Plymouth, Devon, 30 de junio de 1611
Zarparon antes del alba. Hannah oyó repicar la campana de la primera guardia, que sabía que era a las cuatro y media, y poco después, el movimiento del barco cambió. Mientras que lo que había notado antes no era más que un suave subir y bajar del casco, ahora el movimiento se incrementó y supuso que se estaban alejando del puerto. Cuanto antes, mejor, pensó. Si se encontraban lo bastante alejados de la costa para cuando Kate descubriera que había estado durmiendo junto a una manta arrugada, sería demasiado tarde para poder dar la voz de alarma.
Hannah había navegado en alguna ocasión por la bahía en un pequeño barco con Edward y sus amigos, y lo había disfrutado sin sufrir efectos adversos. Por lo tanto, daba poco crédito a las anécdotas que hablaban de gente que se había pasado el viaje entero vomitando agónicamente. Si bien pronto descubrió que una cosa era viajar al aire libre en la cubierta de un barquito, y otra muy distinta estar confinada en un espacio oscuro por debajo de la línea de flotación.
Allí abajo, en las entrañas del barco, el más mínimo movimiento del bajel parecía mucho más brusco por el hecho de que Hannah no estaba usando ningún otro de sus sentidos. Solo había movimiento y pronto no hubo nada más. El estómago revuelto, la cabeza que le daba vueltas, un movimiento incesante que la hacía querer gritar que parase, aunque solo fuera por un instante. Su estómago no aguantaba más, y estaba tan mareada y desorientada que se pasaba la mayor parte del tiempo tumbada. Procuraba dormir todo lo posible, ya que era el único momento en el que su cuerpo se daba un descanso del interminable mal de mer. Pero, incluso en sueños, la náusea se le aferraba y la abocaba a la consciencia.
En lo referente a la comida, Hannah decidió que podía haberse ahorrado la molestia de traer nada. Después de unos cuantos intentos, descartó la idea de comer, ya que le resultaba imposible mantenerla dentro. Se tuvo que conformar con dar algunos traguitos de cerveza de vez en cuando, para aliviar la sed que la atormentaba y que le agrietaba los labios. Bendijo el momento en que se le ocurrió la idea de robar el cubo.
—Oh, Dios mío, por favor, ayúdame —rezaba, pero el buen señor no parecía estar escuchando. O eso, o bien no aprobaba lo que había hecho y ahora le imponía un castigo acorde con su pecado.
Enseguida, el transcurso de los días se le antojó como una pesadilla. En ocasiones ni siquiera estaba segura de si estaba realmente despierta o soñando, pues vivía sumida en la oscuridad. Oía todos los ruidos del barco: los pasos sobre las planchas de las cubiertas superiores; los gritos, los improperios, las canciones y las risas de los hombres que trabajaban arriba; las sacudidas de las enormes velas, como el chasquido de un látigo, cuando se desplegaban. Sin embargo, todos los sonidos le llegaban amortiguados, y parecían venir de muy lejos. Les confería una cualidad onírica que hacía que Hannah no estuviera segura de si seguía viva. Sentía como si estuviera en un mundo propio, flotando sin rumbo.
El fresco aroma del océano no penetraba en la bodega. Pero sí la salina humedad, y no tardó en impregnarle las ropas y la piel, logrando que sintiera pegajoso el cuerpo entero. A cambio, respiraba el hedor, cada día más fétido, de las aguas de pantoque que tenía por debajo. Sumado a la pestilencia fruto de su enfermedad, la situación muy pronto se convirtió en una agonía que se incrementaba sin cesar. Peor aún eran las ratas. Siempre que el gato del barco se apartaba de su lado, las alimañas no tardaban mucho en salir. Se estremecía cada vez que eso sucedía y pateaba entre gritos ahogados mientras se escabullían entre sus piernas.
—¡Fuera! Aaah…
Nunca le habían dado miedo las ratas, pero lo cierto es que antes no se las había encontrado en tal cantidad. Desesperada, arrojó parte de su comida tan lejos como pudo, para mantener a distancia a los indeseables animales. Era solo una solución temporal, pero le dio una pequeña tregua. Retrocedió al oír unas patitas que correteaban en busca de un punto de apoyo y unos chillidos escandalosos, mientras las ratas se peleaban por los trozos de queso y de empanada.
Exhausta, se arrebujó en la manta y se encogió hasta hacerse un ovillo de tristeza, con el resto de la comida bien pegado a su cuerpo. ¿Cómo iba a soportar aquello? Quería salir de allí corriendo entre gritos en ese mismo instante, pero sabía que, si lo hacía, todo lo que había sufrido hasta entonces no habría servido de nada. Armándose de la poca determinación que le quedaba, cerró los ojos y, acopiando fuerza de voluntad, logró conciliar el sueño.
