24

El kimono que llevaba puesto Hannah era de seda azul celeste, bordado enteramente con flores blancas de cerezo. Era exquisito y, en cualquier otro momento, Hannah habría estado entusiasmada con la posibilidad de vestir una prenda como esa.

—Es del mismo color que vuestros ojos —le dijo Sakura, mientras la ayudaba a atarse el rígido cinturón, llamado obi. Era ancho y cubría toda la zona desde la cintura hasta debajo del pecho, y aunque la primera vez que se lo puso, para su boda, se sintió rara, a esas alturas Hannah ya se estaba acostumbrando.

Completada su sesión de acicalamiento, la llevaron de regreso al castillo y a un sobrecogedor jardín. Estaba diseñado con el mismo estilo que el que había en la casa de Hirado, pero a una escala mucho mayor, y rematado con cascadas en miniatura, grandes árboles y cantos rodados. Algunas zonas estaban cubiertas sencillamente con piedrecitas redondas, rastrilladas en composiciones simétricas. Otras eran zonas verdes salpicadas de árboles y arbustos de proporciones perfectas. Las damas que la escoltaban, no obstante, no se pararon a admirar estas cosas, sino que continuaron hacia una casa baja rodeada por una galería en todos sus lados. Allí, sobre un gran cojín, estaba sentado el señor Kumashiro; se detuvieron a unos metros de distancia y se inclinaron todo lo que pudieron, cayendo de rodillas ante él.

Konbanwa —dijo él.

—Buenas tardes, mi señor —dijeron las damas a coro.

Hannah, desafiante, se inclinó ligeramente menos que las demás. Después de todo, él no era su señor y sus hombres la habían capturado y la habían llevado hasta allí contra su voluntad. ¿Por qué iba a mostrarle deferencia?, pensó; sin embargo, si se dio cuenta, no hizo comentario alguno acerca de aquel acto deliberado.

—Buenas tardes, Hannah-san —dijo con un leve movimiento de cabeza; luego, con un gesto, indicó a las demás que se retiraran—. Ya os podéis ir.

Las sirvientas hicieron otra reverencia y enfilaron por donde habían venido, incluida Sakura. Hannah se quedó de pie delante del señor Kumashiro. Esta vez estaba resuelta a no hablar hasta que se dirigieran a ella. Se sentía como el chivo expiatorio, pero que la partiera un rayo si se iba a dejar intimidar por él.

Alzó la barbilla y lo miró directamente a los ojos.

Taro estudió en silencio a la extraña mujer que tenía ante sí. Su apariencia mejoraba mucho una vez limpia y adecuadamente ataviada, y no pudo evitar reparar en que, en el transcurso de las semanas que habían pasado desde la última vez que la había visto, había alcanzado una plenitud. Su glorioso cabello brillaba, y no solo gracias a los aceites con los que sus sirvientas lo habían ungido. Su rostro había perdido su demacrado aspecto de práctica desnutrición y su piel resplandecía, pese a ser tan blanca que resultaba casi translúcida.

Luego estaban sus ojos.

Su color lo fascinaba y lo dejaba hechizado cada vez que la veía. No se cansaba nunca de mirar en aquellas profundidades azules, tan vívidas sobre la palidez de su semblante. Yanagihara-san había dicho que los encontraba fríos, pero Taro no estaba de acuerdo. Siempre que miraba en su interior destellaban como zafiros, y estando Hannah, como acostumbraba, tan animada y enardecida, también hallaba un fuego azul en ellos. El hecho de estar rodeados por unas pestañas de color marrón oscuro, que le rozaban la mejilla cada vez que bajaba la vista, era otra fuente de admiración. Nunca antes había visto unas pestañas como esas, tan largas y rizadas, como plumas en el ala de un ave. Casi deseaba tocarlas para asegurarse de que eran auténticas.

