Plymouth, Devon, 1 de junio de 1611
Hannah se encaminó hacia el jardincito trasero, cruzando por la cocina a toda velocidad, en lugar de quedarse allí, como le habían ordenado. Le traía sin cuidado que eso le acarreara un castigo aún más severo. La cocina y el lavadero sobresalían del resto de la casa, formando una ele, con un pequeño patio a un lado. Estaba bordeado por un alto muro, con una puerta que conducía a un diminuto callejón. El despacho de su padre también estaba orientado a esa zona, con una ventana que daba allí, mientras que la otra se abría hacia la fachada delantera de la casa.
Se dejó caer en una parcela de césped que había debajo de la ventana, sin pararse siquiera a mirar si se ensuciaba el vestido. Y qué importa, pensó, de todas formas ya estoy metida en un lío. Se reclinó contra la pared de la casa y dobló las piernas, abrazándose las rodillas y apoyando en ellas la frente. El sol veraniego le caldeaba la coronilla. Después de inspirar profundamente las fragancias del jardín por un instante, se le calmó el pulso y la agitación empezó a remitir.
—Paciencia —musitó. En muy pocas semanas, Kate se habría ido. En cuando a Ezekiel Hesketh…—. No, Kate se lo habrá inventado. Estoy segura de que no me obligarían a casarme con él. Si lo hacen, huiré.
Hannah apretó los puños con decisión, aunque no tenía idea de adónde podía ir.
De pronto una de las ventanas se abrió de un golpe justo por encima de la cabeza de Hannah y corrió a apartarse, por si fuera a caer algo de naturaleza nociva. No sucedió nada, pero poco después oyó voces. Distinguió la de su padre, inconfundiblemente profunda y retumbante, y la de su hermano Jacob.
—Le he dicho a Rydon que lo vamos a hacer. Los barcos deben estar listos lo antes posible —estaba diciendo su padre.
Hannah aguzó el oído ante la mención del apuesto capitán y se incorporó a medias, agazapándose bajo la ventana para poder oír mejor.
—¿De modo que, definitivamente, vas a seguir adelante con tu aventura, aun con la ventaja que os lleva la Compañía de las Indias Orientales? —preguntó Jacob.
—Sí. Sé de buena tinta que van a ir a las Indias Orientales por Bantén para comerciar con especias. El amigo de Rydon que trabaja para la compañía le dijo que tienen intención de recalar allí durante un período considerable de tiempo y que eso nos dejará más vía libre, si cabe.
—Pero ahora es junio y ellos salieron en abril. Nunca llegaremos antes que ellos a Japón, por mucho que lo intentemos.
—Tonterías. Además, nuestros barcos navegarán en la otra dirección, que en principio es una ruta más rápida.
—¿Qué otra dirección? ¿El paso del Norte? Pero si todavía no lo ha encontrado nadie.
—Por el amor de Dios, no seas tan tarugo. Estoy hablando de la otra ruta, la del sur, por supuesto.
Hannah percibió claramente la exasperación de su padre, pero Jacob no se dio por enterado.
—Ah, ¿por el estrecho de Magallanes? —Jacob parecía dudar—. No me parece una buena idea. Hay razones que justifican que casi nadie vaya por allí.
—Rydon ha obtenido las indicaciones necesarias y un piloto para que dirija el barco. Asegura que puede hacerse. Después de todo, el capitán Drake ya lo consiguió hace años.
—Sí, pero, padre, incluso con un marino experimentado, los riesgos son enormes.
—No más que ir por el cabo de Buena Esperanza. Por ahí hay más peligro, según me han dicho. Por un lado, está plagado de portugueses, por no hablar de las condiciones climáticas, que son, cuando menos, variables.
—Bueno, en ese aspecto, el estrecho de Magallanes no es precisamente un remanso de paz, por lo que he oído decir. —Jacob guardó silencio por un momento, para luego añadir—: En cualquier caso, ¿qué tiene Japón para que de repente todo el mundo quiera ir allí? ¿Por qué no cualquier otro país?
—¿No te has enterado? Al parecer, hay un inglés llamado Will Adams que está viviendo en ese país actualmente. Se ha establecido allí, en cierto modo, y se dice que goza del favor del rey de la nación.
