron por encontrarle el mejor cojín para que se sentara y servirle un té verde.
—Es demasiado benévolo. ¿De verdad quieres verlos?
—Claro que sí. Si no, no te lo pediría.
Hannah le mostró a Taro no solo sus pinturas nuevas, sino todos sus dibujos a carboncillo.
—Son buenos, muy buenos.
Parecía más subyugado por los dibujos que por sus incursiones en la pintura tradicional japonesa.
—Deberías hacer más, tal vez distintas perspectivas del castillo y sus interiores. Me gusta especialmente este estudio del ikebana.
Hannah miró el dibujo de un arreglo floral que sostenía en la mano.
—Sí, yo también estoy bastante contenta con este. ¿Quieres decir que se me permitiría acceder a otras partes del castillo para poder dibujarlo? Yukiko-san dijo que tenía que quedarme en el ala este.
—Tienes mi permiso para ir adonde quieras. Pero si entras en la sala de audiencias, tendrás que guardar silencio y no interferir, ¿estás de acuerdo?
—Sí, por supuesto. Gracias.
Hannah estaba emocionada por tener permiso para explorar el castillo. Había estado deseosa de hacerlo, pero no se había atrevido, pues no quería quebrantar ninguna de las normas de Taro, y había guardias de aspecto temible apostados en cada esquina.
Algunas de las habitaciones tenían frisos pintados en lo alto de las paredes y muchos de los postes de madera estaba decorados con una versión tallada del emblema circular de Taro. Era el mismo que Hannah había visto en las armaduras de sus hombres. Ella sabía que todos los nobles japoneses tenían un motivo semejante, que era exclusivo de su familia. Era como el escudo de armas de un señor inglés, y estudió el de la familia Kumashiro. Era una especie de flor, pero le resultaba desconocida y no osó preguntarle al guardia. En lugar de eso, lo dibujó minuciosamente, para poder preguntárselo personalmente a Taro más tarde.
La sala de audiencias era un inmenso salón con pilares tallados y vigas y paneles en el techo, paredes pintadas y puertas correderas con adornos de bronce forjado. Los tatamis que cubrían el suelo eran más mullidos y lujosos que los normales. Había, asimismo, paneles plegables pintados con vivos y llamativos colores, enmarcados sobre un fondo de hojas de oro. A intervalos exactos, había repartidos cojines de seda en tonos de piedras preciosas, y sentados en ellos había oficiales vestidos formalmente. Mortales de menor rango esperaban pacientemente en un extremo de la sala a que les llegara el turno de dirigirse a su señor.
—¿Quiénes son los hombres con aspectos de oficiales? —le susurró a Sakura, que la seguía allá donde iba.
—Son los administradores y los consejeros del señor Kumashiro.
Él mismo permanecía sentado en un estrado, a un lado de la sala, erguido sobre una banqueta, con las manos en el regazo y sus espadas al costado. Hoji le había contado a Hannah que los samuráis siempre llevaban dos espadas, una corta, la wakizashi, y otra más larga, la katana. De sus sirvientas, también había aprendido que Taro estaba considerado un consumado espadachín.
Hannah acudía a la enorme sala con bastante frecuencia, realizaba bosquejos de las personas y de diversas partes del interior y su decoración. Se sentaba, medio a escondidas, detrás del panel que había en un rincón, para no alterar el transcurso de las sesiones. Algunas veces se limitaba a observar a Taro y a escuchar. Era tan regio, y sin embargo, le parecía a ella, tan justo en su trato con sus criados. Su corazón se henchía de amor y orgullo cuando lo contemplaba, y gustosamente se habría quedado allí para siempre.
