A la mañana siguiente, Hoji estuvo muy taciturno, pero finalmente miró a Hannah y le preguntó:
—Ahora, ¿qué pasará?
—¿Disculpa? Ah, ¿te refieres a mí? No tengo ni idea.
La propia Hannah había estado infinitamente preocupada por ese asunto, pero había sido incapaz de dar con la respuesta.
—Espero poder ver algo de tu país, y luego supongo que tendré que volver al mío.
Suspiró. No era algo que la atrajera demasiado, pero sabía que no podía posponer lo inevitable durante toda la vida. Antes o después tenía que enfrentarse a las consecuencias de sus acciones.
—Tú también regresarás, ¿verdad?
Hoji asintió.
—Sí, todavía le debo mi vida al capitán. Debo quedarme hasta que lo salve.
—Así que podría volver a trabajar contigo de regreso a casa y luego… —Hannah tragó saliva con dificultad—. Cuando lleguemos a Inglaterra, tendré que encontrar trabajo en algún sitio que no sea Plymouth. Dudo que mi familia quiera que vuelva con ellos.
—Tú también serás una ronin —trató de bromear Hoji, y Hannah sonrió débilmente.
—Sí, en cierto modo. Pero no hablemos de eso ahora. Deberíamos disfrutar el momento. Supongo que darán permiso a todos para bajar a tierra, aunque me imagino que tendremos que turnarnos. ¿Te importaría que fuera contigo? ¿O tienes otros planes, ahora que ya estás en casa?
—En realidad no es mi casa como tal, ya no. No tengo familia ni clan, así que me quedaré con el capitán. Pero claro que puedes venir conmigo, si nos dejan ir a la ciudad.
—Gracias. No puedo haber viajado hasta tan lejos y quedarme sin ver nada. Sería insoportable.
Hannah no se podía creer que hubieran llegado a Japón, el lugar que llevaba tanto tiempo soñando con ver. Era inconcebible que le impidieran explorarlo; al menos, un poquito.
Resultó que sus planes se revelaron innecesarios. Rydon hizo llamar a Hoji y le pidió que consiguiera un alojamiento de alquiler en la ciudad para él y los demás miembros de alto rango de la tripulación.
—Me ha dicho que quiere que continúe cocinando para él mientras estamos aquí —le informó Hoji a Hannah—. Y dice que te lleve conmigo para ayudarme. Bien, neh?
—Maravilloso —convino Hannah—. No veo el momento de bajarme de este barco. Pero ¿por qué está gritando otra vez?
Las expresiones iracundas de Rydon se oían de un extremo a otro del Sea Sprite, aunque parecía una única retahíla de improperios, y Hannah no sabía por qué estaba tan enfadado.
—Ven a mirar por la escotilla —dijo Hoji, y entonces señaló otros barcos que había anclados en el puerto.
—No lo entiendo… ¡Oh! —Hannah avistó una bandera británica ondeando en el palo mayor de uno de los barcos—. ¿No querrás decir…?
—Sí. El barco de la Compañía Británica de las Indias Orientales, el Clove. He oído decir a alguien que llegó hace ya dos meses. John Saris, el capitán, salió en busca de la corte del shogun para intentar obtener una cesión de privilegios. Llegamos demasiado tarde y el capitán está furioso.
—Madre mía. —Hannah recordó la advertencia de su padre en cuanto a que era vital que ellos fueran los primeros en llegar a Japón. Su parada no programada cerca del estrecho de Magallanes había echado por tierra su plan—. Por eso Jacob y él tuvieron ayer esa discusión tan acalorada, después de que se fuera el señor Matsura. Los oí gritar. Pero habrá margen de competencia, ¿no? Quiero decir, ¿no podríamos comerciar con tu gente de todas formas?
—No lo sé. El capitán Rydon va a intentar encontrar a ese hombre, Will Adams, para ver qué tiene que decir. También hay aquí unos holandeses, pero con los que ha hablado de momento no parecen saber mucho. O eso, o no están dispuestos a decírselo. Ahora será mejor que me dé prisa en hacer lo que me ha pedido, o se pondrá aún de peor humor. Espera aquí, por favor.