—¿Qué? ¿Cómo iba un simple inglés a congraciarse con una persona de tan elevado rango? Es una idea ridícula —se burló Jacob.
—Escucha, obviamente los oficiales de la Compañía de las Indias Orientales dan por bueno el rumor. No irían si dudaran de los hechos.
—Bien, tal vez no, pero…
—Aquí no hay peros que valgan, Jacob. Te lo digo yo, conozco a esa gente desde hace mucho y, créeme, no arriesgarían su dinero en una empresa que no les reportase un beneficio o fuese sólida. Son demasiado avaros.
Jacob carraspeó y preguntó bruscamente:
—Entonces, ¿qué se comercia con los japoneses?
—Bueno, dicen los rumores que hay grandes reservas de plata, aunque nada de oro, desafortunadamente. Por lo visto, los portugueses se han enriquecido mucho como resultado de su actividad comercial allí. ¿Por qué no íbamos a hacer nosotros lo mismo?
—¿Y si no hay plata?
Jacob dejó escapar un suspiro, como si casi hubiera cedido en la disputa. No había mucha gente que pudiera salir airoso de una discusión con su padre, y normalmente era inútil intentarlo siquiera.
—No podemos saberlo con certeza, desde luego, pero está claro que tiene que haber algo de valor allí, puesto que los portugueses son indudablemente ricos. Además, si descubrimos que las gentes de Japón no tienen nada que ofrecer, no costaría mucho continuar hasta China o cualquier otro país del Lejano Oriente. Siempre habrá alguien en alguna parte dispuesto a comerciar.
Hannah dio un respingo cuando su padre dio un puñetazo sobre la mesa y gruñó.
—Tenemos que aventurarnos más allá de la costa berberisca y de las Indias Occidentales. No nos podemos quedar detrás de todo el mundo, sencillamente. Nuestras últimas empresas no nos han reportado nada. No se puede continuar con las actuales rutas comerciales, hay demasiada competencia. Tenemos que encontrar algo nuevo o nos vamos a la quiebra.
—Lo sé, lo sé.
—Una pequeña empresa nunca ha hecho daño a nadie, hijo mío. Es hora de que veas el mundo tal y como es realmente, un lugar feroz y competitivo. El negocio no requiere mucho refinamiento. Si quieres prosperar, tienes que ser implacable.
Hubo una pausa mientras Jacob, de forma evidente, digería todo aquello, y Hannah no se decidía entre irse o permanecer en silencio y seguir escuchando. Se sentía incómoda escuchando una conversación a escondidas por segunda vez en un mismo día, pero la fascinación que le producía Rydon la hizo quedarse donde estaba. En su mente se formó una visión del gallardo capitán erguido a bordo de su barco, con la brisa acariciando sus bronceadas mejillas mientras gobernaba la nave hacia tierras extranjeras. Se imaginaba junto a él, entre sus brazos mientras navegaban juntos…
Jacob suspiró.
—Muy bien. Veo que vuestra decisión está tomada, padre. ¿Cuándo zarpo?
—¿Estás seguro de que deseas ir? Será peligroso y Rydon seguramente podría arreglárselas solo. Además, dijo que buscará dos barcos más que se sumen a la empresa. Cuantos más seáis, menos peligro habrá.
—No, quiero navegar con ellos.
—Bien. Esperaba que dijeras eso. Saldréis dentro de unas semanas.
—¿Tan pronto?
En ese punto, cerraron la ventana y la conversación se volvió ininteligible para Hannah, aunque ya había oído suficiente. Sus pensamientos se concentraron en aquel otro inglés, Will Adams, que vivía tan lejos de su patria. Se preguntaba si verdaderamente gozaría de favor del rey japonés y cómo diablos habría logrado tamaña proeza. Si había establecido allí su hogar, debía de gustarle esa tierra y sus gentes. Sin embargo, ¿no sufriría por la añoranza?
Hannah se preguntó cómo se sentiría ella estando tan lejos de su familia y amigos, y de todo lo que le era conocido. Dejó escapar un bufido. Ahora mismo, sería una bendición. De todos modos, nadie se interesaba por ella. Todo giraba en torno a Kate.
