17

Norte de Japón, marzo de 1613

El jardín era el lugar preferido de Taro y allí es adonde iba siempre que quería reflexionar. En cambio, últimamente no le había aportado el consuelo al que aspiraba. Había pasado casi un año desde la muerte de Hasuko y sabía que pronto tendría que tomar una decisión respecto a la señora Reiko. Sus insinuaciones en cuanto a un posible matrimonio entre ellos dos se volvían más evidentes con cada día que pasaba y Taro no estaba seguro de poder seguir aguantándolo por mucho tiempo.

Estando de pie junto al estanque, sumido en sus pensamientos, fue interrumpido por la voz cohibida de un criado.

—¿Mi señor? Disculpadme, mi señor, pero…

El hombre estaba a su lado, tratando de atraer su atención y él no se había dado cuenta.

Nani? —bramó, con más rudeza de la que pretendía. El hombre hizo una profunda reverencia, temblando visiblemente.

—Yo… hay… es decir, ha venido un mensajero buscándoos. Dice que necesita hablar de manera urgente con vos.

Taro aspiró largamente y cuando volvió a hablar lo hizo con más calma.

—Muy bien, tráemelo aquí.

El criado se alejó presuroso y al cabo de unos instantes apareció un hombre a paso ligero. Estaba cubierto de polvo de los pies a la cabeza y llevaba el cabello despeinado; le caía por la espalda, como si hubiera cabalgado sin descanso. Se postró ante Taro.

—¿Sí? —lo apremió este—. ¿Tienes un mensaje para mí?

—Vengo desde Nagasaki, mi señor. Me han dicho que os informe de que han sido avistados unos barcos extranjeros.

—¿Cómo? ¿Barcos extranjeros?

El mensajero miró furtivamente por encima de su hombro, como para asegurarse de que estaban solos.

—Sí, con banderas distintas a todas las que han llegado antes y enviados por el soberano de un país al que llaman, mmm… ¿Inga-tera? —El hombre pareció dudar de la pronunciación y continuó con su mensaje a toda prisa.

El cerebro de Taro finalmente descifró a qué se refería el hombre.

—Por supuesto, sí. Bien, gracias por informarme. ¿Cuánto tiempo llevas de camino?

—Una semana y media. He tenido algún contratiempo con el caballo…

—Lo has hecho bien y serás recompensado por tu esfuerzo. Gracias. Ahora ve a descansar.

El hombre volvió a inclinarse y se retiró, aparentemente muy aliviado. Taro echó a andar tras él, y entonces una sonrisa se dibujó en su rostro.

—Tal vez la gai-jin ha llegado por fin —dijo para sí, con un sentimiento de curiosidad y expectación despertando en su interior. El anciano no le había dicho que se estaba acercando, pero quizá él aún no la veía. O se le había olvidado mencionarlo. Después de todo era viejo, y un poco despistado. De pronto, el resto de sus pensamientos quedaron relegados al olvido y Taro se encaminó hacia el castillo a paso decidido. Las resoluciones concernientes a su futuro y a cualquier posible matrimonio podían esperar. Ahora tenía otros asuntos que atender.

A bordo del Sea Sprite, abril de 1613

Alguien escuchó sus oraciones y, a decir verdad, a Hannah le daba igual de qué dios se tratara. Hacia mediados de abril fueron avistadas las primeras gaviotas, que indicaban que no se hallaban lejos de la costa. Se oyeron vítores por parte de lo que quedaba de tripulación, aunque muchos estaban demasiado débiles como para que les importase. Hannah cayó de rodillas en la cocina y dio gracias a quien correspondiera.

Pese a estar más delgados que nunca, Hannah y Hoji no habían sufrido tanto como los demás durante el viaje, gracias a su particular dieta.

—Como sigas así, se te va a quedar cara pez, Hodgson —habían afirmado en tono de broma algunos de los marineros, cuando cayeron en la cuenta de que él y Hannah comían pez crudo—. Y eso de comer algas, a mí me da que es una cosa de salvajes, ¿no?

