26

El encuentro con la cuñada del señor Kumashiro había dejado a Hannah desasosegada y le resultó imposible hacer sus ejercicios de escritura esa mañana. Al final, arrojó su pincel y exclamó:

—Ya basta.

Yukiko la miró asombrada y se sentó sobre sus talones.

Sumimasen demo —se arriesgó a preguntar—, ¿qué ocurre?

—Hoy no puedo concentrarme. Creo que iré a dar un paseo.

El señor Kumashiro le había dicho la tarde anterior que era libre de pasear por el jardín, si así lo deseaba.

—Pero no deambules por el castillo —le había dicho.

Se levantó y se sacudió la parte trasera del kimono. Las otras damas hicieron ademán de levantarse también, pero ella les indicó con un gesto que volvieran a sentarse.

—No, no, por favor, quedaos aquí. Me gustaría estar sola.

Aquello pareció alarmarlas a todas, de modo que se apresuró a añadir:

—Solo es algo que hacemos los extranjeros de vez en cuando. Es necesario para nuestro bienestar.

La mentira le salió con la mayor naturalidad, y se sintió vagamente avergonzada por engañarlas. Quizá estuviera socialmente mal visto pasear sola, pero en ese momento le daba igual. Necesitaba soledad, y si alguien le reprochaba el ir por ahí sin carabina, se limitaría a fingirse ignorante de sus normas. En cualquier caso, ¿para qué necesitaba carabina? Ya estaba más que comprometida.

Afuera, inhaló grandes bocanadas de aire y la sensación de ahogo que tenía dentro empezó a remitir. Su cuerpo se relajó tan pronto empezó a caminar por los impolutos senderos y dejó que sus pensamientos vagaran libremente. Al cabo de un rato, se sentó encima de una piedra que el sol había calentado. Escudándose tras varios arbustos grandes, cerró los ojos para disfrutar de la paz.

En su cabeza flotaban imágenes de la hermosa dama que había visto aquella mañana y estuvo pensando en la esposa del señor Kumashiro. Sería presumiblemente tan encantadora como su hermana. Él nunca le había hablado a Hannah acerca de ninguna de las dos damas, aunque lo cierto era que sus conversaciones versaban en su mayor parte acerca de lo foráneo, así que no era de extrañar. Hoji le había contado a Hannah que la mayoría de los matrimonios samuráis eran concertados y que normalmente las dos partes lo aceptaban con ecuanimidad. ¿Sería ese el caso del señor Kumashiro?, se preguntó, ¿o acaso había escogido a su esposa porque la amaba? En cualquier caso, debía de estar contento de haberse casado con alguien tan imponente.

El ánimo de Hannah se desplomó e hizo que se enfadara consigo misma. Los acuerdos domésticos del señor Kumashiro no tenían nada que ver con ella. Esperaba poder irse de allí pronto, y entonces no volvería a verlos, ni a él ni a su familia.

—¿Deseabais hablar conmigo, mi señor?

La suave voz femenina sacó a Hannah de su sombrío humor y espió desde detrás de los arbustos para ver quién hablaba. Para su sorpresa, el señor Kumashiro se encontraba muy cerca de allí, y con él estaba la misma mujer en la que Hannah había estado pensando, su cuñada. No había nadie más por los alrededores, aunque no lejos de allí esperaban algunos guardaespaldas. La pareja estaba frente a frente, ajena a todo lo que la rodeaba, y Hannah se preguntó por qué se reuniría con ella de ese modo. Le parecía raro. Ninguno dejaba entrever emoción alguna, pero Hannah detectó una tensión en el aire entre ellos.

—Sí, gracias por venir tan rápido.

El señor Kumashiro agradeció su prontitud con una leve inclinación de cabeza, luego fue directo al grano.

—He recibido una notificación del shogun en la que dice que desea conocer a mi heredero. Por el tono del mensaje, entiendo que no le complace que lo hagan esperar. Insinuaba amenazas. Si no obedezco las órdenes del shogun, quién sabe qué podría hacer. No quiero contrariarlo. No sería nada acertado y podría acarrearle problemas también a vuestro padre.

—¿No le informasteis de que seguimos de luto y de que no podíais viajar, mi señor?

—Sí, por supuesto, pero de eso hace ya mucho tiempo. El shogun se está impacientando y no se puede usar esa excusa indefinidamente. No, debemos salir el próximo mes. Ya os advertí la semana pasada de que nuestra partida no podía posponerse más. ¿Por qué no habéis iniciado ni tan siquiera los preparativos? Si hubiera algún espía por aquí, informaría al señor de que no se está haciendo nada.

