7

Plymouth, Devon, 28 de junio de 1611

—¡Jacob! ¡Jacob! ¿Dónde está, maldita sea?

Hannah acababa de salir de la cocina, unas semanas más tarde de su funesto anuncio de compromiso, cuando su padre apareció por la puerta del despacho, gritando a voz en cuello. Su torva mirada se quedó fija en ella.

—¿Has visto a tu hermano? Tengo un asunto que tratar con él.

—No, padre. Pero me gustaría tener unas palabras con usted.

—Ahora no, ¿no ves que estoy ocupado?

—Pero he de hablarle acerca del señor Hesketh.

Desde la pedida extraoficial, el hombre había visitado regularmente la casa, y sus atenciones para con Hannah aumentaban cada día que pasaba. Ella había intentado explicarle a su madre que se comportaba de un modo impropio, pero la señora Marston se negaba a escucharla.

—No seas infantil —le había dicho a su hija—. Claro que es atento. Así es como debe ser. El hombre está loco por ti. Puedes considerarte afortunada.

Afortunada, ¡ja!

Su padre tampoco estaba de humor para escucharla, al parecer.

—Te vas a casar con él y se acabó —refunfuñó—. No quiero oír ni una palabra más sobre este asunto, ¿está claro?

—Pero, padre, de verdad que…

—Aquí estoy. —Jacob bajaba las escaleras a toda prisa, saltando los escalones de dos en dos, y a punto estuvo de trastabillarse en el último—. ¿Qué ocurre?

El señor Marston padre se olvidó automáticamente de la presencia de Hannah.

—¡Aquí estás! Aún nos queda mucho que planear. No es momento de estar haraganeando en la cama.

Jacob parecía avergonzado, pero protestó.

—No estaba en la cama.

—Bueno, sea como sea, ahora estás aquí. Empecemos.

Los dos hombres desaparecieron en el despacho y cerraron la puerta. Hannah vaciló un momento, luego echó un rápido vistazo por el pasillo para asegurarse de que no había nadie alrededor. Caminó de puntillas y pegó la oreja al ojo de la cerradura. Esto de escuchar conversaciones ajenas a escondidas se estaba convirtiendo en una mala costumbre y se prometió a sí misma que dejaría de hacerlo. Pronto. Sin embargo, por ahora era necesario.

—Ya sabes que la rapidez es esencial —estaba diciendo su padre—. No puede haber desvíos, aunque encuentres mercancías lucrativas por el camino. Pueden esperar hasta otra ocasión.

—Sí, padre, por supuesto que lo sé, pero sigo pensando que deberíamos tomar la ruta normal y aguardar a que los vientos nos sean favorables.

—No, lo que hay que hacer es arribar a Japón antes que los comerciantes de la Compañía de las Indias Orientales. En cuanto llegues allí, tienes que contactar con ese señor Adams.

—Pero si los buques de la Compañía zarparon hace meses, no hay garantía de que vayamos a llegar antes que ellos. ¡Si nos llevan una ventaja de casi dos meses!

—Podéis hacerlo, estoy convencido. Además, ¿quién ha dicho que vayan a llegar hasta allí? En el mar puede pasar cualquier cosa. Debemos arriesgarnos.

—Pero ¿por qué, padre? Sin duda tiene que haber otros planes que resultarían más seguros y a la vez más rentables.

—No discutas, está decidido. Quiero ser el primer inglés en comerciar con la nación japonesa y no es algo baladí. Puede que incluso me otorguen el título de caballero por esto; sí, seguro. ¿Están listos los barcos?

—Prácticamente. Deberíamos encontrarnos en condiciones de salir con la marea pasado mañana, pero ¿qué hay de las nupcias de Kate? Ella deseaba expresamente que yo asistiera.

—Es inevitable. Esto es más importante. Me aseguraré de que lo comprenda, puedes contar con ello. Es una buena chica, hará caso a su padre. Ojalá pudiera decir lo mismo de Hannah…

Hannah no se quedó para seguir escuchando, ya había estado más tiempo del que debía. Con pasos silenciosos, se retiró hacia la parte trasera de la casa y se escabulló al jardín.

