—¿De quién es ese niño?
Hannah estaba sentada en la fuente termal, castañeteando los dientes, a pesar del calor extremo del agua. La conmoción por lo que había estado a punto de suceder se instaló en ella y su cuerpo reaccionaba como era de esperar.
—Ese era el hijo del señor Kumashiro, Ichiro.
La voz de Sakura retumbaba en la sala de baños, aunque hablaban en susurros.
—¡Cielos! Entonces debería estar mejor vigilado.
—En efecto. —Sakura se dio la vuelta—. Según creo ya se han tomado medidas.
—¿Medidas? ¿Qué quieres decir?
—La dama que estaba a cargo del niño será decapitada. La señora Reiko ha solicitado incluso hacerlo ella misma, por ser la responsable de todo el grupo de mujeres, pero el señor Kumashiro le ha denegado el permiso.
—¿Decapitada? —Hannah tragó saliva, notando que le subía la bilis a la garganta—. Oh, no, ese es un castigo demasiado severo.
¿Y por qué iba a querer una mujer llevar a cabo esa sentencia?, se preguntó. Nunca había oído nada semejante.
—¿Lo creeríais así si fuera vuestro hijo?
—No lo sé, supongo que no.
Hannah tenía que reconocer que si ella tuviera un hijo lo defendería, sin duda, con uñas y dientes. Pero ¿llegaría tan lejos como para ordenar la muerte de otra persona por negligencia? Solo si el niño hubiera llegado a morir, pensó.
—¿Seguís teniendo frío, Hannah-san?
—Sí, pero creo que estoy empezando a entrar en calor. Gracias por ayudarme y traerme aquí tan rápido. Me temo que me quedé un poco paralizada, y no solo mi cuerpo.
—Es comprensible. Aunque es una pena por el kimono.
—¿No se puede hacer nada por él?
—No, me temo que no. Nunca volverá a ser igual.
—Oh, vaya, y no puedo compensar a nadie por la pérdida.
—Tal vez el señor Kumashiro os dé uno en agradecimiento por salvar a su hijo.
—Quizá.
Hannah se confesó que no quería su gratitud, quería algo completamente distinto. Algo que nunca podría tener. Se hundió aún más en las aguas termales y cerró los ojos. Y murmuró en su propia lengua:
—Ojalá no hubiera venido nunca.
Esa tarde, Hannah estuvo sentada en sus dependencias con sus damas. Se estaba acostumbrando a pasarse horas arrodillada en el suelo. Sus piernas ya no protestaban a cada momento, y en verdad no echaba de menos las sillas ni los bancos. Siempre había cojines de seda disponibles y, combinados con los mullidos tatamis, resultaba bastante cómodo.
Yukiko trajo un arreglo floral y lo colocó en una esquina.
—Tu ikebana es encantador —le dijo Hannah—. Ya me gustaría a mí tener tu habilidad para las flores; tendré que conformarme con dibujarlo.
Sacó papel y carboncillo y se dispuso a intentar captar la bella imagen. La mujer solamente había usado lo que parecían ser ramitas y hierbas, recogidas al azar y dispuestas de forma asimétrica en el cuenco, junto con unas cuantas flores añadidas. Era austero, pero a Hannah le suscitaba mucha placidez contemplarlo.
—No se trata solo de habilidad —respondió Yukiko, modestamente—. Sigo ciertas reglas y llevo años practicando. Os enseñaré, si queréis.
—Sí, por favor.
—El objetivo es dar armonía a la habitación —añadió Sakura.
Aquello hizo sonreír a Hannah; se había acordado a Hoji, que no se cansaba de ensalzar las virtudes del wa.
¿Dónde estás ahora, amigo mío? Probablemente seguiría en Edo con Jacob y Rydon. ¿Les habría enviado alguien un mensaje para comunicarles que Hannah había desaparecido?, se preguntaba. Y si así era, ¿qué podían hacer ellos al respecto? Dudaba de que los hombres del señor Kumashiro hubieran dejado pistas sobre su paradero. Los europeos no encontrarían la manera de averiguar dónde estaba. Su única esperanza era persuadir a su ilustrísima para que la llevara de regreso, cosa que en aquel momento no parecía probable.
Suspiró y procuró desterrar tan lúgubres pensamientos.
Llamaron a la puerta corredera y Yukiko se levantó para ir a abrir. Inmediatamente hizo una profunda reverencia, llevando la frente al suelo. Para asombro de Hannah, la señora Reiko se deslizó al interior de la estancia, seguida de una doncella que llevaba un fardo grande, envuelto en tela. Hannah, a su vez, se inclinó rápidamente.