Hannah creyó haber percibido que la señora Reiko respiraba apresuradamente, pero no podía estar segura. Se preguntó por qué la mujer parecía oponerse a una visita a la capital. Sin duda debía de ser un gran honor ser presentado al soberano del país. Debería alegrarse por su sobrino.

—Estaba rota por el dolor. Pensé…

—Pues ya no. Por favor, empezad inmediatamente.

Hannah supuso que la señora Reiko era la responsable de organizar los viajes, y que por eso le daba esa orden a ella en lugar de a su esposa. El señor Kumashiro habló exactamente como lo haría un déspota feudal y Hannah estaba segura de que nadie en su sano juicio osaría contradecirlo cuando hablaba en ese tono. Sin embargo, Reiko la sorprendió.

—Lo siento, mi señor, pero aún me queda mucho para estar recuperada. Me es imposible viajar aún.

—En ese caso, tendréis que quedaros y regresar a casa de vuestro padre. Creí que os habría gustado acompañarnos, pero tal vez me equivoqué.

—No, por supuesto que no, pero… estoy segura de que preferirías que vuestro hijo se quedara aquí, donde pudierais verlo a diario —sugirió—. Si vamos a Edo, probablemente tendrá que quedarse allí.

Hannah no comprendió esa afirmación, pero él sí, pues en su mandíbula se tensó un músculo. Fue la única señal de perturbación que Hannah pudo apreciar. Recordó los comentarios de Yukiko acerca de su cercanía con el niño y de sus visitas diarias a los aposentos del pequeño.

—Soy muy consciente de ello y nuestros deseos son irrelevantes, como bien sabéis —rezongó—. Pasaré todo el tiempo que pueda en la capital.

—Unos cuantos meses es mucho tiempo para un bebé. Podría olvidaros si no estáis ahí todo el tiempo.

El señor Kumashiro se impacientaba y Hannah comprendió que aquello era una burla deliberada por parte de Reiko. ¿Cómo se atrevía? Se suponía que las mujeres japonesas se comportaban con respeto en todo momento, pero daba la impresión de que su cuñada no le tenía miedo a ser diferente.

—Tonterías. Mi hijo siempre me reconocerá. Ahora id y empezad a hacer el equipaje, por favor. Siempre podemos viajar despacio y, de todas formas, iréis en el palanquín, lo que no debería resultar demasiado perturbador.

—Estoy segura de que vos sabéis mejor lo que os conviene, mi señor.

Reiko se inclinó levemente, como cediendo a una fuerza superior, pero Hannah vio que una efímera sonrisa cruzaba los labios de la mujer. ¿La habría visto también el señor Kumashiro?, se preguntó. De ser así, no dio muestras de haber picado el anzuelo.

—Nos iremos a finales de este mes —fue lo único que dijo.

—Desde luego, mi señor. —Reiko hizo una reverencia, algo más marcada en esta ocasión—. Daré comienzo a los preparativos inmediatamente, aunque…

—Nani?

—Puede que lleve algo más de tiempo, hay tanto por hacer. Un bebé tiene muchas necesidades, sobre todo durante un largo y duro viaje.

—Pues ocupaos de ellas. No quiero más excusas.

Él se alejó con paso airado y Hannah siguió observando cómo la señora Reiko lo contemplaba con los puños apretados. Hannah podía entender la reticencia de la mujer a dejar su casa, pero sospechaba que había algo más detrás de todo esto.

La mirada que le clavó al señor Kumashiro era una curiosa mezcla de veneno y anhelo. Hannah no la entendió en absoluto.

Aún desconcertada por la extraña conversación que había escuchado a hurtadillas, Hannah le pidió a Yukiko que le explicara por qué el shogun le había ordenado al señor Kumashiro y a su familia que acudieran a su presencia.

—¿Y por qué tendría que quedarse su hijo en Edo?

—El sankin kotai así lo exige.

—¿Sankin kotai? ¿Qué es eso?

—Es un modo muy astuto de asegurarse de que ninguno de los daimios conspira a sus espaldas —dijo Yukiko—. En la práctica, retiene a los parientes como rehenes, sobre todo al hijo y heredero de todo caudillo poderoso. Tienen que quedarse en la ciudad. De la misma forma, los propios señores deben permanecer un tiempo en la capital. Así nadie se atreverá a propiciar un levantamiento contra el shogun en ninguna de las extensas regiones del país. Saben que él castigaría a sus familias al instante.

—Ahora lo entiendo. Ya veo por qué la señora Reiko era reticente a ir —dijo Hannah—. Debe de ser difícil vivir lejos de tu familia durante meses y meses. Probablemente estará preocupada por su sobrino —añadió.

—Y por sus otras perspectivas —musitó Yukiko.

—¿Cómo has dicho? ¿En qué sentido?