Advirtió que ella temblaba levemente y supo que, a pesar de su desafiante mirada, tenía miedo. No quería asustarla, quería ganarse su confianza. La razón por la que lo deseaba se le escapaba por completo. Podía haberse limitado a ordenarle que se quedara allí de pie durante todo el tiempo que quisiera seguir contemplándola, y luego obligarla a responder a todas las preguntas que se le agolpaban en la mente. Pero, por alguna razón, presentía que no era lo correcto. Hannah era diferente a cualquiera que hubiera conocido jamás y quería ir con cuidado.

Por ahora.

Acabó de examinarla y asintió, satisfecho.

—Mucho mejor —dijo—. Ven adentro. Está refrescando.

En efecto, refrescaba, y Hannah se estremeció mientras lo seguía al interior. No estaba segura de si temblaba de frío o de turbación; probablemente eran ambas cosas. No seas ridícula, se dijo. No tiene sentido preocuparse por lo que pueda pasar hasta que lo sepas con certeza. Tal vez lo único que tenía que hacer era aceptar su destino, como siempre le decía Hoji. Si el señor Kumashiro quisiera hacerle daño, tendría que soportarlo, pero por el momento parecía perfectamente civilizado. Apretó los dientes con entereza. Esperaría a ver qué le decía.

Él cerró la puerta corredera detrás de ella y le indicó que se sentara en un cojín, junto a la mesa baja sobre la que habían dispuesto una ingente cantidad de comida. El estómago de Hannah se quejó, recordándole que hacía siglos que no comía. Sintió que se ruborizaba, avergonzada, pero el señor Kum ashiro no se percató de ello. Hannah se había quitado las sandalias junto a la puerta, como era la costumbre, y se apresuró a dar los pocos pasos que la separaban del cojín. Arrastró el pesado dobladillo de su kimono para colocarlo detrás de ella, asegurándose de que no se arrugaba. El señor Kumashiro se sentó frente a ella.

—Comeremos primero, luego hablaremos —dijo, y no era una invitación, sino una orden. Hannah asintió y tomó sus hashi, una vez lo vio a él coger los suyos. Ahora se sentía extremadamente agradecida por las enseñanzas de Hoji. La llenó de confianza saber que al menos no caería en desgracia por culpa de sus modales en la mesa.

La comida era excelente, minúsculos platos de pescado crudo y rábano rallado para empezar, seguidos de otras cosas más sustanciosas, como salmón cocinado y arroz. Había varias clases de verduras encurtidas para limpiar el paladar entre plato y plato, y terminaron con frutas frescas, bellamente cortadas en formas intrincadas. Para su sorpresa, Hannah se dio cuenta de que tenía hambre, a pesar del miedo y la angustia que se arremolinaban en su interior. Probó todos los platos que pudo y se deleitó con la mayoría de ellos. Comieron en silencio, cosa que resultaba muy desconcertante. De vez en cuando sentía sobre ella la mirada del señor Kumashiro, pero procuraba ignorarla.

—Disfrutas de la comida —dijo, cuando por fin se reclinó en su asiento, saciado. Su voz transmitía un punto de diversión, aunque mantenía una expresión inescrutable. De pronto Hannah se acordó de algo que había comentado Hoji acerca de la frugalidad de las damas japonesas en la mesa. ¿La tomaría el daimio por una tragona por comer tanto? Notó que sus mejillas se encendían, una vez más, al pensarlo.

—Yo… bueno, tenía hambre.

Le sonó estúpido incluso a ella y no se sorprendió cuando él se echó a reír abiertamente.

—Eso es evidente. Espero que no engordes mucho aquí.

—No, no, nunca cojo mucho peso.

Cosa que era verdad, pensó Hannah tristemente. Era capaz de comer grandes cantidades sin que eso afectara en forma alguna a su flaco cuerpo. En el tiempo que había pasado desde que se fue de casa, el tamaño de su pecho no había aumentado de forma perceptible, y, en su opinión, el resto de ella aún guardaba un notable parecido a un espárrago.

—Me temo que siempre seré así de pequeña y delgada —suspiró.

El señor Kumashiro enarcó las cejas por una fracción de segundo.

—¿Deseas estar gorda?

—No exactamente gorda, pero tal vez un poco más rellenita en… en algunas partes.