Las semanas pasaron volando y llegó el otoño, trayendo consigo los vívidos colores rojos de los árboles, exactamente iguales a como Hannah los había imaginado. El ambiente se hizo más frío, los paseos de Hannah por el jardín se fueron acortando día tras día. En su lugar, rondaba por el castillo acompañada de su fiel Sakura. Hannah cargaba con un montón de hojas de papel de arroz en una mano y una pequeña bolsa de red llena de carboncillos en la otra, buscando temas apropiados. Su presencia se hizo bien reconocible a ojos de todos, y algunos guardias empezaron a saludarla con una inclinación cada vez que pasaba.
—Me pregunto qué pensarán de mí —le susurró a Sakura.
La doncella dejó escapar una risita.
—No os sabría decir, pero creo que por fin se están acostumbrando a vos.
—¿Igual que tú?
Hannah sonrió a la muchacha. Pese a ser su sirvienta, también veía en Sakura a una amiga, al menos en la medida de lo posible en semejantes circunstancias.
Sakura asintió.
—En efecto, señora Hannah.
Hannah le hizo a Taro más o menos la misma pregunta acerca de los guardias una noche, y él se quedó mirándola como si estuviera loca.
—No les corresponde a ellos juzgarte en ningún sentido —le dijo él—. Les he hecho saber que eres mi consorte oficial. Eso significa que estás bajo mi protección y que ellos están a tu servicio.
A Hannah aquello la pilló desprevenida.
—Nunca dijiste que yo fuera tu consorte.
Aunque sabía que eso suponía un honor, la palabra «consorte» tenía una connotación que la incomodaba. Era solo ligeramente mejor que «concubina».
—Sin embargo, así es. De todas formas, ¿qué ha de importarte lo que piensen unos guardias?
—Preferiría que no me profesasen hostilidad. Todavía me siento como si destacara demasiado, y me ayudaría saber que no inspiro aversión.
Taro le sonrió.
—Quizá destacas de un modo positivo —sugirió—. Tal vez admiran tu belleza en secreto.
Alzó una mano para acariciarle el cabello rizado, enrollando un tirabuzón alrededor de su dedo, como acostumbraba.
Hannah negó con un gesto.
—Eso lo dudo mucho.
—Sea como fuere, tienen que obedecerte o perderán la vida. Es lo que hay.
Volvía a mostrarse arrogante, tan distinto al hombre con el que pasaba la mayor parte de las noches. Era en ocasiones como esa cuando Hannah se preguntaba qué demonios estaba haciendo allí. Creía que nunca lograría encajar y que debía marcharse sin falta.
—Taro, ¿qué está pasando? Hay una actividad frenética por todo el castillo.
Hannah había consultada a sus damas, pero ellas afirmaban no saber la causa de semejante alboroto. Hannah tuvo que esperar a la noche para preguntarle a Taro.
—Vamos a tener el honor de recibir la visita de mi suegro y del resto de la familia de Reiko —le dijo él. No parecía demasiado complacido ante esa perspectiva y Hannah le tocó el brazo, preocupada.
—¿No os lleváis bien?
—Oh, él no me disgusta especialmente. Es solo que probablemente me presione para que le dé una respuesta con respecto a Reiko, y aún no estoy preparado para dársela. —Suspiró—. También significa que tendré que pasar la mayor parte del tiempo con ellos mientras dure su estancia. Tendrás que distraerte tú sola con tus damas.
—No importa, lo comprendo.
Hannah se tragó la decepción y se reprendió por su bobería. No tenía ningún derecho a sentirse así. Él no le pertenecía. Sin duda sería embarazoso que lo vieran dedicar su tiempo a estar con alguien que no fuera la familia de la que fuera su esposa durante su visita. Además, no duraría más que unas pocas semanas.
—Pero eso no es todo —añadió Taro—. Reiko regresa para la ocasión. He tenido que pedir un permiso especial del shogun, pues insistió en que quería estar aquí para ver a su familia.
—Entonces podrás ver a tu hijo unos días. Eso es bueno, ¿no?
Hannah no entendía por qué Taro se mostraba tan sombrío. Debería estar contento, pero movió la cabeza en sentido negativo.