—¿Y a mí cuándo me tocará ser importante? —murmuró Hannah—. Probablemente, nunca.
Unos días después de la pelea de Hannah con su hermana, todos sus parientes y amistades habían sido invitados a un banquete para celebrar el compromiso de Kate con Henry Forrester. Los cocineros y sus ayudantes llevaban días trabajando y, cuando bajó las escaleras, el estómago de Hannah protestó en respuesta a los apetitosos aromas que invadían la casa. Siempre estaba hambrienta, y ella esperaba que eso se debiera a que seguía creciendo. Se asomó al salón de la primera planta, donde estaban disponiendo la comida sobre una mesa de servicio. Como no había nadie mirando, echó mano a un plato para llevarse un pastel y evitar que sus tripas la pusieran en evidencia en un momento inoportuno.
—¡Ja, te he visto! —Su hermano pequeño pasó a su lado a toda velocidad, cogiendo otro pastel para él, mientras le dedicaba una sonrisa maliciosa. Con quince años, era tan alto como Hannah, e igual de flaco, y su apetito hacía algo más que igualar el de ella.
—Calla, gusano, o nos van a pillar a los dos —le chistó Hannah. Tenían una camaradería que surgía de manera natural. A menudo Hannah se escapaba de casa, en cuanto su madre se descuidaba, para pegarse a su hermano y a los amigos de este cuando se iban a la costa. Le encantaba estar al aire libre, mucho más que encerrada y aprendiendo a dominar las tareas del hogar. Le habría gustado haber nacido varón. Edward gozaba de la libertad con la que ella solo podía soñar.
Procuró ahuyentar esos pensamientos. Era un día de celebración y se había puesto su mejor vestido para la ocasión, de un bonito tono azul que hacía juego con sus ojos. Por desgracia, no conseguía ni por asomo realzar su figura. Si acaso, ocultaba las pocas curvas que poseía, recordándole las duras palabras de Kate. Hannah torció el gesto. No había nada en absoluto que pudiera hacer al respecto, de modo que no servía de nada darle vueltas al asunto. Tal vez, si comía mucho, pudiera desarrollar alguna curva más. Con ese fin, robó otro pastel y se lo comió de un bocado.
—¿Hannah? ¿Pero qué estás haciendo ahora? —La voz crispada de su madre sobresaltó a Hannah y la obligó a engullir tan rápido que se le atragantó el pastel. Empezó a toser y su madre la golpeó en la espalda sin excesiva delicadeza—. Eso te pasa por glotona. ¿No te mandé que tuvieras controladas a las criadas? Venga, vamos abajo.
—Sí, madre. —Hannah dejó de toser a medida que descendían al salón principal, que se encontraba en el centro de la casa. En cuanto su madre se dio media vuelta, no obstante, se dirigió a la penumbra que había debajo de la escalera, en lugar de ir a la cocina, como le habían ordenado que hiciera. En su opinión, las pobres criadas ya habían sido suficientemente hostigadas, y ella no tenía intención de sumarse a su ya de por sí pesada carga.
Los invitados empezaron a llegar poco después, y los padres de Hannah les iban dando la bienvenida al pie de la escalera. Josiah Marston era un gran hombre, en todos los sentidos de la palabra. Tenía una forma de fruncir el ceño que normalmente le granjeaba una obediencia instantánea por parte de la familia y los amigos en igual medida. Sin embargo, esa tarde sonreía y saludaba a sus invitados con ostensible placer, y Hannah suspiró.
—¿Por qué a mí nunca me mira así? —murmuró por lo bajo. Sabía que no era fácil que algo semejante sucediera. La única persona de toda la casa que lo hacía sonreír de esa manera era Kate, su favorita. Nada que Hannah pudiera hacer cambiaría eso, estaba segura.
Su madre, tan formidable como su esposo, aunque de estatura muy inferior, permanecía de pie a su lado. Lanzaba miradas por doquier, sin descanso; nada escapaba a la vigilancia de la señora Marston. Más de uno de los sirvientes fue objeto de alguna mirada enfurecida que lo hizo escabullirse a atender sus asuntos. Hannah se encogió aún más en las profundidades de la oscuridad. Su madre estaba, obviamente, decidida a que todo saliera a la perfección esa noche, y Hannah prefería que no la volvieran a sorprender perdiendo el tiempo ni una sola vez más.