—¿Por qué? No es necesario.

—En mi país, los hombres encuentran más hermosas a las mujeres más rellenas —respondió Hannah con tristeza, pensando una vez más en Kate y sus muchos admiradores.

—Es extraño. Yo no veo nada malo en tu figura.

Ahora le tocaba a Hannah sorprenderse.

—¿No?

Tal vez con todas las capas de tela que llevaba encima no pudiera apreciarla bien, pensó. Sí, eso debía de ser. Irguió la espalda. ¿Qué más daba, después de todo? La traía sin cuidado lo que pensara de ella.

Volvió a mirarlo.

—¿Qué os gustaría que hiciera ahora, señor Kumashiro?

No podía soportar la tensión ni un instante más, tenía que saber qué planes tenía para ella.

—Hablar.

—¿Cómo decís?

—Me agrada que hables mi lengua. Habría sido difícil encontrar a un intérprete aquí. Tengo muchas preguntas que hacerte. Por ejemplo, quiero aprender cosas acerca de tu gente y sus costumbres. ¿Me dirás lo que quiero saber?

—Por supuesto, pero ¿eso es todo?

Hannah pestañeó, perpleja. No podía creer que lo único que quisiera de ella fuera que hablara con él. Su mente había considerado tantas otras posibilidades que, en comparación, esta se le antojaba muy insulsa.

—¿O sea que me habéis traído desde tan lejos solo para responder preguntas?

—No.

—Entonces, ¿qué…?

—También quería mirarte.

—Ya lo hicisteis en Hirado. —Hannah estaba desconcertada. El panorama que presentaba no podía ser tan interesante. Al menos nunca nadie lo había considerado así.

—No por mucho tiempo. No habría sido prudente buscarte ahí fuera. Los criados cuchichean. Además, tenía la idea de traerte aquí desde que supe que venías a mi país. Los ninjas estaban preparados y esperaban mi orden, si así lo decidía.

Hannah frunció el entrecejo.

—¿Cómo supisteis que venía?

—Yanagihara-san te vio.

—¿Qué? ¿Yana… quién?

—Ya basta. —Alzó una de sus manos—. Yo hago las preguntas. Ahora háblame de tu país.

—De acuerdo.

Hannah puso todo su empeño en reprimir su curiosidad, pero no podía evitar preguntarse qué había querido decir. ¿Cómo alguien de quien jamás había oído hablar supo que iba a viajar a Japón? Sobre todo cuando ella misma no lo había planeado de antemano. Era un misterio, pero no podía pensar en ello hasta más tarde. Por ahora, debía hacer lo que le habían ordenado.

—¿Qué os gustaría saber, Kumashiro-sama?

—Todo.

Pasaron varios días y cada tarde Hannah era bañada y acicalada antes de que la llevaran a ver al señor Kumashiro en el pequeño pabellón del jardín. Comían y hablaban, nada más.

—¿Dices que tu reina tenía el pelo del mismo color que tú? —fue la primera pregunta que le hizo una noche.

—Sí. En Inglaterra hay mucha gente que tiene el pelo rojo. No es extraño, aunque se encuentra gente con el cabello de muy distintos colores, desde casi blanco, a marrón o al negro más oscuro, como el vuestro.

Honto, neh? ¿En serio? Tu capitán tenía el pelo de oro, si no recuerdo mal, y advertí muchos tonos diferentes de marrón, pero ningún rojo tan vivo como el tuyo.

—No es tan habitual como el castaño.

—Vi a otros extranjeros cuando fui al sur hace unos años, pero todos tenían el pelo negro. Y grandes narices, no pequeñas como la tuya.

—Quizá fuesen portugueses. Eso lo explicaría. Según tengo entendido, en Portugal la mayoría de la gente es morena. En cuanto a su nariz, estoy segura de que su tamaño es diverso.

—Entiendo.

Las preguntas continuaron.

—Háblame de tu país. ¿Qué tamaño tiene? ¿Cuánta gente vive en él? ¿Hay otros países cerca? ¿Les hacéis la guerra? ¿Tu rey tiene un ejército muy grande?