Estaba ansiosa por preguntarle a Yukiko por qué el señor Kumashiro y su cuñada parecían estar tan enfrentados, pero no se atrevió a comportarse tan groseramente. Reiko había hecho alusión a un duelo, y tal vez ella y su hermana aún estuvieran apenadas por una pérdida, pero no parecía esa la única causa de la fricción.

Yukiko, no obstante, era una dama muy discreta, que se resistía a dejarse llevar.

—No es nada —fue lo único que contestó.

Pasaron varios días y Hannah no vio a nadie salvo a sus sirvientas. Se preguntaba si el señor Kumashiro se habría olvidado de su existencia, ahora que había colmado la mayor parte de su curiosidad acerca de su país. La última vez que lo vio le había dicho que pronto la haría llamar de nuevo, pero por el momento no la habían convocado.

Naturalmente, tendría otras cosas que hacer, aparte de sentarse a hablar con ella cada noche, razonó. Pasar tiempo con su esposa, por ejemplo. No era de extrañar que Reiko la hubiera mirado con malevolencia, si él había desatendido a su hermana durante varias semanas y ella había averiguado que Hannah era la causa. Ella habría reaccionado del mismo modo, aunque le habían contado que los hombres japoneses también tenían amantes formales, llamadas consortes, que eran toleradas por sus mujeres.

De la señora Reiko y de su hermana tampoco había rastro.

—Los preparativos para el viaje a Edo ya están en marcha —le informó Yukiko—, pero van despacio.

A Hannah esto no la sorprendió, dado que había sido testigo de la conducta de Reiko. Sin embargo, nadie parecía estar dispuesto a comentar estos asuntos y Hannah se sentía cada vez más aislada. A pesar de su relativa libertad, se sentía como una prisionera, no como una invitada.

La mañana del cuarto día no soportó estar confinada por más tiempo. Hacía buen tiempo, el sol brillaba intensamente y no era un día para languidecer mustiamente puertas adentro.

—¿Podemos salir a dar un paseo, por favor? —le preguntó a Yukiko—. Necesito un poco de aire fresco.

—Sí, por supuesto. ¿Queréis que llame a las demás?

—Si quieren acompañarnos, son bienvenidas, pero que decidan ellas.

Al parecer las otras damas eran del mismo parecer, porque ninguna quiso quedarse atrás. Formaron un grupo alegre y charlatán que se encaminó por los caminos del jardín. Hannah estaba resuelta a desterrar sus lúgubres pensamientos, y se animó incluso a cantar un poco, para asombro de sus acompañantes.

—Qué canción tan extraña —comentó Sakura—. Aunque es bonita, muy bonita, por supuesto.

Hannah dejó escapar una risita ante tan cortés mentira.

—Después de haber oído vuestras canciones, dudo mucho que esta os suene bien, pero me han dicho que mi voz es bastante buena. Solo tenéis que aceptar mi palabra de que la he cantado bien. Enseñadme una canción japonesa, alguna de vosotras. Por favor.

Entre grandes risas, las damas lograron enseñarle a Hannah una simple melodía, aunque a ella le costó mucho cantarla igual. Más que cantar, le parecía estar lamentándose; naturalmente, a ellas no podía decírselo.

Al final acabaron cerca de un gran estanque, casi un lago en miniatura, donde se sentaron encima de unos enormes cantos rodados a tomar el sol. Las damas continuaron charlando, intercambiando impresiones acerca de los esfuerzos de Hannah a la hora de cantar, mientras esta se iba alejando hasta el extremo del estanque. El agua era clara y pudo ver las oscuras formas de una especie de peces marrones que se movían lentamente bajo la superficie. Pensó que serían carpas, pues se parecían a un plato que le habían servido unos días antes. Así pues, obviamente, ese estanque no tenía únicamente un uso ornamental, pensó.

Se dejó caer sobre una piedra plana que había cerca del borde del estanque y acarició las suaves ondas con la mano. El agua estaba fría pero no helada, y así se quedó, perdiéndose en sus pensamientos durante mucho tiempo. Estaba rodeada por todas partes de árboles, que indudablemente adquirirían gloriosos colores otoñales conforme avanzara el año, cuyo reflejo admiraba en el agua. Se inclinó sobre la reluciente superficie del estanque para mirar su propia imagen, y sonrió. Yukiko le había dicho que, cuando llegara el momento, su cabello combinaría a la perfección con el color de los árboles, dado que allí estos se volvían de un tono rojo más intenso que en Inglaterra.

—Idiota —murmuró para sí. El señor Kumashiro debía de haberle nublado la razón con todos sus comentarios acerca de sus rojos mechones. Ella nunca se había preocupado mucho por su apariencia, de modo que ¿por qué tenía que importar ahora?

