25

—Hoy te has olvidado de peinarme —le dijo Hannah a Sakura, dos semanas después, cuando se encaminaban una vez más a la casa del jardín. Habían encendido farolillos cada cierta distancia para enfatizar determinados elementos, como las cascadas. Era como el decorado de un cuento de hadas.

—No, no se me ha olvidado. Hoy el señor Kumashiro nos ha ordenado que lo dejemos al natural. Quería ver lo remolinos.

—¿Los remolinos? —Hannah supuso que se refería a los rizos y se preguntó por qué de repente a su señor le interesaban tanto. A pesar de que, hasta ese mismo día, su pelo había sido ungido con aceites para someterlo impecablemente a su posición, siempre había algunos mechones que escapaban y se rizaban en torno a su rostro. Tal vez quisiera comprobar si el resto de su pelo era igual. O quizá tuviera otra razón completamente distinta, una que a ella no se le hubiera ocurrido…

Estaba sentado inmóvil en la galería, como siempre, y su expresión no se alteró al ver el cabello flotando libremente alrededor de ella. A pesar de haberle crecido un poco más, no lo tenía tan largo como algunas de las otras damas, a las que les llegaba hasta medio muslo o incluso más. Al tenerlo recién lavado y secado, los mechones rojos se le rizaban desordenadamente alrededor de la cabeza como una nube de vívidos hilos de seda. Se preguntó si lo encontraría feo. Su madre siempre le había dicho que lo mantuviera oculto, siendo de un tono rojo tan intenso.

—Ven adentro —le ordenó él, sin dar aún muestras de haber advertido nada fuera de lo común. Ella obedeció.

La puerta se deslizó y se cerró, y de pronto lo sintió de pie a su espalda, muy cerca de ella. No habló, simplemente tomó un mechón de pelo tras otro, levantándolos a la luz. Luego empezó a enrollar los rizos alrededor de su dedo, antes de verlos deslizarse de nuevo. Hannah se tensó y se quedó quieta. Tenerlo allí, tocándole el pelo de esa forma, le resultaba extrañamente excitante, pero al mismo tiempo era aterrador.

Cayó en la cuenta de que había estado conteniendo el aliento y soltó el aire lentamente, procurando controlar el miedo que había despertado dentro de ella. ¿Eso era? ¿Había decidido acostarse con ella y por eso había mandado que le dejaran el pelo suelto? ¿Acaso había colmado su curiosidad con todas esas preguntas y ahora centraba su interés en su persona? Tembló cuando él le cogió aún otro mechón de pelo, estudiándolo con detenimiento.

—Es extraordinario —dijo por fin—. Mira, cambia de color con la luz cuando lo retuerzo.

—Yo… sí. Sí, supongo que así es. Nunca lo había pensado.

—Es extraño que se arremoline así.

—Sí. Lo tengo así desde que nací. Igual que prácticamente la mitad de los habitantes de mi país, y los demás lo tienen liso o algo intermedio.

Hannah seguía teniendo plena consciencia de su cercanía y le estaba provocando un curioso efecto. Tuvo de pronto una imperiosa necesidad de darse la vuelta y reposar la cabeza sobre su amplio pecho; entonces se acordó de dónde estaba y con quién.

—Asombroso —repitió, y le acarició el pelo desde la coronilla hasta la cintura. Ella se estremeció y procuró mantenerse en pie—. Y es tan suave, cada pelo es como el de un bebé. Mira, toca el mío, es completamente diferente.

Le tomó la mano y la puso en su propia cabeza, donde Hannah palpó a regañadientes un pelo de su moño. Su cabello era más grueso que el de ella, pero también bastante lustroso y suave.

—Sí, tenéis razón, pero vuestro pelo también tiene un bonito color.

Hannah no sabía por qué, pero creyó que sería mejor intentar cambiarle este extraño ánimo mediante un cumplido.

—A mí me da la sensación de que, según cómo le dé la luz, cambia del negro al azul, y es mucho más brillante que el mío.

