A bordo del Sea Sprite, agosto de 1611
Volvieron a hacer escala en las sureñas islas de Cabo Verde, luego navegaron a lo largo de la costa occidental de África, parando unas cuantas veces para aprovisionarse de comida y agua fresca. No era una hazaña fácil, dado que la mayoría de los mejores puertos estaban controlados por los desaprensivos comerciantes portugueses, que habían construido fortalezas costeras para impedir que nadie anclara. Para sortearlos, los barcos ingleses se veían obligados a recalar en localizaciones remotas, lo que se traducía en más retrasos de los que se podían permitir.
—Ah, este clima es insoportable —se lamentaba Hannah. Ahora era extremadamente caluroso y húmedo, y ella no era la única que sufría el bochorno. Los miembros de la tripulación del barco siguieron el ejemplo de los nativos y se despojaron de casi toda la ropa. Sus cuerpos se broncearon y en algunos casos se quemaron, pero, evidentemente, Hannah no podía seguir su ejemplo.
—Es tan injusto —musitó.
—Tienes que pensar en frío, entonces no sientes tan calor —le aconsejó Hoji, pero a Hannah no le daba ningún resultado. Por muchas ventiscas que tratara de imaginar, seguía transpirando a mares y maldijo la fortuna que la había hecho mujer.
Por fin pusieron rumbo al estrecho de Magallanes, cruzando el océano Atlántico. Una breve parada en una isla llamada Ascensión resultó ser bastante infructuosa. Era árida y polvorienta, y solo pudieron encontrar una fuente de agua fresca tras mucho buscar. A lo largo de los tres meses siguientes no vieron nada más que mar en todas direcciones.
Hubo varias tormentas durante la travesía, pero ninguna fue lo bastante fuerte como para suponer una amenaza y, por la gracia divina, los cuatro barcos consiguieron mantenerse juntos. Por otra parte, los temporales sí que los desviaron de su curso. Después, como si fuera una broma del destino, el tiempo cambió de repente y volvieron a retrasarse más de una semana por culpa de una calma chicha total.
—¡Maldita sea su estampa! —se oía gritar a Rydon, de la frustración que le suscitaba aquella situación, y por una vez Hannah se puso de su parte. Estar encalmado era lo que más detestaba un capitán, ya que no había nada en absoluto que se pudiera hacer al respecto. Afortunadamente, el viento regresó y siguieron adelante, aunque fuera a paso de tortuga, por lo que parecía.
La costa suramericana fue avistada por fin hacia mediados de febrero. La tripulación estalló en un gran grito de júbilo, aunque pronto se hizo patente que se habían desviado de su ruta mucho más de lo que creían. Se volvieron a oír los gritos de Rydon, esta vez dirigidos al desventurado señor Walker.
—Tú eres el piloto. En el nombre de Dios, ¿cómo pudiste equivocarte tanto?
—No me equivoqué. Estamos junto a la costa de las Américas, ¿no es cierto? —se defendió el señor Walker—. Nunca dije que iríamos directamente al estrecho de Magallanes.
—Ya lo creo que lo dijiste…
La discusión se alargó todavía un buen rato, pero incluso Rydon se dio cuenta enseguida de que no llevaba a ninguna parte.
—¿Y qué lugar es este? —le susurró Hannah a Hoji, cuando asomaron la cabeza por la escotilla para apreciar la peculiar línea costera.
—No sé. Averiguo.
Hoji regresó para informarla de que nadie lo sabía con certeza, pero que, en cualquier caso, tendrían que intentar tocar tierra para obtener comida y agua frescas.
—Este país pertenece a enemigo, así que vamos de noche —añadió.
Hicieron falta varias incursiones antes de reunir los víveres suficientes. También hubo una escaramuza con algunos nativos, que los sorprendieron cuando estaban aprovisionándose. No parecieron tomárselo muy bien, pese a que Jacob se aseguró de dejar bastantes monedas para pagarlo todo.
En definitiva, tardaron dos meses en llegar finalmente al estrecho de Magallanes.
La escarpada línea de costa de este solitario lugar se extendía a lo largo de kilómetros y kilómetros en ambas direcciones, con un panorama inhóspito y frío. Había acantilados de frentes abruptos, fiordos insondables e innumerables y diminutos islotes, muchos de los cuales estaban rebosantes de animales salvajes. Siempre que se aventuraba a subir a cubierta, Hannah veía grandes manadas de focas y leones marinos, y multitud de tipos de aves distintos.