Japón no se parecía a nada que Hannah hubiera visto antes, y no se lo habría podido imaginar de haberlo intentado. Hoji le había descrito su país de origen lo mejor que sabía, pero unas simples palabras no bastaban para hacerle justicia.
Las casas pequeñas, construidas con madera y yeso, se alineaban en las calles, que estaban impecablemente limpias. Sobre las superficies bien barridas no se amontonaban residuos y Hannah vio a varias personas trajinando con sus escobas a las puertas de sus casas. Otros salpicaban las calles con agua para minimizar el volumen de polvo. El muelle estaba adoquinado y había gente enfrascada en las tareas de reparar las redes, destripar peces y todos los demás quehaceres relacionados con el mar. Unas extrañas barcas de forma cuadrada bailoteaban en el puerto, y Hannah pensó que sus barcos se veían grandes y pesados en comparación.
Hannah miraba a la gente, que a su vez la miraba a ella. Abrían mucho los ojos al ver su pelo rojo, que a estas alturas había vuelto a crecerle hasta la cintura. No se había molestado en cortárselo, ya que varios marineros que iban a bordo lo llevaban igual de largo. Pese a habérselo trenzado lo mejor que pudo, quedaban aún algunos tirabuzones que escapaban al cordón de cuero con el que se lo recogía por detrás y que se rizaban sin orden ni concierto alrededor de su rostro. Los habitantes de la ciudad parecían aún más sorprendidos si vislumbraban sus ojos azules. Algunos niños se ponían a chillar, asustados, y echaban a correr para refugiarse en la seguridad del regazo de sus madres, gritando:
—Kami, kami! ¡Ha venido a buscarnos!
Hannah se reía.
—¿Creen que soy un espíritu maligno? ¿Tan horrible es mi aspecto?
—No, no, es por el pelo. Es raro ver algo distinto al pelo negro —le explicó Hoji—. Y el tuyo es muy vivo, neh?
—Sí que lo es —dijo Hannah entre risas.
Esperaba que las gentes de Japón no fueran tan supersticiosas como para atacarla por ser diferente, aunque confiaba en que Hoji la protegería en caso de que fuera necesario.
—¿Lleva zuecos ese hombre? No se parecen demasiado a los nuestros —le susurró Hannah a su amigo, señalando con un gesto a un hombre que manejaba vigorosamente su escoba. El hombre llevaba puesto algo parecido a un trozo plano de madera en cada pie, con otras dos piezas de madera adheridas por debajo, en ángulo recto. Hannah pensó que era increíble que lograra mantener el equilibrio encima de semejantes armatostes.
—Sí, pero los llamamos geta. Como los vuestros, se pueden poner cuando hay barro o agua en la calle. Pero la mayoría lleva sandalias de paja. Si hace frío, se ponen además calcetines, que se llaman tabi, que separan el dedo gordo del pie de los demás, para poder llevar con chanclas.
—Entiendo. Parece muy cómodo.
—Te acostumbrarás. Estoy ansioso por comprarme un par.
A pesar de que Hoji tenía unas botas inglesas, había preferido ir descalzo la mayor parte del tiempo que pasó a bordo del barco, siempre que el tiempo lo permitiera.
Hannah se miró el calzado que llevaba, que estaba en mal estado. Se había puesto sus viejas botas, pero la presencia constante del agua salada había desgastado la piel. Supuso que también ella habría de adaptarse a las sandalias japonesas, a no ser que quisiera acabar andando descalza.
—¿Y dónde vamos? —preguntó Hannah cuando Hoji se paró un momento en una esquina de la calle.
—Por allí. Después de ti. —Le indicó que girase a la derecha.
Hannah dobló la esquina y se topó de pleno con un robusto pecho.
