Norte de Japón, octubre de 1611
No había nada que le gustara más a Taro que tomar su cena en soledad en sus aposentos privados, lejos del constante bullicio del castillo y libre al fin de las hordas de guardias y criados que lo seguían allá donde fuera. Aquí podía relajarse y dejar vagar sus pensamientos sin interrupción. Sus sirvientes sabían que, una vez le hubieran traído la comida, prefería servirse él mismo, y que no deseaba que nadie lo importunara, a no ser que fuera por una emergencia. Incluso los guardias que había apostados en su puerta mantenían un absoluto silencio para no molestarlo.
De modo que se irritó al oír crujir las tablas en el suelo del pasillo, justo después de terminar el último bocado. Las planchas habían sido instaladas de forma irregular a propósito, y el ruido que producían lo avisaba de la presencia de un visitante o un intruso. Taro no deseaba ninguna de las dos cosas. Sus oídos estaban sensibilizados a cada chirrido, y dado que quien se acercaba no hacía el menor esfuerzo por caminar con suavidad, dio por sentado que no era un enemigo. Suspiró y se reclinó en su cojín a esperar la llamada, recomponiendo sus rasgos en una expresión grata que no revelara sus verdaderos sentimientos.
—¿Mi señor? ¿Puedo entrar?
Taro parpadeó, perplejo. Reconoció la voz y no la esperaba.
—¿Hasuko-sama? Por supuesto que podéis. ¿A qué debo este placer?
Su esposa abrió la puerta corredera y entró a toda prisa, tras haber dejado sus zapatillas en el pasillo. La seda de su túnica producía un frufrú al ser arrastrada por detrás de ella sobre los tatamis, y al recogerla a su gusto cuando se detuvo. Entonces se arrodilló frente a su marido para hacer una profunda reverencia.
—Konbanwa —dijo, en un tono demasiado familiar para el gusto de Taro, que frunció el entrecejo, aunque consiguió suavizar la expresión de su semblante antes de que ella levantara la cabeza.
—Buenas noches, Hasuko. ¿Estáis bien?
Le miró el vientre, que aún no daba muestras del embarazo del que ella le había hablado hacía solo una semana.
—Todo lo bien que se podría esperar, os lo agradezco.
Volvió a inclinarse, esperando de forma manifiesta que él le diera permiso para formular su recado. Taro decidió esperar un poco más.
—Entonces, habéis venido a hacerme compañía. Sois muy amable —dijo, mirando fugazmente, como sin pensarlo, hacia el dormitorio. La puerta que daba acceso a él estaba oculta tras un panel pintado especialmente opulento, que mostraba a un pavo real orgullosamente sentado en la rama de un gran pino. Taro sabía que Hasuko era muy consciente de lo que había detrás. La había convocado allí con la frecuencia suficiente.
—¡No! —dijo ella, quizá con cierta precipitación; luego apartó la mirada, balbuceando—: O sea, claro que me complacería haceros compañía, mi señor, pero ahora que estoy… en esta delicada condición, he estado pensando. Es decir, este asunto ha ocupado mis pensamientos últimamente hasta excluir todo lo demás.
—Me alegra oír eso. —Taro sonrió, y se congratuló en secreto del rubor que le subía a Hasuko por la extensa palidez de su cuello.
—A lo que me refiero, mi señor, es a que ahora podría verme incapacitada para atender vuestras necesidades. Sin embargo, como me preocupa vuestro bienestar, me he tomado la libertad de traeros a una acompañante.
—Nani? ¿Qué queréis decir?
El buen humor de Taro se evaporó en un instante y miró hacia la puerta, que ahora se abría por segunda vez. Por un momento, temió ver a Reiko cruzándola y reunió todas sus fuerzas para no renegar con demasiado ímpetu. Pese a que en los últimos tiempos no se le había insinuado, estaba seguro de que simplemente estaba esperando la ocasión apropiada. Ahora que su hermana estaba embarazada, probablemente pensaría que era más fácil de convencer.
No obstante, enormemente aliviado, vio que no era Reiko quien entraba. En su lugar, una mujer diminuta, más niña que adulta, entró arrastrando los pies y se postró ante él.
—¿Quién es esta? —requirió.
—Esta es Kimi, mi señor —contestó Hasuko. Sonrió a la joven y le indicó que debía incorporarse. Taro advirtió que Kimi era exquisita como una muñeca. Aunque le habían empolvado el rostro y le habían pintado los ojos y la boca a la perfección, resultaba evidente que todo eso no le hacía ninguna falta. Habría sido igual de hermosa sin maquillaje alguno. La miró con expresión dura y vio alarma en sus ojos, aunque consiguió enmascararla rápidamente.
—¿Por qué me habéis traído a esta niña, Hasuko?
—No es una niña, es una mujer crecida, y os la he comprado para vos, para que no tengáis que sufrir mientras estoy en este estado.
