29

Esa noche, poco después de oscurecer, una de sus damas fue a comunicarle a Hannah que se requería su presencia en la casa de baños.

—¿En el o-furo? —Se quedó perpleja y sintió que sus mejillas se encendían—. ¿Ahora?

Eso solo podía significar una cosa, y no estaba segura de estar preparada. Pero tanto si lo estaba como si no, era claramente irrelevante: no había alternativa ni sitio adonde huir. Podía aceptar su destino o luchar contra él, pero en cualquier caso, al final él acabaría saliéndose con la suya.

—Sí, Hannah-san.

La sirvienta se inclinó y esperó.

Hannah se armó de valor y siguió a la doncella sin hacer más preguntas.

Qué importaba, pensó. A efectos prácticos, ya era una mujer caída en desgracia. Y para ser enteramente honesta consigo misma, no quería luchar contra esto. El señor Kumashiro no era Hesketh ni Rydon. Estar cerca de él no le resultaba ni lo más mínimamente repulsivo, y ahora que ya se había disipado la primera impresión que le habían causado la llamada a su presencia, esta había sido sustituida por un escalofrío de excitación que le recorría la espalda. Tenía la respuesta que buscaba.

Lo deseaba.

Sabía que debería resistirse a la atracción que sentía por él. De esto no podía salir nada bueno. Dejar que le hiciera el amor estaba mal. Era pecado. No estaban casados y nunca lo estarían. Y a ojos de la Iglesia y de la ley inglesa, seguía siendo la esposa de Rydon. Aunque hubiera sido libre, el señor Kumashiro nunca le prometería nada más que el aquí y el ahora. No era suficiente.

Así pues, ¿por qué la tentaba tanto?

Ya estás irrevocablemente comprometida, murmuraba una vocecilla en su interior. Era cierto. Llevaba semanas lejos de Rydon y de su hermano, y ellos supondrían que lo peor ya había sucedido. De modo que, ¿por qué no dejar que pase? Había sido raptada por aquellos que sus compatriotas calificaban de «bárbaros» y su honor, el que fuese, estaría mancillado tanto si esa noche sucedía algo entre el señor Kumashiro y ella como si no. Y en cualquier caso, vas hacer que anulen tu matrimonio con Rydon, continuaba la voz. Así que, ¿por qué no ceder?

Prosiguió por el sendero.

La casa de baños ofrecía un aspecto casi sobrecogedor a la luz de los numerosos faroles que había en el jardín. Parte del vapor se escapaba a través de las ventanitas abiertas para diluirse en el aire exterior como una fina neblina de una mañana de verano. La noche estaba tranquila, aunque Hannah oía sonidos distantes de música y risas. Venían de muy lejos, y le hicieron sentir que estaba en un mundo distinto.

La doncella le abrió la puerta de la casa de baños y Hannah entró. Oyó que se cerraba a su espalda y se dio la vuelta para darle las gracias a la doncella, pero la mujer ya se había ido. Hannah se quedó sola en la semioscuridad de la sala, iluminada únicamente por un pequeño farol. El lugar parecía estar desierto y dio un titubeante paso al frente. Allí dentro todo era silencio, aparte del chapoteo ocasional de alguna gota cayendo al suelo cuando la condensación la hacía demasiado pesada como para permanecer suspendida en las vigas.

—¿Hola? ¿Hay alguien ahí?

Alguien entró despacio por la puerta que había en el otro extremo, la que daba a la fuente termal, y Hannah tomó aire. Era el señor Kumashiro, y no llevaba puesto más que un pequeño trapo alrededor de la cintura. El moño perfecto que solía llevar había desaparecido; en su lugar, su pelo negro azulado estaba suelto y le caía sobre los hombros, liso y brillante. Su piel resplandecía a la luz del farol, sus músculos resaltaban entre las sombras que lo bañaban. Hannah notó que sus ojos se abrían aún más.

Era fuerte y esplendoroso, como un animal bien entrenado. La atravesó una llamarada de miedo, pero al mismo tiempo estaba fascinada y no podía apartar la vista de él. Le recordaba a un depredador, un felino esperando a atacar. Y ella era la presa, de eso no cabía duda. Retrocedió, arrastrando los pies hacia la seguridad de la puerta.

