A las cinco de la tarde, la señorita Schiller comenzó sus preparativos para marcharse. A la hora del almuerzo se había enterado por el periódico de la muerte de Violet, y desde entonces charlaba sin cesar con una serie de enfermos, agrandando de vez en cuando la verdad. «Allí estaba en la puerta, llena de vida, ya sabe usted qué quiero decir… Sin embargo, yo sabía, sabía por la expresión de sus ojos que le sucedía algo… Es una muchacha para la ciudad, pero afortunadamente no era de aquí: Vino de un pueblecito de Oregón, según dice el periódico».
Ésa fue para ella una tarde rica en emociones y, por lo tanto, muy satisfactoria, aunque malograda de vez en cuando por alguna mirada hosca de Charlotte y por el hecho de que algunos enfermos, dando muestras del mayor egoísmo, habían preferido hablar de sus propios síntomas.
La señorita Schiller se peinó y se colocó nuevamente su redecilla. Con la redecilla puesta, no parecía tener cabello, sino una velluda gorra gris bajo la cual se ocultaba la verdadera señorita Schiller, calva como un huevo.
El periódico que había comprado a la hora del almuerzo estaba sobre su escritorio, doblado de tal manera que le permitía contemplar la fotografía de Violet cada vez que sentía que disminuía en algo su exaltación. «Señora Violet O’Gorman, residente en Ashley, Oregón, cuyo cadáver fue hallado esta mañana en West Beach. Al parecer, se trata de un suicidio…».
La señorita Schiller estaba leyendo de nuevo el periódico con la intensa atención de quien lee algo relativo a sí mismo, cuando Charlotte salió del consultorio con sus ropas de calle y su maletín en la mano.
La enfermera cerró rápidamente el periódico y dijo con su tono más atento y conciso:
—¿Doctora?
—¿Cuántas visitas debo hacer?
—Sólo tres. Son éstas.
—¡Es terrible! —comentó Charlotte y, apoyándose contra el escritorio, cerró los ojos. La idea de efectuar tres visitas a domicilio le causaba consternación.
—No es cosa que me concierna, doctora, pero debo decirle que en los últimos días no ha tenido usted muy buen aspecto.
—¿No?
—Está ojerosa, demacrada.
—Gracias.
—El otro día leí casualmente que los médicos mueren más jóvenes que las personas de otra profesión. Y le aseguro que este nuevo tónico a base de hierbas que yo estoy tomando es verdaderamente bueno.
—Seguramente el tónico de que me habla está cargado de alcohol. No es extraño, pues, que le dé sensación de energía.
—¿Alcohol? —repitió la señorita Schiller, palideciendo—. ¡No es posible! No se atreverían a…
—No se preocupe. No la matará —le dijo Charlotte.
—¡Pero yo no bebo nunca! El alcohol va contra mis principios.
—Bueno, puede que el tónico contribuya a que cambie de principios.
En aquel momento sonó el teléfono, pero la señorita Schiller estaba demasiado turbada para contestar a la llamada. En su imaginación se veía ya convertida en una alcohólica condenada a una muerte infame, sin culpa alguna por su parte. El líquido mortal se agitaba en aquel mismo instante en su sangre, corroyendo su voluntad y destruyendo su carácter. Al hacer su juramento de sobriedad le habían dicho que nadie sabía que su voluntad estaba minada hasta que era demasiado tarde. Era horroroso. Se sentía al borde del desmayo.
—¿Charley? Habla Bill Blake.
—¿Cómo estás, Bill?
—Tengo que salir de la ciudad a principios de la semana próxima. He pensado que podríamos cambiar nuestra clientela, siempre que no tengas inconveniente en ello.
—Ninguno.
—Si no tienes ningún enfermo especial esta semana, yo podría atender tu consultorio el resto de la semana, y tú tomar el mío el lunes, el martes y el miércoles.
—Encantada, Bill.
—Muy bien. ¿Será demasiado esperar que la señorita Schiller te haya abandonado para ingresar en un convento?
—Sí, eres demasiado optimista.
—Bueno, me conformaré con tenerla anestesiada, en ese caso. Ya te veré. Muchas gracias, Charley.
—Hasta pronto. —Charlotte colgó el receptor y se dirigió a la señorita Schiller—. El doctor Blake le manda recuerdos.
—¿De verdad? —La señorita Schiller salió bruscamente de su tumba de alcohólica con la agilidad primitiva de un conejo—. Pues no puedo menos que decir que me siento halagada. ¡El doctor Blake es tan simpático!
—Es verdad. Estará en el consultorio el resto de esta semana. Si alguien llama, avísele. Y por la mañana telefonee a los enfermos que ya están citados para que vayan al consultorio del doctor Blake, o para que vuelvan dentro de unos días. ¿Están al día los historiales?
—Naturalmente, doctora. —La señorita Schiller se mostró ofendida—. Lo que quiero decir es que… ¡Por Dios, doctora! Hace mucho que estoy en esta profesión y…
—No he querido ofenderla.
