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La tarde era todavía calurosa, pero el viento amenazaba ya con una noche de niebla. La fuerte brisa se deslizó por la ventana abierta, hurgó con dedos curiosos e insinuantes los rincones de la habitación, levantó la falda del uniforme blanco de la señorita Schiller y exploró el cabello oscuro de la muchacha sentada cerca de la puerta. La muchacha tenía una revista sobre las rodillas, pero no la leía, sino que plegaba con aire distraído los bordes de las páginas.

—No sé si la doctora Keating podrá verla —le dijo la señorita Schiller—. Es muy tarde.

La muchacha tosió, nerviosa.

—No he podido llegar antes. No… no podía encontrar el consultorio.

—¡Ah! ¿No es usted de aquí?

—No.

—¿Quién le ha recomendado a la doctora Keating?

—¿Quién me la ha recomendado?

—¿La envía alguien?

—Yo… no… He encontrado su nombre en la guía telefónica.

De pronto, la muchacha se puso de pie y la revista y su ordinario bolso marrón cayeron al suelo.

—Tengo que verla —dijo—. Es sumamente importante.

—Si me deja su nombre y dirección avisaré a la doctora de que está aquí.

—Violet O’Gorman, 916 Olive Street.

—¿Señorita?

—No; señora. Señora O’Gorman.

La señorita Schiller le dirigió una mirada escrutadora antes de volverse y desaparecer detrás de la puerta del consultorio con un rumor de uniforme almidonado.

Charlotte vestía ya su ropa de calle, pero estaba acostumbrada a la idea de cambiar repentinamente de planes. Hacía muchos años que aquello ocurría casi diariamente.

Estaba arreglándose el sombrero frente a un espejo de pared. Era una mujer alta y esbelta, de apenas treinta años, con un aire sereno y competente.

—¿Qué sucede ahora? —preguntó.

—Acaba de llegar una enferma. No la ha enviado nadie. Dice que ha encontrado su nombre en la guía telefónica.

—¡Ah!

—Dice que se llama señora O’Gorman.

—Si dice que se llama así, seguramente ése es su nombre —dijo Charlotte, lacónicamente—. De paso le diré, señorita Schiller, que cuando atienda el teléfono debe decir «¿Cuál es su nombre?» y no «¿Cuál era su nombre?». Eso da la impresión de que está hablando con un muerto.

—Me esfuerzo por complacerla —dijo la señorita Schiller, pero su tono y sus labios apretados parecían expresar que de todos modos era imposible complacer a la doctora Keating.

Charlotte se quitó el sombrero y, con gesto experto, alisó su suave cabello castaño. La señorita Schiller frunció levemente el ceño al mirar el sombrero. No le gustaba la forma de vestir de la doctora fuera de las horas de consulta. Sombreros de ala grande, vestidos transparentes y zapatos con tacones muy altos. Cualquier paciente que la encontrase en la calle perdería su confianza en ella, pues pensaría que se dirigía a una reunión social o a una partida de bridge en lugar de ir al hospital a hacer sus visitas. En cuanto a la señorita Schiller, nunca había tenido ninguna confianza que perder. Frecuentaba a un masajista que trataba su lumbago, y para aumentar su hemoglobina compraba hierbas chinas en un pequeño comercio del centro de la ciudad.

—Haga pasar a la señora O’Gorman, por favor.

—Muy bien, doctora.

La señorita Schiller salió con una mano apoyada sobre la parte baja de la espalda, como para indicar que cumplía con su deber, a pesar de sufrir intensos dolores. Charlotte sonrió. Estaba enterada del asunto del masajista y de las hierbas chinas y, en realidad, estaba al tanto de casi todo lo que se refería a la señorita Schiller, de modo que siempre se mostraba tolerante. «Saberlo todo es perdonarlo todo», había citado a Lewis en una oportunidad; y estaba profundamente convencida de ello. Lewis haba comentado, a su vez, que era una mujer notable. Por su parte, Charlotte había convenido en ello, pero sin sentir ningún orgullo. Era sorprendente, en una época como la actual, poder sobrevivir a todo sin sufrir tensiones nerviosas, insomnio o cualquiera de los oscuros síntomas psicosomáticos que afligían a la mitad de las personas que acudían a su consultorio.