Estaba sumida en la desesperación y se tragó las lágrimas. El mero recuerdo del modo furtivo en que el señor Hesketh la había tocado, tal y como había hecho el día anterior mientras su madre estaba ocupada con alguna otra cosa, fue suficiente para hacerla sentir enferma. Pero ¿acaso era ella la que se estaba comportando de un modo infantil y ridículo?

Cualquier hombre con el que fuera a casarse tendría derecho a hacer lo que quisiera con ella. Era una verdad irrefutable y no tendría más remedio que aceptarlo. El señor Hesketh, sencillamente, estaba tan ansioso por casarse que no podía reprimirse. Con toda honestidad, ¿podía culparlo por ello? Como decía su madre, debería sentirse halagada porque él la deseara hasta tal extremo. Tal vez ninguna otra persona lo haría jamás. Tampoco es que ella fuera una belleza como Kate.

Pero no se sentía halagada. Ni remotamente.

—Ahí estáis, querida mía. Vuestra madre me ha dicho que os encontraría aquí, disfrutando del sol de verano.

Hannah sofocó un grito de sorpresa cuando su prometido se reunió con ella en el banco que había junto la pared más alejada del jardín, donde estaba sentada. Ese rincón no se podía ver desde la casa ya que unos arbustos de jazmín realmente voluminosos lo tapaban y tenía la esperanza de que nadie se percatara de su presencia allí durante lo que quedaba de tarde. Obviamente, no iba a ser así.

—Sí, vaya, ¿no es magnífico? —titubeó, sintiendo que se le encendía el rostro, como siempre le sucedía cuando el señor Hesketh se ponía demasiado cerca. Le había dicho que ahora podía llamarlo Ezekiel, pero ella no se avenía a hacerlo. Se le revelaba un trato demasiado familiar.

—Magnífico, sin duda —murmuró, mirándola del mismo modo, imaginaba ella, que un lobo hambriento observaba a su presa. Sus ojos se deslizaron desde lo alto de la cabeza de Hannah hasta la cintura, e incluso más abajo, y volvieron a subir. Aquellos extraños ojos verde musgo suyos brillaban a causa de no sabía muy bien qué emoción, que Hannah entendía inconscientemente, pero que prefería ignorar. Su intensidad le provocaba sudores fríos.

Notó que se le aceleraba la respiración y estuvo pensando en la excusa que podría ponerle para huir de nuevo a la seguridad de la casa. No obstante, antes de que le diera tiempo a elaborar un plan, de pronto él la rodeó con sus brazos y la atrajo hacia sí. Bajó su boca hacia la de ella con cierta rudeza y, cuando Hannah profirió un grito de protesta, aprovechó la ocasión para introducir la lengua entre sus labios. Hannah a punto estuvo de sufrir una arcada.

Intentó apartarlo de un empujón y consiguió girar la cara para alejarse de él, pero el hombre le sujetó la barbilla con una mano, aferrándola en un agresivo gesto, y la devolvió a su sitio.

—No te resistas, cielo —susurró—. Ya no hace falta fingir recato de doncella, es como si estuviéramos casados.

Sus labios volvieron a descender hacia los de ella y afianzó el otro brazo alrededor de su espalda para que no tuviera escapatoria. Hannah empezó a asustarse y una falta de aire muy real hizo que viese puntitos negros bailando ante sus ojos. Trató nuevamente de oponer resistencia, pero él era mucho más fuerte, y ella tenía los brazos a los costados, inmovilizados con firmeza. No tenía ninguna posibilidad.

Cuando Hannah creyó estar al borde del desfallecimiento, él dejó por fin de besarle la boca, pero no era más que un breve aplazamiento. En lugar de eso, sus labios empezaron a deslizarse por la mejilla y el cuello, dejando un rastro de baba, como un caracol, lo cual le dio ganas de vomitar. Sus manos empezaron a pasearse por su cuerpo. Hannah las apartaba, consiguiendo únicamente que se aposentaran en alguna otra parte de su anatomía. Él estrujó uno de sus pechos, arrancándole un gemido de dolor.

—No, por favor, no —replicó, pero al parecer él se tomaba sus palabras a modo de estímulo, más que lo contrario, y no hacía sino agredirla con más vehemencia.

—Sabía que te gustaría —musitó, excitado, abriéndose paso con la otra mano bajo sus faldas para acceder a sus muslos desnudos—. Tienes tanto ímpetu.