Charlotte levantó su maletín del escritorio, donde lo había dejado para atender la llamada telefónica. Le pareció más pesado que de costumbre. Comprendió que, por primera vez en años, se sentía exhausta. Caminó lentamente, como si parte de sus tejidos nerviosos estuviesen destruidos y como si cada movimiento que hacía debiese ser previamente planeado a fin de forzar sus músculos a la obediencia.
—Es una agradable coincidencia que haya telefoneado el doctor Blake —dijo la señorita Schiller—. Ahora usted podrá descansar unos días. Vaya a la playa y tome el sol.
—Puede que lo haga.
Al decir esto, Charlotte pensó fugazmente en la agradable coincidencia, pero lo olvidó todo tan pronto como llegó a la calle y entró en su automóvil.
Eran las siete, aproximadamente, y se veían las primeras estrellas en el cielo cuando llegó a su casa. Aún antes de entrar en el sendero que conducía al garaje oyó el timbre de su teléfono. Era un ruido agudo e irregular, como el croar de los sapos. En el momento en que abrió la puerta principal, el teléfono calló, pero volvió a sonar unos segundos más tarde.
Se le ocurrió que quizás era Lewis quien llamaba, y cuando atendió a la llamada trató de disimular su cansancio. A Lewis le desagradaba sobremanera que tuviese tono fatigado, y ello siempre daba lugar a una discusión sobre el hecho de que trabajaba demasiado.
—¡Hola!
—Veo que trabaja hasta muy tarde —le dijo Easter.
—Quisiera que me dejase usted tranquila.
—¿Quién la molesta? Lo único que sucede es que tengo un nuevo indicio relativo al caso de Violet y se me ocurrió que a usted le gustaría conocerlo.
—¿De qué se trata?
—Acabo de enterarme de que Violet tiene una hermana mayor que vive en Ashley, una viuda de guerra llamada Myrtle Reyerling. Puede que Violet le haya confiado algo sobre el hombre que buscamos… llamémosle señor B.
—¿Por qué señor… B?
—No hay ninguna razón especial. Mañana pienso ir a Ashley, en una visita extraoficial, a fin de conversar con la señora Reyerling. ¿No querría acompañarme?
—No, gracias.
—Piénselo bien.
—Lo he pensado.
—El paseo le hará mucho bien —insistió Easter—. Aire puro y demás.
—Tengo bastante aire puro aquí.
—Pero el aire puro de Oregón tiene, según dicen, cualidades terapéuticas para las mujeres nerviosas. Es como un elixir maravilloso, pero en forma gaseosa.
En aquel momento se oyó el timbre de la puerta.
—Nunca en mi vida he sido nerviosa —dijo Charlotte—. Además, en este momento oigo sonar el timbre de la puerta.
—Lo oigo.
—Así pues, si me perdona…
—La perdono, aunque sin ganas.
—Gracias por la invitación.
—Siga pensando en ella —dijo Easter antes de cortar la comunicación. Mientras se dirigía hacia la puerta, Charlotte pensó que la invitación de Easter coincidía en forma extraña con la oferta del doctor Blake de atender su propio consultorio durante unos días. No había relación entre los hechos, sin duda, pero de todos modos sentía cierta preocupación. Le intrigaban los posibles móviles de Easter; se preguntó si verdaderamente estaba enamorándose de ella como decía, o si creía que ella sabía algo más acerca del caso de lo que demostraba saber.
Antes de abrir la puerta acercó un ojo a la mirilla. Su visitante era Lewis.
Durante un instante, Charlotte tuvo la impresión de que era alguien a quien había conocido bien en una época, pero a quien no veía desde hacía muchos años. Su rostro estaba serio, su boca era una línea apretada y severa. Tenía manchas oscuras bajo los ojos, semejantes a manchas de hollín.
—¿Cómo estás, Charley?
—¡Lewis…, Lewis! ¿Estás enfermo?
—No. —Lewis la besó en la mejilla. Su aliento olía a coñac.
Charlotte se apartó y le rechazó levemente con un brazo a fin de poder mirarle mejor.
—No habrás bebido demasiado, ¿no? —dijo.
—No estoy enfermo ni he bebido demasiado.
Lewis cruzó el cuarto y se sentó con aire fatigado en el sillón de cuero rojo. Llevaba el sombrero y el abrigo que había llevado la noche anterior, cuando se encontraron en el espigón. Cuando apoyó la cabeza contra el respaldo, el sombrero se deslizó y cayó al suelo. Aparentemente, él no lo advirtió.
—Sólo he bebido con fines medicinales: lo suficiente para no estrangular a mi mujer.
Las palabras de Lewis la sacudieron.
—No debes decir esas cosas, Lewis —dijo.
—Si no lo dijera, quizá terminaría haciéndolo en realidad. ¿Has leído los periódicos?
—Sí.
—Es la misma muchacha, la misma que fue a verte, ¿no?
—Sí.
