Hannah regresó a sus aposentos en las primeras horas de la mañana y cayó en un sereno y profundo sueño. Cuando por fin se despertó, se encontró a Sakura sentada pacientemente en un rincón de la estancia, esperando para atenderla.
—Oh, lo siento. ¿He dormido demasiado? —Hannah se frotó los ojos y estiró sus doloridos músculos.
—No, pero ahora debéis de estar muy hambrienta. Pediré que os traigan comida.
—Gracias.
En verdad, Hannah tenía un hambre voraz, y cerró los ojos para imaginar algo de buena comida inglesa: pan, queso, carnes asadas y mantequilla, mucha mantequilla. Se le escapó un suspiro. Una vez, había preguntado si se le permitiría comer algo de carne, como cerdo asado, e incluso se ofreció a cocinarlo personalmente. Sus sirvientas le habían dicho que tendría que esperar a que el señor Kumashiro saliera de caza, entonces habría algo de carne, pero eso era todo. Hasta entonces, tendría que conformarse con arroz, pescado, verduras en conserva y algo de pollo de vez en cuando, como todos los demás, y ella se estaba acostumbrando a la comida. Únicamente de forma ocasional anhelaba algo más sustancial.
Se comió todo lo que le trajo Sakura, y se levantó sintiéndose más viva de lo que se había sentido en mucho tiempo, aunque algunos de sus músculos protestaran enérgicamente. Sabía que debería estar consumida por la culpa por lo que había ocurrido la noche anterior, pero por mucho que lo intentaba no podía reprocharse nada. Ni un solo instante. De no haber pasado por esa experiencia, no habría sabido lo que tenía que ser, supuestamente, hacer el amor y le habría tenido pavor durante el resto de su vida. Sus labios se curvaron formando una sonrisa. Taro la había curado definitivamente de ese miedo.
Ahora comprendía todas esas referencias al pecado y la tentación que aparecían en la Biblia. Esto debía de ser de lo que hablaban las escrituras. Entendía que sería tremendamente difícil resistirse a ello una vez que se era conocedor de lo que implicaba. Si bien no había sido así con Rydon y dudaba de que volviera a serlo alguna vez. Hannah negó con un gesto. Rydon era un zoquete y no quería volver a verlo nunca más. Ni a Ezekiel Hesketh, que era obviamente aún más ignorante. Ninguno de ellos había tenido en consideración los deseos de Hannah en modo alguno.
—¿Pasasteis una buena noche, Hannah-san? —osó preguntarle la diminuta doncella.
Hannah sintió que se le encendía el rostro y apartó la mirada.
—Sí, muy buena, gracias. Ahora… me gustaría vestirme, por favor.
—Por supuesto.
Sakura fue a la habitación contigua y regresó llevando algo colgado del brazo. Era un kimono y lo sostuvo en alto ante Hannah para que lo examinara.
—El señor Kumashiro os ha enviado este regalo esta mañana. Debe de estar muy complacido; es exquisito, neh?
En efecto, lo era. Una resplandeciente seda gris perla, con bordados por todas partes en hilo de plata; era la prenda más bella que había visto Hannah en toda su vida.
—¡Oh, Dios mío!
Iba acompañado por un obi blanco y plateado que hacía de él un atuendo perfecto, y Hannah se los puso con la ayuda de la sirvienta. Hizo una pirueta delante de Sakura.
—¿Cómo estoy?
—Maravillosa, señora, verdaderamente preciosa.
Hannah se echó a reír. No, ella nunca sería preciosa, pero se sentía como una auténtica princesa así vestida. Había sido muy propio de Taro enviárselo. Pensar en él la hizo sonreír una vez más, y un hormigueo le recorrió todo el cuerpo. Se preguntó si volvería a verlo esa noche. Seguro que no se había cansado de ella después de una sola noche.
Se le ocurrió pensar si ahora que había conseguido lo que iba buscando la mandarían de vuelta a Hirado. Se percató de que no quería que eso sucediera, y deseó con todo su corazón que la mantuviera junto a él todavía un poco más.
Ella no quería marcharse. Por lo menos, aún no.
Metió las manos por dentro de las mangas, con la suave seda del forro resbalando por sus dedos antes de encontrarse con algo más. Un pequeño rollo de pergamino había sido insertado en el borde de la voluminosa manga. Cuando lo extrajo, descubrió que llevaba el sello personal de Taro.