—¡Sir John! Y lady Forrester, ¡qué maravilloso volverlos a ver!
De repente, la madre de Hannah se volvió toda sonrisas con la llegada de los invitados de honor y su hijo (o heredero) a remolque. Hannah se arriesgó a asomar la cabeza y escudriñó al prometido de su hermana con desaprobación. Ya lo había visto antes, desde luego, pero nunca le había prestado demasiada atención, puesto que no era para ella. Ahora que se fijaba en él, vio que era de mediana estatura y un poco fornido, de boca pequeña y barbilla retraída. Tenía que admitir que tenía un aspecto bastante estúpido, tal y como había dicho Kate. Con todo, tras un examen más concienzudo, advirtió que sus ojos no tenían la mirada vacía que caracterizaba a los imbéciles. Por el contrario, observaba todo con agudeza, asimilando cuanto veía. Hannah se convenció de inmediato de que el señor Forrester era muchísimo más astuto de lo que Kate la había inducido a pensar.
En su ansia por curiosear, Hannah se inclinó hacia delante un poco más y notó, demasiado tarde, que Henry Forrester había reparado en ella por el rabillo del ojo. Para su alivio, no la delató, sino que se dio la vuelta y le dedicó una leve sonrisa y una inclinación de cabeza. Era casi como si fueran conspiradores aliados. Hannah le sonrió a su vez y, mientras sus padres se ocupaban en otros menesteres, él se acercó furtivamente a saludarla.
—¿Se esconde, señorita Hannah? —dijo en voz baja—. No le será muy útil, ¿sabe?, si usted también quiere encontrar esposo.
—Oh, no tengo prisa en ese aspecto, señor Forrester.
—Puede que sea usted lista. El matrimonio no es algo a lo que deba uno precipitarse a la ligera.
Era la primera vez que Hannah hablaba en privado con el prometido de Kate, y se dio cuenta de que le caía bastante bien. Comoquiera que no deseaba la compañía de Kate ni a su peor enemigo, se encontró en un dilema. ¿Debería advertirlo sobre lo que tenía reservado si se casaba con Kate, o sería mejor guardar silencio? Sin embargo, antes de que tuviera tiempo de decidirse, él ya se había vuelto para saludar a su prometida, que en ese momento bajaba por las escaleras, la viva imagen de la hermosura en rosa y blanco. Hannah contempló a la pareja y se mordió el labio cuando presenció que Henry tomaba la mano de Kate y se la llevaba al pliegue del codo. Pero cuando Kate trató de zafarse, la mano de él permaneció firme sobre la suya y Hannah parpadeó, sorprendida.
Tal vez su hermana no lo encontrara tan fácil de manipular como había imaginado, pensó Hannah. Rezó porque así fuera, aunque solo fuese por el bien de Henry. Parecía demasiado amable para su hermana.
—¿Hannah? ¡Hannah! —El siseo enojado de su madre la arrastró de nuevo al presente—. ¿Por qué te escondes ahí detrás? Creí haberte dicho que fueras a la cocina.
—Sí, madre.
Con un suspiro, dio media vuelta e hizo lo que le mandaban.
La cena se hizo interminable para la inquieta Hannah, a pesar de la amplia variedad de manjares a elegir.
Tras los platos principales, compuestos por apetitosas carnes asadas, pescados, empanadas y otras exquisiteces, sacaron los postres; frutas escarchadas, tartas, bizcochos y gelatinas rivalizaban entre sí para tentación de los invitados. Para deleite de Hannah, también estaba su dulce preferido: mazapán. Al igual que el resto, bebió una copa o dos de vino selecto, ofrecido especialmente para la ocasión, sin embargo, seguía aburrida y se removía en su asiento. A ambos lados se sentaban dos ancianas tías suyas, ambas sordas como tapias, y le habría gustado que su madre le hubiera permitido sentarse junto a Edward, en lugar de con ellas. Así, al menos habría tenido a alguien con quien hablar.