—Lo siento mucho, Charlotte. Lo siento por la muchacha, y por ti, que te has complicado en el asunto. —Durante toda la comida, Gwen no había cesado de hablar de ello: «¡Pobre muchacha, qué desamparada debe de haberse sentido! ¡Sé tan bien lo que significa la soledad! A veces cuando tú no estás aquí, Lewis, cuando estás fuera por las noches durante horas y horas, casi siento deseos de… matarme». Gwen, sentada a la mesa frente a él, como una muñeca animada, mientras los perros apretaban sus húmedas narices contra sus brazos desnudos, en busca de atención o de un trozo de carne. Y Lewis había sentido una furia asesina, un deseo terrible de acallar la voz suave, de maniatar las manos blancas y graciosas. «¡Esa pobre, pobre muchacha! Imagínate cómo debe sentirse el hombre que la llevó a esa situación».
Lewis se cubrió los ojos con las palmas de las manos. Charlotte se sentó en el taburete, a sus pies.
—Esta tarde he intentado hablar contigo en tu oficina —dijo.
—No estaba allí.
—Ya lo sé.
—Me fui al cine.
—No sabía que tú ibas al cine —dijo ella con tono ligero.
—No voy casi nunca. Estaba cansado. Creí que me dormiría de tedio, pero no me dormí… necesito algo para dormir, Charley.
—Puedo darte un par de comprimidos de Nembutal.
—Gracias. Muchas gracias.
Trajo los comprimidos del botiquín del cuarto de baño.
—No los tomes hasta veinte minutos antes de acostarte —le recomendó.
—Muy bien.
—Lewis, ¿sucede algo?
—Absolutamente nada.
—Me alegro, señor B.
Lewis se mostró sorprendido y luego halagado.
—Hacía mucho que no me llamabas así. ¿Recuerdas?
—Recuerdo.
—Te quiero, señorita K.
—¡Qué agradable es vernos sonriendo nuevamente, querido!
—He perdido la práctica.
—Ya lo sé. Pero todo será mejor para nosotros algún día, ya lo verás —dijo ella. Seguidamente le dio un cigarrillo y se lo encendió, feliz de comprobar que era capaz de ayudarle cuando estaba cansado. Su propia fatiga había desaparecido casi totalmente—. Pienso dejar el consultorio el resto de esta semana, Lewis.
La mano de Lewis apretó su brazo.
—Es un poco inesperado, ¿no?
—Es que tengo la oportunidad de salir. Me propongo hacer un pequeño viaje en coche.
—¿Adónde?
—Pues… a cualquier parte. Ya sabes que siempre me ha gustado conocer lugares nuevos.
Lewis no había apartado los ojos de ella, y ni siquiera había pestañeado.
—¿Lugares nuevos como… cuáles, por ejemplo? —dijo.
—Por ejemplo, Oregón, que no conozco bien. Dicen que es muy bonito en verano.
—¿Quién lo dice?
—Se me ocurrió que quizás…
—Deja de hablar de «quizás» y de «tal vez». Estás ya decidida. Siempre estás decidida cuando anuncias tus planes. ¿A qué punto de Oregón piensas ir?
—A Ashley.
—¿Donde vivía la muchacha?
—Sí.
—¿No has tenido bastantes complicaciones ya?
—Por favor, querido…
—No vayas. No vayas, Charley.
—Yo quiero ir. Tengo la convicción de que debo ir.
—¿Por qué? No tienes nada que ver con el asunto.
—La policía irá.
—¿La policía?
—Quiero llegar antes que ellos. No me gusta ese teniente que investiga el caso, Easter.
—Le conozco —dijo Lewis—. Siempre provoca dificultades.
—Esta noche me llamó por teléfono y me pidió que le acompañara a Ashley y hablase con la hermana de Violet. Me negué. Creo que pretendía tenderme una trampa. Sé perfectamente que no he hecho nada, pero tengo la sensación de que de alguna manera inexplicable estoy profundamente complicada en la muerte de Violet.
—No vayas, Charley —insistió él.
—No, quiero ir. No tengo miedo de Easter. Sólo siento curiosidad.
—¡Curiosidad! ¡Dios mío!
—Además, conducir es un descanso para mí, y el viaje me hará bien.
—Podría hacernos mucho bien a los dos. Muchísimo bien.
Lewis se puso en pie.
Cuando se inclinó para recoger su sombrero del suelo se tambaleó imperceptiblemente, y Charlotte se preguntó si habría bebido más de lo que admitía, o si estaba simplemente exhausto.
La besó en la puerta. Fue un beso largo, pero para Charlotte fue un beso a la vez melancólico y amargo. De pronto, sintió ganas de llorar.
—Adiós, Charley. Adiós, querida.
—Lewis, te cuidarás, ¿no?
—Desde luego. Que te diviertas.
—Espera. Lewis, si no quieres que vaya, si tienes algún motivo…
—¿Motivo? —repitió él—. No, ninguno. Ningún motivo, salvo que te echaré de menos.
—Así lo espero.
—Adiós, Charley. —Las palabras tenían un tono definitivo, como si Lewis no esperara volver a verla.
La puerta se cerró detrás de él.