—¡Oh, sumimasen, lo siento muchísimo!
Oyó claramente que Hoji aspiraba repentinamente a su espalda, como si algo lo hubiera dejado horrorizado, pero dos fuertes brazos se adelantaron para sujetarla y una voz familiar dijo:
—O-hayo gozaimasu, Akai.
Hannah alzó los ojos para encontrarse con la mirada ambarina de Kuma y dio un paso atrás.
—Esto… buenos días.
Intentó inclinarse y él la soltó, bajando la cabeza. Hannah notó que esta vez había varios criados que caminaban detrás de él, todos ellos aguardando pacientemente a que prosiguiera.
—No esperaba veros aquí, Kuma-san. Permitidme presentaros a Hoji-san, mi sensei.
Hizo una reverencia apropiada, consciente de que sus mejillas volvían a ruborizarse y preguntándose por qué él le causaba ese efecto. Le fastidiaba sentirse tan aturdida en su presencia.
Hoji había hincado las rodillas en la tierra y estaba tan encorvado que tocaba el suelo con la frente. Hannah se preguntó si él sabría algo acerca de ese Kuma que ella no supiera, pero ahora ya era demasiado tarde. No podía arrojarse al suelo ahora, de repente, para hacer una reverencia, cuando no lo había hecho antes.
—Estábamos de camino a una casa perteneciente a Yashi-san que nos han alquilado por el momento —dijo.
—Entonces creo que vais en la misma dirección que nosotros. Si queréis caminar con nosotros, os mostraré dónde está. Yo mismo la he alquilado en alguna ocasión, aunque esta vez he sido invitado a casa del señor Matsura.
—Sois muy amable, mi señor.
Hoji se puso de pie, aunque seguía inclinado en una respetuosa reverencia. Le lanzó a Hannah una mirada de advertencia, pero ella no estaba segura de lo que significaba. ¿Y cómo sabía Hoji que este hombre era un señor? Aún no se había presentado formalmente. Resolvió que se lo preguntaría más tarde, pero por ahora le siguió el paso a Kuma. Hoji le había dicho que en Japón las mujeres siempre caminaban detrás de los hombres y, aunque se suponía que ella era un chico, resultaba evidente que seguía siendo socialmente inferior a aquel hombre. No quería ofender a nadie, así que consideró que era mejor obedecer. Tal vez fuera eso lo que Hoji había intentado decirle.
Para su sorpresa, no obstante, Kuma se detuvo y le indicó que se adelantara.
—Por favor, camina a mi lado. Deseo hablar contigo un poco más.
—¿Sobre qué, mi… señor Kuma?
Oyó que los criados que iban detrás de él proferían expresiones sofocadas de sorpresa, pero procuró ignorarlas. No cabía duda de que estaban preguntándose por qué un joven extranjero, estando además tan sucio y desaliñado, era merecedor de tal privilegio. Ella tampoco pudo evitar hacerse la misma pregunta y se encogió por dentro al pensar en la horrible imagen que debía de ofrecer.
—Háblame sobre tu viaje, por favor. ¿Desde dónde vienes? Entiendo que procedes del mismo país que Anjin-san, el extranjero que es consejero del shogun.
—Si os referís a Will Adams, entonces sí, eso es. Se llama Inglaterra. Zarpamos hace dos años y creímos que tardaríamos dieciocho meses en llegar a vuestro país. Por desgracia el hielo nos retuvo, así que nuestro viaje se alargó considerablemente.
—¿Y sufristeis muchas penurias?
—Sí, perdimos a muchos hombres a causa de enfermedades y accidentes y, si os digo la verdad, estábamos empezando a perder la esperanza de llegar algún día.
—Parece un viaje muy largo para venir solamente a comerciar. ¿No hay otros lugares más cercanos a vuestro país que puedan dar beneficios?
—Me temo que no sé mucho acerca de esos asuntos. Por lo que yo sé, el género que hay disponible aquí nos reportará mucho más dinero por lo escaso que es allí. Los capitanes debieron de considerar que merecía la pena correr el riesgo.
