23

Hannah fue conducida a una pequeña habitación de la tercera o la cuarta planta de la torre del homenaje y allí la dejaron sola. A Sakura le ordenaron que siguiera a uno de los guardias.

—Estaré bien —le dijo Hannah, intentando sonreír por todos los medios, para tranquilizar a la chica. No estaba segura de haberlo conseguido, ya que Sakura la miró con un gesto de compasión y estiró las manos hacia Hannah.

—Oh, señora, ojalá pudiera quedarme con vos.

—Vamos, tengo órdenes que cumplir.

El guardia tiró bruscamente de Sakura hacia el pasillo y cerraron la puerta de golpe antes de que Hannah tuviera tiempo de reconfortar un poco más a la doncella.

Hannah deambuló por la habitación durante un buen rato, demasiado nerviosa como para relajarse. Después de lo que se le antojó una eternidad, las piernas le flaquearon y se desplomó sobre el suelo de madera pulida. Estaba exhausta, tanto física como mentalmente, y tenía ganas de gritar por la frustración. Sus captores habían seguido negándose a revelar cualquier detalle acerca de su destino o de por qué había sido raptada, y ella se había pasado infinitas horas elucubrando acerca de su posible porvenir. Ahora, por fin, estaba allí y seguía sumida en la ignorancia. Era una tortura.

Las sombras que había en la estancia se fueron alargando. Casi había empezado a creer que se habían olvidado de ella cuando se sorprendió mirando a un hombre que había entrado en la sala con pasos inaudibles. Desde su posición, sentada como estaba, no podía verle bien la cara, pero era alto y fornido, de porte amenazante. Hannah se puso en pie de un solo movimiento y lo miró fijamente, quedándose momentáneamente sin habla. Sus ojos se abrieron de par en par al distinguir un rostro que le resultaba familiar.

—¡Señor Kuma!

El impacto de verlo, a él precisamente, resonó en su interior y a poco estuvo de hacer que le fallaran las piernas otra vez. Cerró los ojos, pero cuando los abrió de nuevo, él seguía allí. No era una ilusión.

La saludó, inclinando la cabeza, pero no contestó. En cambio, siguió mirándola como si estuviera asimilando nuevamente sus facciones. Su tranquilidad y despreocupación la sacaron de quicio, y su temor y frustración contenidos se desbordaron de repente.

—¿Cómo os atrevéis? ¿Por qué me habéis traído aquí? —exigió, sin más preámbulo—. Hemos hecho un viaje que ha durado siglos y nadie ha querido decirme por qué. No podéis ir por ahí raptando a la gente a placer, como si nada. Estoy bajo la protección del inglés al que llamáis Anjin-san, y él goza del trato de favor del shogun, como bien sabéis. Os arrepentiréis de esto.

Se quedó sin aliento y lo miró furiosa, pero él seguía estudiándola concienzudamente. Avanzó despacio hacia ella, luego la rodeó, mirándola de arriba abajo. Ella se preguntaba a qué estaba jugando. ¿Acaso pretendía intimidarla? Pues no iba a ser tan sencillo.

—Probablemente —reconoció al fin, refiriéndose, presumiblemente, a su amenaza de que Will Adams pudiera vengarla de alguna manera, aunque esa perspectiva no parecía tenerlo demasiado preocupado.

Hannah se obligó a no volver la cabeza para ver lo que hacía él. Por encima de todo, no debía dar señales de temor. Apretó los dientes. Le demostraré que las mujeres inglesas no se asustan fácilmente.

Cuando hubo dado por concluida su inspección, él la consideró con la mirada.

—¿No te han dicho que nadie me habla a no ser que yo me haya dirigido a él antes? —le preguntó con calma.

Ella frunció el ceño, si bien aliviada porque estaba hablando con ella, y no se limitaba simplemente a mirarla, y respondió con ímpetu.

—No, creo que no, y ni siquiera sé dónde estamos. Tal vez vos seríais tan amable de decírmelo. ¿O es un secreto?

Él sonrió, y se le formaron esos hoyuelos a ambos lados de la boca que tanto la habían atraído la primera vez que los había visto. Su rostro, tan severo hacía un instante, pareció tornarse más cordial al instante. Hannah inhaló temblorosamente, con la esperanza de que eso significara algo cercano a un punto de inflexión. Tal vez ahora podrían aclarar lo que era, evidentemente, un malentendido. Seguro que en realidad no había querido secuestrarla.

