16

Había luz en la oficina de Coombs, pero la puerta estaba cerrada y las persianas bajadas. Se oía funcionar un aparato de radio, en el que Coombs había sintonizado evidentemente una novela de crímenes, pues al pasar Charlotte en el coche alcanzó a oír el tétrico fondo musical de un órgano.

Guardó el Buick bajo el cobertizo, junto a la cabaña número 4. Respiraba aún afanosamente, llena de indignación, mientras abría la puerta y buscaba a tientas la llave eléctrica en la pared. Pero antes de que su mano se posara sobre ella, la luz se encendió tan inesperadamente como un relámpago.

—Queríamos sorprenderla —dijo Voss con una leve carcajada—. Mírala, Eddie. Sin duda está sorprendida, ¿no?

—Sin duda —dijo Eddie, sonriendo tímidamente mientras acariciaba la solapa de su chaqueta deportiva a cuadros verdes y marrones. Los dos hombres vestían ropas flamantes, casi idénticas. Trajes a cuadros con chaleco, zapatos de piel marrón y corbatas con el dibujo pintado a mano de una mujer semidesnuda.

Con un movimiento tan rápido que Charlotte no tuvo tiempo de anticiparse a él, Voss pasó a su lado e hizo correr el cerrojo de la puerta. Charlotte no intentó retirarlo. Tampoco hizo ningún otro movimiento.

—Está sorprendida, ¿no? —repitió Voss—. Pensé que se sorprendería.

—Váyanse inmediatamente —dijo Charlotte— o llamaré al administrador.

Voss caminó en un semicírculo en torno de ella y se sentó en el soporte para maletas al pie de la cama.

—¿El administrador? —dijo—. ¡Sí que tiene gracia! Coombs es un viejo camarada de Eddie. Por eso hemos pasado por aquí. Eddie quería visitar a Coombs, decirle adiós, y quizá pavonearse con su elegante equipo.

—¿Quién ha dicho que quería pavonearme? —murmuró Eddie—. ¡Repítelo, y verás! ¿Quién se pavonea?

—Vamos, aprende a aceptar una broma, ¿quieres? ¡Y no me interrumpas! Como estaba diciendo, hemos venido a hacer una visita de cortesía a Coombs, y ha querido la casualidad que yo mirase el registro en su oficina y viese su nombre. Se me ha ocurrido que convenía quedarse un rato y averiguar qué la había traído por aquí. —Sus ojos vagaron por la habitación—. No está mal, ¿no, Eddie? Pero esto no es nada comparado con la forma en que viviremos nosotros algún día. —Sus ojos se fijaron nuevamente en Charlotte y no se apartaron de ella—. Eddie y yo abandonaremos el país.

—Me alegro.

—Hemos venido a despedirnos de los amigos. Después buscaremos climas más propicios, como ha dicho alguien. —Después de una pausa, Voss prosiguió, con el ceño fruncido—: Eddie, quítate el sombrero. ¿Acaso no tienes educación? Y ofrécele un asiento a la doctora. Parece que necesitará sentarse ahora mismo.

Eddie se quitó el sombrero. Llevaba el pelo cortado, en forma de cola de pato, del tipo usado por las pandillas de gamberros que Charlotte había visto en Olive Street.

—Me quedaré de pie, gracias —dijo Charlotte—. Además, Eddie está mejor con el sombrero puesto.

—No sea tan poco cordial. Recuerde que todavía tenemos datos acerca de su persona que no le harán mucho bien si llegan a circular por un ambiente determinado.

Voss no dijo esto último con tono amenazador, no obstante. En realidad estaba sonriente, y de inmediato su sonrisa se transformó en una breve carcajada, como si saborease un chiste secreto y sabroso.

—¡Un ambiente determinado! —repitió—. ¡Perdone! ¡A veces mi sentido del humor puede más que mi voluntad de callar!

Eddie reía a su vez con una expresión tonta e intrigada, como si no entendiese el chiste, pero al mismo tiempo estuviese dispuesto a compartirlo todo con su amigo.

—Sí, señor —dijo Voss—. Eddie y yo buscamos climas más propicios.

—¿De dónde han sacado el dinero?

—Lo hemos ganado. Tiene gracia esto, ¿no, Eddie? Lo hemos ganado.

Los dos hombres se echaron a reír de nuevo con grandes muestras de regocijo, como un par de niños que hubiesen sacado ventajas a sus padres merced a su astucia.

—No diré que soy un hombre excepcionalmente inteligente —dijo Voss por fin, secándose las lágrimas—. Soy afortunado, simplemente. En esta única oportunidad me he encontrado en el lugar adecuado y en el momento adecuado, y he obtenido la solución que buscaba.

—¿Solución de qué?

—Le diré. Le diré exactamente qué sucedió. Eddie y yo Íbamos andando por la calle, cuando de pronto un hombre que avanzaba a pocos pasos de distancia comenzó a arrojar billetes de mil dólares por los aires; y Eddie y yo los recogimos. ¿Qué piensa usted de esto?

—Es muy interesante —dijo Charlotte—. A pesar de ello, yo no cifraría muchas esperanzas en esos climas más propicios.

—¿No? ¿Por qué?

