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Norte de Japón, junio de 1611

La señora Hasuko Takaki era increíblemente exquisita, y Taro Kumashiro no podía quitarle los ojos de encima mientras ella caminaba lentamente hacia él.

Pequeña y delicada, su futura esposa procedía con una elegancia que parecía no demandarle esfuerzo, aunque él sabía que debía de haberle costado años perfeccionarla. Desde sus diminutos pasos hasta el modo en que desplegaba el abanico, era el epítome de la dama de alta cuna. No obstante, el intrincado peinado, las peinetas elaboradas con las más finas lacas doradas, e incluso el suntuoso kimono escarlata, todo palidecía en comparación con la propia dama.

Ella era sencillamente arrebatadora.

Siguió mirándola mientras se aproximaba, resistiendo un súbito impulso de dar un salto y correr hacia ella, algo que habría sido impensable. Su largo y pálido cuello, tan esbelto como el de una grulla, ascendía desde la abertura de su túnica, y sus ojos eran luminosos y tenían la forma justa. A decir verdad, no logró hallar ni un solo defecto en ella y tuvo que impedir que una enorme sonrisa se adueñara de su rostro mientras pensaba en su buena fortuna.

No solo era la señora Hasuko bien parecida, ella le reportaba muchas otras ventajas. Más tierras y riqueza, así como relaciones con algunas de las familias más poderosas del norte. Lo cierto era que esas eran las cosas que más había codiciado cuando hubo cerrado aquella alianza, pero ahora se daba cuenta de que había mucho más. Era un hombre afortunado.

Mientras Hasuko avanzaba por el gran salón del castillo, Taro dejó de reparar en lo que lo envolvía y no oyó ninguno de los comentarios que se hacían entre susurros a su alrededor. Su padre caminaba algunos pasos por delante de ella, ataviado con ricas sedas azules y fieros dragones rojos y amarillos bordados por todas partes, pero Taro solo tenía ojos para Hasuko. La novia, su familia y sus criados se detuvieron frente al estrado e hicieron una reverencia. Primero el padre de Hasuko (la mínima inclinación de su cabeza indicaba su elevada posición), a continuación la propia dama, y finalmente el resto de la comitiva. Taro tuvo que evitar fruncir el ceño cuando advirtió que la cabeza de Hasuko no bajaba más que la de su padre. Se suponía que debía mostrar deferencia hacia su futuro esposo, pero ¿acaso ella los consideraba iguales en este, el día de su boda? Decidió no hacer ningún comentario respecto a este gesto suyo y dejarlo pasar por esa vez. No quería echar a perder el momento.

—Bienvenidos a mi hogar.

Taro se puso de pie y les devolvió la reverencia; seguidamente, llevaron a cabo los saludos formales, según dicta el antiguo ritual.

Ejecutó todos los pasos como inmerso en un sueño, mientras Hasuko mantenía la mirada modestamente baja, como haría cualquier joven dama educada como es debido. Cuando por fin se le dio permiso para intercambiar unas palabras con ella, la joven alzó la mirada hacia él por un brevísimo instante y él inhaló bruscamente. Era aún más imponente en las distancias cortas. Él sonrió y le señaló un asiento. Ella avanzó a paso ligero junto a su futuro marido y se arrodilló sobre un suave cojín, metiendo las manos en las mangas de su kimono rojo.

—Señora Hasuko, es un placer conoceros al fin —dijo, deseoso de que volviera a mirarlo.

—Para mí también —murmuró, y le dedicó otra breve mirada. Él se percató de que su expresión era estudiadamente neutral, sin mostrar ningún sentimiento. También esto era lo correcto y apropiado, aunque él habría agradecido alguna señal que le indicara que ese matrimonio no la repugnaba. Que lo hallaba lo suficientemente atractivo. Tampoco importaba mucho. Se trataba de un matrimonio provechoso para ambas familias, nada más; aun así…

—Espero que os encontréis cómoda aquí —continuó—. Mi gente hará todo lo que esté en su mano para satisfacer todas vuestras necesidades.

—Estoy segura de que así será.

Sus ojos seguían firmemente clavados en el suelo. Taro estaba empezando a preguntarse si su timidez era genuina o si simplemente era reticente por tratarse de su primer encuentro. Puso coto a su frustración, convencido de que, fuera cual fuera el caso, pronto se relajaría en su compañía.

Con intención de darle tiempo para que se acostumbrase a su presencia, se dirigió ahora a la hermana de ella, Reiko, que estaba sentada muy cerca. Tras haber enviudado recientemente, viviría con ellos en su hogar durante el primer año.