—Está bien, te perdonaré por esta vez, ya que eres una gai-jin y no estás acostumbrada a nuestros usos y costumbres —dijo—. En Hirado toleré tu ignorancia porque acababas de llegar, pero este lugar es mi hogar, el castillo de Shiroi, y aquí las cosas son distintas. Yo soy Kumashiro Taro, el daimio de esta provincia.

Lo anunció con un tono solemne.

—Y en esta casa mi palabra es ley, nunca lo olvides —añadió con gesto grave.

Kumashiro. Tradujo la palabra automáticamente en su cabeza y le pareció oportuna: el oso blanco, no solo el oso. Ahora mismo parecía lo bastante peligroso para ser un oso. Oyendo la amenaza que subyacía en su voz, Hannah decidió que la cautela era una muestra de valor.

—Yo soy Marston Hannah, de Plymouth, Inglaterra —respondió de un modo bastante formal, diciéndole primero el apellido, como había hecho él. Aquí era la costumbre, eso lo sabía. También hizo una cortés reverencia, como le había enseñado Hoji-san, rezando por que el grado de inclinación bastara para un hombre de su rango. Sabía que, probablemente, debería haberse postrado ante él, pero por alguna razón quería demostrarle que ella era distinta.

—Lo sé, Hana-san —le dijo, y a cambio asintió ligeramente—. Tu nombre es muy apropiado, aunque, como ya me dijiste tú misma, no signifique lo mismo en tu lengua.

—Ah… gracias.

Hannah tenía que reconocer que le gustaba bastante que la llamaran «flor». No obstante, para hacer hincapié en el hecho de que no era una de los suyos, alzó la mano para que se la besara.

Él la miró con las cejas arqueadas, levemente sorprendido, y luego la miró a la cara.

Nani wa shite imasu ka? ¿Por qué me das la mano?

La tomó de las puntas de los dedos y la elevó, como inspeccionándola, girándola por un lado y por el otro.

—Y no es que esté muy limpia —musitó.

Hannah frunció el ceño.

—Llevamos muchos días de viaje. Y en mi país un hombre besa la mano de una dama en señal de respeto, igual que yo me inclino ante vos por respeto a vuestras costumbres —contestó con aspereza.

Apartó bruscamente las puntas de sus dedos antes de que la sensación de hormigueo que había experimentado se volviera insoportable.

—Qué hombre más insufrible —dijo entre dientes en su propia lengua.

Sin embargo, él dejó escapar una risita y cambió de tema.

—Veo que por fin vas vestida de mujer —observó.

—Sí, pero si vuestros hombres no me hubieran secuestrado de noche, habría llevado puesto un atuendo más apropiado —replicó, sintiéndose repentinamente ridícula ante él, con su camisón de dormir.

—Deberías estar agradecida por que te permitieran llevar algo puesto.

Hannah abrió la boca con ánimo de protestar airadamente, pero entonces reparó en aquel destello burlón que volvía a aparecer en sus ojos. Se estaba divirtiendo a costa de ella. De pronto sintió que ya era demasiado. No se podía creer que hubiera recorrido toda aquella distancia solo para que le tomaran el pelo.

—No he venido aquí para que se rían de mí —le dijo, cortante, olvidando que no era ella la que había venido, sino que la habían traído en contra de su voluntad.

—Tal vez no, pero tengo el presentimiento de que será mejor que te vayas acostumbrando a ello, Akai Hana-san —respondió amistosamente—. Hasta luego.

Así, sin más que añadir, le dio la espalda y salió de la estancia, dejándola frustrada y sin habla.

—¡Esperad! —le gritó. ¿Qué había querido decir con eso? Aún no habían hablado de por qué la había llevado hasta allí ni qué pretendía hacer con ella. Pero la puerta se había cerrado tras él, y no regresó.

Resultaba evidente por qué la había llamada akai, «rojo», otra vez, pero ¿eso significaba que iba a tenerla allí para que otros se rieran de ella? ¿Una especie de bufón de la corte, quizá? Seguro que pronto se le pasaría la novedad de reírse del color de su pelo y de su aspecto. Hannah dejó reposar la cabeza en sus manos por un instante. Tantas preguntas y ninguna respuesta. Le palpitaban las sienes.

Se levantó, se fue hacia la puerta y la aporreó con los puños. Se negaba a quedarse allí sentada dócilmente a esperar lo que el destino le deparase. Si tenía que ocurrirle algo malo, quería que terminara lo más rápidamente posible. Ya había tenido bastante.

Junto a la puerta había apostado un guardia de apariencia feroz. Pese a saludarla con una inclinación, no respondió a ninguna de las preguntas que ella le planteó. Solamente le dijo:

—Venid conmigo, por favor.