A Hannah se le escapó un sollozo, e intentó una vez más zafarse con uñas y dientes, pero fue en vano. Buscó por los alrededores alguna clase de arma que emplear en su defensa, pero no vio que estuviera al alcance de su mano.

—¡Pare, por favor! —suplicó, pero el señor Hesketh parecía no oírla. Estaba emitiendo extraños ruidos que emergían del fondo de la garganta y que la asustaban aún más.

—¡Ejem! Oh, les pido que me disculpen. ¿Estoy interrumpiendo algo?

Hannah levantó la vista y vio, con desenfrenado alborozo, el grato rostro de Jacob, mirando con los ojos entornados la escena con la que se había tropezado. El señor Hesketh soltó un vituperio entre dientes, pero apartó las manos de Hannah y volvió a bajarle las faldas.

—¿Qué quiere? —gruñó, con la respiración entrecortada y mirando a su futuro cuñado con expresión de fastidio—. A mi prometida y a mí nos gustaría tener un poco de intimidad.

—Lo siento muchísimo, pero me envían a buscar a Hannah. La requieren en la casa. —Jacob se encogió de hombros—. Algo concerniente a atavíos femeninos, ya sabe cómo son estas cosas.

Hannah advirtió el gesto grave de su hermano, aunque mantenía la ficción de que todo estaba dentro de la normalidad.

Hannah oyó al señor Hesketh respirar profundamente y musitar algo que sonó parecido a «idiota», sin embargo no podía decir nada en voz alta sin resultar descortés. No esperó a que se manifestara en ningún sentido, se puso en pie de un salto y enfiló hacia la casa como alma que lleva el diablo. El corazón le latía como un tambor y la aterraba la posibilidad de que le impidieran alcanzar la seguridad de su cuarto. Solo esperaba que sus piernas la llevaran hasta allí. Temblaban hasta tal punto que empezaba a dudarlo. Cuando se aproximaba a la puerta trasera, Jacob la alcanzó.

—Nadie te requiere, limítate a desaparecer escaleras arriba —siseó.

Ella lo miró sorprendida.

—¿Qué? Ah… Gracias. Yo… no tienes ni idea de lo mucho que agradezco tu ayuda.

—La verdad, creo que sí me hago una idea. Intentaré volver a hablar con padre, pero dudo mucho que me escuche. Lo siento. —Sonrió con tristeza—. Ahora ve, rápido.

Hannah no necesitó que se lo dijera dos veces.

¿Qué podía hacer? Hannah estuvo deambulando por el diminuto dormitorio, demasiado alterada para sentarse.

Simplemente no podía seguir adelante con ese matrimonio. Sin embargo, ¿tenía alternativa?

A lo largo de los últimos días una idea se había aposentado en su cabeza y se negaba a abandonarla: tenía que escapar, y cuanto más lo pensaba, más convencida estaba de que solo tenía una opción, tenía que aprovechar la ocasión e irse con Rydon y su hermano. Si no actuaba ya, sería demasiado tarde.

—¿Por qué no iba a ir? —musitó.

Si se negaba a casarse con el señor Hesketh, caería en desgracia igualmente. Además, nadie la extrañaría, salvo Edward, aunque también él se echaría pronto a la mar en alguno de los barcos de su padre. Su hermana la odiaba, su padre la ignoraba la mayor parte del tiempo, y para su madre no daba más que problemas. «Necesitas una mano que te apacigüe», había dicho su padre. Bueno, Hannah no estaba de acuerdo, si esa mano pertenecía a Ezekiel Hesketh.

Los barcos zarpaban pasado mañana y su intención era estar a bordo cuando lo hicieran.

—Hannah, alcánzame la cera de abejas, si eres tan amable. Las doncellas han hecho un trabajo espantoso con esta mesa, hay que repasarlo. ¿Y se puede saber a qué viene esa sonrisa?

Hannah había estado merodeando por el pasillo, esperando una oportunidad para colarse en el almacén sin ser vista. Ahí estaba, servida en bandeja de plata, por lo que le costaba lo suyo mantener su expresividad bajo control.

—Sí, madre.