—Bueno, ahora ¿quién ríe el último? —musitó Hannah. Por lo menos ella y Hoji aún se mantenían en pie.

Subió a cubierta con sigilo para ver la aproximación a tierra firme, al puerto de Hirado.

—¿Qué lugar es este? —preguntó.

—Es una isla del sur de Japón, el único puerto donde los extranjeros tienen permiso para comerciar —respondió él.

El piloto los guio cuidadosamente a través del estrecho canal que separaba la costa de la rocosa orilla de una isla cubierta por un pinar. A su izquierda, una pequeña abertura los condujo hasta una profunda bahía y allí echaron el ancla, a poca distancia del muelle. Hannah vio un puerto rodeado de colinas y una línea de costa pintoresca, con más pinos todavía por las escarpadas laderas, semejantes a las que había visto en las islas Canarias hacía ya tanto tiempo. Era muy distinto de Plymouth, pero le levantó el ánimo. Por fin lo habían conseguido.

Al parecer, Hirado era una pequeña y bulliciosa ciudad con un extenso muelle. Unas escaleras de piedra bajaban hasta la orilla, y había gente por todas partes. Todos tenían el pelo negro, como el de Hoji, y rasgos parecidos; al menos eso parecía desde lejos. Los habitantes vestían chaquetas cortas con cinturón, algunos con un simple taparrabos debajo y las piernas desnudas, otros con unos calzones anchos. Unos pocos llevaban sombreros de paja con una leve forma de cono.

Poco después de su llegada, un jefe local en persona y su séquito salieron a remo para saludar con gran ceremonia a los recién llegados. Se dirigieron al barco más grande, que era el Sea Sprite de Rydon, dando por supuesto, obviamente, que era el líder de la expedición. Estos japoneses de alto rango iban mejor ataviados y, con sus hermosos trajes de seda, parecían una bandada de aves exóticas. Hannah los observaba con interés, preguntándose para qué habrían venido, mientras estos le pedían a Hoji que tradujera.

—Este es señor Matsura, capitán-sama —le dijo a Rydon en su inglés entrecortado—. Es dueño de esta isla y de muchas tierras por allí.

Señaló en dirección a tierra. En un tono más bajo añadió:

—Debes hacer bienvenida. Dar regalos, comida, música, quizá.

—¿Cómo? ¿Tengo que invitarlo? Por Dios, si apenas tengo comida suficiente para cubrir nuestras propias necesidades. Nuestros hombres están medio muertos.

—Si el hombre es importante, no podemos permitirnos el lujo de ofenderlo —siseó Jacob con la mano en la boca—. Queremos comerciar con esta gente, ¿recordáis?

Rydon lo miró, molesto, y entonces suspiró.

—Oh, está bien. Hoji, ¿puedes conseguir más provisiones en la ciudad inmediatamente, por favor?

—Sí, capitán. Me encargo de todo.

Mientras esperaban a que llegara la comida, Hannah permaneció escondida detrás del palo mayor y estudió furtivamente a los integrantes del grupo del señor Matsura. La mayoría de ellos parecían ser inferiores en rango y le mostraban una gran deferencia, sin embargo, un hombre permanecía sutilmente apartado del resto. Tenía un porte altivo, como si fuera un igual del señor, o un superior. Era más alto que sus compatriotas, con un aura de poder apenas contenida, aunque tal vez sus muchas capas de elegantes túnicas contribuyeran a dar esa impresión, al igual que las dos espadas que llevaba en el costado. A diferencia de los demás, vestía únicamente de fina seda negra. Eso le hacía desprender también un ligero aire amenazante, como un cuervo a punto de atacar. Hannah se preguntó si no sería un efecto buscado.