—Vos también sois bienvenida, señora Reiko —dijo con cortesía.

—Gracias, mi señor.

Hizo una profunda inclinación como reconocimiento a su amabilidad por haberla tenido en cuenta. Una auténtica reverencia, rayando en lo obsequioso, advirtió. Le brindó la ocasión de estudiarla con detenimiento.

La señora Reiko también era digna de admiración y su aspecto era tan elegante como el de su hermana, sin embargo, había algo en ella que lo inquietaba. No podía concluir con exactitud de qué se trataba, pero no sentía ninguna atracción por ella, pese al hecho de tener el atrevimiento suficiente como para mirarlo con un ademán seductor. Aparte de considerarlo un gesto muy poco apropiado, especialmente en un día como este, le suscitó una inmediata aversión por ella. No le correspondía presentarse de tal modo, y no toleraría semejante comportamiento en su casa. Le dedicó una mirada altanera para demostrarle su disgusto, pero lo único que consiguió con esto fue que ella sonriera por detrás de su abanico. Frunciendo levemente el ceño ante su desconcertante respuesta, dio silenciosamente gracias a los dioses por no ser ella la mujer con la que iba a casarse.

Un tumulto cercano interrumpió súbitamente el acto. Taro alzó la vista y vio que una multitud se había congregado alrededor de alguien que yacía en el suelo. Se excusó y fue a ver qué sucedía. Sabía que debía haber enviado a un criado, en lugar de ir personalmente, pero las dos damas lo habían dejado consternado y agradeció la oportunidad de recuperar la compostura lejos de ellas.

Doshite ano? ¿Qué ocurre? —Torció el gesto cuando vio que era su viejo sensei el que se había desplomado—. ¿Yanagihara-san?

El anciano parecía haberse desmayado y alguien le estaba abanicando la cara para intentar reanimarlo. Era un día caluroso, pero Taro no creía que la temperatura en la sala fuera tan sofocante. Aunque tal vez fuera distinto para los ancianos. Se arrodilló junto a su viejo sirviente, un singular honor que habría rendido a muy pocos de ellos.

—Yanagihara-san, ¿puedes oírme?

—Mi señor… —De los labios del viejo salió un débil hilo de voz y Taro tuvo que inclinarse para discernir sus palabras—. No os caséis con ella, os lo suplico.

Taro se apartó, sorprendido.

—¿Cómo? Pero tú dijiste…

—No importa lo que dijera. Lo único que os dije fue que no había visto nada malo, y así fue, lo juro, no hasta ahora mismo.

Su voz seguía siendo un susurro, sin la intensidad necesaria para llegar más allá del oído de su amo.

—¿Qué has visto? —Ahora Taro procuraba con todo su afán no fruncir el entrecejo, aunque habría querido sacudir al hombre. Maldita sea, no era este el momento para sus profecías.

—No puedo decíroslo aquí, pero, por favor, creedme. —Yanagihara levantó el brazo y agarró a Taro por la muñeca con sus dedos nudosos. Taro reprimió el impulso de zafarse de él.

—Es demasiado tarde, ahora ya no puedo echarme atrás. Lo siento, pero tendrías que haber hablado antes.

Taro miró por encima de su hombro en dirección a la mujer que esperaba pacientemente en el estrado, con un leve gesto de contrariedad enturbiando sus rasgos perfectos, mientras asimilaba el insólito panorama de un daimio arrodillado en el suelo junto a uno de sus criados. No había modo humano de hacerlo renunciar a ella, ahora que la había visto. El anciano debía de estar loco. De hecho, probablemente su cerebro se estuviera debilitando con la edad, de lo contrario, ¿por qué no lo había prevenido con anterioridad?

—Debo seguir adelante con este matrimonio, tú lo sabes. Todo está dispuesto. Ahora ve a descansar, mis hombres te ayudarán a llegar a tu casa.

Yanagihara abrió la boca para protestar, pero debió de leer la determinación en los ojos de su amo, porque volvió a cerrarla, asintiendo en señal de acatamiento.

—Muy bien, que así sea. Veo que ese es vuestro destino.

Cuando se volvió hacia su prometida, Taro olvidó instantáneamente al anciano, al tiempo que disfrutaba de la primera sonrisa de la dama. Pese a no ser él el destinatario del gesto, sino el padre de ella, en cualquier caso ya era algo. Pronto la haría sonreír para él con el mismo placer, no le cabía la menor duda.

Era, en efecto, un hombre afortunado.