Norte de Japón, julio de 1611
Cuando Taro fue a hacerle a su esposa una visita vespertina, pasados algunos días desde su conversación con Yanagihara, aún seguía meditando las palabras del anciano. Había decidido acometer un cambio de estrategia, y por eso estaba allí. Normalmente, la habría mandado llamar a sus habitaciones, pero esta noche había pensado darle una sorpresa. Dentro de la manga llevaba un obsequio, una exquisita peineta ornamentada con piedras preciosas que había hecho traer especialmente desde Edo, la capital. Tenía la esperanza de que, al ofrecerle una chuchería tan especial, ella relajaría finalmente su actitud hacia él y se abriría plenamente, en cuerpo y también en alma.
¿Cómo no iba a apreciar a un marido que la trataba tan espléndidamente?
Sin embargo, en lugar del habitual cortejo de sirvientas, se sorprendió al encontrarse cara a cara únicamente con Reiko en la antesala de los aposentos de su esposa. Su rostro se iluminó al verlo, obviamente complacida, pero por mucho que lo intentó, él no pudo corresponderla ni con una sonrisa. Procuró que la irritación no se reflejara en su voz cuando anunció:
—He venido a ver a mi esposa. —Hizo un gesto en dirección a las puertas correderas—. ¿Está dentro?
—Lo siento, mi señor, pero mi hermana se encuentra indispuesta. —Reiko hizo una profunda reverencia—. ¿Se trata de algo en lo que yo pueda ser de ayuda?
—¿Qué le pasa? —preguntó, mirándola ahora con el ceño fruncido sin disimulo e ignorando su pregunta. No parecía estar preocupada ni lo más mínimo, de modo que Hasuko no podía estar muy enferma. De hecho, Reiko tenía una expresión engreída que lo irritó intensamente. Le habría gustado dar con alguna excusa para enviársela de vuelta a su padre, pero aparentemente Hasuko no podía pasar sin su hermana, de momento. O eso era lo que decía. Y fiel a su temperamento, el señor Takaki no había movido un dedo para encontrarle a Reiko un nuevo marido. Ya estaba fuera de su vista, fuera de su mente, tal vez. Ojalá yo tuviera esa suerte…
—Bueno, ya sabéis, cosas de mujeres —replicó Reiko, con una sonrisa esquiva.
Taro se preguntaba por qué era ella la única persona que dormía en la antesala. Debería haber otras damas presentes, pero presumiblemente habían sido relegadas a distintos dormitorios porque su señora estaba delicada. Reiko permanecía arrodillada en su futón mientras él seguía mirándola, la camisa de dormir que llevaba puesta resbaló, descubriendo un pálido hombro. Él pestañeó, consciente de que lo había hecho a propósito.
¿Qué pensaba hacer ahora? No creía que tuviera intención de seducirlo con su hermana tan cerca como para oírlos… Las paredes eran finas como el papel y hasta el más mínimo ruido bastaría para despertar a Hasuko. Pero eso no parecía disuadir a Reiko. Ella avanzó hacia él de rodillas y levantó la barbilla para mostrar la larga y blanca columna de su cuello. Taro se tragó un improperio ante la provocativa postura. No quería nada de ella. Y menos aún su cuerpo.
La idea de que Hasuko pudiera estar confabulada con su hermana le hizo apretar los puños bajo la manga de su túnica. No podía haber otra explicación para esta violenta situación, y se puso furioso. Si pensaban que sucumbiría a los encantos de Reiko, obligándolo de esta forma a hacerla consorte oficial, estaban muy equivocadas. Sería él quien escogiera a sus mujeres, y no se dejaría coaccionar.
¿Y cómo iba a tolerar Hasuko el compartirlo con su propia hermana? Solo podía haber una razón: ella no lo quería en absoluto. Yanagihara debía de tener razón; Hasuko deseaba a otro hombre, uno que no podía tener.
Inspiró profundamente para no delatar emoción alguna.
—Bueno, por favor, decidle a mi mujer que le deseo una pronta recuperación —dijo, y se volvió para marcharse. Cuanto antes estuviera de regreso en sus propios aposentos, mejor.
—Esperad, mi señor, por favor. —Reiko se puso en pie más rápido de lo que Taro habría creído posible. Estiró el brazo para ponerle la mano en el antebrazo y detenerlo—. Pueden pasar varios días antes de que mi hermana vuelva a estar bien.
Lo miró de soslayo, de un modo que le hizo sentir muy incómodo, y continuó:
—Estoy segura de que ella no querría que esta situación os cause molestias entretanto. A decir verdad, me lo ha dicho ella misma, y me ha pedido que… os distraiga.
Taro apretó los dientes. Reiko era extremadamente obtusa, o bien muy persistente. Le daba igual. Lo único que sabía era que tenía que salir de allí, y rápido.
—Es muy amable por parte de las dos, pero soy un hombre paciente y Hasuko es lo único que necesito. Es la esposa perfecta. Puedo esperar. Buenas noches, Reiko-san.
Salió por la puerta apresuradamente antes de que ella pudiera decir nada más. No podía haber dejado más claro, sin caer en la grosería, que no quería lo que ella le estaba ofreciendo. Las palabras de Yanagihara resonaban en su cabeza mientras recorría los pasillos a toda prisa, seguido de sus guardaespaldas.
«Nunca la desairéis a ella, ni a su hermana», había dicho el anciano.
Bueno, lo había hecho lo mejor que sabía, pero un hombre tenía sus límites. Reiko se bastaba ella sola para poner a prueba la paciencia de los mismísimos dioses y, a no ser que se hubiera dado por aludida esa noche, se vería obligado a hacer algo drástico.
Esa mujer era una amenaza.