Al cabo de un rato, reparó en un ruido que provenía de una mata de arbustos que había junto al estanque, aunque más lejos. Observó mientras otro grupo de mujeres salía a la luz del sol, no muy lejos de un pequeño muelle ornamental. Hannah no tuvo dificultades para distinguir en el centro a la señora Reiko. Regiamente vestida, como en la ocasión anterior, tenía una presencia majestuosa que era inconfundible. Hannah se estremeció, albergando la esperanza de que la mujer no la viera. Escudriñó a las demás, preguntándose cuál de ellas sería la señora Hasuko. A pesar de que algunas eran hermosas, ninguna era tan bella como la señora Reiko ni vestía ropas tan lujosas. Hannah llegó a la conclusión de que la esposa de Taro debía de haber preferido quedarse atrás.

Las damas de compañía de la señora Reiko habían venido mejor pertrechadas que las de Hannah. Extendieron mantas sobre la hierba para sentarse en ellas y abrieron cestas de provisiones. Mientras tanto, hablaban animadamente, aunque sin tantas risas como el grupo de Hannah, que no había advertido la presencia de las recién llegadas.

La propia Hannah estaba medio escondida detrás de un arbusto, y así, desde allí, pudo mirar sin ser vista. Siguió curioseando a hurtadillas, de vez en cuando, pues la cuñada del señor Kumashiro le parecía muy enigmática. ¿Qué clase de mujer era? De alcurnia, presumiblemente. Preciosa y elegante, saltaba la vista. Y eficaz, holgaba decirlo. Pero ¿por qué tenía ese aire de superioridad? Actuaba como si fuera el ama del castillo, pese a que resultaba evidente que no lo era. ¿Y por qué la esposa del señor Kumashiro no salía a pasear? ¿Acaso estaba enferma?

Hannah decidió ir a preguntarle a Yukiko. Seguro que ella no se negaría a responderle a unas cuantas preguntas inofensivas. Tampoco es que fueran secretos de Estado. Hannah se levantó, se sacudió el kimono (uno muy bonito, de seda verde y bordado con hojas de otoño, que alguien le había prestado) y se preparó para regresar con las damas. En ese preciso instante, le llamó la atención un destello de color en el pequeño muelle que había junto al grupo de la señora Reiko y oyó un leve chapoteo. Parpadeó y entornó los ojos para ver lo que era. Al momento, una cabeza diminuta y una mano que se agitaba aparecieron sobre la superficie del agua. Un pavor gélido se apoderó de las tripas de Hannah. Sin pensárselo dos veces, corrió a toda velocidad hacia el punto en el que la cabecita había desaparecido ya.

Tasukete! —gritó, y se adentró caminando en el agua, que muy pronto se hizo bastante profunda—. ¡Que alguien me ayude!

Hannah creyó vislumbrar una tela roja no muy lejos de donde se encontraba y buceó, sin contemplaciones por la ropa que llevaba puesta. El pesado kimono tiraba de ella y le dificultaba enormemente el movimiento, a pesar de que, en condiciones normales, era una resistente nadadora. Empujó con todas sus fuerzas y abrió los ojos, dando gracias a Dios por que el agua fuera tan clara. La suerte la acompañó y allí, justo delante de ella, estaba el niño, hundiéndose rápidamente y ya inmóvil.

Ella lo agarró y pateó todo lo que pudo, impulsando al niño por delante de ella hacia la superficie.

—¡Ayuda! —volvió a gritar tan pronto tuvo la boca fuera del agua. Empujando la cabecita y los hombros, para asegurarse de que permanecían por encima del agua, se dirigió a la orilla del estanque. Enseguida hubo manos disponibles para liberar a sus exhaustos brazos del peso del niño. Hannah se arrastró hasta el borde y apoyó la cabeza sobre las piedrecitas, boqueando en busca de aliento. Con la mirada angustiada, observó que ponían al niño boca abajo, mientras le palmeaban suavemente la espalda. Una gran cantidad de agua salió de él o de ella, y entonces, por fortuna, el pequeño vomitó y se puso a chillar.

—Gracias, Dios mío. Muchas gracias —susurró Hannah.

—Hannah-san, debéis salir de ahí. Vais a coger frío. Venid.

Como si le hablara desde muy lejos, Hannah oyó la voz de Sakura. Se mezclaba con las de Yukiko y las otras damas, y le decía que se levantara, que caminara, que se tapara con una manta. Ella obedeció mecánicamente, y con un último vistazo al niño, se la llevaron a toda prisa en dirección al o-furo.

Lo último que oyó fue a la señora Reiko diciendo en un tono funesto:

—¿Quién es la responsable de esto?

Hannah se echó a temblar, y no era por el frío.