Kuma asintió, como si comprendiera el razonamiento y estuviera de acuerdo con él.
—Tiene sentido, supongo.
—Si deseáis más detalles, tendréis que preguntar al capitán Rydon. Con mucho gusto traduciré para vos.
Hannah no supo qué fue lo que le hizo añadir esa oferta, sobre todo sabiendo con certeza que Rydon no lo aprobaría, pero encontraba fascinante a aquel hombre y quería volverlo a ver.
—O más bien Hoji-san, por supuesto —añadió.
—Gracias, quizá lo haga. Bueno, ya hemos llegado; vuestra casa. Me despido.
Kuma se inclinó, aunque no mucho, advirtió Hannah, y se dijeron adiós. Oyó a Hoji exhalar un largo suspiro, como si hubiera estado conteniendo el aliento durante un buen rato, y se volvió a mirarlo con el ceño fruncido.
—¿Qué pasa? ¿Es que lo he ofendido? Solo intentaba responder a sus preguntas, ya sé que todavía no hablo perfectamente vuestra lengua.
—No, lo has hecho bien y no creo que hayas sido descortés en absoluto, pero los hombres como él pueden ser muy impredecibles. Tan pronto son todo gentileza y compasión, como te cortan al momento la cabeza por la más mínima transgresión. Debes tener cuidado, Hannah-chan.
—¿Cortarte la cabeza? Claro que no.
Se estremeció con solo pensarlo.
—Ya lo creo. Salta a la vista que es un hombre poderoso, un daimio o un samurái de alto rango, sin duda. ¿No has visto sus dos exquisitas espadas y sus elegantes ropajes? ¿Y por qué si no iba a ser un invitado del señor Matsura e iba tener a tantos sirvientes siguiendo todos sus pasos?
—Cielos, no tenía ni idea. Solo me dijo que se llamaba Kuma. Nada de señor.
Hoji sacudió la cabeza.
—Francamente, casi me da un ataque al corazón cuando te chocaste con él. Creí que había llegado tu hora. Aunque es evidente que se está divirtiendo a tu costa por algún motivo, por curiosidad, tal vez. Pero permanece alerta.
—Pierde cuidado, lo haré.
Se habían detenido frente a una puerta insertada en una valla de madera. Un criado la abrió y, tras cruzar unas palabras con Hoji, el hombre hizo una profunda reverencia para darles la bienvenida a su hogar temporal. Hannah apenas si se dio cuenta, pues sus ojos se habían posado en el encantador jardín que había al otro lado de la valla. La sencillez que desprendía la dejó boquiabierta, y lo encontró increíblemente hermoso.
Casi no había flores ni hierba, como las habría en un jardín inglés. En cambio, todo lo que allí crecía era de distintos tonos de verde, desde el menta más ligero hasta el esmeralda más profundo, y el efecto era arrebatador. Se habían dispuesto piedras y cantos rodados, aparentemente sin orden ni concierto, sin embargo daban la sensación de estar en el lugar preciso, y habían colocado unos diminutos faroles de piedra encima de algunas de las rocas. Hannah no podía esperar a que se hiciera de noche para ver el efecto que producirían cuando los encendieran.
—Hoji-san, esto es impresionante.
Hannah se volvió para sonreírle a su compañero y reparó en la expresión en el rostro del sirviente que había abierto la puerta, sorprendido ante su uso de la lengua. El sirviente volvió a inclinarse otra vez, un poco más que antes, y Hannah lo correspondió gentilmente con el mismo saludo, tal y como le había enseñado su mentor.
—Ven, Harry-chan, vamos a echar un vistazo a la casa y luego podremos comer.
Hoji había adoptado la costumbre de añadir el «chan» a su nombre en algún momento del interminable viaje. Hannah había comprendido que era un tratamiento cariñoso reservado habitualmente a los hijos o a las personas queridas. Comoquiera que ella había empezado a ver a Hoji como un padre honorífico o un tío, no le importaba.