Él siguió adentrándose en la sala y la escrutaba desde la rendija que se formaba entre sus párpados.

—¿Me tienes miedo, Akai? —preguntó, casi sin darle importancia.

—Yo… yo… No.

Hannah dio otro paso atrás mientras él seguía acercándose, contradiciendo sus palabras con sus propios actos.

—No tienes por qué. No te haré daño. Solo te daré placer, te lo prometo.

Adelantó una mano y posó los dedos delicadamente bajo su barbilla, obligándola a que lo mirara a los ojos.

—¿Pla… placer? —Hannah estaba atrapada en su mirada, presa en contra de su voluntad. No acababa de captar lo que decía.

—En la cama —aclaró.

—Ah. —Apartó la cara, con el temor que la inundaba estallando y haciendo que le temblaran las piernas.

Él la forzó a volver de nuevo el rostro, sujetando otra vez su barbilla con suavidad. Hannah vio que tenía arrugado el entrecejo.

—¿Qué ocurre? Me dijiste que habías estado casada.

—Mmm, sí, pero…

Hannah sintió que un intenso bochorno le coloreaba las mejillas. ¿Cómo explicarle la noche de bodas? ¿Cómo hablarle del terror absoluto que había sentido? La creería una cobarde que no había sabido cumplir con su obligación frente a su esposo. Y no se equivocaría.

La frente de él se despejó y le dedicó una sonrisa de aliento.

—Ah, ya veo. ¿Temes que no te desee porque has estado con otro hombre? Bueno, puedes estar tranquila, eso no me importa.

Hannah no sabía qué decir. El señor Kumashiro no lo comprendería si intentara explicarle la situación, y se preguntó si, en todo caso, eso serviría de algo. Parecía que ya había tomado una resolución y ella no podía hacer nada para disuadirlo. Y en realidad tampoco quería. A pesar del miedo, una parte de ella sentía curiosidad y entusiasmo por saber cómo sería hacer el amor con él.

No, Hannah, esto no es adecuado. Debes mantenerte firme, la azuzaba su conciencia. Si le dices que no estás dispuesta, tal vez no te toque. Pero su cuerpo hacía caso omiso a su voz interior. Veía las cosas de otra forma.

Estando tan cerca de su ancho pecho, sintió una necesidad casi irresistible de alargar el brazo y tocarlo. Tenía un cuerpo hermoso. Su piel parecía muy suave, aunque debajo de ella se extendía el entramado de los recios músculos de un guerrero, y el pelo… Cómo deseaba acariciarlo con sus manos. Le dio la espalda a la tentación, procurando reprimir el impulso.

—¿Por qué yo? —preguntó, con una voz que surgió como un susurro angustioso.

—Porque te deseo —dijo, sin más.

Hannah se volvió y lo miró fijamente. Se dio cuenta de que hablaba en serio. Y no solo la deseaba porque estuviera disponible, porque fuera una novedad, una nueva esposa a la que doblegar igual que habría hecho Hesketh. El señor Kumashiro la deseaba, a Hannah, en particular. Por una vez, estaba permitiendo que ella vislumbrara sus sentimientos, y ella lo veía en sus ojos. Era un incentivo poderosamente seductor. Hannah suspiró. Sentía la irrefrenable necesidad de contarle al señor Kumashiro que su matrimonio era una farsa y que no había sido consumado. Que le daba miedo hacer el amor. Pero ¿cómo iba a confesarle eso a un hombre que valoraba el coraje por encima de todo? Para él, tener miedo equivalía a desprestigiarse.

—La verdad es que no me gustó mucho —dijo por fin, entre dientes, intentando aparentar indiferencia, aunque no estaba muy segura de haberlo conseguido. Se apartó de él, rodeándose a sí misma con los brazos, en un gesto de autoprotección—. El acto, quiero decir. Fue… fue horrible.

—Entiendo. ¿Tu esposo no fue gentil?

Hannah dejó escapar una triste risita.

