La luz del sol destellando en el agua fue lo primero que vio Hannah la mañana siguiente a su secuestro, y se sorprendió al descubrir que estaba en un barco. Uno de estilo japonés, como los que había visto en el puerto de Hirado. Pese a encontrarse mar adentro, aún se podía distinguir la vaga línea de tierra a estribor. Dedujo que eso significaba que navegaban con rumbo norte, dado que el sol salía por ese lado del navío.
Se incorporó y se tranquilizó al ver a Sakura durmiendo junto a ella. Sus captores serían sin duda despiadados y Hannah había temido que su pequeña doncella hubiera muerto a manos de ellos. Ninguna de las dos estaba atada ni encadenada en modo alguno, y Hannah estiró sus agarrotados miembros. Antes de que le diera tiempo de despertar a Sakura, un hombre se aproximó a ella y se inclinó.
—O-hayo gozaimasu.
—Buenos días.
Hannah se levantó pesadamente, preguntándose si sería costumbre en este país mantener una actitud tan educada con los prisioneros antes de matarlos. Un escalofrío de puro terror le recorrió el espinazo, pero aplacó el creciente pánico y procuró conservar una apariencia de calma. No serviría de nada demostrarle el miedo que sentía, de modo que, en lugar de eso, le devolvió el saludo y el gesto. El hombre arqueó las cejas, sorprendido por su respuesta. Supuso que, al igual que el resto de los que había conocido, tampoco él se esperaba que hablara su lengua.
—¿Entendéis el japonés, señora?
—Por supuesto.
Hannah intentó sonar altanera. Él la había llamado «señora» y se había inclinado ante ella, como si fuera un sirviente, de manera que tal vez había recibido órdenes de tratarla bien por el momento. Se lo tomó como una señal de que no las iban a matar inmediatamente y decidió intentar sonsacarle algo de información.
—¿Qué significa este ultraje? ¿Por qué se me ha traído aquí y adónde vamos?
—Lo siento, señora, pero no os lo puedo decir. He recibido la orden de cuidar de vos durante el viaje. No sé adónde vamos. Por favor, disculpadme.
Volvió a inclinarse.
Hannah frunció el entrecejo. Tal vez decía la verdad, pero también podía estar mintiendo. Con un suspiro, y a juzgar por las apariencias, decidió aceptar su respuesta. Si no era más que un sirviente, entonces lo más probable era que no supiera nada.
—¿Podría hablar con tu amo, por favor?
No podía soportar no saber qué les deparaba el futuro, aunque averiguarlo podía ser incluso peor.
—No está aquí. Por favor, ¿deseáis alguna cosa? ¿Algo de comer?
Hannah no tenía hambre en absoluto, pero sabía que admitir tal extremo equivaldría a demostrarle lo asustada que se hallaba en realidad.
—Sí, sería de agradecer. ¿No hay nadie aquí que pueda decirme adónde vamos?
—No, lo siento. Todo el mundo ha recibido instrucciones. Solo el capitán conoce nuestro destino y solo os lo dirá en caso de que sea necesario.
—Entiendo. Muy bien, consíguenos algo de comida entonces, si tienes la bondad.
Con otro suspiro, Hannah se dispuso a despertar a su doncella.
El viaje se le hizo eterno y el humor de Hannah no mejoró por el hecho de que nadie quisiera contarle nada. El capitán del barco se negaba en redondo a hablar con ella, o eso afirmaba el criado. Cuando trataba de insistir, el criado se hacía el sordo o fingía no comprenderla cada vez que le preguntaba. Hannah sabía que su dominio de la lengua estaba lejos de ser perfecto, pero estaba segura de que la entendía con la suficiente claridad.
Navegaron durante varios días, en dirección norte, por lo que podía deducir. Entonces desembarcaron en un diminuto pueblo pesquero, donde todos los habitantes se postraron ante sus captores. De este acto, Hannah dedujo que no servía absolutamente de nada tratar de recurrir a los lugareños para pedirles ayuda. Ni siquiera de haber tenido algo que ofrecerles a cambio, circunstancia que, desde luego, no se daba, habrían hecho algo por ella.
Se preguntaba si sería ese el lugar donde iban a matarlas. Si así era, ¿por qué allí? Subieron por una estrecha calle que cruzaba el pueblo; tenía los nervios a punto de estallar. Sakura la seguía y la vigilaba de cerca. La pequeña doncella había mantenido una aparente calma, pero a Hannah no se le escapaba que la joven estaba asustada, sobre todo cuando ninguna de las dos sabía por qué las habían raptado.
—Deben de querer un rescate —dijo Hannah, intentando convencerse a sí misma tanto como a la doncella—. Hasta ahora nos han tratado bien. No tendría ningún sentido que nos dieran de comer si nos van a matar.
Sakura negó con un gesto, pero no ofreció su opinión.
—¿Esto sucede con frecuencia en tu país? —insistió Hannah.