Con un sentimiento de desazón, se levantó el bajo de la pesada túnica que llevaba puesta y lo siguió, bajando por las empinadas escaleras del tenshu.

Prosiguieron por un verdadero laberinto de habitaciones y corredores. Sin embargo, en lugar de bajar hacia donde suponía que estarían situadas las mazmorras, bordearon un patio. Luego subieron un tramo de escaleras que daba al segundo piso de una de las torres más pequeñas.

Por el camino, Hannah observó los alrededores, impresionada. El señor Kumashiro no había escatimado en la decoración de su castillo. En las paredes de todas las estancias había paneles de seda exquisitamente pintados. Los inevitables tatamis tapizaban los suelos, aunque, a diferencia de las habitaciones, la mayoría de los pasillos estaban cubiertos por pulidas tablas de madera. Cuando entró en la torre por vez primera, le habían dado un par de zapatillas blandas en sustitución de las sandalias de paja que le proporcionaron sus captores. Ahora comprendía que se hacía para evitar que las esteras se estropeasen demasiado. Con todo, no era fácil mantener puestas las zapatillas, sobre todo en los pulcros suelos de madera. Tenía que caminar casi arrastrando los pies, cosa que le resultaba incómoda, pero se las arregló para no caerse de bruces en el suelo.

Al igual que sucedía en su habitación de Hirado, había poco mobiliario, quitando alguna mesa baja y unos cuantos cojines. Hannah había aprendido que era lo habitual. Todo lo demás se almacenaba en un armario hasta que se necesitaba, como los colchones que usaban para dormir. Daba la impresión de que las habitaciones estaban vacías, pero al mismo tiempo, ordenadas y apacibles. Sobre algunas mesas había asimétricos arreglos florales como no los había visto jamás en Inglaterra. En otras podían verse relucientes objetos lacados y cerámicas de gran belleza. Hannah no podía sino admirar el gusto del señor Kumashiro.

El guardia se detuvo frente a una puerta corredera y llamó. Abrió una mujer vestida con un sobrio kimono de seda azul y se inclinó.

—Por favor, entrad, Hannah-san —dijo la mujer—. Os hemos estado esperando. Yo soy Yukiko.

—¿Cómo?

Hannah no estaba segura de haber oído bien, ya que aún había ocasiones en las que se le escapaba el significado de alguna palabra, pero esa mujer ¿acababa de decirle que la estaban esperando? Es más, para su asombro, descubrió que había varias mujeres más en la habitación. Una de ellas era Sakura, que se apresuró a adelantarse para saludar a su señora.

—Hannah-san, ¿no es maravilloso? Somos las invitadas de Kumashiro-sama, uno de los más importantes daimios del norte de Japón.

—Sí, ya lo creo, es maravilloso —repitió Hannah con sarcasmo—. ¿De verdad somos invitadas o no es más que un engaño?

Aún sospechaba de los motivos de aquel hombre. Después de todo, las había hecho secuestrar y no lo había oído formular una invitación a quedarse.

—No, no es mentira. Mirad, estas damas están aquí para serviros —sonrió Sakura, y las otras damas sonrieron y asintieron. Hannah las oyó estallar en exclamaciones respecto a su apariencia y estaba segura de que se reían de ella, como había dicho el señor.

—¿Cómo? ¿Todas? —Hannah las miró, confusa—. No creo que vaya a necesitar tanta ayuda. Al fin y al cabo, te tengo a ti.

—Sí, sí. Ahora, venid. Vamos al o-furo a bañarnos. Hay uno espléndido dentro del recinto del castillo, abastecido por una fuente termal que sale directamente del suelo. Venid, ya veréis. Es maravilloso.

Hannah no tuvo valor para discutir con la pequeña doncella. Parecía tan entusiasmada. Además, después de un viaje tan largo, un baño era bien recibido, no importaba lo que la aguardara después. El señor Kumashiro tenía razón. Estaba sucia y concluyó que no sería mala idea acudir limpia al encuentro con su destino.

Cualquiera que fuere ese destino…

Había pasado más de una semana desde que Hannah se había bañado por última vez y, ahora que Hoji le había enseñado los hábitos de higiene, se sentía desagradablemente sucia. Era sorprendente lo rápido que se acostumbraba uno a las cosas, pensó. Dos años antes, no le habría molestado ni lo más mínimo pasarse días enteros sin lavarse el cuerpo. El acto de bañarse en una bañera había sido algo muy raro en ella, pero ahora acogía con entusiasmo la idea de acercarse a la casa de baños.