—Hannah-san —dijo la señora Reiko, y la saludó con una leve inclinación—. He venido para daros las gracias por salvarle la vida a mi sobrino. Domo arigato gozaimashita. Gracias. Por favor, aceptad esto en señal de gratitud.
Le indicó a la doncella que se adelantara con el fardo, que la joven depositó en el suelo, delante de Hannah. El semblante de la señora Reiko era una máscara inexpresiva, y en esta ocasión Hannah no pudo leer nada en sus ojos. No obstante, estaba bastante segura de que aquello era lo último que aquella arrogante dama deseaba verse obligada a hacer.
Hannah volvió a inclinarse, todo lo que pudo.
—Gracias, es un honor para mí, pero no es necesario. Me alegra haber sido de ayuda.
—Sin embargo, aceptaréis este obsequio de parte mía y de la del esposo de mi hermana.
Al decir estas últimas palabras, los ojos de la dama se entrecerraron ligeramente y Hannah se quedó cohibida. Obviamente, la señora Reiko estaba bien enterada de todo el tiempo que se había pasado Hannah hablando con el señor Kumashiro. Un tiempo que él debería haber dedicado a su esposa. Lo que significaba que esto debía de estar costándole muchísimo. Hannah se inclinó una vez más.
—Sois muy amables. Os lo agradezco.
La señora Reiko no dijo nada más; por el contrario, dio media vuelta y se fue, saliendo tan silenciosamente como había entrado. Todas las que estaban en la sala se sentaron, como paralizadas por un instante, antes de retomar sus actividades.
—Debéis abrirlo Hannah-san —la apremió Sakura—. Me pregunto qué será.
Hannah se quedó mirando el bulto antes de agacharse a desatar el nudo. Sus dedos procedían despacio, con cierta falta de coordinación, pero al final consiguió deshacerlo. La tela se abrió para desvelar un impresionante kimono de un profundo tono de escarlata, ricamente bordado con hilo de oro y plata. Las demás damas que había en la estancia ahogaron una exclamación y sus ojos saltaban una y otra vez desde el kimono a la melena de Hannah y vuelta a empezar. Varias de ellas alzaron sus manos para taparse la boca, espantadas.
Hannah sonrió.
—Oh, Hannah-san, esa es una tela muy, muy cara. Debe de haber costado una fortuna. Tanto hilo de oro, bordados por todas partes…
La pobre Sakura siguió parloteando en esa línea durante un buen rato, intentando valientemente convencerse a sí misma y a su señora de que la señora Reiko le había hecho un gran honor a Hannah.
Ella levantó una mano.
—Sí, sí, lo sé. Está bien, Sakura. Me gusta. —Las damas ahogaron otro grito—. Lo llevaré con orgullo.
Pese a la obviedad de que la señora Reiko le había regalado a Hannah ese kimono en particular a propósito porque sabía que no le favorecería el color, no dejaba de ser una prenda muy lujosa. Lo vestiría para demostrarle a esa mujer que le resultaba indiferente si había pretendido insultarla o no, y también para admitir que, tal vez, la señora Reiko tenía razón al estar enfadada, si el señor Kumashiro estaba descuidando sus obligaciones maritales por causa de Hannah. Por otra parte, no había necesidad de mostrarse agradecido. Ella se alegraba de haberle salvado la vida a su hijo.
—Por favor, ayudadme a ponérmelo —instó a las otras—. Quiero llevarlo ahora mismo.
—Chikusho! En el nombre de todos los dioses, ¿qué llevas puesto? —Esas fueron las primeras palabras que le dijo el señor Kumashiro cuando Hannah entró en la casa del jardín esa noche. Hannah estaba muy complacida por haber sido convocada de nuevo, al fin, pero se quedó un poco desconcertada por su reacción ante su atuendo.
Hannah sonrió.
—¿No es precioso? —dijo, dándose la vuelta lentamente delante de él—. La señora Reiko ha sido muy amable al regalármelo, ¿no os parece? Y según tengo entendido, también os lo tengo que agradecer a vos, en parte.
—¿A mí? No, no. Yo no he tenido nada que ver con esto. Créeme, es el último kimono sobre la faz de la tierra que te habría regalado.
—¿Por qué? —dijo Hannah, frunciendo el ceño—. Ya sé que el color es estridente, pero…
Él alzó una mano para hacerla callar.
