A bordo del Sea Sprite, 4 de julio de 1611
Hannah estuvo sentada, desplomada contra la pared, durante un tiempo que se le hizo interminable. No se podía creer lo que había sucedido y se le hacía difícil reconciliar al capitán Rydon que ella había conocido con el hombre implacable que pronto vendría a fustigarla. Sus pensamientos empezaron a dar vueltas y más vueltas, intentando comprender. Sencillamente, no tenía sentido. Había sido siempre tan encantador, tan educado. ¿Por qué ahora no habría querido ni tan siquiera escucharla?
Cuando la puerta se abrió por fin, fue para dar entrada al señor Jones, que encendió dos faroles. Hannah apenas había reparado en que estaba oscureciendo y miró al hombre, aturdida.
—Bueno, bueno, jovencito, tampoco es tan grave la cosa.
La voz profunda del señor Jones resultaba reconfortante y vio que ya no la alumbraba. Bien al contrario, la miraba con preocupación desde sus ojos hundidos.
—El capitán no suele hacer estas cosas —murmuró—, pero lo pillaste de un humor de perros, qué le vamos a hacer. Vendrá dentro de un momento. Ahora cálmate, chico. Pronto habrá terminado.
Hannah hizo un esfuerzo por ponerse en pie y solo lo consiguió cuando el capitán hubo regresado a su camarote. Los dos faroles proyectaron una luz sobrecogedora sobre sus facciones mientras se sentaba, y Hannah advirtió que a bordo del barco no era un personaje tan pulcro como lo había sido en tierra. No solo tenía desaliñado su pelo rubio, sino que llevaba la camisa sucia y manchada, y tenía la barba sin recortar. El gesto ceñudo tampoco mejoraba mucho su imagen.
Hannah vislumbró su propio aspecto reflejado en el cristal de uno de los faroles y a punto estuvo de prorrumpir en un grito ahogado. Era comprensible que no la hubiera reconocido: casi no se reconocía ni a sí misma. Era el vivo retrato de un muchacho apestoso. No había nada ni remotamente femenino en lo que vio. De forma que ¿cómo iba a convencer al capitán, manteniendo al mismo tiempo el recato? ¿Valía la pena siquiera intentarlo? Puede que fuera mejor para ella seguir fingiendo ser un chico. No le gustaba este nuevo Rydon y, si había estado tan equivocada respecto a él, ¿cómo podía estar segura de que la protegería, incluso después de descubrir que era una mujer?
Obviamente ajeno al conflicto que ocupaba la mente de Hannah, Rydon apoyó sus largas piernas, con aire despreocupado, sobre una mesa cubierta de cartas de navegación e instrumentos de medición. Se llevó una mano al pelo revuelto y se quedó mirándola con unos severos ojos grises. Hannah fue consciente de haber cometido un terrible error al abordar el barco del capitán Rydon, en lugar del de su hermano.
—Santo Dios —murmuró, deseando haber podido darse de cabezazos contra la pared por no haberse informado bien antes de embarcarse en esa aventura. Qué imbécil había sido. ¿Y qué demonios iba a hacer ahora? Todavía cabía la posibilidad de encontrar la manera de lograr convencer al capitán de su identidad, y que él la transfiriera al barco de su hermano. Pero ¿de qué serviría eso?
Es demasiado tarde. Jacob se pondrá furioso. No querría tener nada que ver con una hermana que hubiera actuado de una forma tan necia. Es más, tal vez insistiera en llevársela de vuelta a Plymouth, retrasando así la empresa. No, yo no pienso volver. Hannah tomó una decisión. Era mucho mejor aceptar su castigo aquí y seguir navegando. Prefería asumir el riesgo en alta mar a casarse con Ezekiel Hesketh. Ojalá consiguiera convencer al capitán de que podía serle de alguna utilidad durante la travesía, o iba a resultar un viaje de lo más breve.
—Dejadnos, Jones —ordenó Rydon.
—Sí, señor. Por supuesto, señor. —Jones salió con una reverencia y la puerta se cerró tras de sí con un golpe, dejando a su espalda un incómodo silencio.