—Tal vez —admitió él—. Cuando Yanagihara-san me habló de tu pelo, pensé que se había vuelto loco. Hay gente que dice que está un poco chiflado, pero yo nunca volveré a dudar de él.

—¿Quién es ese Yanagihara-san? —dijo Hannah frunciendo el ceño. Recordaba que el señor Kumashiro lo había mencionado antes—. ¿Y cómo podía saber cuál era mi aspecto, si no me había visto nunca?

—Es un vidente y predice cosas. Normalmente son advertencias de los dioses, pero cuando me habló de las imágenes que había visto de ti no sabíamos qué pensar. En parte fue por eso por lo que hice que te trajeran, para saber si suponías algún tipo de amenaza.

—¿Yo, una amenaza? —Hannah se echó a reír—. Difícilmente.

Volvió a ponerse seria.

—Pero ¿de verdad me vio en una visión? Es espeluznante.

El señor Kumashiro asintió.

—Le diste un buen susto, ¿sabes? Él creyó que tu pelo estaba hecho de tentáculos de fuego. En cuanto a tus ojos… —Sonrió, y Hannah reparó muy especialmente, una vez más, en sus hoyuelos. Sus dedos ardían en deseos de explorarlos, pero reprimió ese impulso y sepultó las manos bajo las amplias mangas de su kimono—. Tengo que llevarte a verlo.

—¿A quién? —Hannah seguía absorta en su sonrisa y había olvidado de qué estaban hablando.

—A Yanagihara-san. Vive en los jardines del castillo. Quizá mañana, si tengo tiempo.

El señor Kumashiro alargó una mano y levantó de una vez toda la cabellera de Hannah, de modo que su cuello quedó al desnudo. Hannah hizo ademán de apartarse.

—Tienes un cuello muy grácil y la piel muy blanca —dijo, y acarició despacio la nuca—. Desde luego no eres tan fea como esperaba que fueras.

Hannah bajó de las nubes y se apartó de él, de forma que este tuvo que dejar caer la mata de pelo.

—¿Fea? —Lo miró con el entrecejo arrugado—. Puede que no sea la gran belleza que es mi hermana, pero habréis de saber que no soy fea.

—Pero si es lo que acabo de decir. —Cruzó sus poderosos brazos por encima del pecho—. ¿Me encuentras repulsivo? Según me han dicho, tu gente normalmente lo considera así.

—Pues no. No, yo no.

Hannah no sabía qué decir. No podía decirle de ninguna manera que justamente había estado pensado en lo guapo que se ponía cuando sonreía. Eso estaría completamente fuera de lugar.

Nunca había pensado en el aspecto de Hoji en uno u otro sentido, porque solo pensaba en él como en un pariente bondadoso. Sin embargo, ahora tenía que reconocer que un japonés podía resultar, en verdad, muy atractivo, de un modo inquietante. Hannah desvió la mirada hacia el suelo, confusa. ¿Acaso llevaba tanto tiempo entre los japoneses que ya no se le hacían extraños? ¿Sería simplemente que se había acostumbrado a ellos? Por alguna razón, no lo creía. Era él, el señor Kumashiro, el que le causaba ese efecto. Solo él.

—Bien —dijo él, interrumpiendo sus pensamientos—. Así pues, comamos.

Taro comía de forma mecánica, sin reparar en lo que se introducía en la boca. Tenía enteramente centrada su atención en la mujer que estaba sentada frente a él, una mujer que ocupaba sus pensamientos hasta el punto de excluir todo lo demás en aquel momento.

Cuando la conoció en Hirado, se quedó intrigado por su inteligencia y su franqueza al hablar, pero para él no era más que un objeto curioso. La había hecho traer a su castillo porque quería saber más sobre ella y sobre el país del que procedía, pero nunca creyó que se sentiría atraído por esa mujer. Fascinado por su insólita apariencia hasta que dejara de ser novedad, por supuesto, pero nada más. Con sorpresa, cayó en la cuenta de que se había acostumbrado tanto a sus ojos transparentes y a los remolinos de su cabello rojo que ahora apenas si pensaba en ello. En cambio, estaba empezando a verla como mujer.