—No, Ichiro tiene que quedarse. De lo contrario, el shogun no permitiría que Reiko viniera. Pero está en buenas manos. Mi tía sigue con él y me envía noticias regularmente.
—Ah, ya veo. Bueno, no importa, pronto lo verás.
—Sí, me aseguraré de ello.
—¿Podré sentarme detrás de una pantalla en el gran salón cuando lleguen? Me gustaría ver al padre de la señora Reiko y a su séquito.
—No veo por qué no. Incluso puedes sentarte a un lado del estrado a mirar. Como consorte oficial, tienes derecho a estar allí si así lo deseo. —Taro sonrió—. Y me gustaría ver la cara del señor Takaki cuando te vea el pelo.
—Bueno, si lo que quieres es un bufón, no estoy segura de estar dispuesta a asistir. —Hannah torció el gesto—. Solo era curiosidad.
Él la atrajo hacia sí.
—Sabes muy bien que no es por tu capacidad de hacer reír por lo que te deseo.
Y procedió a convencerla de ello a conciencia.
El señor Takaki era un hombre de mediana edad, barriga prominente y no demasiado pelo; con todo, su presencia imponía respeto. Le habían pedido a Hannah que permaneciera sentada y en silencio a un lado del estrado, como le había dicho Taro. Llevaba puesto el kimono escarlata para demostrarle a la señora Reiko que su pretendido insulto no la había ofendido, y también, quizá, debía admitirlo, con la intención de impactar un poco al señor Takaki.
El efecto que causó en él fue de lo más gratificante. La señora Reiko le lanzó una mirada malévola a Hannah, mientras el señor Takaki la contempló con los ojos desorbitados durante varios minutos, antes de acordarse de que debería estar saludando a su hija.
—Chikusho! —exclamó, y sin un ápice de sosiego, añadió—: ¿Quién demonios es esa criatura tan fea? ¿Y lleva puesto…?
—Esta, mi señor, es mi consorte principal, la extranjera señora Hannah, y lleva puesto un kimono que fue un obsequio de vuestra hija —le dijo Taro, con un gesto algo severo. Obviamente, no había sido su intención que Hannah fuera insultada. Ella, por su parte, se mantuvo serena, sin delatar emoción alguna. En realidad no podía culpar a aquel hombre por considerarla fea, vestida con ese atuendo, cuando ella misma ya sabía que era verdad. Asimismo, resultaba evidente que había reconocido el kimono, que era algo con lo que Hannah no contaba.
—¡Bah!
El señor Takaki se volvió hacia su hija, después de echar un último vistazo a Hannah y una mirada desconcertada a su yerno, como si se estuviera preguntando si el hombre había perdido el juicio.
A continuación se sucedieron los saludos y refrigerios, y Hannah permaneció sentada pacientemente sin moverse, escuchando la conversación sin participar en ella. Se suponía que debía mantener la mirada al suelo, pero no pudo resistirse a echar alguna que otra ojeada furtiva. Siempre que podía, dejaba que sus ojos deambularan por la estancia. Reparó en el nutrido grupo de criados de ambos clanes que había presentes, todos ellos vestidos con los colores de sus respectivos señores. Era una imagen que causaba admiración y Hannah se alegró de tener esta oportunidad de ser testigo de primera mano.
Mientras sus señorías se levantaban por fin y los visitantes se preparaban para retirarse a sus habitaciones, se oyó un estruendo amenazador. De pronto el gran salón empezó a temblar. Algunas de las damas dejaron escapar gritos, y entre los hombres se oyeron reniegos. Algunos se pusieron en pie de un salto y echaron a correr, huyendo de la sala, haciendo lo posible por llegar los primeros a la puerta. Otros dudaban, como si no pudieran decidirse por una acción concreta o se hubieran quedado petrificados.
Hannah miró a su alrededor, confusa.
—¿Qué está pasando? —le preguntó a unos de los guardias que tenía cerca.
—Un terremoto, mi señora. Debéis encontrar refugio. Venid, por aquí.