Observaba a sus conterráneos. Hannah advirtió que su mirada inteligente parecía estar asimilando cada uno de los detalles, aunque su rostro permanecía impasible. En cambio, cuando dirigió su mirada hacia donde ella se encontraba, sus cejas se arquearon una pizca y musitó algo por lo bajo. Cohibida, ella miró para otro lado y se echó por detrás del hombro la gruesa trenza de cabello rojo antes de escabullirse por completo tras el mástil. Debía de tener un aspecto horrible, después de todos esos meses en el mar, pensó. Tenía la ropa prácticamente hecha jirones y llevaba los pies descalzos. ¿Qué debió de pensar de ella? Entonces se acordó de que él habría visto solo a un chico enclenque, de forma que, en cierto modo, poco importaba la apariencia que tuviera.

Akai, neh? —dijo una voz suave a su espalda, y ella ahogó un grito involuntario. El hombre se había movido silenciosamente y con una extraordinaria rapidez, y ahora estaba tan cerca que Hannah podía mirar directamente a sus ojos ambarinos. La estaban estudiando a ella con mucho más interés del que había demostrado cuando observaba a los demás.

Hai, akai desu —respondió ella, sin pensar. Él le había hecho un comentario acerca del color de su pelo y ella sintió la necesidad de confirmarle que sí, que era de color rojo vivo, akai. A punto estuvo de añadir la palabra «desgraciadamente», pero se contuvo. Con frecuencia había caído en la desesperación al mirarse al espejo, pero sabía que era algo con lo que tenía que vivir. Había aceptado el hecho de que nunca sería tan hermosa como su hermana rubia platino.

—¿Hablas mi lengua? —preguntó él, delatando su sorpresa únicamente con un leve arqueo de cejas.

—Sí, aunque no muy bien —contestó.

—Lo suficiente. ¿Quién te ha enseñado? ¿El traductor? —Miró en dirección a Hoji y Hannah asintió.

—Sí. Hoji-san ha sido mi amigo y mi profesor durante el viaje.

—Entonces, ¿por qué no enseñó también a los demás? Habría sido aconsejable que aprendieran, si han venido aquí a comerciar.

Su tono era brusco, con una nota de impaciencia. Hannah se llevó la impresión de que no toleraba a los necios.

—No se lo pidieron. —Hannah vaciló, no quería menospreciar demasiado a su hermano y a Rydon delante de aquel desconocido, sin embargo, la honestidad la obligó a admitir que estaba de acuerdo con él—. Pero tenéis razón, deberían haberlo intentado, por lo menos algunas frases.

Seguía mirándola, la cabeza levemente ladeada, como si algo lo tuviera perplejo e intentara averiguar qué era. Hannah sintió un calor subiéndole hasta las mejillas y levantó una mano para apartarse detrás de la oreja un mechón suelto. Ningún hombre la había mirado nunca con semejante interés, a excepción del señor Hesketh, por supuesto, pero él no contaba. Sabía que este solo lo hacía por curiosidad, no porque la encontrara atractiva. ¿Cómo iba a hacerlo, si ni siquiera sabía que era una mujer? Aun así, era desconcertante. Ella respiró profundamente y lo miró a su vez. Bueno, si tú puedes, yo también, pensó, levantando un poco la barbilla inconscientemente.

Ante esta pequeña bravuconada, el hombre sonrió de repente y sus mejillas se doblaron, formando un hoyuelo a cada lado de su boca. Hannah abrió aún más los ojos, intrigada por la transformación de su rostro serio en algo tan distinto. Advirtió, con un sobresalto, que en realidad era muy guapo. Tenía una hermosa piel olivácea que se extendía, muy tersa, sobre sus elevados pómulos. La nariz era pequeña para ser la de un hombre, pero se torcía levemente hacia arriba en la punta, confiriéndole un aspecto travieso cuando sonreía. Tenía el rostro lampiño y liso. Llevaba el brillante cabello negro recogido en el mismo moño que parecían lucir todos los japoneses presentes, algunos con la frente afeitada, aunque este no. Sea como fuere, le quedaba perfecto.

