21

A la mañana siguiente, temprano, Hannah despertó a Rydon vertiéndole sobre la cara un jarro de agua. Él se incorporó y prorrumpió en un chillido de enojo, mientras se sacudía el agua de los ojos parpadeando. Como si estuviera siendo atacado y preparándose para luchar, buscó a tientas entre las sábanas, presumiblemente su espada y sus armas de fuego, pero estas no estaban en su sitio. Hannah había tomado la precaución de apartarlas todas. Sacó las piernas del futón y las puso sobre el suelo de tatami, y se paró en seco, con la mandíbula desencajada.

Hannah estaba arrodillada frente a él, a pocos metros. Levantó la barbilla con determinación y le apuntó con su propia pistola.

—No te muevas —le advirtió—. No dudaré en usarla.

Rydon frunció el ceño al ver el arma, como si intentara recordar si estaba o no cargada. Lo estaba. Hannah lo había comprobado tan pronto amaneció. No era una experta, pero teniendo dos hermanos en la familia, eso sí lo sabía.

—¿Qué demonios significa todo esto? —intentó bramar—. No tienes derecho a…

—Malnacido —siseó, interrumpiéndolo—. Me da igual lo que diga Jacob. Yo no soy tu esposa, ni siquiera después de esa ridícula ceremonia, y no vas a volver a hacerme eso nunca más, ¿me has oído?

Movió la pistola en dirección a la cama y Rydon frunció el entrecejo. Obviamente no guardaba muchos recuerdos de la noche anterior, pero ella sabía que comprendería a qué se refería. Solo para asegurarse de que la seguía, se levantó una manga para mostrarle los moretones que le había infligido. Abrió los ojos de par en par cuando se dio cuenta de que eran obra suya.

—Hannah, te pido disculpas, no tenía que haber sucedido así —empezó a decir—. Ese sake infernal le hace cosas raras a un hombre.

—Me trae sin cuidado cómo tenía que haber sucedido. No se volverá a repetir, ya te lo he dicho.

Hannah le entregó una hoja de papel, una pluma y tinta.

—Ahora vas a firmar esta carta, en la que se declara que juras por tu honor que nuestro matrimonio no se consumó y que solicitarás la anulación tan pronto pises tierra inglesa. Luego volveré a mi habitación y, si te atreves a acercarte siquiera a mí, te dispararé, ¿lo has entendido?

—¿No hicimos…?

—No, no lo hicimos. Te desmayaste.

Rydon pareció desconcertado por un momento y se llevó las manos a la cabeza para sujetarla, como si eso pudiera curar el dolor de cabeza que sin duda estaba padeciendo.

—¿Qué es este bulto? —murmuró.

—Creo que te diste con el marco de la puerta al entrar —mintió Hannah. No le hacía falta saber que ella lo había golpeado con la pistola.

Rydon cerró los ojos y frunció el ceño, pero justo cuando Hannah estaba a punto de empezar a gritarle de nuevo, los abrió y le lanzó una mirada de odio.

—Bien, bien, firmaré —musitó—. De todas formas, yo tampoco quiero estar casado contigo. Jacob no podrá decir que no lo he intentado.

Acercó el papel hacia sí y garabateó una firma.

—Ahí lo tienes, hecho.

—Gracias. Me ocuparé de que lo cumplas, recuérdalo.

Al salir de la habitación, aferrada al valioso documento, Hannah oyó que Rydon despotricaba para sí mismo.

—¡Maldita sea! ¡Al infierno con todas las mujeres!

Pero a ella poco le importaba lo que pensara. Él no era nada suyo.

Hannah sabía que Rydon y Jacob llevaban semanas esperando tener noticias del inglés, Will Adams, y su inquietud había ido en aumento al corroborar que los habían dejado plantados, pues no había rastro de mensajero alguno. Comoquiera que los representantes de la Compañía de las Indias Orientales ya habían recibido el trato de favor por parte del mandatario japonés, Adams era su única esperanza.

—Por lo menos debería de estar en condiciones de ayudarnos a obtener un cargamento decente, o eso me han dicho —había declarado Jacob—. Eso significaría que el viaje no ha sido enteramente en vano.

—Esperemos que tengas razón —fue la respuesta de Rydon—, aunque no pondría la mano en el fuego.

Pocos días después de la debacle matrimonial, Rydon entró en la habitación de Hannah sin llamar a la puerta, blandiendo un papel. Ella tanteó en busca de la pistola que guardaba cerca en todo momento y se preguntó si debía darle importancia a ese detalle. Entonces advirtió su preocupación y se dio cuenta de que no lo había hecho a propósito. Parecía tener todos sus pensamientos concentrados en la noticia que traía.

