TSIMTSUM

LUNES, 10-04-2006

Isaac Luria, un rabino del siglo XVI, acuñó uno de los conceptos más enigmáticos de la Cábala. Según Luria, Dios tuvo que contraerse para hacer un hueco externo en el que crear el universo. Luego vinieron la rotura de los vasos, las chispas divinas y la purificación, acontecimientos esotéricos ajenos a lo que nos ocupa.

Lo más interesante de la teoría cabalística luriana es una paradoja pesimista: cuanto más se expande el universo, más se contrae la divinidad, forzada a un exilio autoimpuesto en los límites exteriores de su propia creación. La conclusión lógica consiste en que Dios es cada día más pequeño y está cada día más lejos. A eso se le llama tsimtsum.

Quizás el concepto del tsimtsum sea el único capaz de explicar el misterio del Inter, cada año más rico, cada año más caro, cada año más caótico y cada año más lejano del scudetto y de la copa orejuda de los campeones de Europa. Algún tipo de maldición mística pesa sobre la Bienamada de Milan, la sociedad más patética del calcio.

Hasta la semana pasada, ser interista constituía una desgracia leve y relativamente llevadera. Los lenguas bronceadas —a los interistas se les llama así porque cada verano están convencidos de que la próxima temporada es la suya y no dejan de hablar de los múltiples trofeos que ganarán de calle— se organizaban la vida bastante bien, de acuerdo con el ritmo de la naturaleza: felicidad con el calor, incertidumbre con las primeras lluvias de otoño, escepticismo con el frío y atroces disgustos en la primavera, sepultados de inmediato por la adrenalina de algún fichaje veraniego destinado a cambiar de forma definitiva el destino del Internazionale.

Esos buenos tiempos concluyeron en El Madrigal. La gente del Inter quedó condenada a vagar en pena, felicitando por los siglos de los siglos al Villarreal y pidiendo perdón al mundo por haber hecho lo que hizo en esa noche aciaga. No por el codazo de Materazzi, que también, sino por la bochornosa renuncia a jugar al fútbol frente a un equipo que sí jugó.

El Inter ganó el sábado en Ascoli (1-2), pero dio lo mismo. En Milán esperaban su vuelta unos cuantos desquiciados —hasta en eso la desgracia es azul y negra: los grupos violentos interistas son comparables a los de la Lazio— para atacar a los jugadores. A las tres de la madrugada, en el aeropuerto de Malpensa, el pobre Cristiano Zanetti, que no ha jugado apenas y en junio se larga a la Juventus, fue el que corrió más lentamente y se llevó un golpe en la cabeza. Al amanecer, parecía imposible que el Inter pudiera caer más bajo.

Cualquier situación, sin embargo, es siempre susceptible de un empeoramiento. Lo peor llegó a las tres de la tarde, cuando los futbolistas del Milan acordaron saltar al campo con diez minutos de retraso como muestra de solidaridad con sus colegas del Inter. Sólo faltaba eso: la piedad del rival y las cuchufletas de la afición milanista.

El Milan estuvo a punto de caer frente al Lyon, pero logró el milagro en los últimos diez minutos. El Inter hizo un milagro distinto: arruinar el verano a cientos de miles de lenguas bronceadas y alejar hasta lo inconcebible el sueño de un título, una copa, una alegría.

Han pasado diecisiete años desde el último scudetto y cuatro decenios desde la última Copa de Europa. El tsimtsum se lleva cada vez más lejos la esperanza y abandona al Inter en la continua expansión de su miseria. Es imposible explicar la vergüenza que sienten los interistas. La vergüenza que sentimos.