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Norte de Japón, noviembre de 1611

—Es imposible entender a las mujeres. He hecho todo lo que estaba en mi mano para hacer que Hasuko se sienta aquí como en su casa, Yanagihara-san, pero parece que da igual. Costosos kimonos, abundantes sirvientes, joyas, ornamentos para el pelo, bellas piezas de arte… ¿Qué más podría desear? Y le he manifestado claramente que es mi preferida por encima de todas las demás. ¿No crees que eso debería complacer a una mujer?

Tras haber agotado su paciencia en su trato con su esposa, Taro había buscado a su viejo maestro y mentor, con la esperanza de que le dijera unas cuantas palabras sabias, pero el anciano simplemente sonrió y movió la cabeza.

—No podría decirlo. No es cosa nuestra, de los hombres, el comprenderlas, sencillamente debemos aprender a vivir con ellas en armonía.

—¡Pero eso es exactamente lo que estoy intentando hacer! —Taro deambulaba arriba y abajo por la galería del anciano—. No creo haberle exigido nada irrazonable. De hecho, le he permitido con frecuencia que decida si quiere o no pasar tiempo conmigo, pero soy su esposo. Su deber la obliga a respetarme, a honrarme.

Yanagihara no dijo nada. Estaba ocupado con una caligrafía exquisita cuando Taro llegó, y había continuado su tarea con movimientos lentos y pausados, y una gran concentración. Taro sabía que no serviría de nada presionar al anciano, así que tomó aire para calmarse y se acomodó sobre un cojín a esperar, justo al otro lado de las puertas correderas. Yanagihara le transmitiría su respuesta a su debido tiempo.

Para contener su impaciencia, miró en torno a la pequeña habitación en la que Yanagihara se pasaba los días. Era sencilla en extremo, con un único kakemono, o pintura en rollo montada sobre tela de seda, como adorno de un pequeño rincón. La comparó mentalmente con sus propios aposentos, que tenían colgaduras y paneles pintados en cada una de sus paredes, y se preguntó si no debería retirar algunos. Solo con estar cerca de su viejo maestro, lo invadía un cierto sosiego.

—Has vivido tanto tiempo, sensei; tiene que haber algún consejo que puedas darme —le instó por fin, cuando ya parecía que Yanagihara había olvidado el asunto a tratar y se había sumergido en su caligrafía.

Yanagihara señaló el carácter al que acababa de dar forma sobre el papel que tenía ante sí.

—¿Qué dice aquí? —preguntó.

Taro frunció el ceño y miró el kanji por un instante, pensando una vez más que al hombre se le estaba ablandando el seso. ¿Cuántos años tenía ya? Taro no estaba seguro, pero sabía que Yanagihara tenía por lo menos setenta años. Tardó un poco en desentrañar el significado de aquel ideograma en concreto, pues no estaba familiarizado con él.

—¿El misterioso? ¿El ignoto? —adivinó.

—En efecto, mi señor. —Yanagihara asintió—. ¿Y advertís que está constituido por dos partes?

Taro miró de nuevo y entonces sonrió, comprendiendo.

—Ah, ya veo lo que quieres decir. Por separado, una parte significa «joven» y la otra «mujer». Muy inteligente.

—Ahí tenéis vuestra explicación. Incluso los chinos, que inventaron estos caracteres hace tanto tiempo, equiparaban a la mujer con el misterio. Ellas tienen algo que nosotros, los hombres, nunca alcanzaremos a entender, ni en un millón de años.

Taro liberó un suspiro.

—¿Entonces, lo que estás diciendo es que no puedo cambiar a Hasuko, que tengo que aceptarla tal y cómo es?

—Bueno, por supuesto es vuestra prerrogativa el exigirle cosas, pero creo que descubriréis que nunca hará nada por aprecio a vos, ni siquiera por respeto. En mis visiones creo haber visto su verdadero ser y nada de lo que hagáis puede cambiar el modo en que ella os ve. Es triste, pero al escogerla a ella para casaros, elegisteis vuestro destino.

—Sabéis que no podía dar marcha atrás en el último momento. Habría sido algo impensable. Y seguro que ella sabe que este es también su destino, de modo que ¿por qué no puede aceptarlo de buen talante? La mayor parte de las otras mujeres lo haría. No es como si la maltratara, más bien al contrario. ¿Quizá estoy siendo demasiado benévolo?

—No está en su carácter. Es posible que su padre fuera demasiado permisivo con ella. Es la más hermosa entre sus hermanas, y la hija más joven, una combinación peligrosa.

—¿Y este asunto de la concubina? Hasuko pone a Kimi a desfilar ante mí en cada ocasión que se le presenta, sin duda con la esperanza de que me atraiga. Me ofende que mi esposa aborrezca hasta tal punto que la toque, aunque intentó explicarme que lo hacía por consideración hacia mí. ¡Ja! Solo está pensando en sí misma. Cualquier otra mujer habría renunciado después de que yo rechazara a la chica, pero Hasuko no.

—Debéis decidirlo vos. ¿Realmente deseáis a una mujer reticente en vuestro lecho? ¿Qué placer hay en eso? Ella está cumpliendo con su obligación y se ha dado prisa con los hijos. Si yo fuera vos, la dejaría en paz hasta que llegue el momento en que esté lista para concebir otro. Si resulta ser una niña, estoy seguro de que Hasuko-sama estará preparada para intentarlo de nuevo. Sabe que es su deber.

—¿Crees, pues, que debería aceptar una concubina de su elección?

—Tal vez. Ahora ya le habéis demostrado que sois el amo, al rechazarla inicialmente. Podéis permitiros ser magnánimo. Si lo deseáis, podéis encubrir vuestra aceptación declarando vuestra inquietud por Hasuko-sama, cuyo embarazo debe de estar en una fase ya muy avanzada.

—Mmm. Muy bien, lo pensaré. No puedo decir que me satisfaga esta situación, pero tu sabiduría es mayor que la mía.

Yanagihara se inclinó y presentó a continuación a su señor la página de caligrafía terminada, con un destello brillándole en los ojos.

—Tened esto, mi señor, para recordaros que no estáis solo. Todos los hombres tienen estos problemas, y siempre los tendrán.