20

La ceremonia nupcial tuvo lugar en la galería a la mañana siguiente. Habían dado con un clérigo holandés para que la oficiara, aunque no parecía muy contento al respecto. Hannah sospechaba que no le gustaban los ingleses y que había sido coaccionado para conseguir que cumpliera con su obligación, pues miraba a todo el mundo con malevolencia. A ella le daba igual.

Él no era el único que asistía a la fuerza. Tenía a su lado a Rydon, como un volcán a punto de entrar en erupción. No dejaba de mirarla y escrutarla una y otra vez, como si no pudiera creer que fuera la misma persona que el muchacho al que había empleado para que cocinara. Si bien para la boda iba vestida con un sencillo kimono adquirido a todo prisa, y llevaba el pelo lavado y suelto. No cabía la menor duda de que era una mujer.

Hoji le había informado de que Jacob y Rydon habían mantenido una disputa de dimensiones épicas durante su ausencia la noche anterior, y Hannah no lo puso en entredicho. Sea como fuere, al parecer Jacob impuso su postura, dado que Rydon no protestó oficialmente. Con todo, sus ojos ponían de manifiesto cuáles eran sus sentimientos.

El sacerdote holandés hablaba con un fuerte acento, pero para llevar a cabo el servicio empleó mayoritariamente fórmulas latinas. Como lengua franca de Europa, le resultaba obviamente mucho más fácil y Hannah no tuvo dificultades a la hora de seguir sus palabras. El pastor de su iglesia de Plymouth insistía en usar el latín en los ritos importantes, de modo que estaba acostumbrada. Tampoco es que le interesara oír nada de aquello y, por la expresión de hartazgo de Rydon, era evidente que él pensaba lo mismo.

Por supuesto, Jacob estaba presente, aunque Hannah no se dignó mirarlo siquiera. A pesar de habérselo pensado un poco más después de que el señor Kuma se hubo marchado, seguía oponiéndose. Admitió que Jacob tenía derecho a decidir sobre ella en ausencia de su padre, pero en el fondo de su corazón sabía que este matrimonio era un error. Rydon y ella eran una pareja que se había fraguado en las cocinas del infierno y no había manera humana de que ella cooperara o le facilitara las cosas a su hermano. Estaba segura de que habrían hallado otra solución solo con que Jacob hubiera querido escucharla.

Se concentró en las palabras del sacerdote, solo por tener algo que hacer. Cuando llegó la parte en la que ella tenía que pronunciar sus votos, dijo que no con la cabeza y guardó silencio, con la boca firmemente cerrada. El pastor miró a Jacob desconcertado, pero lo urgieron a continuar.

—Ha dicho que sí —refunfuñó Jacob.

—No es cierto —desmintió Hannah con claridad, aunque Jacob la ignoró.

—Limitaos a proceder con el resto —le ordenó al sacerdote, y el hombrecillo obedeció, con cara de no ver el momento de salir de allí.

—In nomine patris et filii et spiritus sancti. Amen.

El holandés los declaró marido y mujer y Hannah le dedicó una mirada de odio. Debía de tener un aspecto muy fiero, pues el hombre retrocedió un paso, con los ojos muy abiertos.

No soy la esposa de Rydon, pensó tercamente, digan lo que digan. No he prometido nada. Dios es mi testigo de que hoy no me he casado. También se negó a firmar el certificado formal, redactado apresuradamente por el clérigo para documentar el matrimonio. Jacob hizo una cruz en nombre de Hannah y ella dio media vuelta tras lanzarle una mirada de desprecio.

Tan pronto terminó la ceremonia, Rydon se la llevó de nuevo a la casa y la condujo hasta su habitación.

—Bueno, supongo que ya estarás contenta —gruñó—. No me puedo creer que me hayas embaucado hasta tal punto. Dos años. ¡Dos años! Delante de mis narices.

Se paseaba arriba y abajo por delante de ella.

—Me has hecho quedar como un auténtico imbécil, estúpida chiquilla.

—No soy una chiquilla. —Hannah apretó los puños dentro de las mangas de su kimono—. Ya tengo diecinueve años.

—¡Ja! Viéndote no lo habría dicho nunca. No me extraña que te tomara por un chico. ¿Acaso no tienes vergüenza? Paseándote por delante de mis hombres vestida con pantalones, un día tras otro. ¿Por qué no dijiste nada?

—No me diste la ocasión al principio, y después… Bueno, las cosas habían ido demasiado lejos.

—Tonterías. Lo único que tenías que haber hecho era hablar.

—¿Cómo has hecho tú esta mañana? ¿Por qué no te has negado sin más a casarte conmigo? Tú eres un hombre, tienes elección.

—Yo también tengo que pensar en mi honor —dijo, con tono ofendido—. Además, te estaba haciendo un favor. De no haberme casado contigo, tu hermano te habría encadenado al señor Jones. Después de mí, él es el hombre de mayor rango, y como sé que no le son indiferentes las chicas jóvenes, dudo que te hubiera rechazado.