—Por fin tenemos respuesta. Nos han concedido permiso para viajar a un lugar llamado Edo para vernos con Will Adams, y está dispuesto a interceder por nosotros ante el soberano de Japón. Incluso ha enviado una pequeña escolta.

—¿Y eso no es bueno?

Rydon no parecía muy satisfecho, y eso descolocó a Hannah.

—Sí. Aunque yo esperaba que el señor Adams viniera aquí. Preferiría no viajar hasta tan lejos en un país lleno de bárbaros. Además…

Frunció el entrecejo.

—¿Además qué?

—Bueno, no me fío de ellos. He estado hablando con algunos comerciantes holandeses y me dicen que en muy raras ocasiones permiten a los extranjeros ir más allá de este puerto. Me huelo un engaño, puede que incluso una trampa.

—¿Lo has consultado con Hoji-san? Tal vez él pueda averiguar qué hay de cierto en todo esto.

Rydon se mofó de ella.

—Dice que todo está en orden y que los visados de viaje son válidos, pero ¿qué va a decir él, si no? Después de todo, es uno de ellos.

—Sí, pero ha jurado protegerte. Te debe la vida, ¿recuerdas?

—¿Y crees que confío en la palabra de un pagano? Francamente, ya sé que tienes debilidad por él —se burló Rydon—, pero no dejes que eso te ciegue con respecto a su verdadera naturaleza. Es, y siempre será, un bárbaro, y siempre será fiel a los suyos. Esta vez, sin embargo, le va a salir el tiro por la culata si intenta algo. Me lo llevo para que me haga de traductor y lo tendré vigilado de cerca, no hay cuidado.

—¿Lo vas a llevar contigo? —Hannah se quedó helada. Se había acostumbrado tanto a la protección de Hoji que ahora la idea de estar sin él le resultaba casi dolorosa. Era la única persona en la que podía confiar en ese momento. Era un consuelo menor que aquel del que más necesitaba protegerse, a saber, Rydon, también se marchara.

Él asintió.

—Por supuesto. ¿Cómo si no voy a comunicarme con cualquiera que no sea Adams? No entiendo una palabra de ese galimatías que tienen por lengua.

—A lo mejor yo podría ayudar. Ahora hablo bastante bien su idioma. Si os acompañara también…

—De eso ni hablar. Debes quedarte en esta casa, aquí estarás segura. En este país las mujeres saben dónde está su sitio, ¿no te has dado cuenta?

Hannah obvió la chanza y se abstuvo de señalar que era precisamente el trato que le dispensaban Jacob y él mismo lo que había ocasionado su desobediencia. No servía de nada discutir con él, y solo conseguiría que se enfadara aún más, de eso estaba segura. En lugar de obrar así, entrelazó las manos sobre su regazo y bajó la mirada, como había visto hacer a las mujeres japonesas.

—¿Cuánto tiempo vais a estar fuera? —preguntó.

Él se encogió de hombros.

—Semanas, meses, ¿cómo voy a saberlo? Este país dejado de la mano de Dios probablemente no tenga ni un solo camino decente.

Hannah resolvió preguntárselo a Hoji, ya que él debía de saber más que el estrecho de miras de Rydon.

—Es imposible saberlo —fue la decepcionante respuesta de Hoji—. Los caminos son buenos, pero todo depende lo que tarden los negocios. También si necesitan el permiso de shogun. Eso podría llevar semanas, puede que más.

Se encogió de hombros.

—Lo siento. Pero, por favor, no te preocupes, contrataré criados y guardias de confianza para que cuiden de ti. De todos modos, es mejor que no te aventures demasiado lejos de aquí. No puedo garantizar tu seguridad fuera de esta casa.

Hannah suspiró. Al parecer no le quedaba más remedio que quedarse.

—Está bien. Te deseo un buen viaje y rezaré porque regreses sano y salvo.

El día anterior a su partida, Jacob fue a la casa y solicitó hablar con Hannah. Ella estaba sentada en la terraza, plenamente visible desde el caminito de acceso. Cuando vio a Jacob y oyó su petición, desvió la mirada hacia los jardines.

—Dile a mi hermano que no tengo nada que decirle, Hoji-san —ordenó, con plena conciencia de que Jacob podía oír todas y cada una de sus palabras.

Cuando le trasladaron el mensaje, Jacob insistió.