Sin él, estaba segura de que no habría sobrevivido al viaje.
Taro reprimió la tentación de darse la vuelta para mirar a la pequeña gai-jin. Había intentado observarla durante su conversación sin que resultara demasiado obvio, pero no había tenido suficiente. La encontraba completamente fascinante y ansiaba tener ocasión de estudiarla un poco más, pero eso era imposible, a no ser que quisiera dar pie a chismorreos y especulaciones. En verdad, probablemente ya había dejado lo suficientemente consternados a sus criados al invitar a un extranjero desaliñado a caminar a su lado.
Era una, y no uno, de eso estaba seguro. Aunque lo había confundido la primera vez que le puso los ojos encima, en el barco, no tardó en darse cuenta de que era mujer. A pesar de las raídas vestiduras, que se parecían a lo que llevaban los demás miembros de la tripulación, no había conseguido ocultar su rubor, ni el modo inconsciente en que se retiraba el rojo pelo por detrás de la oreja, con un gesto muy femenino.
Quizá nunca lo habría notado de no haber insistido tanto Yanagihara en el hecho de que era una mujer la que se acercaba. Pero, dado que se esperaba a una mujer, su subconsciente había buscado los indicios y los había encontrado. No cabía duda: tenía que ser la que Yanagihara había visto en su profecía.
Casi le entraron ganas de reírse a carcajada limpia al acordarse de que el anciano la había considerado una amenaza. ¿Cómo iba a ser peligrosa? No solo era pequeña y estaba débil por los largos meses en el mar, sino que resultaba evidente que no era una emperatriz, ni ninguna clase de gobernante. Era una criada.
Era una pura suerte que la hubiera encontrado por fin. Él había llegado a Hirado hacía unas semanas para ver los barcos extranjeros de los que le había informado el mensajero. En efecto, procedían de un país del que nunca había oído hablar y decían comerciar en nombre de su rey. Aunque había a bordo algunos hombres cuyo cabello lucía un ligero tono anaranjado, no había logrado hallar ni a una sola persona con el pelo realmente rojo, y a ninguna mujer. Había llegado a la conclusión de que Yanagihara debía de haberse equivocado; sin embargo, justo cuando estaba a punto de emprender el camino de regreso a casa, fueron avistados cuatro barcos más del mismo país. Esperó su llegada y a bordo estaba ella. Akai.
Tendría que hablar con Yanagihara acerca de esa criatura, pero por lo que podía comprobar, no había nada por lo que mereciera la pena alertar al shogun.
Desde luego, ayudaría que pudiera hablar con ella un poco más. Hasta ahora sus conversaciones habían sido muy esclarecedoras, pero aún quedaban muchas preguntas que le gustaría hacer. Parecía lo bastante inteligente, como demostraba el hecho de que se había tomado la molestia de aprender su lengua. Debería estar en condiciones de responder a la mayoría de las cosas que quería preguntar sobre ella y sobre su país.
Pero ¿cómo lo haría para encontrarse con ella a solas?
Hannah y Hoji se adaptaron a la vida en la casa y, siempre que tenían algo de tiempo libre, salían entusiasmados a explorar la ciudad en compañía de una doncella llamada Sakura, a la que Hoji había contratado para que los ayudara con las tareas domésticas. Los habitantes de la ciudad pronto se acostumbraron a ver a Hannah, y la saludaban inclinándose educadamente. Seguían con sus murmuraciones acerca de su pelo, pero ella se lo tomaba con buen humor. ¿Acaso no habían mirado sus paisanos del mismo modo a Hoji en Plymouth? Era de lo más natural, argumentaba, que sintieran curiosidad. Incluso se paraba de vez en cuando y dejaba que los niños le tocaran la melena, para que se convencieran de que no era peligrosa.