Hannah se quedó mirándolo fijamente, horrorizada ante la idea de que su hermano hubiera ni tan siquiera contemplado esa posibilidad. Rydon estaba en lo cierto, había actuado con honor, si bien un poco tarde, y suponía que ella debería estar agradecida. De pronto, todo el miedo se evaporó y se dejó caer sobre un cojín. ¡Qué desastre!

—¿Realmente sirve de algo discutir este asunto? —suspiró Hannah—. Por lo visto ahora estamos casados, así que tal vez deberíamos sacar el mejor partido a la situación. A no ser que tengas a bien concederme una anulación.

—¡Ojalá! Tu hermano me haría picadillo y se me comería para desayunar —refunfuñó, aunque las palabras de Hannah debieron de causar cierto efecto, porque se serenó un poco, y también se sentó. Poco después, una llamada a la puerta anunció la llegada de algo de comida, artísticamente dispuesta sobre unas bandejas lacadas.

—Gracias —dijo Hannah, mientras Rydon permanecía callado.

Comieron en silencio, aunque ninguno de los dos tenía demasiado apetito, y entonces él se puso en pie y se dirigió hacia la puerta.

—Tengo asuntos que atender —le dijo—. Quédate en la casa hasta que yo vuelva, por favor.

—¿Cuánto tiempo estarás fuera?

—No tengo ni idea, y tampoco te incumbe.

El tiempo pasaba despacio y Hannah se aburría muchísimo. Estuvo deambulando por la casa, pero parecía estar desierta. Sin duda, habían ordenado a todos que no molestaran a los recién casados, si bien Hannah no quería pensar en lo que eso implicaba. Se preguntaba si ahora se le permitiría pasar ratos con Hoji, aunque lo dudaba. Probablemente Rydon no consideraría apropiado que mantuviera una amistad con un hombre que no fuera su esposo. Era ridículo, por supuesto, pero así era como debía de verlo él, estaba segura. Quizá fuera correcto siempre que Sakura estuviera presente. Al fin y al cabo, ahora Hannah tenía que hacerse cargo de la casa.

El tiempo siguió alargándose interminablemente y, al ver que Rydon no volvía, Hannah procuró entretenerse con algo. Encontró una copia ajada de la Biblia entre las posesiones de Rydon y se sentó a leer. No había otra cosa que hacer y había pasado tanto tiempo desde la última vez que leyó algo que disfrutó de cada palabra.

La luz del día se fue apagando y a Hannah empezaron a cerrársele los párpados. Había dormido muy poco la noche anterior y ahora ese insomnio le pasaba factura. Resultaba evidente que su esposo no tenía intención de regresar pronto, así que decidió descansar algo antes de que lo hiciera. Sabía que se exigía de ella que compartiera la cama con Rydon esa noche, y decidió que bien podía tumbarse allí a esperar.

Su futón tenía un aspecto tentador, pero cuando se tendió cautelosamente encima del cubrecama, la invadió un rancio tufo a sudor. Obviamente, Rydon aún no había adoptado el hábito japonés del baño y Hannah arrugó la nariz. Al principio el olor la molestó, pero no por mucho tiempo. Estaba demasiado cansada como para que le importara.

—¿Qué tú eres mi mujer? Eso está por ver.

Esas palabras trabadas y alguien tirándole del pelo despertaron a Hannah. Trató de incorporarse, pero una mano enorme la empujaba contra el suelo. Su mente registró la novedad de que su marido había vuelto.

—¿Rydon? ¿Qué pasa?

—No me llames así. Me llamo Rafael, como estoy seguro que ya sabrás. Aunque supongo que siempre puedes dirigirte a mí llamándome «esposo».

El corazón empezó a repiquetearle ansiosamente al darse cuenta de lo que iba buscando. Sus temores se demostraron acertados cuando, en lugar de responder, le levantó el kimono de un tirón antes de darle tiempo de protestar y le deslizó una mano por el muslo, pellizcándolo dolorosamente.

—¡No, Rafael, espera!

Él hizo caso omiso a sus palabras y continuó. En su mente salieron a relucir imágenes de aquella otra ocasión con el señor Hesketh y trató de apartar a Rydon de un empujón. Era como si estuvieran reproduciendo la escena, solo que peor, y el miedo que había sentido la vez anterior se multiplicó por diez, debido a que ahora estaba oscuro y no cabía la posibilidad de que alguien acudiera en su ayuda.

—Crees que puedes engañarme, ¿eh?

Podía oler la pestilencia acre del vino en su aliento y supo que estaba borracho. Aquello hizo que se asustara aún más. Sabía muy bien que los hombres en ese estado nunca actuaban con sensatez.

—Nunca fue mi intención, te lo juro.

—Quédate calladita y cumple con tus deberes conyugales.

Volvió a empujarla contra las sábanas y empezó a forcejear en serio.

—¡No, para! Tú no puedes…

—Puedo hacer lo que me plazca. Debo recibir alguna compensación por este mísero trato. Necesito una mujer y no quiero una pagana. Voy a tener que conformarme contigo.

—¡Rafael, no, por favor, no lo hagas! Así no.

