31

Un daimio nunca viajaba ligero de equipaje, como no tardó en comprobar Hannah. Sabía que los preparativos para el desplazamiento llevaban semanas en marcha y, al otear desde una ventana de la torre más alta, descubrió el porqué. Daba la sensación de que Taro tenía que hacer gala de toda su riqueza incluso estando de viaje. La inmensa procesión que lo rodeaba al salir estaba integrada por guardias, sirvientes, edecanes y consejeros, además de caballos, carruajes, porteadores y los inevitables palanquines para Reiko, sus damas y el pequeño Ichiro. Debía de haber, literalmente, miles de personas. Era todo un espectáculo.

En lo alto de unas largas picas, manejadas por un grupo de jinetes en la vanguardia, ondeaban unas banderas. Tras ellos marchaban los ashigaru, soldados de infantería, todos ataviados con ropas idénticas: una prenda de manga larga cubierta por una especie de coraza; pantalones ajustados con algo por encima que se asemejaba a una falda, para proteger los muslos, y gorros planos hechos de cuero. Todos portaban sencillas espadas metidas en el cinturón, y el blasón de la familia de Taro adornaba la coraza de la armadura y la parte frontal del gorro.

—Me pregunto cuánto tardará en llegar a Edo una comitiva tan lenta —reflexionó Hannah en voz alta.

Yukiko, que se encontraba algo más retirada, dijo:

—Varias semanas, probablemente. Solo el hecho de tener que alimentar y dar cobijo a todo el mundo para pasar la noche debe de ser una empresa mayúscula.

Hannah sonrió.

—Sí, en cierto modo me alegro de que nos quedemos. Será sin duda un viaje tedioso.

Se pasó el día con el maestro pintor del castillo, que fue a buscarla tan pronto se hubo asentado el polvo que se había levantado con la partida de Taro.

—Su ilustrísima me ha enviado. Dijo que estáis interesada en mi arte.

—Sí, me encantaría aprender, pero me temo que no se me dará muy bien.

—Eso ya lo veremos.

Kimura-san era un hombre anciano, de reluciente cabeza calva, y a Hannah le cayó bien desde el primer momento. Tenía una paciencia infinita y, siempre que sus esfuerzos no la satisfacían y sentía el deseo de arrojar al suelo sus pinceles, él la calmaba con elogios y palabras de aliento. Dado que Hannah ya poseía una habilidad para dibujar, se trataba únicamente de aprender las técnicas concretas empleadas en el arte japonés. De manera progresiva, empezó a ganarse las alabanzas de Kimura.

—Muy bien, Hannah-san. Si no voy con cuidado, pronto ocuparéis mi lugar.

—Sois muy generoso, sensei. Estoy segura que preferiríais estar pintando a solas que tener que estar aquí, intentando enseñar a una extranjera y una mujer, además.

—En absoluto. Hay muchas damas que pintan. Es una buena forma de pasar el tiempo, y no tengo nada en contra de los extranjeros.

—¿De verdad? ¿No me encontráis extraña?

Él esbozó una sonrisita.

—Extraña, no. Poco común, sí. Además, sois la única gai-jin que he conocido, y a mí me parecéis muy educada.

Hannah sonrió.

—¿No creíais que lo fuera?

—Bueno, había oído decir que los extranjeros de Hirado eran algo groseros, pero todos eran hombres. Una mujer es normalmente más fina y menos, digamos, exigente. Me alegro mucho de haberos conocido y debo decir, y únicamente lo hago en calidad de pintor, que el color de vuestro cabello me atrae mucho.

—Gracias. Para mí es un honor que seáis mi maestro.

Hannah extrañaba a Taro más de lo que jamás habría creído que podría extrañar a otro ser humano. Quería verlo, tocarlo, hablar con él o, sencillamente, estar cerca. Pensar en él era agónico y extático al mismo tiempo, y llegó a la única conclusión posible: se había enamorado.