—¿Qué es esto, Sakura?
Se lo mostró a la doncella, que lo abrió y empezó a leer el kanji, bellamente elaborado.
—Es un haiku, Hannah-san, sobre el grácil cuello de una dama.
Sakura leyó el poema en voz alta. Hannah sintió un fulgor dentro de sí al pensar que no había olvidado su promesa. Cuando la doncella hubo terminado de leer, Hannah depositó el regalo dentro de un cofrecillo para ponerlo a buen recaudo.
Lo guardaría para siempre como un tesoro.
Mandó llamarla tan pronto oscureció. Cuando la vio vestida con la prenda nueva, asintió, dando su aprobación.
—Ah, eso está mucho mejor. Ahora puedes tirar ese horrible escarlata.
Sus ojos formaron arrugas en los extremos, mirándola con socarronería.
—No, no lo haré. Sabes lo mucho que me gusta, a pesar del color.
Él sacudió la cabeza.
—Yanagihara-san tenía razón, nunca entenderé a las mujeres.
Ella sonrió y le tomó una mano entre las suyas para colocarla junto a su corazón.
—No es tan difícil, pero muchas gracias por este kimono, es realmente magnífico. Lo llevaré a menudo. Y gracias también por tu poema.
—Mientras seas feliz, no me importa lo que lleves puesto. De hecho, te prefiero sin nada de ropa encima.
Sus ojos le contaban a Hannah que aquello que le decía no era sino la verdad.
Hannah sintió que se le enrojecían las mejillas y lo miró de soslayo, sintiendo la respiración repentinamente entrecortada.
—¿Eso crees?
—Así es. Ven aquí, Akai.
La atrajo hacia sí, muy cerca, y esta vez Hannah no vaciló. Le parecía tan natural, como si su lugar estuviera entre sus brazos. Él movió la mano para acariciarle la nuca, y ella sintió como si le lanzara chispas por la espalda y por el vientre.
—Ahora ¿te apetece comer o…?
—Tal vez más tarde —susurró ella, y se acercó aún más. Al verlo reír encantado, comprendió que él tampoco tenía hambre.
Taro miró a la hermosa mujer que dormía entre sus brazos y no pudo resistirse a alargar la mano y acariciar su sedosa mejilla blanca y su adorable melena. Los largos mechones rizados lo cubrían a él en parte, atrapándolo con sus fieros tentáculos, como había predicho Yanagihara-san tanto tiempo atrás. Pero a Taro no le importaba. Lo cierto era que gozaba de esa sensación y no había nada que le gustara más que enredar sus dedos en esa masa cobriza. Sonrió en medio de la penumbra al pensar que el anciano probablemente nunca había imaginado una trampa como aquella.
O quizá sí. Era un viejo zorro muy astuto.
Hannah era peligrosa, de acuerdo; Yanagihara no se había equivocado en eso. Pero solo porque suponía una distracción. Esa mañana, en lugar de resolver una disputa fronteriza con la serenidad que lo caracterizaba, Taro había abordado el asunto con prisas y después había cabalgado como alma que lleva el diablo para poder regresar a tiempo y pasar con ella esa noche. No era apropiado.
No podía dejar que eso se repitiera. Tenía que mantener el control sobre sí mismo y sus emociones, tal y como había hecho siempre. Estar con Hannah era un placer, de eso no cabía duda, pero si pasaban juntos demasiado tiempo, la atracción acabaría por diluirse. Igual que su deseo por Hasuko había ido desapareciendo progresivamente, evaporándose a tenor de su falta de correspondencia.
¡Pero Hannah corresponde! Oh, y cómo corresponde…
Taro sabía de antemano que sería así. Una vez que se dio a él, cada uno de sus sentimientos se mostraría como en un libro abierto. Y tenía que reconocer que su modo que gozarlo ensalzaba su propio placer. No había nada fingido, nada se reprimía, y ella se entregaba generosamente. Muy generosamente. Hacía que la deseara todavía más.
Esto tiene que acabar. Pronto.
Pero era tan maravillosamente distinta a todas las demás mujeres. Le había dicho la verdad: realmente la encontraba preciosa, ahora que se había acostumbrado a sus rasgos. Esos ojos azules eran arrebatadores, sobre todo porque brillaban como zafiros al verlo a él. La alegría que la inundaba cuando estaba en su compañía, una vez superados sus miedos iniciales, era tan evidente que le daban ganas de reírse abiertamente. Todos sus pensamientos se reflejaban en su rostro.