—No. Decididamente, no. —Alzó la vista, desafiante—. Solo lo intentó una vez y le dije que si alguna vez volvía a suceder, lo mataría.

Decidió no confesar que Rydon no terminó lo que había empezado. Le pareció irrelevante.

El señor Kumashiro sonrió y, como siempre, aquellos hoyuelos obraron el milagro. Se relajó un poco.

—Conmigo será mejor, Akai.

Hannah miró al suelo, sin estar convencida aún.

—No te haré daño. Te prometo que, si confías en mí, esta vez será muy diferente. Te gustará, te lo juro.

Hannah se sentía desgarrada. ¿Se atrevía a creerlo?

Cometió el error de mirarlo a los ojos. Estaban ávidos de que confiara, y ella se sintió atraída hacia él como si tirara de un hilo invisible. El feroz señor feudal ya no estaba y, en su lugar, vio al hombre inteligente y fascinante al que había intuido en sus charlas vespertinas. ¿Podía confiar en él? ¿Quería que él la tocara?

La respuesta era, definitivamente, sí.

¿Y si se negaba? ¿Intentaría forzarla, igual que habían hecho los otros? Por algún motivo, pensó que no. Él era mucho más sutil.

Hannah dio un paso adelante y la sonrisa de él apareció de nuevo, haciéndole arder la sangre. Con todo, él esperó, y ella dio un paso más, de modo que ya no los separaban más que unos pocos centímetros. Ella cerró los ojos, vacilante. Él parecía estar esperando su permiso antes de tocar cualquier parte de su cuerpo, pero para dárselo hacía falta mucha valentía. Iría en contra de todo lo que ella sabía que era correcto.

Permitir que el señor Kumashiro hiciera lo que deseara la convertiría, en el mejor de los casos, en una pecadora, y en el peor, en una adúltera. Respiró hondo y se acercó aún más.

—Eso está mejor —murmuró él, en un tono reconfortante, como si supiera del caos interno que estaba sufriendo y quisiera ayudarla a apaciguarlo. Era un guerrero empedernido, que respetaba el coraje, pero ella dudaba que jamás llegara a saber el coraje que era necesario reunir para hacer lo que estaba a punto de hacer.

Él levantó la mano para acariciarle la mejilla, la nariz, los ojos y la boca. Sus dedos recorrieron el perfil de sus labios. Cuando ella los abrió para respirar, él deslizó un dedo en su interior, jugando delicadamente. Ella sintió una extraña sensación y se inclinó hacia delante, rozando con su mejilla el pecho desnudo, que era liso y lampiño. Él continuó acariciándole el pelo y el cuello en silencio, hasta que en ella se disipó lo peor del miedo. Entonces la atrajo hacia sí y sostuvo su cuerpo junto al suyo.

—Akai —susurró.

El calor de su cuerpo se filtró a través de la túnica de ella, y se puso tensa. Las manos de él empezaron a juguetear, arriba y abajo, por su espalda, como si estuviera amansando a un animal asustado, y funcionó. Cuando se volvió dócil en sus brazos, él dijo:

—Vamos, deja que te lave.

—¿Qué? —Hannah se liberó de su abrazo y levantó la vista, con una nueva expresión que reflejaba la alarma que la invadió—. Pero, señor Kumashiro…

—Y llámame Taro, por favor, cuando estemos a solas.

La tomó de la mano para conducirla hasta un taburete. Antes de que pudiera pronunciar una sola palabra, él le deshizo el nudo del cinturón y le descubrió los hombros, exponiendo su piel blanca.

—No… Taro —protestó, pero él la hizo callar como a una niña y la atrajo hacía sí una vez más. Al mismo tiempo, tiró de la túnica, desnudando los brazos, y la dejó caer al suelo. Sus rodillas se doblaron y se desplomó sobre el taburete, cruzando los brazos por delante del pecho. Estaba a solas con un hombre y estaba desnuda. Nunca se había sentido tan expuesta y vulnerable en toda su vida. Ni tan mortificada. En cualquier momento él haría un comentario acerca de sus inexistentes curvas y sería humillada íntegramente.