Era un desastre y lo peor que podía pasar, lo sabía. No podía esperar que llegaran a convertirse jamás en marido y mujer, y ella no podía seguir siendo su concubina indefinidamente. Incluso la propia palabra la deprimía. «Concubina» sonaba humillante y sucio, como si lo que estuvieran haciendo fuera repugnante, cuando en realidad era maravilloso. ¿Cómo podía ser? ¿Por qué había permitido Dios que fuera así?

Pero Dios no tenía la culpa, la culpa era de ella, eso tenía que admitirlo. Era débil y había sucumbido a la tentación con demasiada ligereza. No había seguido la palabra del señor y sin duda sería castigada por ello. Si no ahora, sería en la otra vida. Mientras tanto, tal vez este insoportable anhelo de Taro fuera parte del castigo. Desde luego, a ella le parecía el purgatorio.

Cuando Hannah cayó repentinamente enferma una tarde, pensó que podía ser una parte más de ese castigo. Su estómago se rebeló sin dejar lugar a dudas y vomitó de un modo incontenible, retorciéndose por la angustia mientras Sakura le sujetaba el cubo.

—¿Qué he comido? Estoy segura de que no he tomado nada desacostumbrado.

—No, que yo sepa, pero es posible que el pescado estuviera pasado.

Las arcadas no remitían, lo espasmos continuaron aún cuando ya no le quedaba nada dentro. Ni siquiera toleraba un sorbito de agua. Sentía como si le retorcieran las tripas, hechas un nudo, y tiraran de ellas en todas las direcciones. Se tumbó en un futón y se dobló de dolor.

—¿No hay nadie aquí que pueda ayudarme? —resolló.

—Voy a ver —dijo Sakura, pero antes incluso de salir de la habitación, llamaron a la puerta y entró Yanagihara-san. Fue directamente junto a Hannah.

—Señora Hannah, no os apuréis. Debéis hacer lo que os diga y todo saldrá bien.

Ahora Hannah estaba atenazada por la fiebre y lo vio como si estuviera muy lejos. El rostro bronceado, tan arrugado como una ciruela pasa, flotaba dentro y fuera de su campo visual y solo acertó a susurrar:

—Gracias.

—No habléis. Solo confiad en mí. Igual que el señor Kumashiro.

Recordó que Taro había mencionado que Yanagihara era el hombre más sabio que conocía y asintió en señal de consentimiento. Rellenó un vasito con el líquido que contenía una diminuta botella y se lo puso en los labios. Sakura le sujetó la cabeza por detrás, para que la mantuviera lo suficientemente levantada. Cuando Yanagihara vertió el brebaje en su boca, Hannah obedeció sus instrucciones y tragó. Inmediatamente tuvo una arcada, pero consiguió retener el líquido dentro a fuerza de empeñarse. Fuera lo que fuera, sabía a demonios. Sakura la dejó suavemente sobre la almohada.

—¿Me estáis dando veneno? —Hannah tenía la voz ronca por todo el esfuerzo de vomitar, y hablar le resultó doloroso.

—No, señora, pero sospecho que algún otro sí lo ha hecho. Debéis tener cuidado con lo que coméis.

Hannah lo miró, completamente aterrada.

—Alguien… ¿qué? ¡No! ¿Por qué iba nadie a querer hacer eso?

Cerró la boca al percatarse del alcance de lo que le estaba diciendo. Alguien había intentado matarla. Alguien la quería muerta. Allí solo había una persona, que ella supiera, que pudiera tener motivos para hacerlo, si bien esto le parecía un poco extremo.

—Yo no debería estar aquí —susurró—. Esto es una señal, tiene que serlo.

Levantó la vista hacia el anciano.

—Por favor, ¿me ayudaréis a marcharme cuando esté mejor?

Si alguien podía hallar la forma de hacerlo, estaba segura de que ese era Yanagihara-san. Y, después de todo, era él quien tenía la culpa de que ella estuviera allí.

Yanagihara negó con un gesto.

—Todavía no. Es demasiado pronto. Confiad en mí.

—¿Qué queréis decir?