Charlotte era una mujer sana y feliz. Trabajaba duramente, pero nunca hasta agotarse. Era competente en su trabajo de clínica general. Tenía una mentalidad perspicaz, aunque no muy profunda, y un fino sentido del humor. La mayoría de sus colegas varones la llamaba Charley y se referían a ella, a sus espaldas, en términos amistosos, pero a la vez como si careciera de sexo. Sin embargo, no era asexuada. Allí estaba Lewis. Y eventualmente…, sí, eventualmente, sería necesario hacer algo respecto a Lewis. Estaba saliendo irrevocablemente de la etapa de la luz de luna y ramos de rosas. Su relación mutua tenía en aquella fase un elemento más terreno, más vigoroso, compuesto más bien de aire libre y de cardos. La actitud de Lewis era cada día más insistente, y separarse de él resultaba cada día más difícil.

Charlotte se había impuesto la regla de no pensar en Lewis durante las horas de consulta. Con un esfuerzo lo ahuyentó de su mente y concentró toda su atención en la muchacha que entraba en aquel momento acompañada por la señorita Schiller. Ésta la tenía firmemente aferrada de un brazo, en la actitud de una celadora de prisión escoltando a una presunta fugitiva.

El rostro de la enfermera estaba congestionado y lleno de indignación.

—¡Imagínese, doctora! No quería entrar. Salió corriendo. Imagínese, después del trabajo que usted…

—Está bien, señorita Schiller, puede retirarse —dijo Charlotte.

—Desde luego pensaba entrar —dijo la muchacha, tan pronto como la puerta se cerró tras la señorita Schiller—. Salí sólo para tomar un trago de agua en el corredor. Tengo esta sed terrible que…

—Tome asiento, señora O’Gorman.

La muchacha se sentó con aire aprensivo en el borde de una silla. Tenía aproximadamente veinte años, cabello oscuro, y era bastante fea, con excepción de los ojos y del saludable color sonrosado de sus mejillas. Aunque era un día húmedo, llevaba un pesado abrigo de paño que sostenía muy ajustado sobre el abdomen con ambas manos. En la frente tenía una larga cicatriz quebrada. La cicatriz estaba roja y Charlotte se preguntó cómo no habían hecho a la muchacha un tratamiento de rayos X para hacerla menos visible.

—Siempre tengo esta sed terrible. Yo creo que tomo diez litros de agua por día.

—Eso le hace bien —le dijo Charlotte—, en vista de su estado.

La muchacha dejó escapar un grito.

—¡Dios mío, Dios mío! ¿Acaso se nota ya? ¿Se nota?

—Siento haberla alarmado. Naturalmente, pensé que…

—¿Cómo puede notarse ya?

—No se nota.

—¡Tiene que notarse! Usted ha dicho que… —La muchacha se cubrió el rostro con las manos. Las lágrimas cayeron entre sus dedos y se deslizaron por sus muñecas.

Llevaba anillo matrimonial. Pero la verdad era que todas llevaban anillo. Los compraban en las tiendas de adornos de fantasía. Charlotte pensaba siempre que para algunas de ellas, el momento de ir a una de esas tiendas a comprarse el anillo liso debía ser el peor de todos, peor aún que el del parto. Probablemente no había ninguna entre aquellas muchachas que alguna vez no hubiese soñado con una boda en primavera con vestido blanco y flores. Charlotte se sintió de pronto deprimida. Por fin dijo:

—¿Dónde reside usted, señora O’Gorman?

—En Oregón. Ashley, Oregón.

—¿Está casada?

—Sí. ¡Sí! Sólo que le he dejado. No es él… él no es el… padre.

—¿Qué quiere que haga yo, señora O’Gorman? ¿Cuál es su nombre de pila?