El o-furo era espléndido hasta en el más mínimo detalle, tal y como le había prometido Sakura. La fuente termal que borboteaba en el suelo había sido cercada con la idea de construir un salón de baños, y una neblina de vapor remolineaba en el aire.

—Por aquí hay muchas fuentes termales —le explicó Sakura—. Por desgracia eso significa que se producen terremotos con más frecuencia en esta parte del país, aunque esperemos que no demasiados.

Las damas ayudaron a Hannah a desvestirse. Seguidamente, la lavaron de la cabeza a los pies con agua de un cubo antes de dejar que se acercara a la piscina de agua.

—¿Por qué no puedo lavarme en la bañera? —había preguntado Hannah la primera vez que lo había hecho en Hirado, pero Sakura había dejado escapar una risita, sacudiendo la cabeza como si fuera una pregunta muy tonta.

—No, no, ensuciaríais el agua —le había contestado—. Y hay que compartirla con los demás.

—Pues para eso está, para que yo me lave y la suciedad se quede en el agua.

Sakura volvió a reírse y le explicó que el baño solo era para relajarse, no para lavarse.

Las mujeres parecían estar fascinadas con su cuerpo, y muchas se reían tapándose la boca con la mano. A Hannah no le gustó que la escrutaran de ese modo. Se sentía muy incómoda estando desnuda delante de otros, pero consideró que era preferible no poner a nadie en su contra. Al fin y al cabo, todas eran mujeres y sus cuerpos no podían ser tan distintos al suyo.

Cuando las sirvientas se convencieron de que ya estaba lo bastante limpia, Hannah fue conducida al borde de la piscina. Estaba ansiosa por deleitarse en el agua caliente y entró rápido, solo para dar un brinco de dolor y salir de allí al instante.

—¡Ay! ¡No puedo meterme ahí dentro, está ardiendo! —gritó. ¿Así era como el señor Kumashiro torturaba a sus prisioneros?, se preguntó. ¿Embotándoles los sentidos antes de cocerlos vivos?

Sakura chasqueó la lengua y acompañó a su señora de nuevo al agua como si fuera una niña.

—Está mucho más caliente que en Hirado, pero en realidad debería ser así. Ahora, meted un pie dentro, y luego el otro, despacio —dijo—. Vuestro cuerpo se acostumbrará al calor. Lleva tiempo, pero merece la pena.

Hannah miraba a la doncella con recelo, pero obedeció. Después de que remitiera la primera sensación de quemazón, el calor del agua se volvió soportable y se fue adentrando en ella poco a poco. Tardó un tiempo, pero una vez dentro, la sensación no podía compararse con ninguna otra que hubiera experimentado jamás. El agua caliente hizo que le hormigueara el cuerpo entero y una languidez se fue apoderando de ella, haciéndole cerrar los ojos y suspirar de placer.

—Tenías razón, Sakura, esto es maravilloso —admitió—. Ahora acabo de entender por qué a la gente de aquí le gusta hacer esto cada día. Es muy relajante.

Se quedó en el agua hasta que le dijeron que saliera. A continuación, las damas la vistieron con ropa limpia y se dispusieron a desenredarle el pelo. Hubo una pequeña refriega amistosa a la hora de decidir quién tendría el honor de manipular los rojos mechones. Hannah se echó a reír y sugirió que se turnasen. Al final acabaron por cepillarle el pelo no menos de cinco veces, y fue tan agradable que a punto estuvo de dormirse mientras lo hacían.

Cuando todas hubieron finalizado su turno, tenía el pelo untado con aceites esenciales, y recogido en la coronilla por medio de palillos y peinetas hechos de laca y hueso, algunos de los cuales estaban delicadamente tallados.

—Son preciosos —dijo, admirando la artesanía.

—Sí, muy caros. Kumashiro-sama nos ha ordenado que os pongamos hermosa.

Hannah inspiró profundamente y puso los pies en la tierra, sobresaltada. El baño había sido tan maravilloso que casi había olvidado dónde se encontraba. Ahora el miedo y las sospechas regresaron con toda su crudeza. Un enorme peso se le instaló en la boca del estómago.

—¿Por qué? —preguntó, pero las damas se negaron a responderle. Se rieron a coro, llevándose una mano a la boca, y una de ellas musitó algo ininteligible. Hannah sacó sus propias conclusiones y de su interior brotó la desesperación.

Decididamente, era una prisionera, no una invitada.