—Lo siento, no lo sé. Hay muchos ronin, pero… —Sakura se encogió de hombros—. Es que no lo sé.
Hannah temblaba mientras subían por la colina. El tiempo había ido refrescando a medida que navegaban cada vez más al norte. Le habían proporcionado una bata sencilla para que se la pusiera por encima de su camisón, pero aun así no conseguía entrar en calor, aunque se dio cuenta de que el estremecimiento podía deberse más a la angustia que al clima.
Las casas que iban dejando atrás a su paso no eran de la mejor calidad, pero no había ninguna abandonada. Los pocos lugareños que vio parecían estar bien alimentados y satisfechos. A las afueras del pueblo salió a su encuentro un nutrido grupo de soldados. Hannah se detuvo abruptamente al verlos y retrocedió, quedándose detrás de sus captores. Había por lo menos un centenar de hombres de aspecto fiero, si no más, y en el estómago de Hannah se formó un nudo glacial.
—Oh, señor, ayúdame —susurró—. Por favor, no permitas que muera aquí, así no.
Los guerreros eran imponentes e iban armados hasta los dientes con espadas, arcos y picas. ¿Acaso la iban a entregar a ellos para que acabaran con ella despiadadamente? Pero ¿por qué tan lejos de Hirado? Hannah procuró calmarse. No tenía sentido que la hubieran traído hasta aquí solo para matarla. Tenía que haber otra razón.
Sus captores saludaron a los soldados tranquilamente y Hannah comprendió enseguida que simplemente estaban allí para escoltarlos. Dejó escapar un suspiro de alivio cuando los hombres se colocaron en formación por delante y por detrás de su pequeño grupo. Se situaron en líneas perfectamente ordenadas, algunos a caballo, otros a pie. Trajeron un palanquín para que las mujeres viajaran en él. Hecho de madera lacada en negro y decorado con pintura dorada y guirnaldas de hojas intercaladas con un blasón, era un transporte impresionante, apropiado para cualquier dama de alcurnia. Hannah nunca había viajado en uno de esos. Fue una agradable sorpresa descubrir que el suelo estaba forrado de tatamis y que había varios cojines de seda dispuestos para su acomodo. Pese a que el bamboleo de aquel curioso artefacto le revolvió el estómago en un primer momento, pronto se acostumbró. De haber podido elegir, habría preferido ir a caballo, pero en definitiva, era mejor que caminar. También se estaba más caliente, puesto que había cortinas que lo cerraban al exterior por todos los lados.
—Vamos a dejar abierta una rendija en las cortinas para poder ver los alrededores —le susurró a Sakura—. Puede que en algún momento tengamos que desandar el camino —añadió, aunque no tenía muchas esperanzas de que fuera a suceder. Incluso si algún milagro le permitiera escapar y encontrar el camino de regreso al pueblo, no tenía medios para fletar un barco que la llevara de nuevo al sur. Era una idea funesta.
El campo por el que viajaban era precioso, exuberante e increíblemente verde. Había matorrales de bambú y ríos que fluían veloces y formaban estrechos valles. En estos valles se abrigaban pequeñas aldeas de granjeros, y en las empinadas laderas de las montañas que los rodeaban se cultivaban campos en terrazas que parecían escaleras gigantescas. Hannah estaba embelesada, pese al temor que no dejaba de agitarla por dentro.
—Sakura, esto es hermoso. Nunca imaginé que tu país pudiera ser así. Es muy distinto de Hirado, ¿verdad?
La doncella sonrió y asintió.
—Sí, es muy bonito. Somos una gente muy afortunada, porque estas islas son especiales.
—¿Islas?
—Sí, Japón está formado por muchas, muchas islas, pequeñas y grandes. ¿Vuestro país no es así?
—No. Bueno, no exactamente. Hay una isla grande y algunas chiquititas alrededor de la costa.
—Ah, son neh? Mucho más pequeñas, ¿sí?
—Para serte franca, no tengo ni idea. Nunca he viajado demasiado. Sin embargo, la parte del país de la que yo provengo es muy bonita.
Hannah sintió una punzada de nostalgia en su interior y le costó seguir hablando. Pensó en lo lejos que había llegado y también en lo poco que había valorado todas las cosas que la rodeaban en Plymouth. Nunca se le habría ocurrido salir a contemplar la naturaleza, mientras que aquí se sorprendió deleitándose con su belleza.
—Bueno, supongo que nunca valoramos lo que tenemos hasta que es demasiado tarde —dijo, pensando en voz alta.
La posibilidad de volver a ver o no su propio país no estaba enteramente en manos de Dios. Hannah había actuado de forma impulsiva y sin reflexionar demasiado, pero no podía dar marcha atrás a sus actos. Ahora tenía que sufrir las consecuencias.
Recorrieron el terreno abrupto, escalaron escarpadas montañas, descendieron después por estrechos valles. Algunas veces seguían pequeños senderos para atravesar bosques espesos. La vegetación despedía un aroma húmedo y terroso que suponía una agradable variación con respecto al olor a pescado y a sudor con el que Hannah había convivido durante tanto tiempo. Inhalaba grandes bocanadas, paladeando cada una de ellas.