Los ojos azules eran arrebatadores, indudablemente, pero también lo era su rostro. Estaba perfectamente proporcionado, los ojos bien separados, la nariz pequeña y delicada, y su boca, pese a ser en cierto modo demasiado generosa, hermosamente dibujada. Su piel era clara e inmaculada, y parecía suave como el rocío de la mañana sobre una hoja. Siempre que estaba cerca tenía que resistirse a la tentación de alzar la mano y acariciarle la mejilla.

La inquietante realidad era que la encontraba extremadamente atractiva.

Sus compatriotas creerían que se había vuelto loco.

Casi no tenía modales, no sabía comportarse en su presencia y hasta la última de sus emociones se reflejaba en su semblante. No había nada oculto y dudaba de que pudiera guardar un secreto, por mucho que lo intentara. Él debería deplorar tal falta de autocontrol, pero después de lo que había sucedido con Hasuko, no podía sino darle la bienvenida.

Con Hannah-san no había interpretación posible. Si intentaba acostarse con ella y no le gustaba, él lo sabría. Por otra parte, tenía la sensación de que si él la complacía, ella no vacilaría en demostrárselo. Nunca se reprimiría. Si se ganaba su confianza y su afecto, ella se los daría de todo corazón.

Pero ¿era eso lo que quería?

Había advertido que Hannah se estaba acostumbrando a él y que ahora se ponía menos nerviosa en su presencia. Sus reveladores estremecimientos al tocarle el cuello, el pelo, le habían confirmado que decía la verdad. No lo encontraba repulsivo, ni remotamente. Y él la deseaba, ahora ya no le cabía duda.

Era una locura.

No tenían ningún futuro. Era un hecho que la había mandado secuestrar y que nadie sabía dónde se encontraba en ese momento, pero su plan incluía llevarla de vuelta tan pronto como hubiera satisfecho su curiosidad. ¿Debería aprovecharse de ella? ¿Cómo reaccionarían sus compatriotas ante semejante escándalo? Provocaría una oleada de protestas entre la comunidad de comerciantes extranjeros, y podía ser incluso el inicio de una contienda. El shogun le arrebataría el título, las tierras, el clan entero, probablemente.

No merece la pena asumir tanto riesgo por una mujer.

¿Y si, ya que la tenía allí, decidiera no dejarla marchar? Taro frunció el ceño al pensarlo. Sería mejor dejarla en paz ahora, enviarla directamente de vuelta. Eliminar la tentación.

Suspiró. Tenía que reflexionar un poco más acerca de ese asunto, tal vez hablarlo con Yanagihara-san.

Pero aún no, pensó. Todavía no puedo separarme de ella. Quedaban tantas cosas por aprender.

—Háblame del dios al que veneras y de su hijo, el carpintero.

Hannah levantó la vista de su plato de arroz y miró al señor Kumashiro, perpleja.

—¿Conocéis el cristianismo?

—Pues claro. Me mantengo bien informado sobre todo lo que sucede y he oído a los extranjeros de pelo negro que predican sobre su dios. Afirman que solo hay uno y que es todopoderoso.

Con «extranjeros de pelo negro», Hannah entendió que se refería a los sacerdotes portugueses que intentaban convertir a los infieles japoneses a su fe.

—¿Qué queréis saber exactamente, mi señor? Es decir, si los habéis oído hablar, debéis de conocer la historia de Jesús. En mi país creemos en él y también en el único Dios verdadero, aunque existen algunas diferencias entre nuestros… puntos de vista.

No estaba segura de cómo hablarle acerca de los cristianos y los protestantes. A su entender, probablemente, debían de parecerle lo mismo.

—Sí —dijo él—. He oído la historia, y supongo que podría ser cierta. También aquí muchos hombres se han convertido en deidades. Pero ¿por qué creéis que hay un solo dios? Nosotros preferimos creer que hay muchos. Aquí, además, tenemos espíritus, kami, que nos ayudan en nuestra vida diaria. Viven en lugares como los ríos, los lagos y los árboles, por ejemplo. Les hacemos ofrendas, les rezamos. ¿Vosotros no tenéis espíritus?