—Os lo explicaré en otra ocasión. Ahora, dormid. La dosis que os he dado os aliviará los músculos del estómago y mitigará los calambres. Debéis intentar descansar.

Le colocó una mano en la frente y presionó. Una extraña calidez emanaba de sus dedos y esta fluyó por todo su cuerpo. La calmó hasta que cerró los ojos y se relajó. En cuestión de minutos, el dolor remitió y se quedó dormida.

Taro llevaba tan solo unos días de viaje, pero ya echaba de menos a Hannah y estaba ansioso por regresar al castillo de Shiroi. Pese a haber pasado prácticamente cada noche en su compañía, su deseo no había remitido como pensaba que lo haría. Seguía siendo absorbente, casi temible en su intensidad, y no sabía qué hacer.

Siempre que estaba con ella se sentía una persona diferente. Una persona que no necesitaba esconder su auténtica personalidad, porque ella no era taimada. Era increíblemente liberador. Aunque sabía que era mucho más seguro que se quedara, por mucho que no quisiera separarse de ella, eso lo hizo sentir más solo que antes. Los días y las semanas que tenía por delante transcurrirían en una línea aparentemente infinita.

Él no era uno de esos hombres que necesitan complacer hasta el último de sus caprichos, a pesar de su riqueza y posición. No obstante, en este caso lo ponía muy irritable el hecho de no poder hacer lo que quisiera. Por consiguiente, no tenía ninguna gana de escuchar las monsergas de su cuñada respecto al balanceo de su palanquín, que le causaba mareos. Le costaba enormemente ocultar su desinterés.

—¿Por qué? A mí me parece que las demás mujeres está bien —dijo secamente, sin prestarle demasiada atención.

Reiko lo miró con rencor.

—Siempre me pasa esto cuando voy en palanquín. El movimiento constante es insoportable. —Frunció los labios y añadió—: Seguro que la dama gai-jin nunca se marea cuando viaja, es una lástima que no pudiera acompañarnos, neh?

Taro la miró con los ojos entornados. Era como si supiera que estaba pensando en Hannah, pero ¿cómo iba a saberlo? Había procurado ser muy discreto en sus encuentros con Hannah, pero era evidente que Reiko tenía ojos y oídos que la mantenían informada.

—¿Qué sabéis de la extranjera? —le preguntó, inexplicablemente molesto porque lo hubiera estado espiando. Al fin y al cabo, las habladurías corrían como la pólvora en un lugar como el castillo de Shiroi.

—Nada, aparte de que, aparentemente, le salvó la vida a vuestro hijo.

—¿Qué queréis decir con «aparentemente»?

—Bueno, en realidad nadie lo vio caer al agua. Tal vez fuera ella misma quien lo arrojó y luego fingió rescatarlo para poder ganarse vuestra gratitud.

Taro la miró, ceñudo.

—Esa es una idea ridícula. ¿Por qué iba a hacer eso? Ella no necesita mi gratitud. Es mi prisionera.

—¿Ah, sí?

El tono de Reiko, dando a entender que ese no era el caso, lo puso aún más furioso. Posiblemente porque tenía razón al cuestionarlo. Más allá de su captura inicial, lo cierto era que Hannah no había sido retenida en contra de su voluntad. Sencillamente, ella nunca le había pedido que la dejara marchar, y él no lo había mencionado porque quería que se quedara.

—Por supuesto que sí —espetó.

—Entonces, quizá preferiría que fuera al revés.

Reiko estaba empezando a mostrarse engreída, resultaba evidente que ahora que había conseguido sulfurarlo estaba más que satisfecha. Era una mujer de lo más perversa, reflexionó Taro. Reiko añadió, como de pasada:

—Aunque dudo de que la influencia que tiene sobre vos dure mucho más.

Un latigazo de malestar le removió las tripas a Taro.

—¿A qué os referís? ¿Creéis que intentará escapar mientras estamos en Edo?

Reiko se encogió de hombros.

—Tendría sentido intentarlo, aprovechando la ocasión, pero estoy segura de que la dejasteis fuertemente custodiada. No, estaba pensando en otra cosa.