—Hay una orden de arresto contra ustedes. Easter les está buscando.

—¿Easter? ¿De la policía?

—Sí.

El rostro de Voss se arrugó en una mueca de incredulidad y de inocencia ofendida.

—No hemos hecho nada —dijo—. ¿Por qué habría de buscarnos? Somos inocentes.

—Quizá tenga algo que ver con el viejo —dijo Eddie—. Puede que se haya muerto.

—Nosotros no le tocamos —dijo Voss—. Estábamos en la galería en medio de una interesante discusión, cuando de pronto el viejo comenzó a vomitar, a vomitar sangre. —En ese punto se interrumpió e hizo un gesto de repugnancia—. Por poco me mareo yo también. ¿De modo que ha muerto el viejo?

—Sí.

—Pues no podrán acusarme de nada. No sería capaz de rebajarme a matar a un ladrón de baja estofa como Tiddles. Asesinar es oficio de tontos.

—También lo es robar. Usted me robó el bolso.

—¿El bolso?

—No tenía intención de robarlo, sólo quiso asustarme. Cuando fui a Olive Street aquella primera noche para entrevistar a Violet, usted temió que yo hubiese cambiado de idea en cuanto a ayudarla a deshacerse del niño. Aquel niño tenía valor para usted. Mientras Violet lo llevase en sus entrañas, sería un instrumento para proporcionarle dinero. Así pues, trató de despistarme mientras yo hablaba con el viejo Tiddles. Cuando llegué a mi casa estaba esperándome, con objeto de asustarme. Pero cuando vio mi bolso no pudo resistir la tentación de robarlo, ¿no?

Yo no lo robé —dijo Voss, mirando astutamente a Eddie.

El cigarrillo que colgaba entre los labios de Eddie se sacudió violentamente.

—¡Yo tampoco! —dijo Eddie—. ¡Yo tampoco, te digo!

—¿Quién ha dicho que fueras tú?

—¡Me has mirado!

—Desde luego que te he mirado. Yo miro a todo el mundo. Para eso tengo ojos.

—Pero no tienes por qué mirar de esa manera tan rara.

—Muy bien, muy bien. Te pido que me disculpes por mis ojos de expresión rara. ¿Estás contento ahora?

—No, no estoy contento. Me has mirado como si yo hubiese robado ese bolso. No me gusta nada.

—Deja de charlar. ¿No ves acaso lo que quiere esta señorita? Quiere que hables y caigas en una trampa.

Eddie se volvió para mirar hoscamente a Charlotte.

—¿Cuál es la trampa? —preguntó.

—No hay tal trampa. Les he dicho que la policía les busca. Si son hombres sensatos, se entregarán. Tendrán así una oportunidad de probar su inocencia.

—¿Cómo puedo probar mi inocencia…?

—¡Calla! —le gritó Voss—. ¡Calla de una vez!

—Muy bien. Pero ¿cómo puedo…?

—Vamos, salgamos de aquí. —En su exaltación, Voss saltaba de un lado a otro del cuarto—. Vamos, date prisa.

—Muy bien, muy bien.

—Cometen ustedes un error —les dijo Charlotte—. Pero han cometido tantos, que otro más no tiene importancia.

—¿Sí? —dijo Voss descorriendo el cerrojo de la puerta—. Usted preocúpese por sus errores, hermana, y yo cuidaré de los míos. Vamos, Eddie, date prisa, quítate el plomo de los pies.

—¿Adónde…?

—¿Quieres callar?

Voss cerró la puerta rápidamente, como si temiese que Charlotte les siguiese gritando. Diez segundos más tarde, Charlotte oyó el automóvil que se alejaba velozmente con un chirrido de neumáticos. Abrió la puerta y salió, con la esperanza de ver el número de la matrícula. Pero Voss había apagado las luces traseras. No pudo ver siquiera qué dirección había tomado.

El señor Coombs apareció bostezando en la puerta de su oficina.

—Me ha parecido oír el motor de un coche —dijo.

—A mí también.

—Hace un rato han estado aquí unos amigos suyos. ¿Les ha visto?

—Sí, muchas gracias.

—A juzgar por su aspecto, son muchachos del lugar que han prosperado. Es extraño, pero nunca creí que Eddie tuviera cerebro para prosperar. Esto demuestra que… Bueno, es hora de que cierre la tienda para dormir como un angelito. ¡Ja, ja, ja!

—Antes quisiera hablar por teléfono, por favor.

—¿Llamada particular?

—Sí.

—En ese caso esperaré afuera. Nunca me ha gustado oír conversaciones ajenas. Es muy malo escuchar sin permiso. Además de malo en sí es perjudicial para el negocio.

Charlotte llamó a la taberna de Sullivan, pero Easter se había marchado ya, y el hombre que contestó a su llamada en la hostería Rose Court le dijo que el señor Easter, del número veintiuno, no había regresado aún.

No le quedaba otra alternativa que esperar. Se sentó junto al escritorio del señor Coombs y levantó un ejemplar reciente de Historietas pasionales. Le daban ganas de llorar por los seres inocentes como el señor Coombs, Violet y Gwen, y por los seres perdidos y torcidos como Voss y, en fin, por los seres resentidos y estúpidos como Eddie O’Gorman.