Después de hacerle jurar a Sakura que guardaría el secreto del sexo de Hannah, aquella la introdujo en los placeres del baño al estilo japonés. Este consistía, en primer lugar, en un lavado de la cabeza a los pies a manos de la doncella, para quedarse a continuación en remojo en una bañera de agua caliente durante todo el tiempo que quisiera. Había que acostumbrarse un poco, ya que al principio le pareció casi demasiado caliente, pero al cabo de unos instantes se le hizo más soportable y le resultó muy agradable. Después, Hannah recibió un masaje relajante y ropa limpia que ponerse. Le habría gustado probarse una de las batas que vestían las mujeres japonesas, pero tuvo que conformarse con la ropa masculina. Esta consistía en un taparrabos, una bata con cinturón que le llegaba hasta las caderas y una cosa llamada hakama. Se trataba de una especie de falda ancha y larga, dividida en el centro y que se llevaba por encima de las demás prendas.
—Ya veo que estás adoptando las costumbres de los nativos, muchacho —se burló Rydon la primera vez que la vio con su nuevo atuendo—. Supongo que lo siguiente será acudir a sus templos.
Hannah se había mantenido alejada de él todo lo posible, tal y como había hecho en el barco, y contuvo el aliento, preguntándose si ahora se daría cuenta de que era una chica. Pero Rydon debía de haberse acostumbrado a pensar en ella como un chico, porque no pareció reparar en ello y sus ojos solo se posaron en ella de pasada, con irritación. Se atrevió a responderle:
—En absoluto. Vos también deberíais probarlo, capitán. Estas prendas son muy cómodas, y estoy seguro de que cuando haga más calor serán de gran ayuda.
El clima era muy caluroso y húmedo en esa parte de Japón durante los meses de verano, según le había dicho Hoji. «Casi como la primera parte de nuestro viaje, donde vivían las gentes de piel oscura. Sin embargo, Japón es bastante grande, de modo que, si fueras al extremo norte, haría mucho más fresco».
—No, gracias —replicó Rydon, secamente, a su sugerencia—. No pienso vestirme como un bárbaro porque sí.
—¿Deseáis que os den un baño, entonces, y que Sakura os lave la ropa mientras tanto?
No añadió que sería más correcto ir limpio, aunque estaba deseando darle ese consejo.
—¿Para qué? Me he lavado las manos y la cara esta mañana, y a mi ropa no le pasa nada malo.
Rydon salió como un rayo de la habitación, golpeando, hasta casi derribarlo, el tabique de madera y papel que la separaba de la contigua.
Hannah podría haberle dicho que olía terriblemente mal, y que sus criados y cualquier otro japonés con el que tuviera contacto considerarían este detalle como una ofensa. No obstante, pensó que no tenía ningún sentido discutir con él. Jamás la habría escuchado.
En comparación con Rydon, todo lo que la rodeaba era fresco y fragante. La casa estaba construida con maderas de alcanforero y cedro, y la mayoría de los suelos estaban cubiertos con esteras tejidas con caña de arroz.
—Se llaman «tatamis» —le dijo Hoji.
—Mmm, tienen un olor delicioso. —Hannah inhaló profundamente—. Me recuerda al aroma del heno dulce, y son tan mullidas que es una maravilla caminar sobre ellas.
Por las noches traían unos colchones aún más mullidos llamados «futones», y los colocaban encima de los tatamis. Hannah pensaba que no había dormido tan cómodamente en toda su vida. Eran el extremo opuesto a los duros ladrillos de la cocina del barco, aunque aún tardó un tiempo en deshacerse de la sensación de balanceo a la que su cuerpo estaba tan acostumbrado.
Estaba muy contenta con su transitoria vida en aquel extraño país. Como resultado de disponer de comida fresca todos los días, empezó a ganar peso de nuevo y se sentía saludable y satisfecha. Desterró todos sus pensamientos respecto al futuro y vivía únicamente para el presente. Era casi como estar en un sueño continuo, donde todo era un poco irreal.
Hasta el día en que su mundo de ensueño se vino abajo.