—¿En qué?

—Solo en que el reino de una concubina nunca dura mucho. A diferencia del de una esposa.

—Eso es decisión mía.

El desasosiego de Taro aumentaba progresivamente, pero hizo todo lo posible para que no se notara. Se esforzó en adoptar su habitual impasibilidad. Reiko tramaba algo, lo presentía, pero no sabía qué podía ser. Había dejado claro que lo quería para ella y consideraba que solo era cuestión de tiempo que accediera al matrimonio entre ellos dos. Al igual que todos los demás, sabía que era la opción más sensata.

Por otra parte, ella se confabuló en su momento con Hasuko para que él la aceptase como concubina. Así pues, ¿por qué tenía que importarle que él encontrara una por su cuenta? ¿Era simplemente porque Hannah era extranjera? No tenía sentido, a no ser que… De pronto se acordó de la conversación que había mantenido con Yanagihara-san hacía mucho tiempo, cuando el anciano le dijo que se asegurara de no desairar nunca a su esposa ni a la hermana de esta. ¿Acaso lo había hecho, al tomar a Hannah como concubina? Él no lo creía.

—Por supuesto que depende de vos —respondió Reiko, pero él se llevó la impresión de que acababan de excluirlo. Su cuñada había tomado cartas en el asunto y súbitamente sintió auténtico miedo. No por él, sino por Hannah.

—¿Habéis interferido en mis cosas? —le preguntó, en un tono engañosamente amable, pero duro como el acero en el fondo. Vio que Reiko tomaba aire apresuradamente, sin embargo era una experta a la hora de encubrir sus emociones cuando quería hacerlo. Logró construir la ilusión de ser alguien completamente incapaz de cualquier maldad. Buena pero no perfecta, y eso lo asustó aún más.

—Por supuesto que no. Ahora, si me disculpáis, debo atender a vuestro hijo.

«Qué raro», quiso decir, pero en lugar de eso se limitó a asentir, dándole permiso para retirarse. No obstante, tan pronto hubo desaparecido, se puso en acción. Al cabo de cinco minutos les dijo a sus desconcertados criados que le ensillasen el caballo y que se reunieran con él para desandar el camino.

—Con cuatro bastará —dijo Taro—. Tenemos que cabalgar rápido.

—Pero, mi señor, ¿qué hay del resto de la comitiva?

Su consejero jefe había acudido a toda prisa para ver qué sucedía.

—Puede continuar sin nosotros, os dejo al mando. Confío en que os encargaréis de que todo vaya bien. No os preocupéis, os alcanzaremos en unos días.

—Si vos lo decís, mi señor, aunque yo…

Taro no llegó a oír lo que preocupaba al consejero, porque ya se había ido.

Hannah se despertó a la mañana siguiente sintiéndose débil y agotada, pero contenta de estar viva. Cuando giró la cabeza, se encontró con Yanagihara-san sentado junto a su futón, inmóvil, como si hubiera estado esperando a que saliera de un profundo sueño.

—Hannah-san, ¿cómo os sentís?

—Como si me hubieran estrujado. —Logró esbozar una leve sonrisa—. Pero mejor. La náusea ha desaparecido. Gracias por venir a ayudarme. Nunca me había sentido tan enferma en toda mi vida.

—Ha sido un placer. Celebro haber llegado a tiempo. ¿Recordáis lo que os dije?

Tenía el entrecejo un poco fruncido, y ella recordó sus palabras de la noche anterior.

—¿Lo del veneno? Sí, pero ¿estáis seguro de que no fue el pescado?

Hannah se estremeció. No quería creer que quisieran matarla.

—El veneno pudo haber estado en el pescado, pero no deja de ser veneno. Debéis ir con cuidado. Dad a entender que todas las damas de vuestro séquito comerán la misma comida que vos, incluso compartid sus platos. Entonces tal vez quienquiera que pretendiera mataros se lo pensará dos veces antes de hacer otro intento.

Hannah asintió.