—Bueno, está el Espíritu Santo. Supongo que podría asemejarse a los vuestros. Y algunas personas creen en fantasmas, que son personas muertas que por alguna razón permanecen entre los vivos, en lugar de ir al cielo. Pero no os referís a eso, ¿verdad?

—No. Nosotros también tenemos fantasmas. Pero no tienen nada que ver con los otros.

—No sé muy bien cómo explicarlo. Antes en Europa la gente también creía en un montón de dioses, pero cuando llegó Jesús, convenció a todo el mundo de que estaban equivocados. Su Dios era tan poderoso, comprendéis, que todos los demás no hacían falta. Y se lo demostró a sus coetáneos.

—No estoy seguro de que me guste cómo suena eso. Todo ese poder concentrado en un solo ser sería peligroso. Es mucho mejor que esté dividido.

Hannah dedicó un instante a meditar aquello, entonces le lanzó un desafío:

—Así pues, ¿no creéis que vuestro shogun deba tener todo el poder en vuestro país?

—No he dicho eso. —La miró ceñudo—. Eso es distinto.

Hannah negó con un gesto.

—No, no lo es. Él es todopoderoso en Japón y, por lo que he oído decir, no hay nada que podáis hacer al respecto.

La mirada del señor Kumashiro se tornó feroz.

—No vuelvas a decir eso jamás —ordenó—. Hay espías por todas partes y podrías morir por menos. Por no hablar de que podrías meterme en un serio problema.

A Hannah el corazón empezó a golpearle el pecho incómodamente, sin embargo le sostuvo la mirada severa.

—Está bien, no hablaré de ello, pero no veo cómo se puede tener esa doble moral. A lo mejor, si le dierais a nuestro Dios una oportunidad, os ayudaría.

—Lo dudo. Como mucho podría añadirlo al resto, pero no rezarle a él exclusivamente. En cualquier caso, estoy bastante contento con los dioses y espíritus que tengo. Una cosa más, mientras este tema nos ocupa.

—¿Sí?

—Me han dicho que llevas puesto un colgante en forma de cruz.

—¿Qué pasa con él?

Hannah se llevó la mano a la garganta automáticamente, donde colgaba, debajo de la ropa, el diminuto crucifijo de oro.

—Intenta no mostrársela nunca a nadie más que a tus doncellas del servicio. Podría resultar peligroso para ti.

Hannah tragó saliva.

—Está bien. Gracias por decírmelo.

Un incómodo silencio se instaló entre ellos durante un rato y Hannah sintió disminuir su apetito. Se preguntó si llegaría a comprender algún día a ese hombre y su cultura. ¿Y llegaría él a entenderla a ella?

—Oh, y qué más da —murmuró entre dientes.

—Nani?

—Lo siento, estaba hablando en mi lengua.

—Sí. He estado pensando en eso. Por favor, enséñame algunas de tus palabras extranjeras.

Hannah se lo quedó mirando, sorprendida. Ya no parecía estar enfadado y había recuperado su habitual talante imperturbable. A ella, por el contrario, la petición la dejó atónita.

—¿Queréis aprender mi lengua?

—Sí. ¿Por qué no? Tú has aprendido la mía.

—Pero ¿para qué? Es decir, ¿y si soy la única persona que la habla que llegáis a conocer nunca? ¿De qué serviría haber aprendido mi lengua?

Él sonrió.

—Estoy seguro de que habrá otras. Yanagihara-san me cuenta que pronto empezarán a llegar extranjeros en grandes cantidades. Pero incluso si no conozco a ninguno de ellos, no consideraría una pérdida de tiempo aprender a hablar contigo en tu propia lengua. Me abrirá la mente. Cualquier aprendizaje es bueno. Y quizá, si hablo como tú, también entenderé mejor tu forma de discurrir.