Él no dijo nada.

En cambio, quedó todavía más consternada cuando él retiró la toalla que llevaba puesta, mostrándose tan desnudo como ella. Nunca había visto a un hombre sin nada de ropa encima y se lo quedó mirando fijamente, muda y estupefacta. Por un momento olvidó su propio azoramiento. Como si fuera desde muy lejos, oyó su risa, luego él cogió un cubo y un trapo de baño y empezó a frotarle la espalda.

—Puedo yo sola —protestó, sin mucho interés, pero él hizo un gesto de negación.

—Te lavaré y después tú me lavarás a mí.

Continuó, con caricias lentas y deliberadas, y le apartó con cuidado los brazos para poder lavarla también por delante. Hannah apretó los dientes y cerró los ojos, y sin embargo él seguía sin decirle lo mucho que lo decepcionaba su aspecto. No se detuvo hasta que estuvo perfectamente limpia.

—Te toca a ti —dijo, y le puso el trapo en la mano flácida.

Hannah se levantó con piernas temblorosas y él ocupó su lugar en el taburete. Tras admirar su espalda por un instante, empezó a lavarlo, en un estado cercano al trance. Esto no puede estar pasando, pensaba, pero notaba muy real la suavidad de la piel bajo sus dedos. Al cabo de un rato, se confesó lo mucho que había disfrutado tocando esa piel. Tersa y aceitunada, era cautivadora. Magnífica incluso. Y tan cálida… Levantó la mirada para encontrarse con su sonrisa y unos ojos centelleantes observándola por encima del hombro.

—No está tan mal, neh? No soy viejo ni estoy arrugado, ni me encuentras desagradable.

—Pues… no. Tienes una complexión muy buena.

¿Qué otra cosa podía decirle? Al fin y al cabo, era la verdad.

—¿Y tu esposo? ¿Era igual?

Hannah pestañeó.

—No lo sé. Estaba oscuro y creo que llevaba puesta la mayor parte de la ropa.

Taro meneó la cabeza, como si considerase a los extranjeros unos chalados, pero no hizo ningún comentario. En lugar de eso, se puso en pie y le dio la vuelta a Hannah para colocarla de espaldas a él, muy cerca. Hannah se sobresaltó, nerviosa.

—Relájate —susurró él, y pasó por encima del hombro la pesada melena antes de inclinarse para besarle el cuello. Su boca abrió un camino hasta el reverso de su oreja, mientras sus manos le acariciaban el vientre plano y la curva de los senos. Para su sorpresa, Hannah descubrió que le gustaban las extrañas sensaciones que recorrían todo su ser—. Creo que mañana voy a escribir un haiku en honor a tu cuello —susurró con voz ronca—. Es delicioso, y tan largo, como el de una tsuru, la preciosa grulla.

Hannah había oído hablar de los curiosos poemas a los que se refería, pero ella aún no los comprendía. Para ella, la poesía era algo que rimaba, no solo unas cuantas palabras aleatorias que sumaban un número determinado de sílabas. La idea de que alguien pudiera querer escribir un poema en honor a cualquier parte de su cuerpo, no obstante, era muy placentera. Si bien no tenía ni idea de por qué había decidido destacar su cuello.

Sintió arder su dureza detrás de ella. La presionaba, como recordándole lo que estaba por venir, pero cuando sus manos se deslizaron hacia abajo por su vientre y se internaron en esas partes de su cuerpo en las que ella prefería no pensar, olvidó su miedo y dejó escapar en cambio un gemido de placer. Realmente sabía crear el hechizo, y cuando la levantó en brazos para dejarla sobre el banco que recorría la pared, ella no opuso resistencia.

Él continuó con sus caricias, cada una más urgente que la anterior. Ella se perdió en las ardientes sensaciones que él iba creando en su interior, y ni siquiera se inmutó cuando él se situó encima de ella.

—Akai —volvió a murmurar, empleando la palabra como una caricia y como un apelativo cariñoso.