—Entonces, Rojo, me estás diciendo que un simple criado gai-jin es más inteligente que el hombre al mando. —Era una afirmación, no una pregunta, pero Hannah negó rápidamente con la cabeza.

—No, no, eso no es lo que he dicho, en absoluto. Es solo que mi hermano y el capitán pueden ser un poco, bueno, tozudos, a veces. Probablemente creyeron que sería innecesario aprender vuestra lengua teniendo a Hoji-san como intérprete. Después de todo, tampoco se quedarán aquí mucho tiempo.

—¿Pero tú sí?

—No, claro que no. Quiero decir…

¿Qué quería decir? Su cercanía ahora la estaba poniendo nerviosa, y Hannah no podía pensar con claridad para poder refutar la conclusión, indudablemente lógica, a la que había llegado.

—Así pues, es cierto lo que he dicho: tú eres más inteligente.

Cuando quiso protestar nuevamente, él alzó una mano. Era un gesto imperioso que dejaba patente que estaba acostumbrado a ser obedecido.

—Es suficiente. Ya veo que además eres leal a tus compatriotas, cosa que es admirable. Me complace haberte conocido, Akai.

Hannah sabía que se estaba sonrojando otra vez. No estaba acostumbrada a recibir cumplidos, sobre todo por parte de un hombre apuesto. Y menos aún de un bárbaro. Al momento, se inquietó aún más cuando el hombre estiró la mano para tocarla brevemente, reticente, casi como si lo estuviera haciendo en contra de su voluntad. En lo más profundo de sus ojos vio algo cercano a la admiración y el asombro, pero entonces él volvió a retirar la mano y recuperó su expresión hermética. Hannah creyó que sus mejillas iban a echar a arder de tan calientes como se le pusieron.

—Me llamo Hannah, no Rojo —le soltó de buenas a primeras, para ocultar su bochorno, pero automáticamente se dio cuenta de que era lo menos apropiado.

Él volvió a sonreír.

—¿Ah, sí? —dijo. Dejó escapar una risita, y al instante esta se transformó en una carcajada en toda regla. Era un sonido fuerte que parecía reverberar por toda la cubierta, aunque, cuando Hannah miró a su alrededor, no parecía haber nadie que pudiera oírlo. Todos los ojos seguían clavados en el intercambio entre el señor Matsura y los dos capitanes.

—Los gai-jins son extraños, ya lo creo, si llaman «flor» a sus hijos —comentó, con un brillo divertido en los ojos, como si estuviera tomándole el pelo.

Hannah se habría dado de cabeza contra la pared. Había olvidado que en japonés la palabra hana significaba «flor». Además, en cualquier caso, habría debido darle su nombre masculino.

—N… no —tartamudeó—. Mi nombre no significa eso en nuestra lengua, es… es solo que suena igual.

—Mmm.

Le volvió a dirigir una mirada apreciativa y Hannah casi se encogió ante su escrutinio.

—Bueno, para mí siempre serás «Rojo», porque nunca había visto a nadie con un pelo como ese —dijo—. Sayonara, adiós. Que nuestros caminos vuelvan a cruzarse.

Se inclinó ligeramente y regresó con el resto del grupo.

Hannah lo vio marchar. No podía apartar los ojos de su ancha espalda. Se preguntó quién sería, pero dudaba de que fuera a encontrarse con él otra vez, con lo que el hecho de que no se hubiera presentado era manifiestamente irrelevante.

Aun así, habría estado bien saber al menos su nombre.

Además de prácticamente obligar a los extranjeros a desprenderse de muchos más presentes de los que habrían querido, el señor Matsura demoró su estancia en el barco durante unas cuantas horas. Fue magníficamente agasajado y Hannah estuvo ocupada, ayudando a Hoji a preparar la comida que llegaba del muelle en un flujo constante. Cuando el interminable ágape concluyó por fin, ordenaron a algunos de los miembros de la tripulación que tocaran algo de música y que cantaran para los invitados. Hannah subió para quedarse un rato junto a la barandilla de la popa del barco, disfrutando a distancia del espectáculo y de la suave brisa que le refrescaba las mejillas calientes.