—¿Cómo te llamas, chico?
—Esto… Harry. Harry Johnson, señor —mintió Hannah, eligiendo el primer nombre que le vino a la cabeza, y adoptando un tono de voz ronco para que sonara más cercano al de un chico.
—Bueno, Harry, ¿qué tienes que decir en tu defensa? ¿Qué te hizo pensar que podrías viajar de polizón a bordo de mi barco? ¡Ponte derecho cuando te hablo!
Pronunció esta última frase con un tono tan elevado que sus oídos se resintieron. Hannah estiró la espalda, aturdida, obedeciendo al punto.
—No tenía alternativa, señor.
Miraba fijamente al suelo, parpadeando furiosamente para reprimir el llanto.
—¿Es eso cierto? Bueno, pues yo no tengo otra alternativa más que castigarte ahora.
—Lo comprendo, capitán, pero, por favor, no me arrojéis por la borda. Yo… sé cocinar. Puedo hacer cualquier cosa que queráis —se apresuró a suplicar, con la esperanza de impedir que hiciera algo precipitado—. Os juro que haré todo lo que digáis.
—¿Sabes cocinar? —Había estado ocupado haciendo a un lado algunas de las cartas de navegación, pero levantó la vista repentinamente al oírla decir aquello—. Mmm. Bueno, un poco de comida de verdad por aquí no vendría mal, para variar.
Tamborileó con los dedos en el brazo de su asiento.
—Me lo pensaré. De momento, vuélvete hacia la pared y quítate el chaleco.
Hannah se pasó la lengua por los labios secos y agrietados, y se tragó el pánico que le estaba creciendo por dentro.
—¿E… el chaleco?
—Ya que no tienes ni la más mínima sensatez en ese cerebrito tuyo, solo me queda una opción, y es intentar inculcarte un poco a base de palos —le explicó Rydon, al tiempo que se levantaba y empezaba a quitarse el cinturón—. ¡Ahora, haz lo que te digo!
Hannah lo hizo, y entonces se preguntó si también le diría que se quitase la camisa. En ese caso, quedaría inmediatamente expuesta como mujer ante él. Antes de tener tiempo de pensárselo más, oyó a Rydon acercársele por detrás. Le sacó la camisa de los calzones, tiró de la parte baja y la partió por la mitad. Hannah oyó rasgarse la tela y se apretó la parte delantera contra el pecho.
—Luego podrás coserte eso —murmuró—, como parte del castigo.
Hannah cerró los ojos y apretó los dientes. Arreglar la camisa sería la parte fácil.
—¡Harry-san, Harry-san!
Hannah salió a la luz, y una explosión de dolor en la espalda a poco estuvo de sumirla una vez más en las tinieblas. Yacía boca abajo sobre un suelo duro, y su confuso cerebro registró olores de cocina. Aunque en ese momento le produjeron náuseas, le indicaban que seguía con vida. Se relajó ligeramente. Parecía estar a salvo, por el momento, y su suplicio había terminado.
—Harry-san, por favor, despierta ahora mismo. Espalda es limpia, necesitas camisa nueva. Rápido, antes que viene alguien.
—¿Qué? ¡Oh!
Hannah se dio cuenta de que estaba desnuda de cintura para arriba, a excepción de la cruz sujeta a una cadenita de oro que llevaba siempre colgada al cuello. La oyó tintinear suavemente contra el suelo y volvió la cabeza para ver quién hablaba. Parpadeó, sorprendida; luego se llevó rápidamente los brazos a los costados, a modo de protección. Al principio pensó que estaba teniendo visiones, pero pronto cayó en la cuenta de que el hombre que estaba a su lado era real.
—¿Hodgson? —susurró.
Él sonrió, como saludándola.
—Hai. Sí, estás en cocina. Capitán me pidió cuidar a ti.
Hannah le devolvió débilmente la sonrisa, inmensamente animada por encontrarse de nuevo con el curioso extranjero. Tal vez la situación no fuera tan grave, después de todo. Le gustaba el chino, y ella, desde luego, sabía cocinar, gracias a las estrictas enseñanzas de su madre. Entonces se acordó de que estaba medio desnuda.