—Violet.

—¿Quién la ha enviado aquí, Violet?

—Nadie. —Los ojos de la muchacha se agrandaron en una expresión de inocencia. Charlotte no se engañó. Al mismo tiempo, abrigó la esperanza de que no circulase el rumor de que acostumbraba a realizar operaciones ilegales.

»Nadie me ha enviado —dijo Violet—. Como le dije a la enfermera, vi su nombre en la guía telefónica y vine a verla porque usted es mujer, porque creí que comprendería lo que significa hallarse en este estado sin marido.

—Usted no desea ese hijo, ¿no es eso?

—¿Cómo puedo quererlo? —repuso ella ingenuamente.

—Usted es joven y sana. Si cobra ánimo y tiene ese niño, seguramente podrá conservar su empleo hasta el último momento, casi…

—No tengo empleo.

—Bueno, tal vez el hombre contribuya a mantenerla. Si usted puede probar que es hijo de él, no tendrá otra alternativa.

—Puedo probarlo perfectamente. Yo no vivía con Eddie entonces. Eddie decía que le ponía nervioso, de modo que fui a pasar un tiempo con mi hermana. De esa manera Eddie supo que el niño no era suyo. —Violet tocó la cicatriz de su frente con la punta de un dedo—. Me golpeó con una lámpara. Después de esto le soporté dos meses y por fin le abandoné. Me dijo cosas terribles. Yo lo hice sin pensar.

La muchacha se echó a llorar nuevamente. Charlotte la miró con aire sereno y objetivo. Una semana antes de irse, Lewis le había preguntado si nada la conmovía. Ella había respondido que en su profesión no podía permitirse el lujo de conmoverse mucho, pues en ese caso estaría llorando todo el tiempo, sin mayor provecho para nadie. Pero Lewis no lo veía así. A pesar de su espíritu mundano, juzgaba una emoción según el volumen de lágrimas o risa que provocaba.

—Por lo visto, el padre no quiere casarse con usted —dijo.

—Aunque quisiera casarse, no podría. —Violet buscó torpemente en el interior de su bolsillo, hasta que halló un pañuelo de papel, empapado de lágrimas y manchado de pintura para los labios—. Está casado.

—¿Sabía usted eso cuando…?

—Sí. Me lo dijo. Pero en aquel momento no me importó. ¡Era tan diferente de los hombres que yo había conocido!

—¿Mayor que usted?

—Si, de unos cuarenta años.

—¿Hacía mucho que le conocía?

Violet emitió un sonido que era casi una carcajada.

—Nunca le había visto antes.

—Y a pesar de ello…

—Sí. Sí. Yo… no creo que usted comprenda.

—Estoy tratando de comprender —dijo Charlotte, gravemente.

—Bueno, estuvo en la taberna donde trabaja Eddie. Eddie es mi marido. Comenzó a hablar de los grandes árboles y de que era un crimen derribarlos. Dijo que algunos de ellos tienen cuatro o cinco mil años y ochenta metros de altura, y que son casi humanos. No recuerdo sus palabras con exactitud, pero hablaba como… como las poesías.

Charlotte la miraba silenciosa y compasiva.

—Bueno, Eddie dijo que todo eso eran tonterías, me refiero a lo que había dicho sobre los árboles; y cuando yo quise hablar me ordenó que callara y volviera a casa de mi hermana. Yo tuve miedo de quedarme. Eddie es muy… violento.

—¿Violento?

—Fue boxeador profesional, hasta que se le perforó el apéndice. Yo no quería complicaciones, de modo que me fui.

—Pero no fue a casa de su hermana.

—No —repuso Violet, moviendo la cabeza—. Salí de la taberna y esperé junto al automóvil. Era el único automóvil con matrícula de California. En realidad, yo… yo quería disculparme por la mala educación de Eddie.

Conversamos un rato y luego él dijo que debía regresar a su albergue porque partiría a la mañana siguiente, hacia su casa.