El paisaje parecía haber sido esculpido por el viento y el hielo, y las montañas cubiertas de nieve se cernían a lo lejos. Hannah temblaba. Hacía un frío helador y su ropa no parecía ser la más apropiada para tan bajas temperaturas.
—Sinceramente, espero que no nos quedemos por aquí mucho tiempo —le dijo a Hoji, pero una vez más el destino conspiró en su contra.
Caía el invierno y, con una capa de hielo en plena formación, era imposible continuar por el estrecho de forma segura. En lugar de seguir, se vieron forzados a refugiarse en un fiordo hasta la primavera. Fue un completo desastre, teniendo en cuenta la prisa que tenían, pero no había opción. Por mucho que clamaran contra el destino, estaban atrapados.
Norte de Japón, julio de 1612
—Yanagihara-san, tú estabas seguro de que mi esposa se estaba recuperando, pero luego, cuando enfermaste y no pudiste seguir cuidando de ella, empeoró repentinamente. ¿Qué crees que sucedió?
Habían pasado algunos meses y, pese a que hacía tiempo que el anciano se había recuperado de su propia enfermedad, Taro había postergado esa conversación. Pensaba que tal vez sería mejor no remover demasiado el pasado. Pero al final había decidido que tenía que intentar averiguar la verdad. Ahora estaban dando un paseo por uno de los senderos del jardín del castillo, y Yanagihara se desplazaba con una sorprendente agilidad. Como siempre, se tomó su tiempo antes de contestar.
—Creo que nunca lo sabremos —dijo finalmente Yanagihara. No sonaba tan seguro como acostumbraba, sin embargo, y Taro notó que se estaba guardando algo. De hecho, su evasiva respuesta lo hizo sospechar aún más que antes.
—¿Eso es todo? —lo azuzó—. ¿Me quieres decir que no has tenido visiones, ninguna teoría acerca de lo que le ocurría?
Yanagihara meneó la cabeza.
—No he dicho eso, mi señor, pero algunas veces es mejor no conocer las razones.
Taro sofocó un suspiro. Esas respuestas tan enigmáticas no lo satisfacían. Apretó los dientes y lo intentó de nuevo.
—Ojalá pudieras decirme algo más —dijo, mirando ceñudo a Yanagihara—. Tengo que tomar decisiones respecto al futuro, pero esto me lo está impidiendo. Me pesa enormemente y hay infinidad de incógnitas a las que no puedo dejar de dar vueltas. No puedo pensar con claridad.
—Si buscáis dentro de vuestra mente, creo que os daréis cuenta de que la respuesta ya está ahí. Sabéis muy bien quién se ocupó de los cuidados de la señora Hasuko. Dejé instrucciones muy precisas y ella estaba mejorando. Si no prosperó, solo puede haber un motivo.
—¿Estás diciendo que fue culpa de la señora Reiko? ¿Que no siguió tus instrucciones y no le administró a su hermana la medicación adecuada? ¿O… la hizo empeorar, que pudo incluso haberla envenenado?
—No hay modo de saberlo, pero es posible. Estaban a solas la mayor parte del tiempo.
—Tendría que habérselo preguntado entonces.
Taro apretó los puños. Reiko no tenía un pelo de tonta. Si no había cuidado a Hasuko como debía, seguro que conocía las posibles consecuencias. ¿Habría asesinado a su propia hermana? Y si así era, ¿por qué?
Yanagihara negó con un gesto.
—No, mi señor, no lo hagáis. No tenéis pruebas de ninguna maldad. Tened paciencia, os lo suplico. Se resolverá.
—¡No puedes hablar en serio! Si esto es cierto, podría resultar peligrosa para otros.
—No, mi señor, no hay riesgo inmediato para nadie. Yo lo sabría. Creedme, es mejor dejar estar este asunto por ahora. Si no lo hacéis, estaréis alterando el destino.
Taro quería gritar con todas sus fuerzas, pero confiaba en Yanagihara. El anciano nunca se había equivocado.
—Está bien, pero me lo harás saber en el mismo momento en que notes algo adverso, ¿de acuerdo?
—Por supuesto, Kumashiro-sama. Sabéis que lo haré.