—Mi ropa…, ¿el capitán, él…?
Hodgson la interrumpió, negando con la cabeza.
—No, yo quito la camisa. Mucha sangre, limpio con agua con sal. Necesitas otra. —Se inclinó hacia delante y susurró—: Guardo secreto.
Sus ojos se clavaron en los de él con visible alarma.
—Chica —dijo, y asintió.
Hannah sintió que se le encendía el rostro. No creía haberse sentido tan abochornada en toda su vida. Un perfecto desconocido la había desvestido y había visto la mitad de su cuerpo. ¡Santo Dios que estás en el cielo!
No obstante, Hodgson le dio unas palmaditas en la cabeza, como si fuera una niña pequeña.
—No preocupas. A salvo conmigo. Ahora vistes, por favor.
—¿A salvo del capitán? —Hannah se atrevió a mirarlo otra vez. No parecía estar en absoluto contrariado por su desnudez y le ofrecía una prenda.
—De todos. —Y añadió, muy serio—: Quedas conmigo siempre. Nunca, nunca vas sola por el barco. ¿Entiendes? Mucho peligro. Si marineros encuentran chica a bordo…
Dejó la frase incompleta, pero Hannah no había crecido en una ciudad portuaria sin aprender nada. Sabía lo que quería decir y le conmovió su preocupación por ella.
Asintió.
—Juro que haré lo que me digas.
—Bien. Ahora, arriba.
Hodgson tiró de sus hombros desde atrás hasta que estuvo arrodillada y Hannah cruzó los brazos por delante del pecho. Inhaló con un siseo, intentando aliviar el dolor que le recorría la espalda como agua hirviendo. Lentamente, se miró por encima del hombro.
—¿Está… está muy mal?
—No, no muy mal.
El chino no la miró directamente a los ojos, sino que estaba atareado con algo, detrás de ella, de manera que Hannah no lo creyó. Sentía como si le ardiera la espalda entera, pero se había desmayado después del décimo azote y no tenía ni idea de cuánto tiempo había seguido Rydon golpeándola con su cinturón. Tampoco lo culpaba. Estaba en su pleno derecho, y ella merecía ser castigada por su atrevimiento. Era, obviamente, lo que les sucedía a los polizones. Aun así, todo ello no hacía que el dolor fuera más fácil de soportar. Reprimió un sollozo. Por lo menos la había castigado en privado, y no delante de la tripulación al completo. Y no había llorado, que era algo que presuponía que iba a suceder.
—¿El capitán… vio que soy una chica? —se atrevió a preguntar.
—Creo que no. Aún llevabas camisa. Solo rota por espalda, hasta cuello. Yo traigo aquí a ti.
—Alabado sea Dios.
Hannah se sintió aliviada. Además, si Rydon hubiera descubierto que era una chica, presumiblemente no la habría dejado allí, con el chino.
Hodgson le cubrió la espalda con algo y ella dio un respingo. Se las arregló para meter los brazos en las mangas y se dio cuenta de que era una de las batas de seda del chino.
—¿Por qué…? —empezó a decir, pero él la interrumpió.
—Seda más suave. También color oscuro. Tu camisa blanca ahora no buena, enseña manchas. Yo lavo, luego tú coses.
—Ah, ya veo. Gracias. —Lo tenía todo pensado, y la seda era ciertamente cómoda, se deslizaba por su piel como suave agua de manantial.
—Toma. Bebe sopa, luego duerme. Luego estás mejor.
Le ofreció un cuenco y bebió despacio la sopa de pescado. Cuando hubo terminado, la ayudó a tumbarse boca abajo una vez más y le colocó debajo de la cara la única camisa que tenía, a modo de almohada. Le dijo que había encontrado su escondrijo en la cubierta inferior y que había traído su pequeño fardo para ponerlo a buen recaudo en la cocina.
—Gracias otra vez, Hodgson. Eres muy amable y no estoy segura de qué habría hecho sin ti.
