22

El espigón estaba en tinieblas, pero había una débil luz en la pequeña oficina del guarda del muelle, y la puerta estaba abierta. Un muchacho joven estaba sentado sobre el escritorio examinando absorto la suela de una de sus zapatillas de lona. Tenía diecisiete años aproximadamente y vestía unos pantalones de marinero sumamente ajustados y un jersey de cuello alto, llevaba una gorra de marino echada hacia atrás. Tenía talla de adulto, pero su rostro era lampiño y sus modales tenían la inseguridad de la adolescencia.

Al ver a Charlotte junto a la puerta, bajó ágilmente del escritorio con una sonrisa confusa.

—Busco al encargado del muelle —dijo ella.

—Se ha ido a casa, señorita.

—¿Está usted a cargo de la oficina?

—Sí, en cierto sentido. Quiero decir que… es mi tío y yo estoy pasando una temporada aquí y le ayudo durante las vacaciones de verano.

—Hay un barco anclado aquí que se llama el Mirabelle.

La incertidumbre del muchacho desapareció:

—Es verdad. Es el sloop de paseo del señor Johnson. Me dio permiso para ir a bordo del barco esta noche cuando yo se lo pedí.

—¿Esta noche? —Si Vern había estado a bordo aquella noche, ello significaba que toda su teoría estaba equivocada, que Lewis no se estaba ocultando, después de todo. Se sintió derrotada, exhausta, como un animal que durante horas hubiese intentado hallar la salida de un laberinto de trampas y senderos.

El muchacho la miraba con curiosidad, sus ojos pardos abiertos y llenos de interés, como los de un perro de caza. Evidentemente no estaba acostumbrado a ver mujeres bien vestidas acudiendo solas al espigón a las once de la noche.

—¿Quiere ir al Mirabelle, señorita? —le preguntó.

—Sí. Yo… el señor Johnson es amigo mío.

—¿Sí?

—Sí, nos conocemos desde hace mucho tiempo. Puede verificarlo si quiere.

No comprendió el porqué del repentino rubor que tiñó sus mejillas y los lóbulos de sus orejas.

—Creo que puede utilizar uno de los botes que estén sobre la plataforma flotante, señorita, siempre que lo devuelva mañana por la mañana.

—Lo traeré dentro de media hora.

El muchacho no dijo nada, pero evidentemente estaba demasiado confuso para hablar.

—Mire —le dijo Charlotte—. Si tiene usted alguna duda, puede telefonear al señor Johnson. Está aún en la oficina.

—El señor Johnson está a bordo.

—¿A bordo?

—Sí, señorita.

—Le he visto en su oficina hace media hora.

—No, señorita —dijo el muchacho obstinadamente—. Está a bordo. Me ha dicho que dormiría en el barco.

Charlotte bajó por la plancha hasta la plataforma flotante, pensando que Vern no podía haber llegado allí antes que ella.

Pero si había llegado, ¿qué importancia tenía? ¿Acaso había sospechado todo el tiempo que Lewis estaba oculto en el barco? ¿Habría ido a avisarle? No, era absurdo. Vern no tenía la menor idea de las dificultades que pasaba Lewis.

La pesada plataforma se mecía suavemente sobre la marea en descenso. Sobre ella había media docena de botes con la quilla hacia arriba.

El muchacho puso a flote uno de ellos y regresó a la parte superior de la plancha, quedando su silueta recortada nítidamente contra la luz de la pequeña oficina.

El Mirabelle estaba anclado a unos noventa metros de distancia de la costa, con sus velas plegadas, sus ojos de buey oscuros. Charlotte amarró el bote a la popa y llegó hasta la cubierta trepando dificultosamente por la escalerilla.

—¡Vern!

Cruzó la cubierta y abrió la puerta de la cabina. Sus ojos se habían habituado a la oscuridad, de modo que pudo distinguir la silueta de un hombre tendido de bruces en la litera baja.

Bajó lentamente los cinco estrechos escalones, con la sensación de que sus piernas estaban semiparalizadas.

—¡Vern! —repitió.

El hombre se movió y se quejó. Una de sus manos se dirigió hacia su cabeza como para protegerla contra un golpe que le parecía inminente en su pesadilla. Charlotte encontró el interruptor de la luz y la encendió.

No era Vern. Era Lewis.

Estaba dormido, pero se movía. Movía la cabeza repetidamente, y tenía el rostro oculto bajo los brazos. El sueño se interrumpió tan bruscamente como había empezado; sus manos cayeron, la lucha terminó.

Charlotte se arrodilló a su lado y le acarició la mejilla suavemente.

—Lewis, soy yo. Charley. Despierta, Lewis.