Estaban en el salón, que era la estancia más grande de la casa. Amplios miradores, compuestos por pequeños cristales emplomados, daban a la calle, permitiendo que la luz del sol entrara a raudales. Los rayos de luz se posaban sobre los paneles de roble, finamente tallados, haciendo que brillaran y que parecieran menos oscuros y austeros. Unos cuantos tapices añadían una nota de color.
Aun siendo el salón tan vasto, la aglomeración se hacía evidente cuando todo el mundo estaba ya sentado a las mesas de caballete que se habían instalado especialmente para ese banquete. Una vez terminada la cena, no obstante, se retiraron los muebles y un par de músicos entraron para dar inicio al baile.
—Vamos, baila conmigo, Hannah.
Jacob tiró de ella para que se levantara por fin de su asiento y la arrastró hasta el círculo que se estaba formando para el branle. Hannah no tuvo ningún problema a la hora de dar los pasos laterales, pero de tanto girar y girar, al final se mareó. Cuando acabó la danza, se apartó a un rincón y se sujetó la cabeza hasta que dejó de darle vueltas. Ese vino debía de ser más fuerte de lo habitual, pensó. Normalmente, lo habría aguado un poco. Decidió que a partir de entonces se limitaría a observar a los demás. Le pareció más seguro.
—Así que aquí es donde os escondéis, jovencita.
La voz del capitán Rydon la sacó súbitamente de su contemplación de los bailarines y alzó la vista para encontrárselo tomando asiento a su lado. Vestía un jubón de terciopelo verde que combinaba con su cabello rubio. La barba había sido recortada, perfectamente puntiaguda para la ocasión, y el bigote estaba igual de cuidado. Hannah se apresuró a apartar la mirada, al recordar las palabras de su hermana. A punto estuvo de preguntarle por qué no estaba con Kate, pero él habló primero.
—¿No bailáis? —Sus ojos brillaban aún más que de costumbre y parecía muy contento.
—No, yo… o sea, estoy descansando un rato.
Sintió enrojecer sus mejillas bajo su atenta mirada.
—Bueno, eso no se puede tolerar. ¿Me concedéis este baile?
Hannah ahogó un grito.
—¿A vos? —exclamó, sin apenas dar crédito a su suerte.
Él sonrió.
—Sí, ¿a quién si no? ¿Qué me decís? —Se puso de pie y le tendió la mano.
Hannah se quedó mirándola un instante, antes de levantarse como sumida en un trance. Puso su mano sobre la de él, que era grande y cálida al tacto, y dijo, tartamudeando:
—Yo no, no sé…
Pero él no esperó a oír el final de su respuesta y la sacó directamente a bailar, acompañándola hasta la fila que se estaba formando para la siguiente pieza, que era una danza escocesa llamada Strip the Willow. Se colocaron frente a frente, los hombres formando una fila y las mujeres otra, y dado que eran la primera pareja, entrelazaron los brazos y empezaron a dar vueltas. Hannah contó mentalmente hasta dieciséis, luego fue bajando por la fila, alternando el emparejamiento entre el acompañante de otra y Rydon. Al final del grupo, volvió a unir sus brazos con los de él y giró hasta contar ocho, antes de que fuera el turno de Rydon de desmontar, por así decirlo, el recorrido de regreso al inicio.
Era maravilloso bailar con él, contemplar su rostro y sus ojos sonrientes cada vez que se enlazaban. Hannah decidió que eran verdes, no azules, como había creído. O tal vez plateados, atravesados por chispas azules. Hannah se entregó sin reservas al placer del instante, e ignoró la mirada avinagrada que distinguió en los ojos de Kate en un momento dado. Su hermana le susurró algo a Eliza, que estaba sentada junto a su amiga, como acostumbraba, y Hannah vio que esta fruncía el ceño y asentía. Bueno, que hablen, pensó. Rydon se lo había pedido a ella, y no a Kate, y el regocijo le dibujó una amplia sonrisa en el rostro y les otorgó a sus pies un ímpetu añadido. Deseaba que el baile durara toda la vida.