—Es decir que pensaba volver aquí, a Salinda, ¿no?

—Sí. Yo me quedé muy desilusionada. Lo que quiero decir es… ¿Nunca fue usted a una ciudad grande como Portland, y quizás atrajo la mirada de alguien mientras caminaba por la calle, y en el mismo instante comprendió que los dos tenían algo en común, mucho en común? Eso fue lo que yo sentí por él. Seguramente usted… nunca ha estado en Ashley.

—No. —Charlotte nunca había oído hablar de dicho pueblo.

—Es un pueblo pequeño, donde la gente no se queda nunca. Pasan a través de él en dirección al norte o al sur. Pero nunca se queda nadie allí. —Con un gesto desafiante levantó la cabeza y añadió—: ¡Lo detesto! ¡También detesto a Eddie!

Y de aquel odio, según comprendió Charlotte, había surgido la unión de Violet con el hombre que hablaba como las poesías. Para ella, aquel hombre había sido probablemente el símbolo de todos los seres románticos e interesantes que pasaban por el pueblo en cualquier dirección, pero que nunca se quedaban allí.

—Después, no sé cómo sucedió todo. No lo sé. Yo… ¡Doctora, por favor! Tiene que ayudarme.

—Lamento no poder hacerlo, por lo menos en la forma que usted insinúa.

La muchacha dejó escapar un grito de desesperación.

—Yo creí que… que como usted era mujer, como yo… por ser mujer…

—Lo siento mucho —repitió Charlotte.

—¿Qué haré? ¿Qué haré con esto… esto que crece dentro de mí, que crece y crece, mientras yo estoy sin dinero, sin empleo, sin marido? ¡Dios mío, por qué no me moriré! —Violet se golpeó los muslos con los puños—. ¡Me mataré!

—No, Violet, no. Vamos, serénese.

En aquel momento apareció la señorita Schiller. Había estado escuchando junto a la puerta. Le gustaban los temas excitantes y la violencia aparecía invariablemente en sus sueños.

—¿Me necesitaba, doctora?

—No —dijo Charlotte, fríamente—. En realidad puede retirarse. Yo cerraré el consultorio.

—Pues yo pensaba que…

—Buenas noches, señorita Schiller.

La puerta se cerró bruscamente. El rostro de Violet tenía manchas pálidas.

—Tiene que haberme oído. Ahora se lo dirá a todo el mundo.

—No tiene a nadie a quien decírselo, salvo a su gato.

—¿Su gato?

—Tiene un gato enorme y los dos conversan horas enteras… ¿Se siente mejor ahora, Violet?

—¿Por qué habría de sentirme mejor? No ha cambiado nada.

Charlotte se sintió molesta. Su despliegue de tacto parecía una tontería frente a las reacciones tan simples y directas de Violet. «¿Cómo puedo querer a este hijo? ¿Por qué habría de sentirme mejor cuando nada ha cambiado?».

—Estas operaciones son ilegales —dijo Charlotte, sin más preámbulos—, a menos que sean necesarias. Quiero decir, necesarias desde el punto de vista médico, en los casos en que está en juego la vida de la madre.

—Mi vida está en juego.

—Usted cree eso ahora. Más tarde, cuando se adapte a la…

—¡Por favor! —dijo Violet—. ¡Por favor, déme algo!

—No puedo. Y aunque le diera algo, no daría resultado. Su embarazo está demasiado avanzado. ¿De cuánto tiempo?

—Cuatro meses.

Charlotte pensó en el niño protegido en su claustro dentro del cuerpo rebelde de Violet, ajeno a la violencia de sus puños y a la animosidad de su espíritu. Debía ser ya un ser humano, con miembros bien formados, la flexión cervical desaparecida, la cabeza casi erguida, la nariz, los labios y las mejillas visibles ya. Cuatro meses… ¿Cómo podía estar tan segura?

—Estoy segura —dijo Violet—. Sucedió sólo una vez.

Dicho esto, levantó la cabeza y miró a Charlotte con una expresión hostil y a la vez ansiosa.