—No es nada. Ahora, duerme.
Cuando Hannah se despertó por segunda vez, se hizo cargo de dónde estaba con más claridad. La cocina era un camarote estrecho con el suelo de ladrillo, situado justo debajo de la cubierta superior. Estaba repleta de utensilios, sacos de comida y barriles, todos ordenados en filas. En el centro de todo ello estaba Hodgson, que seguía vestido con su particular atuendo. Estaba ocupado en remover el contenido de un enorme caldero. Hannah se puso en pie y, al situarse a su lado, se percató de que no era más alto que ella, aunque sí considerablemente más robusto. A la luz del sol que entraba por la escotilla que había por encima de sus cabezas, su cabello negro brillaba, aunque Hannah pudo apreciar que estaba salpicado por unos cuantos mechones grises, de forma que supuso que era mayor de lo que había creído en un principio. Puede que alcanzara incluso la edad de cuarenta y cinco años, si bien no era fácil de determinar. Hodgson alzó la vista y sus ojos oscuros le recordaron los de un gato. Cuando la vio, se abrieron mucho y su rostro se iluminó con una sonrisa de bienvenida.
—Buen día. ¿Sientes mejor?
—Mmm, un poco, gracias.
Lo cierto era que le dolía la espalda de forma inenarrable, pero ahora el dolor era de una clase distinta. Era más un dolor sordo, que podía soportar si hacía movimientos lentos.
—Me pica la espalda.
Sabía que eso se debía a que Hodgson se la había lavado con agua salada. Su madre hacía lo mismo cuando alguien se hacía una herida. La sal facilitaba el proceso de curación, pero también secaba la piel y cada vez que se movía las costras le tiraban en los bordes de las heridas.
Hannah inspeccionó el camarote con más detenimiento. Todo estaba ordenado y en su sitio, y todas las superficies habían sido fregadas a conciencia. Las ollas brillaban, al igual que los cuchillos y otros utensilios. Estaba claro que Hodgson era un individuo muy pulcro.
—¿Harry-san, me ayudas? ¿O quieres descansar más?
—No, intentaré ayudar.
La pronunciación que Hodgson le daba a su nuevo nombre le pareció bastante peculiar y le despertó la curiosidad con respecto al de él.
—¿Cómo te llamas en realidad? Recuerdo que el capitán dijo que tu nombre no era Hodgson —dijo, pensando en voz alta.
—No. Mi nombre Hoji. En mi país decimos san después, quiere decir «señor», o sama si es persona noble. Así que Hoji-san.
Se inclinó formalmente ante ella.
—¿Jo-chi-san? —Imitó su pronunciación con esmero y él asintió—. Hodgson me parecía un nombre raro para un chino.
Él se echó a reír y movió la cabeza.
—No, no, Hodgson no es mi nombre, pero más fácil para ingleses. Tú dices nombre verdadero muy bien. —Volvió a reírse—. Y no soy un chino. Nihon-jin desu: soy de Japón.
—¿De verdad? Oh, por favor, ¿podrías hablarme de tu país? Allí es adonde vamos, ¿no es cierto? Quiero saberlo todo sobre él.
—Contaré muchas cosas a ti, Harry-san, pero primero cocinamos.
En efecto, Hannah aprendió mucho durante los días que siguieron, como Hoji le había prometido. No solo acerca de su país de origen, del cual habló largo y tendido, sino también acerca de la vida a bordo de un barco.
Tras la primera semana, la curiosidad que había cundido entre la tripulación en relación al nuevo ayudante del cocinero se fue apagando. Los hombres dejaron de escudriñarla siempre que se aventuraba a subir a cubierta. Aunque eso no les impidió divertirse un poco a costa del recién llegado. En diversas ocasiones, Hannah chocaba inexplicablemente contra alguno, o se caía de bruces tras toparse con el pie de alguien en mitad de su camino.
Gritos del tipo «¡Ves con cuidao, chaval!» y «¡Mira por dónde andas, enano!» retumbaban a su espalda, seguidos de risitas tontas o de una carcajada en toda regla. Hannah aguantaba con los dientes apretados.