Hannah perdió la cuenta del número de veces que habían sonado las campanas y no tenía ni idea de cuánto llevaba metida en la bodega. Cuando estuvo tan débil que creyó que moriría sin remedio si permanecía oculta por más tiempo, decidió que había llegado el momento de confesar. Solo podía esperar que su hermano fuera indulgente. Sentía que ya había sufrido más que suficiente y casi se arrepentía de su temeridad. Casi, pero no del todo.
Se las arregló para arrastrarse escaleras arriba hasta el siguiente nivel del barco, que era la cubierta de cañones. Allí se desplomó y se quedó un rato, con intención de descansar, pero antes de que tuviera tiempo de seguir adelante, un grupo de marineros la encontró.
—Bueno, bueno, ¿qué tenemos aquí? —exclamó uno, y tiró de ella, poniéndola derecha con manos callosas. La zarandeó como hace un perro con una rata, y Hannah pensó que acabaría por arrancarle la cabeza—. Un polizón, ¿eh? Has venido por un poco de aventura, ¿eh, pimpollo?
Sus compañeros se echaron a reír y uno le dio un puñetazo en el brazo juguetonamente lanzándola contra otro de los marineros. Ella contuvo la respiración por el dolor, pero, aun así, estaba demasiado agradecida de que siguieran pensando que era un chico como para rebelarse. Instintivamente, cruzó los brazos sobre el pecho cuando la arrojaron contra el siguiente marinero.
—Te vamos a enseñar nosotros lo que es aventura, ¿verdad, muchachos?
Un empujón más y unas bastas manos como grilletes agarraron a Hannah por los brazos, inmovilizando sus debilitados músculos. Ella se mordió el labio para no gritar.
—Por favor, lle… llevadme ante el capitán —suplicó.
—El capitán, ¿eh? Ah, sí, seguro que querrá enterarse, pero todavía no hemos acabao contigo.
Estas palabras fueron recibidas con más carcajadas y una efusiva palmada en la espalda que envió a Hannah, trastabillándose, contra un bao vertical. El golpe en el hombro le dolió y dejó escapar un chillido, cerrando los ojos al tiempo que el mareo y la náusea la asaltaban una vez más. Cuando volvió a abrirlos, vio a cuatro marineros cerniéndose horriblemente sobre ella, con sonrisas lascivas en sus rostros. Sintió que el pánico le estrujaba las tripas y empezó a ver puntos negros danzando ante sus ojos.
—Será gusano enclenque…
Más risas. Tiraron de Hannah hacia arriba de la oreja, de modo que solo tocaba el suelo con las puntas de los pies.
—Ponte derecho cuando te hablan.
Se agarró al brazo que tiraba de ella, tratando de hacerlo descender, pero era duro como el acero. No cedió ni un milímetro, ni siquiera cuando prácticamente estaba colgada de él.
—Ahora, cucha, lo que vamos a…
—¿Qué sucede aquí?
Una voz nueva irrumpió en el tumulto, seguida de un silencio instantáneo. Soltaron la oreja de Hannah y abrió los ojos para ver a los marineros arrastrando los pies y apartando la vista, como si no tuvieran nada que ver con ella. Un hombre corpulento, de bigotes lacios y de color arenoso, estaba observando al grupo, con los brazos en jarras.
—¿Y bien? —aulló.
—Hemos encontrao a un polizón, señor Jones. —Uno de los marineros señaló a Hannah, que tragó saliva y trató de no inmutarse bajo la severa mirada del señor Jones. Comprendió que debía de ser el contramaestre o algún otro miembro de alto rango de la tripulación.
—¿Es eso cierto? ¿Y por qué no se me ha informado de inmediato?
El señor Jones se dirigió al grupo de hombres y Hannah sintió un escalofrío de alivio. No era con ella con quien estaba enojado.
—Esto, solo estábamos…
—Ya íbamos p’allá, señor. Solo nos estábamos divirtiendo un poco.
—Sí, eso ya lo veo.
Los hombres se acobardaron, encogiéndose de hombros a la espera del inevitable estallido. El señor Jones no los decepcionó. Tomó una buena bocanada de aire y gritó a voz en cuello:
—Bueno, ¿a qué estáis esperando, panzurrones? ¡Volved al trabajo, inútiles pedazos de escoria!
Los hombres se dispersaron, como cucarachas huyendo de un repentino rayo de luz, y Hannah se quedó a solas con el formidable señor Jones, que dirigió ahora hacia ella su gesto de enfado.
—Tú. Ven conmigo.
