Norte de Japón, mayo de 1612
—¡Mi señor, venid rápido, por favor! Es la señora Hasuko…
Taro levantó la vista. Había estado mirando abstraído a su hijito Ichiro, maravillado por aquellos brazos y piernas minúsculos que se agitaban mientras articulaba ruidos incoherentes. Los ojos del bebé seguían las motas de polvo que refulgían en un rayo de sol y parecía embelesado. Casi tan cautivado como lo estaba su padre con él, a decir verdad.
—Lo siento, ¿qué has dicho? —Taro frunció en entrecejo, concentrándose en la señora que había arrodillada ante él, que se retorcía las manos.
—Vuestra señora esposa está muy enferma. Por favor, debéis ir con ella, mi señor.
—¿Hasuko está peor? Pero pensaba que se estaba recuperando.
Yanagihara se lo había dicho hacía menos de una semana, pero el propio anciano había contraído un fuerte resfriado y Taro no había sabido nada más desde entonces. Reiko se había encargado del cuidado de Hasuko y él se había mostrado reticente a ver a su cuñada.
—Lo siento. —La sirvienta inclinó la cabeza—. Apenas si puede hablar.
Taro se levantó a toda prisa y solo se acordó de su hijo en el último momento.
—Cuidad de él —les ordenó a las niñeras, que habían esperado pacientemente en un rincón de la habitación—. Mantenedlo a salvo.
—Por supuesto, mi señor.
Taro recorrió a grandes zancadas los pasillos del castillo y el patio, seguido, como siempre, de un pelotón de guardianes. Caminaba tan rápido que estos casi tenían que correr para mantenerse a la zaga, pero él no se daba cuenta. Todos sus pensamientos los ocupaba la mujer que le había dado el mejor de todos los regalos: un hijo. Sin embargo, no había querido que fuera a costa de su propia vida y había rezado a todos los dioses para que se recuperara. Al principio, justo después del nacimiento, parecía estar haciendo progresos. Pero a partir de entonces había empezado a empeorar, debilitándose cada día más, hasta hacía dos semanas, cuando Yanagihara había asumido los cuidados.
¿Y ahora, de repente, volvía a empeorar? ¿Cómo podía ser eso?
Entró en los aposentos de Hasuko sin llamar a la puerta y las sirvientas se desperdigaron a su paso como si fueran gallinas aleteando por el gallinero. Cruzando las muchas habitaciones como una exhalación, llegó por fin junto al lecho de su esposa. Allí se detuvo a mirar a la mujer a quien una vez deseó con tanta pasión. Ahora no era más que una pálida cáscara; su belleza, etérea. En un instante supo, sin asomo de duda, que había dejado de sentir la más mínima atracción por ella, pero eso no significaba que deseara su muerte. Era un precio demasiado elevado.
—Hasuko-chan, ¿puedes oírme?
Empleó el cariñoso apelativo sin pensarlo, mientras se arrodillaba junto a su futón, y la miró fijamente, con un sentimiento de desesperación creciendo en su interior. ¿Cómo habían llegado a ese punto? ¿Por qué nadie lo había informado? Levantó los ojos y creyó haber dado con la respuesta a la última de esas preguntas.
Reiko permanecía sentada al otro lado, sosteniendo la mano de su hermana, y Taro la miró. No se sentía capaz de enfrentarse a su cuñada en ese preciso instante, de modo que reunió todas sus fuerzas y dijo:
—Me gustaría estar un momento a solas con mi esposa, si no os importa.
Los ojos de Reiko se encendieron, como si Hasuko fuera de su propiedad y él la estuviera invadiendo, pero Taro se dio la vuelta, ignorándola, y poco después la oyó salir. Por lo menos, estaba solo con Hasuko y, durante mucho rato, se limitó a quedarse sentado y a mirarla. Le inundó la tristeza, pero era pesar por lo que podía haber sido, nada más. Fue consciente de que nunca había conocido a la auténtica mujer, solo su fachada, la máscara que se ponía solo para él. No tenía ni idea de cómo era Hasuko en realidad porque solo le habían permitido vislumbrar destellos de sus pensamientos. Había mantenido su verdadero ser bien oculto.
Y ahora nunca podría conocerla. Parecía estar a las puertas de la muerte.
—Hasuko-chan, por favor, háblame.
Los labios de Hasuko se movieron, pero, dijera lo que dijera, fue tan débil que no consiguió entenderlo. Se inclinó, acercándose a su boca.
—¿Qué has dicho? —preguntó—. ¿Quieres algo? ¿Hay algo que yo pueda hacer?
—Per… dón.
La única palabra no era más que un leve susurro, pero Taro estuvo seguro de que no había oído mal. La miró ceñudo.
—¿Quieres que te perdone? ¿Por qué?
Aunque sabía lo que le estaba pidiendo, una vena perversa deseaba que lo dijera en voz alta. Que admitiera que se había equivocado con él. Que había hecho todo lo que estaba en su mano para hacer de su matrimonio un éxito. No obstante, al ver que sus labios luchaban por formar las palabras, una oleada de compasión se apoderó de él y se dio cuenta de que era tarde. Ahora ya estaba demasiado débil y tendría que conformarse con ver el arrepentimiento reflejado nítidamente en sus ojos.
Además, ¿qué importaba ya? Si ayudaba a que los dioses la recibieran con más cariño, ¿quién era él para negarle ese atisbo de alivio?
Asintió y tomó su frágil mano entre las suyas, estrechando sus dedos.
—Pues claro que te perdono —dijo—. De todas formas, no hay nada que perdonar. Cumpliste con tu obligación, y no fue culpa tuya que yo no fuera de tu gusto.
De sus ojos brotaron un par de gruesas lágrimas y ella movió ligeramente la cabeza.
—¿Has cambiado de opinión? —Taro procuró sonreírle, pero no estaba seguro de haberlo hecho muy bien—. En ese caso, por favor, intenta recuperarte para que me lo puedas demostrar.
Por toda respuesta, Hasuko levantó las comisuras de sus labios formando una leve sonrisa y apretó débilmente la mano de él. Aquello pareció agotar lo que le quedaba de fuerza y poco después cerró los ojos y cayó en un profundo sueño.
Nunca volvió despertar.