Fue un bello discurso, pero consiguió enfurecer a Taro aún más de lo que ya lo estaba. Por lo que él sabía, las mujeres embarazadas no eran enfermas. No había razón para que Hasuko no debiera seguir cumpliendo con su papel de esposa en todos los sentidos de la palabra hasta, tal vez, el último mes de embarazo. Estaba preparado para tratarla con tacto, especialmente durante esta primera etapa, cuando muchas mujeres sufren náuseas, pero nunca se le había pasado por la cabeza la idea de reemplazarla en su cama por una concubina. Al menos no con la boda tan reciente. Era a Hasuko a quien seguía desando, y a nadie más.
Creía haber dejado claro ese punto.
Respiró profundamente, teniendo presentes una vez más las palabras que Yanagihara le había dicho.
—Me honra que os preocupéis por mi bienestar, querida esposa, pero me temo que no puedo aceptar vuestro regalo.
Hasuko abrió los ojos de par en par, sorprendida, antes de recuperar el control sobre sí misma.
—Vos… ¿No os gusta Kimi? ¿Preferiríais a otra? ¿Alguien un poco más mayor, tal vez? Puedo encontrar a otra chica fácilmente. Solo la escogí a ella porque parecíais admirar la belleza en una mujer, y ella es tan…
Taro levantó la mano para interrumpir el torrente de palabras.
—Kimi es muy joven, sí, pero de haber sido mayor mi respuesta habría sido la misma. El problema no es solo su edad, sino el hecho de que no es vos.
—¿Cómo decís?
—Hoy por hoy, solo hay una mujer a la que deseo, y esa sois vos, Hasuko. Entiendo que podáis sentiros un poco indispuesta ahora mismo, y estoy preparado para ser paciente. Pasará, o eso me dicen las comadronas.
Había hecho sus pesquisas acerca del proceso del embarazo y el parto, y sabía tanto como ella misma. No podía engañarlo. Hasuko entornó los ojos, pero, con una sonrisa, Taro lo aclaró.
—Desde la primera vez que os vi, mi adorable esposa, no he podido compararos con ninguna otra mujer. Sencillamente, no deseo a nadie más. ¿Eso no os agrada?
—Yo… sí, sí, por supuesto. Me siento honrada por vuestros sentimientos.
La expresión de Hasuko se volvió intencionadamente vacía, pero Taro tuvo la nítida sensación de que estaba lejos de sentirse satisfecha. Él suspiró por dentro. Se preguntó si conseguiría algún día que su esposa lo deseara, o incluso que lo respetara. ¿Sería posible?
Estaba empezando a dudarlo.
La preocupación por el bienestar de Kimi, a la luz de su rechazo, le hizo añadir:
—En todo caso, podría ser que llegara el día en que piense de otro modo. Así que Kimi puede quedarse por ahora. Estoy seguro de que aprenderá mucho observándoos a vos y a vuestra hermana.
El rostro de Hasuko se iluminó al oír estas palabras.
—Gracias, mi señor. La formaré bien y, si alguna vez deseáis su compañía, solo tenéis que decirlo.
—Estad segura de que lo haré.
Hasuko se retiró tan rápido como le permitía su rígido atuendo, con una desconcertada Kimi a la cola. La joven parecía agradecida por el indulto y Taro tuvo que disimular una sonrisa al verla. La pobre chica se habría visto forzada a esta situación por culpa de unos padres sin recursos, y no tenía ningún interés en ese negocio. Ahora viviría en un castillo, sin tener que hacer nada para lo que no estuviera preparada. Probablemente era mucho más de lo que jamás habría esperado.
Taro suspiró. Presentía que la rabia de su esposa solo se había disipado temporalmente, y esperaba que la chica no sufriera por causa de ella. Ahora que él sabía de la existencia de Kimi, Hasuko no podía echarla, pero sabía que las mujeres pueden ser extremadamente crueles entre sí en otros sentidos. Había oído a su propia madre contar historias horribles acerca de su suegra. Pero no se podía responsabilizar a Kimi de las extrañas ideas de su amo. A la mañana siguiente se encargaría de indagar y de asegurarse de que la chica era bien tratada. Quizá incluso les diera a sus padres una suma de dinero como compensación. Seguramente ellos esperaban obtener más favores cuando su hija se convirtiera en concubina oficial. Taro estaba resuelto a que eso no sucediera.
Se levantó y fue abrir una de las puertas correderas, al otro lado de la estancia, que daba a su jardín privado. Los guardias apostados fuera corrieron a ocultarse entre las sombras para mantener la discreción, pese a que Taro apenas los advertía ya. Se sentó con las piernas cruzadas y se puso a contemplar el crepúsculo, en busca de respuestas que sabía que no hallaría fácilmente.
Tenía que haber una forma.