Casi notaba el sabor del miedo en la boca. No era así como había imaginado su noche de bodas. Estaba en las antípodas de todos sus ideales románticos, por muy bobalicones que fueran, y el hombre que tenía a su lado era, definitivamente, el hombre equivocado.

—Que te quedes callada, te digo. No querrás despertar a todo el vecindario.

De repente le arrancó el cinturón del kimono y le abrió la prenda. Lo oyó abjurar de un modo de lo más sucio. Pese a estar acostumbrada, a esas alturas, al lenguaje obsceno de los marineros, nunca había oído semejantes palabras referidas a ella. Se quedó profundamente conmocionada.

—No eres tan mujer como tu hermana, ¿eh? —gruñó, poniéndole la palma de la mano sobre uno de sus pequeños pechos y restregándolo penosamente, igual que había hecho el señor Hesketh. Hannah creyó que le iban a entrar náuseas—. Qué suerte la mía, acabar con la más débil de la camada —musitó Rydon.

Un rojo velo de rabia se alzó ante los ojos de Hannah, reemplazando en parte su sensación de terror. ¿Cómo se atrevía, encima, a insultarla? Aquello pasaba de castaño oscuro. Más enojada de lo que lo había estado en toda su vida, soltó un furioso puñetazo que fue a dar a un lado de la cabeza de Rydon.

—¡Quítate de encima, lujurioso malnacido en celo! Déjame en paz, te digo.

Él volvió a blasfemar y prosiguió con su ataque. Hannah pedía auxilio a gritos, pero en el fondo sabía que nadie vendría.

Estaba sola.

A pesar de resistirse a él sistemáticamente, una parte de sí misma estaba segura de que al final sería inevitable que ganara él. Su superioridad física, combinada con su rabia por haberse visto forzado a ese matrimonio, hacía que estuviera decidido a tomar lo que era suyo. Parecía que nada de lo que ella pudiera decir o hacer lo iba a detener. Con todo, se negaba a rendirse sin presentar batalla, así que intentó pegarle, patearlo, arañarlo e incluso hundió sus dientes en él varias veces, pero él continuaba de un modo despiadado.

El hecho de que sus forcejeos parecieran excitarlo todavía más acabó por colarse en su paralizado cerebro. Llegó a la conclusión de que sus esfuerzos eran en vano, y consiguió obligar a su cuerpo a permanecer inmóvil, para lograr al menos que se diera prisa y acabara de una vez. Saber que Kate habría deseado de buen grado que le hiciera esto mismo escapaba a su comprensión. Era abominable.

Estiró una mano, buscando algo a lo que agarrarse para encontrar la fuerza que le permitiera soportar aquella espantosa experiencia. En cambio, sus dedos tocaron algo inesperado en el interior del ovillo que formaban las sábanas. Hurgando un poco, logró extraer el objeto, y para su absoluto regocijo y asombro, era una pistola. La atrajo lentamente hacia ella, asegurándose de que seguía cubierta por una esquina de la sábana, con la esperanza de que Rydon no se percatara. No tenía de qué preocuparse, estaba ocupado desabrochándose los pantalones y musitando entre dientes.

—Es tu deber… aprenderás a valorar… por qué tengo yo que sufrir por tus disparates, sabe Dios…

Hannah lo ignoraba mientras su mente trabajaba afanosamente. ¿Qué debería hacer con la pistola? No podía dispararle sin más, a no ser que quisiera que la colgaran por asesinato. Eso no la llevaría a nada. Sin embargo, si lo amenazaba con ella, ¿la tomaría en serio? Había un problema añadido: la habitación estaba casi completamente a oscuras, a excepción de un pequeño farol que no aportaba mucha luz. No veía lo suficiente como para tener la certeza de si el arma estaba cargada o no. Si no lo estaba, sin duda Rydon lo sabría, y por lo tanto no le serviría de nada amenazarlo con ella. Decidió que la única solución era darle un uso distinto.

Justo cuando terminó de desabrocharse por fin los pantalones, Hannah agarró la pistola firmemente por el cañón y golpeó a Rydon, tan fuerte como pudo, con la empuñadura de madera del arma, justo encima de la oreja izquierda. Se oyó un golpe sordo, amortiguado, en el momento en que impactó contra el cráneo, pero él no emitió ningún otro sonido. Simplemente se desplomó como un saco encima de ella, inconsciente.

Hannah se quedó mirando la oscuridad por un instante, con el pecho agitado por la emoción y el miedo contenido. Al final, se las arregló para echarlo a un lado y alejarse del futón a rastras. Temblorosa, se sentó en el borde, aún con la pistola cogida en su mortífera posición, y procuró calmarse. Tragó saliva con dificultad, para librarse de la náusea que le subía por la garganta. Había estado cerca, demasiado cerca.

Miró por encima del hombro para asegurarse de que Rydon estaba realmente inconsciente, entonces apretó los dientes e hizo una promesa:

—Esto no volverá a suceder nunca más, Dios me ayude.

Había escapado por muy poco, pero sabía que era solo cuestión de tiempo que volviera a intentarlo, así que tenía que encontrar la manera de impedírselo.