—No tiene nada que ver con el color. La última vez que vi esa prenda en concreto, la llevaba puesta mi mujer.
Hannah ahogó un grito. ¿Le habían regalado una prenda de desecho? De modo que la señora Reiko había querido hacerle un doble desaire, y quizá recordarle sutilmente al señor Kumashiro que estaba casado.
—Entiendo —dijo, indecisa; entonces levantó la barbilla una pizca—. Bueno, de todas formas, me gusta. ¿Os importaría mucho que me lo quedara?
Él vaciló, luego negó con la cabeza.
—No, supongo que no. Siempre que no estés ofendida. La mente de una mujer es tortuosa, mi padre siempre me lo decía y tenía razón. —Esbozó una sonrisa irónica—. Y ninguna tanto como la de Reiko.
—No estoy ofendida.
—Pues muy bien, porque te debo un agradecimiento mayor que el que pueda llegar a expresar con palabras por haberle salvado la vida a mi hijo.
Se inclinó ante ella de manera formal, profundamente, y los ojos de Hannah se abrieron de par en par al ver tan insólita imagen.
—Domo arigato gozaimashita, Hannah-san.
Extrajo un paquete de tela de dentro de su manga y se lo ofreció con las dos manos.
—Este es, espero, un regalo más apropiado para mostrarte mi gratitud.
—Vaya, muchas gracias, pero de verdad que no es necesario. Simplemente dio la casualidad de que estaba allí.
Hannah desenvolvió la tela y ahogó un grito de sorpresa al revelar un exquisito espejo hecho de laca negra. El mango y el reverso tenían incrustaciones de madreperla y oro que, combinados, formaban un hermoso dibujo de flores y ramas de cerezo.
—Yo… es demasiado, mi señor, ¿no?
Hannah nunca había poseído nada ni la mitad de bello y estaba completamente abrumada.
—Nada es demasiado cuando se trata de la vida de mi hijo. —Volvió a sonreírle—. Me alegro de que te guste. Ahora, ¿comemos? Y después he pensado que quizá querrías jugar conmigo a un juego. Necesito algo que me distraiga para no pensar en lo que podría haber sucedido.
—¿Un… un juego?
El regocijo que había encontrado Hannah en el regalo se transformó instantáneamente en suspicacia. ¿Acaso le había dado el espejo en parte como pago por algo más? Pero sus temores se esfumaron cuando señaló un tablero dispuesto sobre una mesa cercana.
—Se llama go. ¿Alguna vez has jugado?
—Oh. No, pero me encantaría aprender. ¿Es difícil?
Hannah conocía unos cuantos juegos de mesa y no se preocupó en exceso. Estaba segura de que podría dominar también este, con el tiempo.
—Eso depende de lo astuta que seas. —Sus ojos destellaban de malicia—. Después lo veremos.
El go resultó ser un juego bastante sencillo, que se jugaba sobre un tablero con una cuadricula. Los jugadores tenían que colocar alternativamente unas piedrecitas (negras o blancas, dependiendo de a quién le tocara el turno) en las intersecciones de esas líneas. El objetivo era controlar una parte más grande del tablero que el oponente.
—Se considera que una piedra o grupo de piedras ha sido capturado cuando no tiene vacía ninguna intersección adyacente —explicó el señor Kumashiro—. Esto sucede cuando rodeas por completo una zona con las piedras de tu color. Entonces el oponente la o las eliminará.
—De modo que si las coloco juntas, ¿eso me ayudará a evitarlo?
—Exacto, aunque también puede ser bueno colocar tus piedras muy separadas, para dominar otras zonas del tablero. —El señor Kumashiro sonrió—. Al principio puede parecer simple, pero pronto verás que se necesita una buena estrategia para ganar.
—Pues vamos a intentarlo. Estoy segura de que, con práctica, aprenderé.
Al principio, él ganó con facilidad, pero Hannah se había pasado muchas tardes jugando al ajedrez con sus hermanos y su cerebro empezó perfeccionar estrategias. No tardó en mejorar y se ganó un gesto de aprobación por parte del señor Kumashiro en relación a un movimiento particularmente inspirado.
—Ah, no había anticipado ese movimiento —murmuró—. Excelente.
Llamó para pedir un refrigerio y una doncella les trajo una bandeja con diminutas delicias y una pequeña licorera de loza con vasitos a juego.
—¿Has probado ya el sake? —preguntó él.
—Sí, una o dos veces. Me pareció… tolerable —mintió Hannah.