—Haz el sordo —le aconsejaba Hoji cada vez. Se mantenía a su lado constantemente. A decir verdad, parecía haberse autoproclamado su guardaespaldas personal. Hannah estaba inmensamente agradecida por su apoyo. En cierto modo, se sentía segura con él y, pese a ser muy exigente en la cocina, ella estaba dispuesta a cumplir todas sus órdenes. Al fin y al cabo, no era peor que tener a su madre atosigándola. Ella lo recompensaba haciéndole algunas sugerencias con respecto a los menús, para que su malhumorado capitán los encontrara más apetitosos.
Ambos dormían en la cocina, pero eso a Hannah no le importaba. Implicaba dormir sobre el duro suelo, pero al menos allí abajo estaba protegida de los elementos. También sabía que para ella era mucho más seguro no estar cerca de los demás hombres, que en su mayoría dormían en algún hueco que pudieran encontrar en la abarrotada cubierta superior, a no ser que hiciera mal tiempo. Hoji se hacía un ovillo al pie de la escalera, para que cualquiera que bajara tuviera que pisarlo a él primero.
No obstante, había una cosa que sí la importunaba, al menos al principio. El segundo día, Hoji la despertó aporreando un cubo de agua pegado a su oreja.
—O-hayo gozaimasu.
—Ah, buenos días. ¿Qué es esto?
—Por favor, tú lavas ahora. Yo siento fuera, nadie entra. Cambias ropa. Tienes otra camisa, ¿sí?
Hannah frunció el ceño y miró la bata de seda que aún llevaba puesta.
—Pero esta tampoco está tan sucia todavía.
—Apesta —dijo Hoji escuetamente.
—¿Qué?
Hannah se incorporó y se restregó los ojos, sin estar del todo segura de haberlo oído bien.
—No puedo trabajar con persona que huele mal. En mi país, baño cada día. Limpio es bueno. Quieres trabajar conmigo, lavas todos los días.
—¡Bueno, hombre! —Hannah se quedó mirándolo, sorprendida—. Para tu información, me lavé hace solo una semana. Entera. Y luego me lavaste con agua salada.
Hoji negó con la cabeza.
—No suficiente.
Hannah se levantó y cruzó los brazos por encima del pecho.
—Estoy bien como estoy. No quiero bañarme todavía.
—No lavas, no trabajas en cocina. —Hoji se mantuvo inflexible, mirándola directamente a los ojos.
—Esto es ridículo. Mientras cumpla con mis obligaciones, deberías conformarte.
—No suficiente —reiteró Hoji.
—Pues me niego. No puedes obligarme.
Hoji se volvió en dirección a las escaleras.
—Capitán tiene que encontrar otro trabajo para ti. En mi habitación, todo limpio. No olor.
Contrariada, Hannah sopesó las opciones, si bien pronto se dio cuenta de que no tenía ninguna. Trabajar con los demás hombres estaba descartado. Naturalmente, no había ninguna posibilidad de que Rydon le permitiera quedarse sentada sin hacer nada. A regañadientes, le llamó:
—Espera, por favor.
El cocinero la miró por encima del hombro, con una ceja enarcada.
—¡Sí, de acuerdo! —gruñó Hannah—, pero no entiendo por qué es necesario que me lave cada día. Voy a coger frío y me voy a morir.
Hoji se limitó a resoplar por toda respuesta y no se quedó a oír más lamentos. Una vez la vio levantar el trapo que le había traído, subió por la escalera y Hannah lo oyó sentarse junto a la escotilla.
—Estúpidas ideas extranjeras —musitó, sin embargo obedeció de todos modos, frotándose todo el cuerpo de los pies a la cabeza. A pesar de que el agua que había en el cubo era de mar y también le provocaba picores en el cuerpo al secarse, tuvo que admitir que le resultaba bastante agradable ponerse ropa limpia. Con todo, no comprendió por qué Hoji insistía en semejante fastidio. De una cosa sí estaba segura: decididamente, no quería trabajar con los demás hombres. Entre ellos no duraría ni un día.