Puso un poco más de empeño en recolocar sus facciones para adoptar un gesto más solemne.

—Criados haraganes, hoy en día no se puede confiar en nadie —musitó la señora Marston—. Y tú, ¿por qué te escondes? ¿Acaso no tienes quehaceres pendientes que atender? Me maravilla que puedas estar tan ociosa cuando hay siempre tanto por hacer.

—Ya he terminado con mis obligaciones, madre.

—Ya las has terminado, en efecto. ¿Por qué no has dicho nada? Pues entonces, ve. ¿A qué estás esperando? Y luego vuelves, te buscaré alguna otra cosa en la que ocuparte. Hazme caso, no tendrás tiempo que perder cuando estés casada.

Hannah fue a cumplir el recado con una inusual presteza y su madre la miró, suspicaz. Normalmente, la señora Marston solo podía esperar una reticente disposición por parte de su hija. Pero hoy Hannah estaba de buen humor, ya que la tarea de reunir los enseres imprescindibles para su aventura le había resultado asombrosamente fácil.

Con la casa alborotada a causa de las próximas nupcias de Kate, nadie le prestaba demasiada atención a Hannah. Por el momento, había conseguido todas las cosas que creía que podía necesitar y las había escondido dentro de un saco, en el fondo de un arcón para la ropa, en su dormitorio. Había guardado una manta, un peine y un cuchillo, una cuchara y un cuenco de madera. También la ropa de chico que pensaba llevar puesta y que había robado de la habitación de Edward.

Todo lo que le quedaba por robar era algo de comida y bebida. Sabía que no podría llevar mucho, solo lo que fuera absolutamente imprescindible para sobrevivir. Algo de pan y queso, una empanada, tal vez, y un pedazo de jamón ahumado o embutido. Calculaba que con que las viandas le duraran tres o cuatro días sería suficiente. Y ahora se le presentaba la ocasión. Fue a buscar la cera de abejas, así como a llevar a cabo su propio recado.

Muy pronto estaría todo dispuesto para su fuga.

Aquella misma tarde se dispuso a superar el siguiente obstáculo: salir de la casa sin ser vista. Como el barco zarparía con la marea matutina, Hannah sabía que tendría que arreglárselas para subir a bordo a lo largo de la noche. Sin embargo, escapar de la casa después de que anocheciese no era tarea fácil. Su padre cerraba todas las puertas y las revisaba cada noche antes de acostarse, y había un perro guardián al que dejaban suelto y merodeaba por el jardín. Las puertas cerradas con llave podía sortearlas saliendo por una ventana, pero el perro era un asunto muy distinto. Era una bestia de lo más agresiva, en el mejor de los casos.

—Un hueso debería servir —murmuró para sí, y robó de la despensa una pierna de cordero, a medio comer, justo antes de irse a la cama—. Si a ese estúpido perro no le tienta esto, tendré que atizarle en la cabeza con algo.

Pero aún quedaban varios problemas por resolver. Por una parte, compartía la cama con Kate, que tenía un sueño muy ligero, y por otra, ¿y si se quedaba dormida y no se despertaba hasta la mañana siguiente, después de que el barco ya hubiera zarpado? La sola idea la aterrorizaba, pero estando tendida en la cama, escuchando los ruidos nocturnos, se dio cuenta de que estaba demasiado nerviosa como para dormir.

—¡Ay, muévete para allá, venga! Ocupas demasiado espacio —rezongó Kate, y le clavó a Hannah un puntiagudo codo en el costado. Ella estaba a punto de tomar represalias, como era su costumbre, pero se refrenó justo a tiempo. Cuanto antes se durmiera Kate, mejor.

—Muy bien.

Se relegó a la esquina opuesta de la cama y rezó por que Kate estuviera agotada por los preparativos para la boda. A Hannah el corazón le latía tan fuerte que tenía la sensación de que su hermana podía oírlo, pero Kate se dio la vuelta y no tardó en empezar a respirar suavemente, dejando a Hannah a merced de sus propias emociones.