La agarró nuevamente del brazo con una agresividad que la hizo resoplar y la arrastró de cualquier manera hasta la escalera, por la que subieron a cubierta. La cegadora luz del sol le golpeó los ojos con una fuerza inesperada, y pestañeó varias veces antes de poder enfocar. Respiró profundamente la saludable brisa salada, agradecida por hallarse finalmente al aire libre. Al instante siguiente, la férrea mano empezó a tirar de ella en dirección a la parte trasera del barco.
—Ve a decirle al capitán que venga inmediatamente —le aulló el señor Jones al marinero que tenía más cerca, que salió corriendo—. En cuanto a ti, jovencito, te vienes conmigo. Y ya puedes ir rezando para que el capitán esté de buen humor, que no era el caso la última vez que lo vi.
Abrió una puerta que daba a un espacioso camarote, bajo el castillo de popa, que por lo que Hannah sabía debían de ser las dependencias del mismísimo capitán. Le dieron un empujón entre los omóplatos y aterrizó en el suelo a cuatro patas, quedándose sin aire en los pulmones por un momento. Antes de que le diera tiempo a levantarse, se oyó otra voz.
—¿Un polizón, dice? ¿Qué demonios…?
Hannah levantó la cabeza y vio, sorprendida, al capitán Rydon. Confusa, frunció el ceño intentando adivinar qué hacía él en el barco de su hermano. Entonces se dio cuenta de que debía de estar de visita para consultar algo con él. ¿La ruta, quizá? El corazón empezó a latirle con fuerza por la dicha. No pensaba que fuera a verlo hasta llegar al primer puerto del viaje. Era una inesperada recompensa.
Abrió la boca para saludarlo, pero las palabras se le atoraron en la garganta al ver la mueca de enfado que ensombrecía los rasgos, habitualmente luminosos, del capitán.
—¿Qué significa esto, chico? —bramó, con el rostro enturbiado por la ira.
—Yo, yo… —balbuceó Hannah, aún más confundida por su reacción. ¿Chico? Pero tenía que reconocerla. Era cierto que no se habían vuelto a ver desde la fiesta de compromiso, pero tampoco había pasado tanto tiempo desde entonces. No podía haberse olvidado de ella tan rápido. Abrió la boca una vez más para preguntarle por Jacob, pero él la interrumpió antes de que le diera tiempo a decir nada.
—¿Sabes cuál es el castigo que recibe un polizón en mi barco, muchacho?
Hannah ahogó un grito. ¿Muchacho? ¿Acaso estaba ciego?
—Pero, capitán, no soy… —empezó a decir, pero la interrumpieron una vez más.
—Una azotaina, y luego te tirarán por la borda.
Hannah notó que el rostro se le vaciaba de sangre.
—No soporto a los polizones —lo oyó musitar, antes de que se volviera hacia el otro hombre—. Qué fastidio, maldita sea.
—Sí, señor, pero siendo tan joven, tal vez un poco de indulgencia…
Jones miraba al capitán y a Hannah alternativamente.
—No seáis idiota, hombre. Dejadnos.
La boca del capitán se convirtió en una fina línea de desaprobación, mientras la puerta se cerraba detrás de Jones. Hannah avanzó un poco a gatas y alzó la mirada hacia Rydon. El camarote parecía mucho más pequeño, con todo el espacio inundado por su imponente presencia. Hannah se le echó a los pies apresuradamente. Al sacudirse tímidamente las ropas, se dio cuenta de lo mugrienta que estaba. Y seguramente olería a perro muerto, además. Se llevó una mano a la cara y palpó la costra de inmundicia que le cubría la piel. No era de extrañar que el capitán no la reconociera.
—Yo… me gustaría hablar con el otro capitán, si… si sois tan amable —tartamudeó. Necesitaba a Jacob. Él la habría reconocido bajo cualquier circunstancia, de eso estaba segura, con mugre o sin ella.
Rydon se enderezó y la miró de modo reprobatorio.
—¿Qué otro capitán? Este es mi barco y, como ya he dicho antes, no tolero la presencia de polizones.
Hannah lo observó sin comprender. ¿Su barco? ¿Había subido a bordo del barco equivocado? Oh, señor, eso significaba que había estado sola entre hombres extraños durante días, sin su hermano como acompañante nominal. Se le colapsaron los pulmones y se quedó sin respiración al caer en la cuenta de la gravedad de su situación.
—Esperarás aquí hasta que tenga tiempo de aplicarte el castigo personalmente —continuó—. Después serás arrojado al mar. Espero que sepas nadar.
Rydon fue hasta la puerta y puso la mano en el picaporte, haciendo caso omiso a sus gritos de protesta.
—Pero, capitán…
—¡Silencio!
Cerró dando un portazo al salir y Hannah se desplomó en el suelo.
¿Qué había hecho?