Hannah nunca lo había pensado en esos términos y, de niña, no le habían dado la oportunidad de estudiar algo solo por placer. Sin embargo, sus palabras tenían sentido, así que le sonrió y asintió.

—Estaré encantada de enseñaros. ¿Queréis empezar ahora mismo?

—¿Por qué no?

Hannah llevaba una vida muy protegida en el castillo y casi nunca veía a ninguno de los demás habitantes. No obstante, unos días más tarde, sus damas de compañía y ella doblaron una esquina y se toparon de frente con otro grupo de damas, con las que a punto estuvieron de chocar. Las sirvientas de Hannah se apartaron inmediatamente del camino e hicieron una profunda reverencia. Hannah hizo lo propio, pese a no tener ni idea de ante quién se inclinaban. Decidió que no quería contrariar a nadie innecesariamente.

—Levantaos —ordenó una voz desdeñosa. Hannah y sus damas se irguieron, mirando cautelosamente a quien hablaba.

Se trataba de la mujer que iba en el centro del grupo, que vestía un kimono de lo más delicado, de seda tan fina que brillaba cada vez que se movía. Estaba bordado en hilo dorado y plateado, y había joyas preciosas en los ornamentos capilares de la dama. Llevaba el rostro empolvado, para hacerlo lo más blanco posible, y un poco de pintura facial le resaltaba los ojos y la boca. Hannah vio un par de ojos muy oscuros y a duras penas consiguió reprimir un escalofrío.

Esta mujer la odiaba.

Hannah lo supo en el mismo instante en que sus miradas se cruzaron. Era innegable la hostilidad que se leía en sus negras profundidades y Hannah frunció el ceño. Se preguntaba por qué tendría que odiarla nadie, si ni siquiera se conocían.

Con un último vistazo y sin saludarlas de ninguna otra forma, la mujer pasó de largo. Las damas siguieron sus pasos, inseparables, pese a que moverse con rapidez llevando puesto un kimono no era tarea fácil.

Hannah se quedó mirándolas, sorprendida.

—¿Quién demonios es esa? —preguntó.

—Esa es Reiko-sama, la cuñada del señor Kumashiro —murmuró Yukiko.

—¿Su cuñada? Ah, entiendo.

Hannah se molestó consigo misma por dejarse sorprender por esa información. Por supuesto que el hombre debía de estar casado. Era un daimio, y como tal debía de necesitar herederos. Sería de lo más natural que algunos de los parientes de su esposa vivieran en el castillo.

—¿La señora Reiko sabe quién soy? No ha parecido contrariarse al verme.

—La señora Reiko se mantiene informada acerca de todo lo que acontece en el castillo —dijo Yukiko con un leve fruncimiento de nariz, como si no lo aprobara.

Hannah se estremeció. Le sonaba siniestro, aunque tal vez fuera algo que hacían las damas de alta cuna por esos lares. Se le ocurrió preguntar otra cosa.

—¿También tiene hijos el señor Kumashiro?

—Sí, uno. El varón que tuvo con la señora Hasuko, la hermana de la señora Reiko. El pequeño Ichiro nació el año pasado y es el orgullo y la alegría del señor Kumashiro. Lo visita a diario, según creo.

—Un hijo, qué adorable.

Hannah suspiró, con un inexplicable sentimiento de desánimo. Se reprendió a sí misma. Así que tenía una esposa llamada Hasuko y un hijo. No era de su incumbencia si el hombre tenía una docena de hijos o mujeres. Con un poco de suerte, pronto la rescatarían y se iría lejos de allí. Dado que el señor Kumashiro no la había tocado, podían llevarla de vuelta a Hirado. Entonces quizá algún día se casaría con un hombre al que también ella daría hijos. Pero ¿la querría alguien ahora? El simple hecho de pensar en ello se le hizo descorazonador. Sin embargo, quería tener hijos, lo deseaba de corazón.

—Ya habrá tiempo para preocuparse de eso más tarde —dijo en voz baja, en su idioma.

Nan desu ka? ¿Qué habéis dicho?

—Nada, Yukiko-san, nada en absoluto.