La voz de Taro sonó más imperiosa que nunca, ordenando a todo el mundo que guardara la calma y que salieran de manera ordenada.
—Hayaku! ¡Rápido! —gritaba.
Hannah se volvió para mirar y vio que sacaban a la gente a empujones por la puerta. Taro, por su parte, se mantenía apartado para asegurarse primero de que todos los demás estaban a salvo.
El guardia apremió a Hannah a que alcanzara la puerta más cercana, pero antes de poder seguirlo, la tierra se sacudió aún con más violencia y cayó al suelo. Oyó un fuerte crujido y levantó la vista solo para ver que una viga se le venía encima. Estaba segura de que había llegado su hora, y sabía que era imposible desplazarse a la velocidad necesaria para apartarse; y eso, de haber podido moverse, que no era el caso.
—¿Akai?
Oyó que Taro la llamaba por su nombre y al instante dos fuertes brazos la levantaron del suelo; salieron los dos dando tumbos hacia un lado. Cayeron al suelo, llevándose él el golpe por la caída, y aterrizaron enredados, a solo unos pocos centímetros del punto en el que se estrelló la viga. Hannah a punto estuvo de echarse a llorar de alivio.
Taro mantuvo su cuerpo sobre el de ella como escudo hasta que los temblores del seísmo remitieron, y entonces se incorporó.
—¿Estás bien? —dijo con voz ronca, recorriendo su cuerpo con las manos para comprobar que no estaba herida.
—Sí, sí, eso creo.
Echó un vistazo por el salón, asimilando el alcance de lo que había sucedido.
Parte del techo se había derrumbado y la viga que había estado cerca de matar a Hannah no era la única que se había desprendido. Resonaban gritos de agonía y llamadas de socorro. El sentimiento de vulnerabilidad que había experimentado se parecía al que había tenido a bordo del barco. Se había sentido pequeña e insignificante cuando estaban en mitad del vasto océano, vapuleada por las tempestades. En ambos casos, los humanos se hallaban completamente a merced de la naturaleza y estaban absolutamente indefensos en su lucha contra esas fuerzas. Su supervivencia era una mera cuestión de suerte. Por mucha pericia que tuvieran, sus esfuerzos eran vanos. Era como si el barco y el castillo fueran juguetitos sujetos a las rabietas de un gigante. Hannah y los demás no eran más que motas de polvo que se podían desechar a voluntad. Se estremeció y se puso de pie con dificultad, con afán de ayudar.
Taro también se levantó para evaluar los daños, que no eran tan importantes como podían haber sido. Determinó que su suegro y Reiko estaban ilesos y empezó a dar órdenes a aquellos criados que seguían dentro del salón y que estaban en condiciones de ayudar a los heridos.
Hannah salió tambaleándose, ayudando a un anciano que parecía estar, más que nada, conmocionado. En el jardín se topó de inmediato con la mirada implacable de la señora Reiko. El odio que leyó en las profundidades de los ojos de la otra mujer era casi tangible. Hannah pensó, demasiado tarde, que Taro probablemente debería haberse preocupado por Reiko y sus invitados en primer lugar, y no correr tras su consorte. Cerró los ojos y se dio la vuelta. Todo esto estaba mal.
Ya era hora de afrontar los hechos. ¡No puedo quedarme aquí, mi posición es insostenible! Reiko no tardaría en convertirse en la esposa de Taro, sin duda, por mucho que él no lo deseara. Era lo suficientemente pragmático como para casarse por conveniencia, ¿y quién podía ser más conveniente que la hermana de la que fuera su esposa? Era la solución perfecta para todos los implicados, excepto para Hannah. No importaba lo que dijera Taro, ella no se sentiría cómoda compartiéndolo con otras mujeres. No era propio de ella y nunca lo sería. Solo podía hacer una cosa, aunque le rompiera el corazón.
Seguro que los corazones no tardaban en curarse. Decidió que hablaría con Taro en cuanto pudiera.