—Ten la bondad de decirle a mi hermana que está actuando de forma infantil y que preferiría hacer las paces con ella antes de salir de viaje hacia ese lugar desconocido. Si me sucediera algo… Bueno, sería mejor si tuviéramos una tregua.

Hoji le transmitió debidamente a Hannah su respuesta.

—Lo siento, pero mi hermano debería haberlo pensado antes de abocarme a un matrimonio detestable. Además, considero poco probable que le suceda algo. Contigo estará perfectamente a salvo.

Casi podía oír cómo le chirriaban los dientes a Jacob, si bien siguió negándose a mirarlo. No merecía su perdón por haber intentado encadenarla de por vida a un hombre como Rydon en contra de sus deseos. Tal vez con el tiempo acabaría por dejar atrás ese capítulo de su vida, pero hasta entonces no quería tener nada que ver con su hermano.

—Te ruego que le digas a mi hermana que solo obré pensando en sus intereses y que cualquier otra mujer aceptaría gustosa este emparejamiento. El capitán Rydon será un hombre muy rico cuando este viaje finalice. Y cualquier hombre es mejor que ninguno cuando no te queda reputación —le espetó a Hoji, quien regresó a repetirle esas palabras a Hannah.

Ella dijo en voz alta:

—Si hubiera obrado pensando en mis intereses, habría escuchado mi opinión al respecto. Mi hermano es un hombre y no tiene que acostarse con el capitán en contra de su voluntad. Dile que le pregunte a su amigo Rydon acerca de su no demasiado triunfante noche de bodas.

Elevó el tono de voz al pronunciar esta última frase, echando un fugaz vistazo a su hermano por encima del hombro. Lo vio ruborizarse a causa de sus atrevidas palabras.

Jacob la miró furibundo y dio media vuelta sin tan siquiera despedirse. Hannah apretó los puños en su regazo y parpadeó para evitar derramar unas molestas lágrimas que amenazaban con brotar. Quizá se equivocaba al no aceptar la rama de olivo que Jacob le había ofrecido, pero en ese momento la herida estaba aún demasiado tierna.

—¡Pero bueno, cómo has crecido!

Taro cogió en brazos a Ichiro cuando el pequeño se acercó a él a gatas, dibujando una enorme sonrisa en su rostro.

—¿Así que te acuerdas de mí?

Lo levantó en el aire, haciendo que Ichiro chillara de alegría.

Le había preocupado que su hijo se olvidara de él por estar fuera durante tanto tiempo y le alivió comprobar que en ese sentido no tenía de qué preocuparse. Para un niño pequeño, varios meses debían de parecer un siglo, pero Taro tenía que atender unos negocios y no había podido acortar su visita a Hirado.

Después de la bochornosa humedad sureña, era maravilloso estar de vuelta en el norte, donde el clima era más fresco.

—Vamos al jardín —sugirió, y cargó a Ichiro sobre sus anchos hombros—. Me llevo a mi hijo a dar un paseo —informó a las niñeras, que revolotearon a su alrededor con intención de seguirlos—. Solo —añadió.

Naturalmente, sus guardaespaldas personales fueron con él, pero ellos no contaban. Eran meras sombras que lo perseguían casi a todas partes, de forma que, en la práctica, estaban solo él y su hijito.

Ichiro dejaba escapar una exclamación al ver ciertas cosas (un pájaro posándose en una rama, una libélula planeando sobre el estanque, una rana tomando el sol), pero su parloteo seguía siendo ininteligible, aun cuando se hacía entender con claridad. Taro se reía sin más y disfrutaba con el sentimiento de orgullo que se inflamaba en su interior cada vez que miraba a su hijo. Sentía una inmensa gratitud hacia los dioses por haberle concedido ese regalo.

No obstante, cuando regresaron a las habitaciones de Ichiro, parte de su regocijo se evaporó al ver a la señora Reiko esperándolos. Estaba arrodillada sobre un cojín en el centro de la estancia, como si fuera una reina a la vista de todo el mundo. Reparó en que las niñeras y otras sirvientas la miraban con una expresión rayana en el miedo. A Taro le recordó a una araña situada en el centro de su tela, y eso le hizo fruncir el ceño. La saludó con una seca inclinación.

—Señora Reiko.

Ella se inclinó profundamente.

—Bienvenido de nuevo, mi señor. Oí que habíais regresado.

Pronunció esa palabras con una mirada, en cierto modo, acusadora y Taro conjeturó que debía de estar pensando que tendría que haber ido a saludarla a ella primero antes de ir a ver a un simple niño. Pero Ichiro era su hijo, y era lo único que había echado de menos en su ausencia. Cayó en la cuenta de que no le había dedicado a Reiko ni un solo pensamiento en todo ese tiempo.

