LUNES, 22-11-2004
El sentido de la medida es tan ajeno a la Roma como el pluscuamperfecto del subjuntivo a los concursantes de Gran Hermano. La Mágica funciona por un sistema de leyes no escritas basadas en el tremendismo, la exageración y el desprecio por lo relativo. El romanista está en el cielo o en el infierno, es víctima o verdugo, lo tiene todo o no tiene nada. Este tipo de mentalidad resulta frecuente en el fútbol —con excepciones: el Inter de Adriano lleva diez empates en doce jornadas de Liga y en la grada se limitan a suspirar—, pero el caso de la Roma es agudo.
Cuando se trata de animar al equipo y mortificar al adversario, el romanista es único. Una vieja historia vale como ejemplo. El 16 de marzo de 1978 fue secuestrado el presidente de la Democracia Cristiana, Aldo Moro, y fueron asesinados los cinco miembros de su escolta. Italia vivía un momento crítico. El país se asomaba al abismo. Tres días después, sin embargo, se jugaba el derbi Roma-Lazio y los romanistas estaban por lo que estaban. O sea, por el partido.
Hacía meses que los tifosi giallorossi planeaban un gran golpe para ese día: querían dibujar sobre la tribuna un gran Forza Roma con 400 bengalas gigantes. El problema, con el país casi en estado de sitio, consistía en hacerse con las bengalas. Alguien sabía de un genio de la pirotecnia, más o menos clandestino, que podía proporcionar el material. El pirotécnico, sin embargo, era tifoso de la Lazio. ¿Qué hacer? A un joven fascista se le ocurrió la idea. Un miembro del grupo se disfrazó de sacerdote y acudió al taller del laziale para suplicarle que le vendiera a buen precio todo lo necesario «para iluminar en estas jornadas tristes la fiesta patronal de Marzafora». El otro no cayó en que Marzafora, un nombre construido con las letras de Forza Roma, no existía. Y, claro, le vendió los cohetes.
Ese domingo, mientras el país sufría una angustia profunda, el estadio Olímpico fue todo luz. El inventor de las fiestas de Marzafora se llama, por cierto, Francesco Storace, y hoy, reconvertido en posfascista, preside la región del Lazio.
Cuando se trata de maldecir al equipo, el espíritu es el mismo. El viernes pasado, antes del encuentro copero con el Siena, grupos de tifosi instalaron en el Olímpico dos grandes pancartas dirigidas a los jugadores. «Sois indignos», decía una de ellas. «Hemos venido sólo para despreciaros», decía la otra. Este era el ambiente antes del partido. No cuesta demasiado imaginar cómo fue después, con la victoria del Siena por 1-2. El técnico, Del Neri, quiso dar un descanso a Totti y le dejó en el banquillo para recuperar al castigado Cassano y el resultado fue una orgía de mediocridad. En la segunda parte, Del Neri echó mano de Totti, que marcó un gol y estrelló un balón en el palo. Al final, lo de costumbre. Vergüenza e improperios.
La Roma quedó clasificada en el segundo puesto la temporada pasada y durante unas cuantas semanas, allá por noviembre y diciembre, practicó un fútbol excelso. Suena raro relacionar el adjetivo excelso con un equipo entrenado por Fabio Capello, pero era así: aquella Roma fue realmente mágica. Luego llegó la stregatura, la maldición, el mal de ojo o lo que fuera que fuese. Se fueron Samuel, al Madrid, y Capello, Emerson y Zebina, a la Juventus. Llegó Prandelli al banquillo, pero abandonó antes de la primera jornada para atender a su esposa, enferma. Chivu se rompió el meñique de un pie y lleva meses en el dique seco. Ferrari, que había sido un central más que correcto en Parma, se convirtió en un pisabolas. Y al imprevisible Cassano le entró la pájara.
Queda Totti, tan niñato y tan buen futbolista como siempre. Tan fundamental para la Roma que el importe de los derechos de televisión depende de que sea alineado: si Totti no estuviera, el club, según estipula el contrato, cobraría mucho menos. Y, sin embargo, alguien debería sacarle de ahí y meterle en un equipo competitivo. La Roma se hunde. Un día de estos va a arder Marzafora.