Cuando terminó, Rydon fue a buscar bebidas para los dos y le guiñó un ojo al darle la copa.
—Entiendo que tenéis edad suficiente para beber vino generoso —dijo burlón.
Hannah balbuceó una respuesta incoherente y sintió un gran alivio cuando él cambió de tema. Cuando hubo recuperado la compostura, le suplicó que le contara de su reciente viaje a tierras extranjeras y él la complació con varias anécdotas espeluznantes. Le habló de olas más grandes que casas. Enormes criaturas marinas y nativos hostiles en tierras extrañas.
—No os estaré asustando, ¿verdad? —le preguntó al cabo de un rato, con los ojos aún chispeantes.
—No, en absoluto. Suena todo maravillosamente emocionante. —Ella le sonreía, aferrándose a cada una de sus palabras.
—Tal vez ahora, que estoy en tierra firme. —Rydon torció el gesto.
—He oído que en el próximo viaje iréis al Lejano Oriente.
El fuerte vino le daba a Hannah el coraje de flirtear un poco con la mirada, como había visto hacer a Kate, aunque a él, por desgracia, no parecía estar causándole un gran efecto. Continuó sonriendo insulsamente, como hasta entonces, ahora, quizá, con los ojos algo vidriosos.
—Habéis oído hablar de eso, ¿no es cierto?
—Padre y Jacob lo estuvieron hablando anoche a la hora de la cena.
—Sí, vuestro hermano y yo vamos a embarcarnos en un largo viaje para intentar llegar a Japón. —Frunció un poco el ceño, pero continuó—: Los malditos portugueses descubrieron esas islas hace algunos años y nosotros también queremos comerciar con los nativos. Podría resultar tremendamente beneficioso. Vuestro padre nos ofrece su respaldo. Partiremos pronto, ya está todo dispuesto.
—Eso he oído. —De hecho, Hannah había dedicado no poco tiempo a pensar en ello en el transcurso de los últimos días. Habría sido imposible no hacerlo.
—¿Podéis guardar un secreto? —susurró, y se le acercó al oído. Hannah asintió, entusiasmada. Su cercanía hizo que por su cuerpo corriera un escalofrío, pero se obligó a concentrarse en sus palabras—. Vamos a intentar llegar antes que otros comerciantes, de la Compañía Británica de las Indias Orientales, que también se dirigen allí. Si logramos ser los primeros, podremos asegurar un acuerdo comercial y así la Compañía no tendrá el monopolio.
Asintió, como si ya el trato estuviera cerrado.
—¿Queréis decir que será como una especie de concurso? ¿Una carrera?
—Algo así, sí. Solo que esto es en serio.
—Suena apasionante. Oh, cómo me gustaría ir con vos. —Hannah suspiró. Surcar el océano hasta tierras remotas, vivir nuevas experiencias, ver gentes distintas; sonaba todo mucho mejor que su propia y tediosa vida. ¿Qué ilusiones podía albergar ella? Casarse con alguien de la elección de sus padres y asumir el papel de esposa y madre. No era una idea en absoluto sugestiva, a no ser que su esposo resultara ser el capitán Rydon, claro está. A diferencia de su hermana, Hannah estaría bien dispuesta a esperarlo el tiempo que hiciera falta. Aunque preferiría pasar el resto de su vida con él, siguiéndolo allá donde fuera.
Rydon rio y estiró el brazo para revolverle el pelo, y a punto estuvo de hacer que su bonete saliera volando. Hannah se lo recolocó sin pensarlo.
—Es demasiado peligroso —dijo él—. Lástima que no seáis un varón, tenéis espíritu, os lo aseguro.
El corazón de Hannah se desplomó. Kate tenía razón, al fin y al cabo. El capitán Rydon la veía como una niña. Una niña graciosa, tal vez, pero una niña, en definitiva. Claro que no esperaba que le dijera que lo podía acompañar, pero una pequeña parte de sí misma había albergado la esperanza de que le prometería algo más. Volver a ella, y solo a ella, quizá.
—Pero os voy a proponer una cosa: ¿os gustaría conocer a un chino?
—¿Un chino?
—Sí, uno auténtico, de carne y hueso. No es peligroso, os lo aseguro —sonrió Rydon.