Taro inhaló profundamente. Debía dejar de darle vueltas a lo que no se podía cambiar. Hasuko ya no estaba, se acabó. No guardaba luto por ella, no verdaderamente, de modo que ¿qué importaba cómo hubiera muerto? Él se había cansado de su extraño comportamiento mucho antes del nacimiento de su hijo y se había dado cuenta de que su matrimonio nunca sería lo que esperaba que fuera. Ahora tenía que vivir en el presente.
Un presente que, por desgracia, todavía incluía a la señora Reiko.
La exasperante mujer había insistido en quedarse en su casa para cuidar de su sobrino. O eso fue lo que dijo. Taro sospechaba que, con su hermana muerta, Reiko albergaba la esperanza de que ahora se casara con ella. A la mayoría de la gente le parecería natural, y él lo sabía, dado que procedía de la misma familia y, por lo tanto, aportaba las mismas cosas a un matrimonio que su hermana antes que ella. Si él la tomaba como esposa, cimentaría los lazos con su padre, y el hombre había insinuado incluso estar dispuesto a pagar una segunda dote, aunque más pequeña.
Pero la pura verdad era que no la deseaba. Sobre todo si sus sospechas estaban fundadas.
—Por favor, mi señor, permitidme que me quede para cuidar de mi sobrinito —le había rogado—. ¿Quién mejor para cuidarlo, si no tiene madre?
Era una petición razonable, y aun así Taro tuvo que reunir todas sus fuerzas para no negarse en el acto. No podía olvidar su actitud cuando su hermana todavía seguía viva, y nunca le cabría en la cabeza que pudiera hacer algo que no fuera para su propio beneficio.
Ahora Yanagihara le sonrió.
—No os torturéis más, mi señor. Habéis tomado la decisión acertada por ahora. En cuanto a lo que os deparará el futuro, eso está en manos de los dioses. Tomaos vuestro tiempo y meditad bien las cosas, no os precipitéis. Este es el consejo que os doy.
—Muy bien. Gracias, sensei.
—De nada. Ahora contadme cosas de vuestro pequeño. ¿Está creciendo bien?
Taro sonrió por vez primera en aquella tarde.
—En efecto, sí. Tienes que venir a verlo. Espero que no veas sino cosas buenas en su futuro.
Su hijito era su gran alegría en aquel momento. Pasaba con Ichiro al menos una hora cada día, y se deleitaba observando sus progresos. Otros pensarían que era demasiado indulgente, pero él parecía no poder separarse de él. El orgullo que sentía por su hijo no conocía límites.
—Mañana. Vendré mañana, pero ahora debo descansar. ¿Me disculpáis?
Yanagihara hizo una reverencia y se alejó, golpeteando las piedras del camino con su bastón. Taro volvió a concentrar sus pensamientos en la señora Reiko. Por ahora permitiría que se quedase, porque era bueno para Ichiro tener un pariente femenino cerca, pero se aseguraría de que estuviera bajo vigilancia en todo momento.
No debía concederle más ocasiones para entrometerse.
A bordo del Sea Sprite, entre abril y septiembre de 1612
El invierno austral duró seis meses, y en el transcurso de esa espera Hannah se preguntó reiteradamente si había estado en sus cabales cuando decidió emprender ese viaje.
—Este lugar está dejado de la mano de Dios y el clima es atroz —le comentaba casi a diario a Hoji, quien se limitaba a sacudir la cabeza y a repetir su mantra.
—Paciencia, Harry-san, paciencia.
La tripulación al completo pasaba la mayor parte del tiempo acurrucada bajo cubierta, aventurándose afuera únicamente en grupos que iban a buscar comida y combustible para sus improvisados braseros. Casi todo el tiempo los azotaban fuertes vientos y un mar embravecido, y escaseaba la comida, excepción hecha del pescado. Cuando los hombres empezaron a anhelar desesperadamente un cambio en su dieta, recurrieron al consumo de pingüinos. Al principio Hannah puso reparos a esta idea, pues aquellas criaturas la fascinaban, con sus diminutas alas inútiles y sus andares de pato, pero el hambre acabó por embotar sus escrúpulos. No tardó mucho en empezar a comerlos, igual que todos los demás. Algunos tenían el tamaño de un ganso y su carne daba para alimentar a un buen número de personas.
—¡Por favor, Dios mío, ayúdanos!
Esas palabras se oían con frecuencia en boca de hombres que en otras circunstancias no dedicaban mucho tiempo a pensamientos religiosos. Por fin, a finales de septiembre, el tiempo mejoró y lograron salir del puerto en el que se habían resguardado.