La oscuridad iba descendiendo y en la orilla destellaban las luces. La gente se desplazaba portando faroles, y el eco de las voces y las risas resonaba desde el otro lado del agua. La fragancia de los pinos inundaba el ambiente, se mezclaba con el habitual olor acre del salitre del mar. Hannah inspiró profundamente. Pensaba en lo maravilloso que era estar tan cerca de tierra y no en medio del impredecible océano.

—¿Otra vez solo, Akai? ¿No tienes responsabilidades que te reclamen?

La pregunta la hizo girar en redondo, con el corazón palpitándole velozmente por el susto. Miró y vio al japonés vestido de negro con el que había hablado anteriormente.

—¿Qué… qué hacéis aquí? —balbució, mirando detrás de él, para ver si iba acompañado, pero allí no había nadie.

Pareció sorprenderse mínimamente, como si no estuviera acostumbrado a que nadie lo interrogara, pero entonces respondió sencillamente:

—Lo mismo que tú, diría, respirar aire fresco. El camarote del capitán es sofocante y, si me perdonas el que lo diga, no huele del todo bien.

—Oh, por supuesto.

Hannah comprendió lo que quería decir. Durante el viaje los hábitos de limpieza de Hoji se habían convertido en la norma también para ella, mientras que la mayoría de los demás hombres de a bordo nunca se preocupaban por tales sutilezas. Había dejado de pensar en ello y se limitaba a seguir el ejemplo de Hoji, si bien se había relajado durante aquellas últimas semanas horrendas, cuando estaba débil por el hambre. Sabía que todos los demás apestaban.

—No has contestado a mi pregunta —le recordó ahora—. Tengo curiosidad por saber cómo son tratados los sirvientes en tu país. ¿O a ti te tratan de otra forma porque uno de los capitanes es tu hermano?

—No.

Hannah se mordió el labio, sin estar muy segura de cómo responder. Por alguna razón, su cerebro parecía no funcionar muy bien siempre que aquel hombre andaba cerca. Tampoco debería haberle hablado de su hermano, y le sorprendió que recordara ese detalle, dado que solo lo había mencionado de pasada.

—Normalmente tengo muchas tareas que hacer, pero hoy es un día especial. Estamos todos aliviados por haber llegado a tierra. —Miró hacia la escotilla que daba a la cocina—. Por regla general no se me permite ir a ningún sitio a solas. Hoji-san está cerca y en mi caso es complicado. Veréis, ni siquiera debería estar a bordo de este barco.

—¿Por qué?

—Yo… bueno, me temo que vine sin permiso.

Creyó haber detectado otro destello de diversión en sus ojos, pero había oscurecido demasiado como para ver bien, así que no podía estar segura.

—Entiendo —dijo él—. ¿Y, como castigo, ahora tienes que trabajar duro?

—Sí.

—Entonces será mejor que no te distraiga de tus obligaciones.

Volvió a inclinarse y esta vez ella se inclinó a su vez, más que él, para mostrar deferencia, como Hoji le había enseñado. Antes de irse, no obstante, Hannah no pudo resistirse a plantearle la pregunta que le había rondado desde su primer encuentro.

—¿Cuál es vuestro nombre? Es decir, si no os importa que os lo pregunte.

Él se tensó un poco, como si hubiera sido una impertinencia; luego respondió:

—Kuma.

Con el sonido del roce de la seda, se marchó tan rápido como había llegado, y Hannah se puso a darle vueltas mentalmente al nombre, saboreándolo. Kuma significaba «oso». ¿Era ese su verdadero nombre o se lo habría inventado? No tenía forma de saberlo, pero, decididamente, le venía como anillo al dedo.