Lo cierto era que aquella bebida le había resultado muy insípida y algo oleosa. Además, como se servía caliente, no encontraba en ella el mismo efecto refrescante que en una copa de vino. Con todo, era bebible.
—¿Queréis que os sirva un poco?
La doncella había desaparecido, así que Hannah pensó que tal vez era su obligación hacerlo.
—Sirve un poco para los dos —le ordenó—. Nos ayudará a pensar.
Hannah lo dudaba mucho, pero hizo lo que le pidió. Los vasos de sake eran minúsculos y tenían capacidad para unos pocos tragos cada uno, de modo que acabó por servirlos en varias ocasiones a lo largo de la siguiente partida. Perdió la cuenta del número de veces que los había rellenado y, al cabo de un rato, el potente vino de arroz empezó a zumbar en sus venas, relajándola.
También le aflojó la lengua y, en mitad de otra partida, le soltó una pregunta a bocajarro.
—¿A vuestra esposa no le importa que compartáis vuestro tiempo conmigo, mi señor?
Él estaba mirando ceñudo el tablero, meditando su siguiente movimiento, pero alzó la mirada con las cejas arqueadas.
—¿Cómo? Yo no tengo esposa.
—¿Cómo decís? Pero vos dijisteis… El kimono… Y la señora Reiko es vuestra cuñada. Eso tiene que significar que…
Él negó con la cabeza.
—Lo es, pero su hermana, mi esposa Hasuko, murió hace más de un año.
Hannah captó una mirada extraña que le cruzó las facciones, pero desapareció antes de que le diera tiempo a interpretarla. Debía de ser pesar o tristeza, pero de ser así, era un sentimiento teñido de algo más.
—¡No me extraña que os haya chocado verme con su túnica! Deberíais habérmelo dicho, mi señor. Lo siento mucho.
—Pensé que ya lo sabías y, además, no importa. Hasuko solo lo llevó puesto una vez, de modo que es evidente que no lo quería. Es una hermosa prenda, como has dicho, no hay razón para que se eche a perder, y dado que ti te gusta…
Se encogió de hombros.
—Entiendo.
Hannah respiró hondo. No estaba casado.
La sensación de alivio que la invadió ante semejante revelación a punto estuvo de hacer que se avergonzara de sí misma. A ella debería darle lo mismo y, aunque estuviera soltero, eso no cambiaba su situación. ¡Pero sí que la cambia! De pronto, la embargó una ligereza de espíritu al pensar que él estaba libre. Por lo menos no tendría que sentirse culpable por robarle su tiempo.
Cuando levantó la mirada, él la estaba estudiando, con la cabeza ladeada y un claro brillo en los ojos.
—Me creías un villano que ignora a su mujer una noche tras otra. Que quizá llega incluso a esconderla, fuera de la vista de todos, y la maltrata, ¿no es verdad?
—¡No, claro que no!
Él dejó escapar una risita.
—Sí que lo creías. Porque he hecho que te secuestren y, por lo tanto, no me consideras honorable.
—Bueno, yo… No podéis negar que era censurable, pero ahora que estoy empezando a conoceros un poco mejor, me doy cuenta de que no sois innoble. Por lo menos, yo no lo creo.
—Honto, neh? ¿Eso es cierto? Mmm, puede que algún día cambies de opinión.
—¿A… a qué os referís?
Hannah no se sentía cómoda con la dirección que estaba tomando esa conversación, pero sus sentidos estaban algo confusos por el sake y no estaba segura de seguirlo.
Él le sonrió de medio lado.
—No te preocupes por eso ahora. Continúa, te toca mover.
Señaló el tablero con un gesto y Hannah le siguió la mirada, entonces refunfuñó en voz alta.
—¡Me habéis vuelto a ganar! Chikusho!
Se dio una palmada en la rodilla, desahogando su frustración.
—En serio, Akai, ese lenguaje no es propio de una mujer —la reprendió, pero ella sabía que sus arranques lo divertían—. Sin embargo, como aún no estás hecha a nuestras costumbres, te perdonaré y te daré otra oportunidad de ganarme. ¿Estás lista?
—Claro que sí. Esperad y veréis, esta vez os voy a dar una sorpresa.
Él rio.
—Siempre lo haces, Akai. Esa es una de las cosas que más me gustan de ti.
Hannah habría querido tener el coraje de preguntarle qué otros atributos de ella le gustaban, pero pensó que quizá sería mejor no saberlo.