Lewis abrió los ojos. Estaban rojos e inflamados, como si hubiese llorado. En medio del sueño había luchado y había vencido, o quizá había sido derrotado. Pero la lucha y el esfuerzo eran reales. Su frente estaba empapada de sudor.

—Lewis…

Lewis volvió su rostro contra el mamparo. Su nuca tenía un aspecto infantil y vulnerable.

—No tengo nada que decir, Charley —dijo por fin.

—No puedes seguir ocultándote de esta manera. Te encontrarán, como te he encontrado yo.

—No me importa.

—Debe importarte. Las cosas serán mucho más difíciles si se ven obligados a venir y detenerte, más difíciles para… para todos nosotros.

Sin responder, Lewis se levantó de la litera. El techo bajo de la cabina no le permitía permanecer erguido.

Los ojos de buey estaban cerrados, y el aire era sofocante y saturado de olor a whisky. Lewis no parecía borracho, sino atontado, como si hubiese utilizado el whisky no como medio de huida de la realidad, sino más bien como arma contra sí mismo, como si se hubiese golpeado la cabeza con él para castigarse.

—Necesito hablar contigo, Lewis. Ven a la cubierta.

—Es demasiado tarde para hablar.

—No, no. No es tarde.

Pero la voz de Charlotte no encerraba ninguna convicción. Sabía que era demasiado tarde. Las luces de la ciudad parecían tan lejanas como las estrellas.

Y mientras las suaves olas del muelle golpeaban y movían la popa del barco, le contó todo lo que había dicho Easter. Su voz era serena y tranquila. No tenía ninguna relación con las cosas que estaba diciendo ni con el temor, la compasión y el dolor de su corazón. «Pruebas», repetía, «pruebas», y aquella palabra tenía un sonido tan definitivo como la muerte, mucho más aterrador que «asesinato».

Cuando hubo terminado, Lewis permaneció largo rato silencioso, con la cabeza hundida entre las manos de modo que ella no podía ver su rostro, ni distinguir en él la expresión propia de un hombre inocente. Consternación, rechazo, protesta.

Cuando por fin la miró, su rostro no tenía la menor expresión. Habló con voz opaca.

—En mi condición de abogado, no tengo nada que decir.

—¡Debes decir algo, Lewis!

—Lo siento, Charley.

—¡Lo sientes! ¡Lo sientes! —Charlotte sintió un acceso de histeria que se aferraba a su garganta y subía como si fuese bilis. Tragó, tratando de dominarlo, pero la áspera amargura de su sabor no desapareció. Sabía que Lewis no diría nada que le comprometiese, ni aun cuando ello la salvase. Recordó las palabras de Easter hacía unas pocas horas: «También se quiere a sí mismo, y ésa es la gran pasión de su vida. Usted ocupa un segundo término, Charlotte».

—Si al menos pudiese comprender —dijo lentamente—. Si supiera por qué, por qué…

Lewis tomó una de sus manos y la apoyó contra su mejilla febril y reseca.

—Puede que algún día tengas todas las respuestas… No te apartes, no me temas.

Charlotte tenía miedo, sin embargo. Al contemplar el agua oscura, recordó a Violet.

—Dime que me has querido, Charley.

—Yo… yo te he querido.

—¿Y ahora?

—No lo sé… Me mentiste acerca de Violet. Me dijiste que nunca habías oído hablar de ella.

—No era mentira entonces. No sabía que era la misma muchacha hasta que vi su fotografía a la mañana siguiente. Lo… ¡Dios mío, era una niña! Aquella noche había bebido demasiado. Ella no se apartaba de mi lado, no conseguía deshacerme de ella y… Pero es demasiado tarde para disculparse o para dar explicaciones. No, no debes llorar. Charley, no llores, por favor. —Charlotte ocultó el rostro sobre la manga de su chaqueta. Lewis le acarició los cabellos con un gesto torpe—. Dime, Charley. ¿Crees tú en una segunda vida, en una segunda oportunidad de felicidad?

—Quisiera creer, pero no puedo.

—Yo tampoco. Esto es todo lo que hay. No hay nada más. No hay una segunda oportunidad. —Los ojos de Lewis contemplaban sin ver el horizonte oscuro—. Es un epílogo extraño para un sueño, ¿no? Basta, no llores más, Charley. Saldrás bien de esto, te lo prometo.

Charlotte lloró durante largo rato, como un niño, con los puños apretados contra sus ojos. Cuando dejó de llorar, Lewis limpió su rostro con su pañuelo y la ayudó a ponerse de pie.

—Es mejor que te vayas ahora, Charley —dijo—. Quizá es mejor que nos vayamos los dos.

—¿Adónde irás?

—A casa.

—¿A tu casa?

—Sí. Puedes decirle a Easter que estaré esperándole allí.