—Confío en que hayáis tenido una agradable estancia en el sur —prosiguió Reiko.

—Sí, gracias.

No se extendió. Lo que había ido a hacer allí no era de su incumbencia y, además, no podía explicarle que había ido allí a ver a la mujer extranjera. Habría creído que estaba loco. Tenía que admitir que él mismo lo había pensado, pero se había demostrado que Yanagihara estaba en lo cierto: la gai-jin realmente había llegado.

Desvió sus pensamientos hacia ella, Akai, testaruda, desobediente e ingenua, pero, ah, tan enigmática. Esperaba que hubiera atendido a sus consejos de no volver a deambular por ahí de noche. ¿Cómo pudo haber sido tan estúpida? Pero parecía una criatura que se guiaba únicamente por sus emociones y saltaba a la vista que estaba disgustada, con los ojos encendidos y llenos de resentimiento. Reprimió una sonrisa. No le envidiaba a su hermano la tarea de apaciguarla. Obviamente, los extranjeros no educaban a sus hijas de la manera apropiada si no sabía cuál era su lugar, y a su edad debía de resultar doblemente difícil hacerla entrar en vereda.

Meneó la cabeza y procuró concentrarse en su entorno inmediato, en lugar de seguir pensando en ella.

Hannah no era asunto suyo. De momento.

Tras la partida de los hombres, Sakura ocupó la posición de Hoji junto a la puerta de Hannah por las noches. Incluso después de desembarcar, él había seguido manteniendo esa costumbre, para protegerla de cualquier peligro. Hannah no estaba segura de que Sakura fuera a servir de mucho en ese aspecto, pero, si venía alguien, por lo menos la pondría sobre aviso. Nadie podía entrar en la habitación sin tropezar primero con Sakura, y seguramente el ruido despertaría a su señora, que dormía con la pistola cargada a su lado.

Trató de decirse que no había nada de qué preocuparse, claro que aún no había oído hablar de los ninjas.

La primera vez que Hannah supo de su existencia fue cuando una mano le tapó la boca, imposibilitando cualquier ruido, y otra le presionó el pecho contra el mullido colchón. La invadió una sensación de pánico y forcejeó instintivamente, echando mano de hasta la última pizca de fuerza que pudo reunir. Intentó alcanzar su arma mientras luchaba por zafarse de las manos que la inmovilizaban, pero no tardó en convencerse de que era inútil resistirse. A la silueta indefinida que había a su lado se sumó otra más, y un ninja la sujetó por los brazos mientras su compañero se sentaba sobre sus piernas y la amordazaba con aterradora eficacia. Era evidente que estaban bien entrenados y trabajaban conjuntamente, bloqueando hasta el más mínimo movimiento con tanta facilidad como si se tratara de un niño. Enseguida, Hannah estaba atada igual que un pollo a punto de entrar en el asador.

Solo tuvo tiempo de registrar vagas formas perfiladas bajo la luz de la luna, antes de que le cubrieran la cabeza con algo parecido a un saco. Los atacantes debían de ir vestidos de negro de la cabeza a los pies, supuso, y llevar la cara embadurnada de hollín o pintura negra, y eran, sin la menor duda, maestros del sigilo si habían logrado entrar en la casa y pasar inadvertidos. En ese corto espacio de tiempo, los observó, y también reparó en que se comunicaban únicamente haciendo gestos con las manos y que actuaban sin producir el menor ruido.

Amordazada y atada, y con la cabeza tapada, la sacaron de la habitación a la cálida noche. Los hombres procedían veloces y en silencio, turnándose para llevarla. Cuando la posaron sobre los hombros de una tercera persona, se quedó sin aire en los pulmones y tuvo que hacer un gran esfuerzo para volver a respirar. El terror se apoderó de ella una vez más, pero procuró apaciguar los arranques de pánico que le salían de dentro. Sabía que tenía que mantener la calma y tratar de respirar con normalidad si quería sobrevivir.

Su último rayo de esperanza era el hecho de que la habían capturado con vida. Tal vez le pidieran un rescate a Rydon. Aunque esta idea la llevó a pensar algo aún más deprimente: que probablemente él no querría traerla de vuelta y se negara a pagar. Solo podía esperar que los secuestradores abordaran igualmente a Jacob, de lo contrario no tenía ninguna posibilidad. Su hermano podía estar enfadado con ella, pero nunca permitiría que muriera de esa forma. ¿O sí?

Hannah empezó a pensar que debería haber aceptado la disculpa de su hermano, después de todo.