Ella fingió dormir hasta que estuvo segura de que su hermana no se despertaría. Entonces esperó un poco más. Al final, Hannah estaba a punto de salir sigilosamente de debajo del cobertor cuando, para su sorpresa, Kate dejó de roncar y se dispuso a hacer lo mismo. Hannah se quedó petrificada y procuró hacer que su respiración sonara profunda y constante. Pierna a pierna y brazo a brazo, Kate se arrastró fuera de la cama y cruzó la habitación de puntillas. Bajo la luz de la luna, Hannah vio a su hermana echar mano del chal y de unos zapatos antes de desaparecer, y entonces todo quedó en silencio.

Se dio cuenta de que había estado conteniendo el aliento, y exhaló con fuerza antes de incorporarse. Apenas daba crédito a su suerte, y esperaba que Kate no regresara demasiado pronto. Por si acaso, no obstante, cogió una manta del armario y la colocó debajo de la colcha, de forma que pareciera una figura humana. Con un poco de fortuna, engañaría a Kate, al menos hasta por la mañana. Aun entonces, probablemente no notaría nada, dado que a duras penas miraba a Hannah ni por casualidad.

Apuesto a que ha ido a flirtear con el capitán Rydon, pensó Hannah, y una punzada de tristeza la atravesó. Bueno, que vaya. Pronto estará casada con Henry Forrester, y espero que descubra sus artimañas bien pronto, añadió mentalmente con crueldad. De alguna forma, la idea de un Henry implacable le levantaba el ánimo, aunque todavía se apenaba por él. Esperaba que supiera lo que estaba haciendo.

Recuperó su fardo del arcón de la ropa y salió de la habitación. Varios listones del suelo crujían, pero Hannah sabía por experiencia cuáles debía evitar. Consiguió abrirse camino hasta la planta baja en silencio. Se preguntó por dónde habría ido Kate y rezó porque su hermana hubiera elegido la ruta del jardín. Un repentino estallido de ladridos confirmó este extremo, y Hannah sonrió cuando el ruido cesó abruptamente. Por lo visto, también Kate había estado robando sobornos.

No tardó más que un instante en escapar por una de las ventanas de la cocina, que había dejado convenientemente abierta. Hannah aceleró al abrigo del muro hasta el matorral más cercano. El gran perro peludo yacía en medio del césped, royendo con satisfacción la ofrenda de Kate. Apenas levantó un poco la cabeza para mirar hacia donde ella se encontraba, pero Hannah le arrojó su propio regalo para estar más segura. Entonces oyó unos susurros cercanos y se quedó quieta.

—Rafael, no deberías estar aquí. ¿De verdad tienes que irte?

—Kate, mi adorable Kate, sabes que tengo que hacerlo. Y no puedes ser tan cruel como para dejarme ir sin algo que me recuerde a ti. Mi amor, llevo semanas pensando solo en ti. Tus ojos, tu sonrisa… No puedo aguantar ni un minuto más sin…

—No, de verdad que no debería… ¡Oh, Rafael…!

Los susurros se convirtieron en leves gemidos y gruñidos, y Hannah apretó los dientes con fuerza y se alejó. Le importaban un bledo los favores que Kate decidiera hacerle al capitán. Pronto su hermana estaría casada, mientras que Hannah tenía que apresurarse.

Rápidamente, cambió su ropa por la de Edward. La camisa le quedaba un poco grande, pero con un chaleco por encima disimulaba las pocas curvas que poseía. También los calzones eran de generosas proporciones, pero estaban bien asegurados por medio de un cinturón. Lo único que le quedaba por hacer era cortarse la larga melena, que le llegaba hasta la cintura, a la altura de los hombros y trenzarla. Había traído un par de tijeras con ese objetivo, y embutió los mechones sobrantes en un agujero del tronco de un árbol que había cerca de allí. Después, para acabar de asegurarse, se caló un sombrero en la cabeza y se tiznó las mejillas con tierra, aunque dudaba que nadie le prestara demasiada atención, ataviada de esta guisa.

Avanzó de puntillas hacia la verja que daba al pequeño callejón y descorrió los cerrojos. Afortunadamente, se abrió una rendija sin que los goznes chirriaran demasiado. Hannah atravesó la pequeña abertura y volvió a cerrar a su espalda. No podía hacer nada respecto a los cerrojos, pero, como la casa estaba cerrada con llave, no creía que importara mucho. Con el saco en una mano, echó a correr en dirección al puerto.

Solo una vez miró hacia atrás.