Apretó los dientes y procuró racionalizar las cosas.
Lo mejor que podía hacer, se dijo, era verla con la mayor frecuencia posible para acabar cansándose de ella. Cuando dejara de ser una novedad tan especial, la enviaría de vuelta con sus compatriotas y recuperaría su armonía interna. Tenía que ser así.
Ignoró la voz que había en su cabeza y que le gritaba que ya era demasiado tarde.
En adelante, no pasó ni una sola noche en la que Taro no hiciera llamar a Hannah, y ella se sentía como si estuviera viviendo un sueño. Un sueño muy sensual, pues él le enseñó todo acerca del arte de amar, y eso a ella no le importaba lo más mínimo. Una vez que se dio cuenta de que no debía sentirse cohibida estando con él, se mostró ansiosa por aprender. Él, por su parte, era un buen maestro, y Hannah tenía la sensación de que le estaba permitiendo ver una parte de él que muy poca gente sabía que existía. Era un honor que apreciaba.
No obstante, en ocasiones, la intensidad de sus sentimientos la asustaba. Él era como una droga de la que nunca se cansaba y, siempre que estaba sola, era presa de la tristeza al pensar en que pronto todo llegaría a su fin. Pero, si bien sabía que no podía durar mucho, tampoco podía mantenerse alejada de él. Su ánimo se iluminaba con solo verlo, su hambre por hacer el amor con él seguía siendo insaciable. Por el momento, su vida era perfecta y estaba resuelta a disfrutarla al máximo.
Cada noche que pasaban juntos era el paraíso.
—Tengo que irme fuera unos días, a Edo —le dijo Taro, pasadas unas semanas—. Como habrás oído, el shogun ha solicitado mi presencia en la capital y no puedo demorarlo más.
Hannah yacía a su lado, sobre un blando futón, acurrucada en la curva de su brazo, satisfecha después de haber hecho el amor. De momento no se había cansado de ella, y pasaban tanto tiempo juntos que se sabía con certeza la única mujer que había en su vida en ese momento. Era una grata sensación.
—Sí, lo he oído. ¿Cuánto tiempo estarás fuera?
—Puede que un mes, quizá más. ¿No te importa quedarte aquí? Creo que es lo mejor.
Hannah reflexionó acerca de la insólita situación en la que se hallaba. Ella era, de facto, su prisionera, pero ahora él le preguntaba si le importaría esperarlo aquí. Si se la llevaba a Edo, cabía la posibilidad de que la vieran. Entonces Taro tendría que devolverla a su hermano. Ella sabía que debería preferir esto último, pero no lo deseaba. Quería quedarse exactamente donde estaba.
—No me importa —dijo—. Solo prométeme que volverás tan pronto como puedas.
—Lo haré. Tendrás que matar el tiempo pintando.
Le sonrió, apartándole un rizo suelto de su pelo rojo por detrás de la oreja.
—¿Lo sabías?
—Pues claro. En este castillo no pasa nada que yo no sepa. Tu fama como artista ha corrido como la pólvora.
—Únicamente son bosquejos. Me encantaría poder pintar como vuestros artistas, sobre paneles de seda.
—Entonces, debes aprender. Te enviaré a un sensei. Puede enseñarte la técnica.
—¿Lo harás? Oh, gracias, eso sería maravilloso. —Se incorporó impulsivamente y lo besó en la mejilla, que estaba suave y cálida—. Eres muy bueno conmigo.
Él la miró, enigmático.
—¿No te arrepientes de haber venido aquí? ¿De qué te trajera en contra tu voluntad?
Hannah negó con la cabeza.
—Ahora ya no. Admito que al principio estaba enfadada y asustada, pero ahora… No, ¿cómo podría arrepentirme de esto?
Deslizó su mano hacia abajo para acariciarle el pecho y él la atrajo hacia sí.
—Aunque esté mal —añadió en un susurro.
—Tal vez nosotros hagamos que esté bien —replicó él, y Hannah consideró que era mejor no preguntar qué quería decir. No había forma de hacer que estuviera bien, por lo que ella sabía, y prefirió vivir en un mundo de cuento. Al menos de momento.