Cuando el barco echó a navegar en dirección al estrecho, pasaron unos delfines saltando y jugueteando, deleitando a todos con sus gracias.
—Tiene que ser un buen presagio —dijo alguien, y Hannah deseó con todas sus fuerzas que el hombre estuviera en lo cierto.
A bordo del Sea Sprite, marzo de 1613
—Tu derrotero debe de estar mal, Walker. Si no encontramos tierra pronto vamos a morir todos. ¡Por los clavos de Cristo, apenas un tercio de la tripulación puede levantarse ya!
—Me dijeron que Japón se encontraba con toda seguridad entre las latitudes treinta y cuarenta, por lo que deberíamos hallarnos cerca de nuestra meta. Si se me permite el comentario, la información provenía de una fuente fiable —respondió gruñón el señor Walker.
El piloto volvía a convertirse en el blanco del mal humor de Rydon y su intercambio resonó por toda la cubierta. Hannah y Hoji se miraron, pero nadie podía hacer nada. Primero habían ascendido por la costa oeste de Suramérica, desembarcando siempre que podían para buscar víveres y agua. Una vez pusieron rumbo al oeste para atravesar el océano Pacífico, no obstante, no había ningún sitio donde parar hasta llegar a Japón. A esas alturas, ya llevaban cuatro meses de búsqueda y todo el mundo estaba harto.
Hannah oyó que la voz de Jacob se sumaba a la discusión e interrumpió su tarea para oír cómo despotricaba, enojado. Parecía culpar a Rydon de todas sus desgracias, cosa que a ella le pareció del todo injusto por su parte. Últimamente se había hecho llevar al Sea Sprite en bote con frecuencia, siempre que el mar estuviera lo suficientemente calmo. Cada vez que lo hacía, Hannah procuraba permanecer oculta bajo cubierta, aunque sabía que, tras casi dos años en el mar y las numerosas miserias a las que se habían enfrentado, probablemente estaría irreconocible para la mayoría de la gente. La falta de comida la había dejado escuálida y Hoji le aseguraba que nadie creería que era una chica, a no ser que la vieran desnuda. Jacob, no obstante, no se dejaría engañar tan fácilmente. Habría reconocido su rostro en cualquier parte.
—Walker, por nuestro bien, más vale que tengas razón —fue la puntilla a su despedida.
Hannah suspiró y convino en silencio con sus palabras. Los meses pasados en el mar se le habían hecho eternos y la tripulación iba menguando de forma regular.
Diversas enfermedades se cobraron muchas vidas, así como tormentas repentinas que se llevaban por la borda a pobres desgraciados con tanta facilidad como si fueran insignificantes motas de polvo. Luego estaba el escorbuto, que causaban en aquellos que lo padecían dolor de encías y dientes flojos, a medida que las raciones de fruta y verdura frescas iban desapareciendo. Para entonces todos estaban desesperados por avistar tierra, pero empezaban a temerse que nunca llegarían.
Miró a Hoji.
—¿Crees que llegaremos pronto a Japón, Hoji-san?
Las lecciones diarias habían dado sus frutos y su dominio de la lengua era ya lo bastante bueno como para hablar entre ellos sin usar ninguna otra.
Él se encogió de hombros.
—Nunca he navegado por esta ruta, así que no lo sé. —Le dio unas torpes palmaditas en el hombro—. Es el destino, unmei. Tienes que aprender a aceptar el destino.
—Lo sé, lo sé. Es que llevamos viajando tanto tiempo. Sería una auténtica lástima si después de toda esta larga travesía…
—Para… No debes pensar eso. Sé fuerte. Quizá te ayude rezarle a tu dios, y yo les rezaré a algunos de los míos.
Aquello le arrancó una renuente sonrisa. La fe de Hoji en toda clase de dioses nunca dejaban de asombrarla y habían mantenido muchas conversaciones al respecto. Al final habían acordado discrepar. Sin embargo, no podía dejar de preguntarse si algún dios les respondería ahora. Rechazó el pensamiento blasfemo de que probablemente valdría la pena rezarles a la mayor cantidad posible de deidades.
Hannah tomó una bocanada de aire para calmar su mente agitada.
—Sí, tienes razón. Rezaré por un milagro, porque eso es lo que vamos a necesitar muy pronto. Tú haz lo mismo, por favor.