—Bueno, sí, pero…
—Bien, pues iré a buscároslo y os lo traeré. Pensándolo bien, estoy seguro de que a todos los demás también les encantará verlo.
—Pero ¿dónde encontrará uno aquí, en Plymouth? —Hannah estaba empezando a dudar de si el vino le había nublado el juicio. O el de él, posiblemente.
Él le guiñó un ojo y se echó a reír una vez más.
—Esperad y veréis.
Se despidió a toda prisa y lo vio salir tranquilamente. ¿Habría estado divirtiéndose a su costa? ¿Seguía en pie su plan de reunirse con Kate más tarde?, ¿se reirían los dos de la ingenuidad de Hannah? No pudo soportar ni tan siquiera pensarlo y salió abruptamente de la estancia. Sin embargo, justo a la entrada, chocó contra su madre, que iba en sentido contrario, entrando con un invitado rezagado.
—Cielos, niña, ¿adónde vas con tanta prisa?
Hannah abrió la boca para dar cualquier explicación que se le ocurriera, pero cuando reparó en quién era la persona que venía tras su madre, las palabras se le quedaron atoradas en la garganta.
—Señorita Hannah, qué agradable volver a veros.
Ezekiel Hesketh, con un aspecto pulcro y cuidado, vestido con un atuendo sobrio pero bien cortado, confeccionado con la mejor seda negra, la estaba mirando con una sonrisita. Hannah tenía que reconocer que no resultaba físicamente repulsivo en modo alguno. De estatura y constitución medias, con un espeso cabello castaño y unos pálidos ojos verdes hundidos, era casi apuesto. No obstante, había algo en aquello ojos que le helaba la sangre y la impelían a salir corriendo para ponerse a salvo. Miró a su madre y al señor Hesketh alternativamente, y vuelta a empezar. Parecían llevarse extremadamente bien, casi como si hubiera una especie de entendimiento entre ellos. Esa idea incomodó visiblemente a Hannah.
—Se… señor Hesketh.
Tartamudeó al pronunciar su nombre, pero por su vida que no conseguía hacer que su mano se alargara para estrechar la que él le había tendido. En lugar de eso, se quedó plantada en su sitio como un árbol, mirándolo fijamente.
—¿Dónde están tus modales? Saluda a nuestro invitado como es debido, Hannah.
Su madre le dio un airado empujoncito por detrás, prácticamente propulsando a su hija a los brazos de aquel hombre. Hannah se apresuró a alzar la mano y él se inclinó sobre ella para depositar un beso en sus nudillos. Ella la apartó bruscamente y se la llevó a la espalda, restregándosela con vigor contra el vestido para eliminar cualquier huella. Él no pareció advertir el infantil gesto, sino que siguió sonriéndole de un modo que a Hannah le recordó vivamente a un buitre, una vil criatura de la que había visto una ilustración en un libro.
Su corazón empezó a latir más rápido por el miedo. Su forma de mirarla era calculadora y… triunfante. No había otra palabra que pudiera describirlo. Hannah sintió que un escalofrío le recorría la espalda. ¿Qué estaba pasando aquí?
—El señor Hesketh va a hacerte el honor de bailar contigo, querida. Precisamente me estaba diciendo lo mucho que ha estado esperando esta celebración.
Hannah apenas si oyó las palabras de su madre a través del martilleo que tenía en los oídos.
—Oh, pero es que iba a la cocina.
—Ahora no. Toma del brazo al señor Hesketh y acompáñalo.
Su madre aderezó este requerimiento con otro empujón, que no daba margen a errores de interpretación. Hannah miró a su alrededor, desesperada, buscando alguna escapatoria. ¿Dónde estaba Jacob cuando lo necesitaba? ¿Edward? ¿Alguien?
—Hannah.
El tono de su madre fue perentorio, no admitía discusión alguna.
Hannah tragó saliva con dificultad y volvió a sacar la mano de nuevo. Cerró los ojos mientras el señor Hesketh le ofrecía el brazo y apretaba sus dedos con la mano que le quedó libre.
—He estado esperando este momento mucho tiempo, señorita Hannah —susurró—. Mucho tiempo…