Su ansia de conocimiento era insaciable y a Hannah le costaba seguirle el ritmo. Había ocasiones en las que deseaba que Rydon o su hermano hubieran sido secuestrados también, ya que era incapaz de contestar con precisión a las preguntas del señor Kumashiro en materia de técnicas militares y comercio. No obstante, parecía estar satisfecho con lo que le contaba, y escuchaba con atención.

Cuanto más tiempo pasaba en su compañía más la fascinaba. Era un hombre complejo y muy enigmático. Se descubría contemplando su rostro mientras él hablaba, reparando en la inteligencia de sus ojos oscuros, así como en el humor que dejaba entrever de tanto en tanto. Casi nunca se permitía dar muestras de emoción, pero algunas de las cosas que ella le explicaba abrían una brecha en su actitud de inflexible reserva. Dado que siempre estaban solos, cada día se relajaba un poco más. No era en absoluto como se esperaba que fuera un señor feudal, y no se parecía a ningún otro hombre que hubiera conocido.

Para su sorpresa, empezó a notar que esperaba con impaciencia sus encuentros nocturnos.

De día, dejaban a Hannah a sus quehaceres, aunque siempre estaba rodeada de sirvientas. Tenía asignados unos aposentos en la planta baja del edificio cercano al jardín, en lugar de en la torre. Estos incluían un porche que daba a un diminuto jardín privado, aunque no tenía permitido deambular libremente por el castillo.

—Me siento como un pájaro en una hermosa jaula —se lamentó ante Sakura—. Siempre he odiado estar encerrada.

No le dijo a la joven que quería encontrar el modo de escapar, pero Sakura pareció sospecharlo.

—Queréis volver con vuestra gente —le dijo, perspicaz.

—Pues claro. ¿Tú no quieres irte a casa?

Sakura se encogió de hombros.

—Yo no tengo casa, ni familia. Yo voy adonde vos vayáis. Y aquí no se está tan mal.

Hannah no podía negarlo, pero aun así se sentía inquieta. Para ayudarla a pasar el rato, Yukiko asumió la tarea de intentar enseñar a Hannah a leer y a escribir el japonés, y también el arte de la caligrafía. Como a Hannah siempre le había encantado dibujar, aprendió deprisa a formar la escritura más sencilla, llamada kana. Se trataba de interpretaciones fonéticas de sílabas, más que letras individuales, y no tardó en dominarlas. Sin embargo, los caracteres más complejos, llamados kanji, eran algo bien distinto.

—Nunca voy a conseguir aprendérmelos todos —protestó una mañana, y Yukiko sonrió.

—Tal vez todos no, pero por lo menos los kanji más habituales. Se requiere tiempo y paciencia para recordar los más difíciles.

—Bueno, ya he tenido bastante por hoy, me da vueltas la cabeza. En lugar de esto, ¿me podrías conseguir un carboncillo para dibujar, por favor?

Le encontraron un trozo afilado y, para divertirse, empezó un bosquejo de Yukiko. La mujer poseía uno de esos rostros fáciles de plasmar en papel, con rasgos definidos y marcados. Hannah trabajó ininterrumpidamente durante un rato; entonces, cuando se dio por satisfecha, se lo mostró a las otras mujeres. Yukiko se quedó sobrecogida y las demás exclamaron con entusiasmo al verlo.

—¡Hannah-san, es precioso! Es exactamente como Yukiko —dijo Sakura, maravillada—. ¿Cómo lo has hecho?

—Simplemente la he mirado y la he dibujado. ¿Aquí no tenéis pintores de retratos? Seguro que sí.

—Bueno, sí, pero un retrato formal nunca se parece demasiado a la persona a la que intenta reflejar. Es más estilizado —explicó Yukiko—. Pero esta, esta soy yo.

Hannah se echó a reír y le entregó el papel de arroz.

—Por favor, quédatelo si te gusta.

Entre las demás se inició un coro que repetía «por favor, dibújame a mí», y Hannah estuvo ocupada durante el resto de la mañana.