Perdió la cuenta de los días que iban pasando. Cuando ella y Sakura hubieron agotado todos los posibles temas de conversación, se dedicaron a dormitar la mayor parte del tiempo, arrulladas por el vaivén del palanquín. Varias veces al día se les permitía salir a caminar un poco para ejercitar sus entumecidas extremidades, pero daba la sensación de que hacía cada vez más frío. Hannah siempre agradecía el poder regresar a su medio de transporte y dejar fuera el mal tiempo.
Por fin se oyó un grito desde la cabeza de la caravana y Sakura se irguió, a la escucha.
—¿Qué ocurre? ¿Qué dice? —Hannah hizo un esfuerzo por salir de su letargo e incorporarse sobre un codo.
—Creo que hemos llegado. El hombre está gritando algo sobre el castillo del señor. Nos deben de estar llevando al castillo.
—¿Para qué iban a hacer eso? No somos tan peligrosas como para que nos tengan que encerrar bajo llave en una mazmorra, creo yo.
Sakura encogió sus delicados hombros.
—No lo sé.
Hannah abrió una cortina y vio inmensas llanuras a ambos lados de un río. En el centro de esta vasta extensión había un enorme castillo blanco, y ellos iban descendiendo hacia allí por un sinuoso camino. De pronto, todo el mundo parecía avanzar más rápido. Era como si los caballos y los hombres hubieran percibido el aroma del hogar y quisieran llegar lo más rápido posible, y los demás tuvieran que seguirlos de cualquier manera. El palanquín oscilaba peligrosamente, pero Hannah apenas lo notaba. Estaba ocupada mirando lo que dedujo que debía de ser su destino.
—¿Quién vivirá allí? —murmuró, aunque no estaba del todo segura de querer saber la respuesta. Sakura no había logrado identificar el blasón del clan que decoraba su palanquín y ninguno de los hombres que las escoltaban respondió a sus interrogantes.
—Supongo que pronto lo averiguaré.
La recorrió un escalofrío de temor. En muy poco tiempo se encontraría, quizá, cara a cara con quienquiera que hubiera ordenado su secuestro.
De cerca, el castillo ofrecía un aspecto formidable, casi como una prisión, con grandes y sólidos cimientos. No obstante, Hannah tuvo que admitir que también era muy hermoso, con sus muros pintados de blanco reflejando los rayos del sol vespertino. Debió de haber sido construido con el objetivo de infundir el miedo en los mortales de rango inferior, y desde luego inspiraba admiración.
Sakura le dijo que la torre maestra, que tenía seis plantas, se llamaba tenshu. Esta se encontraba rodeada de una amalgama de torres más pequeñas y edificios de solo tres o cuatro pisos. Hannah nunca había visto una morada tan impresionante y se preguntó qué clase de hombre podía poseer un lugar así. Y, por lo más sagrado, ¿qué será lo que quiere de mí? Se arrancó esa pregunta de la mente y se concentró en el entorno.
Todos los tejados se combaban hacia arriba en las esquinas, cosa que les confería un aspecto insólito. Hannah pensó que eso le añadía gracia y belleza a una estructura, por lo demás, imponente. Un muro enorme, además de dos fosos, rodeaban por completo el complejo del castillo. Se convenció de que cualquiera que quisiera atacar ese lugar debía pensárselo dos veces antes de intentarlo. Su ánimo se desplomó. No había forma humana de que alguien viniera a rescatarla, aunque se las arreglaran para averiguar qué había sido de ella, cosa poco probable.
—Oh, Sakura, ¿qué lugar es este?
Nuevamente la invadió un estremecimiento de miedo al pensar en lo que podía sucederle allí, pero procuró mantenerse erguida y guardar la calma. Había aprendido que los japoneses consideraban una cobardía cualquier manifestación de temor. Estaba decidida a no darles a sus captores la satisfacción de verla desfallecer ante sus ojos.
La comitiva cruzó con estruendo un puente de madera, pasando bajo una enorme torre de guardia. El vigilante les hizo señales para que pasaran, apoyado indolentemente en su lanza. Sin embargo, cuando atisbó a Hannah y su pelo rojo a través de la ventana de la litera, se sobresaltó, tomando plena conciencia de ella. Hannah a punto estuvo de echarse a reír al ver su expresión, pero en ese instante estaba también demasiado nerviosa. En lugar de eso, intentó serenarse.
Cruzaron otro puente; a continuación atravesaron otro patio, y aún otro, y más lejos, más pequeño, un patio interior precedido por un portón.
—Ya hemos llegado, Hannah-san —anunció Sakura, innecesariamente, y la tomó de la mano para darle un apretón de consuelo. Con gran esfuerzo, Hannah logró esbozar una leve sonrisa como respuesta. Por dentro, estaba temblando.
—Sí —respondió—, pero ¿adónde?