—Sería mejor que me fuera, sin más —dijo, exteriorizando toda la tristeza que sentía. Era lo último que quería hacer, ahora ya lo sabía, pero era lo correcto.

—Por favor, no os precipitéis. Esperad al menos a que vuelva Kumashiro-sama y consultadlo con él. Sé que no querría que desaparecierais antes de su regreso. Y si creéis en estas cosas, mis visiones me dicen que aún no habéis cumplido con vuestro propósito aquí. ¿Prometéis no hacer nada drástico?

—Está bien, si creéis que es lo mejor.

Para regocijo de Hannah, no tuvo que esperar mucho. Taro entró como un vendaval en su habitación esa misma tarde, con el rostro encolerizado, los ojos enturbiados por la preocupación. Estaba cubierto de polvo del camino, si bien Hannah se sentía agradecida de poder verlo de nuevo.

—Akai, ¿estás bien?

—Taro, pero ¿ya has vuelto?

Hannah hizo un esfuerzo por levantarse y lo rodeó impulsivamente con los brazos tan pronto llegó hasta ella. Sentía que le infundía su fuerza animal cuando la abrazaba. Pasado un instante, sin embargo, se apartó un poco de ella para poder mirarla.

—¿Cómo te encuentras? Yanagihara-san me ha contado lo que ha pasado. Hemos hablado ahí fuera.

Fruncía el ceño con fuerza, y Hannah se alegraba de no ser ella la causa de aquella expresión.

—Ahora estoy bien, y Sakura va a darme un estofado nutritivo que dice que pronto me devolverá a la normalidad. Yanagihara-san aseguró que me recuperaría, y así ha sido. Es un hombre maravilloso, ¿verdad?

—Sí que lo es.

Volvió a estrecharla en sus brazos y ella pudo sentir el martilleo de su corazón en el pecho. Un resplandor de felicidad la inundó al pensar en lo preocupado que había estado por ella.

—Según él, te han envenenado. Encontraré al culpable y lo ejecutaré inmediatamente.

—¡No! No, no debes hacer eso. Yo… ¿Y si simplemente comí algo en mal estado? No podemos estar seguros.

Hannah pensó en la señora Reiko. Tuvo que haber sido ella, pero no podía condenar a la mujer a morir por algo de lo que ella tenía parte de culpa. No estaría bien.

—Eres demasiado indulgente, pero solo seré compasivo esta vez, si ese es tu deseo. Eso sí, haré saber que cualquier atentado contra tu vida será severamente castigado. No solo el culpable, sino toda su familia pagará por cualquier cosa que te suceda.

—Oh, Taro. —Hannah se apoyó en él—. ¿No crees que sería mejor que me enviaras de regreso a Hirado? Estoy segura de que muy pronto los barcos ingleses estarán listos para zarpar, y ¿cómo, si no, voy a volver a casa?

—¿Quieres irte?

Buscó los ojos de ella con los suyos.

—No, pero creo realmente que sería lo mejor. A no ser que realmente yo sea tu prisionera, claro.

—No, no voy a tenerte aquí si tú no quieres, pero, por favor, no te vayas aún. —Sus brazos la rodearon con fuerza—. Me han dicho que los extranjeros no pueden zarpar hasta la primavera, por los vientos. Todavía nos queda mucho tiempo. ¿Te quedarás hasta entonces?

—¿Estás seguro?

—Sí. Ahora ven y báñate conmigo. Te llevaré en brazos, si está demasiado lejos para que vayas andando. Luego, en cuanto te recuperes un poco, vendrás a Edo conmigo. Quiero tenerte cerca para poder cuidarte.

—¿A Edo? Pero dijiste que era mejor que permaneciese aquí.

—Al parecer es más peligroso para ti que te pierda de vista. No te preocupes, conmigo estarás a salvo. Solo que tendrás que esconderte, pero seguro que nos las arreglamos. Les pediré a tus damas que te confeccionen un disfraz. ¿Qué te parece?

—Maravilloso.

Le dedicó una sonrisa. Cuando él estaba cerca, no le tenía miedo a nada.