Ella estaba tan concentrada en lo que hacían los dedos de él, que por un momento no se dio cuenta de que los había sustituido por otra parte de sí mismo, hasta que sintió una aguda punzada de dolor. Sin embargo, en ese momento había dejado de importarle y dejó que esa nueva experiencia la arrastrara en un torbellino de sensaciones. A partir de entonces, no parecía haber escapatoria, hasta que el mundo estalló y ella emitió un grito, aferrándose a él como si fuera la única roca en un mar embravecido.

Fue la experiencia más maravillosa de toda su vida.

Hannah no pudo razonar con claridad durante un buen rato, pero, en cualquier caso, Taro no le dio tiempo a pensar en lo que había sucedido. Se levantó y la llevó hasta la parte de la casa de baños en la que las aguas termales surgían borboteando del suelo. Bajó con ella y juntos, de la mano, entraron en el agua hirviente, abriéndose camino centímetro a centímetro hasta que estuvieron sumergidos por completo, salvo la cabeza. El vapor se elevaba silenciosamente a su alrededor, envolviéndolos en un húmedo mundo de ensueño. Taro se recostó contra el borde y tiró suavemente de ella hasta sentarla en su regazo. Ella se acurrucó muy cerca, aceptando ya el contacto de su cuerpo contra el suyo como algo natural. Toda su timidez se esfumó por un momento. Nunca había estado tan cerca de otro ser humano y era una sensación que había que saborear.

—¿Por qué me has mentido? —preguntó él, aunque no parecía enfadado—. Estabas intacta.

—He oído que las vírgenes son más codiciadas, así que no he querido decírtelo mientras todavía cabía la posibilidad de que cambiaras de idea.

Hannah sabía que era mentira, pero, sencillamente, no quería contarle la verdad.

—Entiendo. Entonces ¿qué fue lo que pasó con tu marido realmente?

—Pues… bueno, él intentó acostarse conmigo, pero estaba borracho y no llegó a acabar del todo. Después de eso, me mantuve alejada de él.

—Y ahora, ¿todavía le tienes miedo a copular?

—No lo tenía…

Empezó a mover la cabeza en señal de negación, sin querer que él supiera lo asustada que había estado, pero él le puso un dedo en los labios.

—No vuelvas a mentirme nunca más. Posees un rostro muy expresivo y era evidente. Ahora comprendo que no era a mí a quien temías, sino a la idea de estar con un hombre, con cualquier hombre. Era natural bajo esas circunstancias, pero no quiero que me tengas miedo.

—No te tengo miedo. Ya no.

—Bien.

Hannah se relajó sobre él. Taro había dicho la verdad y le había dado placer. Tal vez fuera un guerrero brutal, pero la había tratado mejor que sus supuestamente civilizados marido y prometido. ¿Qué conclusión tenía que extraer? Por el momento, prefería no pensar en ello. Lo único que importaba era el aquí y el ahora. Cuando Taro empezó a acariciarla de nuevo con manos lánguidas, no dudó en volverse hacia él, ansiosa.

Le hizo el amor en el borde del agua, y esta vez ella se entregó sin reservas. Fue mejor aún que la primera, sobre todo porque ahora ella se atrevía a tocarlo en respuesta, aunque al principio lo hiciera con indecisión. Él la alentó hasta que perdió casi por completo el azoramiento y permitió que sus manos vagaran libremente. Descubrió que deseaba palpar cada parte de él, como si fuera un ciego memorizando unas facciones, sin verlas. Su cuerpo quedó muy pronto gravado en su mente.

Se quedaron en la casa de baños la mayor parte de la noche, a veces durmiendo, a veces haciendo el amor. Él no pronunciaba palabras de amor, pero la idolatraba con su cuerpo y le decía que era preciosa.

—¿De verdad lo crees? —preguntó ella, sin atreverse a creerlo.

Él asintió con entusiasmo.

—Sí, te encuentro absolutamente perfecta.

Una vez más, vio en sus ojos que estaba siendo sincero y, pese a sentirse maravillada porque algo así fuera posible, lo creyó. Desterró todos sus pensamientos referentes al futuro. Bastaba con vivir el momento y con eso se conformaba.