—Seguramente usted no lo cree, como no lo creyó Eddie —murmuró.

—Yo lo creo.

—Sucedió una vez. Un minuto y aquí estoy. ¡Míreme! ¡No es justo! ¡No lo merezco!

—Lo sé… lo sé… Este Eddie de quien habla, su marido… Quizá su mejor alternativa, por el momento, sería volver a su lado, si él está dispuesto a recogerla.

—¡Naturalmente que me recogerá! Le gusta tenerme en casa para que le haga la comida y para tener a quien golpear. Pero ¿de qué sirve quedarse aquí hablando? Usted no quiere ayudarme.

—No puedo ayudarla.

—Puede, pero no quiere, porque tiene miedo. Bueno, también yo tengo miedo, mucho más miedo que usted.

Los ojos de Violet tenían una expresión opaca. El llanto había borrado toda su suavidad, y ahora relucían como bolas de piedra.

—Doctora —añadió vacilando—, ¿no sabe usted de nadie que…?

—Lo siento, pero no sé —repuso Charlotte, con toda sinceridad. Siempre circulaban rumores, acerca del viejo doctor Chisholm, por ejemplo, pero la verdad era que siempre circulaban rumores acerca de muchos médicos, aun de ella misma. La mayoría de los rumores se originaban en un enfermo resentido o en un hipocondriaco crónico.

Violet estaba mirándola con expresión melancólica y amarga.

—Seguramente usted nunca ha estado desesperada, como yo.

Charlotte adoptó una actitud paciente.

—Violet, no hagamos de esto una cuestión personal entre usted y yo, acerca de quién tiene más miedo o quién está más desesperada. Éste es un problema concreto. Dígame, ¿tiene un lugar donde vivir?

—Mi tío político tiene una pensión. Me permitirá quedarme en el cuarto del fondo, arriba, hasta que… hasta que las cosas se arreglen.

—¿Qué cosas?

—Él dice que yo podría sacarle dinero a este hombre… al padre.

—¿Lo ha intentado usted?

—Sí, pero no estaba en casa. No estaba en la ciudad.

—¿Piensa volver?

—Sí, esta noche, según me dijeron.

—¿Sabe que usted está embarazada?

—No.

—¿Cree que reconocerá al niño como suyo?

—Tiene que reconocerlo. Es suyo. Mi tío dice que puedo recurrir a la justicia y obligarle a pagar mucho dinero. Puedo arruinarle definitivamente, según dice mi tío.

—Yo en su lugar no pensaría en la venganza, Violet, sino simplemente en hacer lo que más convenga a usted y su hijo.

Se produjo un largo silencio antes de que Violet hablase nuevamente.

—Yo no quiero arruinarle —dijo—. No estoy resentida, ya que soy tan culpable como él. Ni siquiera quiero dinero. Lo único que quiero es estar como estaba anteriormente, sin nada que crezca dentro de mi cuerpo. Soportaré a Eddie, soportaré cualquier cosa, siempre que pueda ser como era.

—Lo siento muchísimo —dijo Charlotte—. Quisiera poder ayudarla.

En la sala de espera sonó el teléfono y Charlotte fue a atender la llamada. Era Lewis. Le dijo, con un tono algo brusco, que estaba contenta de que hubiese vuelto y que debía llamarla por teléfono a su casa, más tarde.

Cuando volvió al consultorio, Violet se había ido. Se había deslizado por la puerta del fondo; y las únicas pruebas de que había estado allí eran el pañuelo de papel empapado sobre la silla y la ficha sobre el escritorio de Charlotte.

La ficha sólo tenía anotados el nombre y la dirección, escritos en la parte superior con la letra de bibliotecaria de la señorita Schiller: señora Violet O’Gorman, 916 Olive Street.

Charlotte cogió la ficha y se quedó de pie, contemplándola durante más de un minuto. Por fin la estrujó hasta convertirla en una pelota y la arrojó violentamente a la papelera.