9

«Esos humanos tienen un talento especial para ocuparse de cosas inconsecuentes… —pensó el Cerebro—. Incluso de cara a terribles presiones hacen el amor y discuten sobre cosas triviales».

Los informes llegaban constantemente, pues el Cerebro había ordenado: «Comunicadme cuanto digan».

«Tanto hablar de Dios… ¿Es posible que ese Ser exista?».

El Cerebro reflexionaba en el sentido de que, ciertamente, las acciones de los humanos comportaban un aire de grandeza que contradecía la trivialidad de sus actitudes, según se le informaba.

«Es posible que esta trivialidad sea un código especial…».

El Cerebro comenzó su carrera en la lógica, al igual que un ateo pragmático. En sus cómputos no existía la duda, que clasificaba como una simple emoción.

«Sin embargo, tienen que ser detenidos —pensó el Cerebro—. No importa el precio: tienen que ser detenidos. Lo que está en juego es demasiado importante, incluso para ese fascinante trío. Lo lamentaré si se pierden».

Rhin tuvo la sensación de que estaban flotando en una inmensa sartén, con el helicar en el centro. La cabina era un infierno húmedo presionando sobre ella. El sudor y el olor corporal la estaban deshaciendo. No se escuchaba la presencia de ningún animal en las orillas.

Sólo el paso ocasional de algún insecto volador le recordaba la presencia de sus enemigos.

«Si no fuera por esos malditos bichos… y por el calor, este condenado calor…». Un ataque incontenible de histeria hizo presa en ella, y exclamó:

—¿Es que no podemos hacer algo?

Y comenzó a reír como una loca.

Joao la agarró por los hombros y la sacudió hasta que comenzó a sollozar desconsoladamente, ya más tranquila.

—Oh, por favor, hagan algo…

Joao mostró toda su consideración hacia la joven al rogarle que se calmase.

—Vamos, Rhin, contrólate…

—Esos malditos bichos…

Se oyó entonces la voz destemplada de Chen-Lhu, detrás de la cabina.

—Tendrá usted la bondad, doctora Kelly, de recordar que es una entomóloga.

—Sí, una doctora en bichos repugnantes —dijo ella. Aquello pareció divertirle y de nuevo rió histéricamente. Se aproximó a Joao, le tocó las manos y le dijo:

—Estoy bien. Es el calor.

—¿Estás segura? —preguntó Martinho mirándola a los ojos.

—Sí.

Rhin se fue hacia su rincón y miró fijamente por la ventanilla. El pasaje que desfilaba ante sus ojos, le produjo un efecto hipnótico, un movimiento fundido… Era como el tiempo, el inmediato pasado nunca descartado y sin ningún punto fijo de arranque hacia el futuro; todo en uno, todo mezclado y convertido en un algo deslizante y extenso para siempre…

«¿Por qué eligió aquella carrera?».

Como si fuese una respuesta, se vio proyectada hacia sus recuerdos en una secuencia total, y del acontecimiento que había quedado firmemente establecido en su memoria desde su infancia. Tenía seis años, cuando su padre se pasó un año en el Oeste americano escribiendo su libro sobre Johannes Kelpius. Vivían en una vieja casa de adobes, y las hormigas voladoras habían construido un nido adosado a la pared. Su padre llamó a un operario para que quemase el nido y Rhin se escondió en un rincón para observar la acción. Recordaba el olor a queroseno y el estallido de una llama amarilla a la luz del sol, el humo negro y una nube de revoloteantes insectos con sus alas de un ámbar pálido envolviéndola en su frenesí.

Corrió gritando hasta la casa, con aquellas criaturas aladas rodeándola furiosamente y picándola. Y dentro de ella, la cólera de las personas adultas metiéndola en el baño y gritándola: «¡Quítate esos bichos de encima! ¡Vaya idea, traer a casa tanto bicho! Vamos, que no quede ninguno en el suelo, échalos por el desaguadero…».

Durante algún tiempo, que a la niña le pareció una eternidad, gritó pateando la puerta del cuarto de baño: «¡No morirán! ¡No morirán!».

Rhin sacudió la cabeza para apartar aquellos recuerdos.

—No morirán —murmuró.

—¿Qué? —preguntó Joao.

—No es nada. ¿Qué hora es?

—Pronto habrá anochecido.

Rhin continuó manteniendo su atención en la orilla que pasaba frente a sus ojos; grandes helechos y palmeras con el agua rodeando sus troncos. Pero el río era muy ancho y su corriente central muy viva. A la luz del sol y más allá de los árboles, pensó haber visto unos fugaces movimientos de color.

Pájaros…

Fuera lo que fuese, aquello se movía con tanta celeridad que pensó haberlas visto incluso un instante después de desaparecer.

Unas espesas nubes comenzaron a ocupar todo el horizonte oriental con aspecto de profundidad, de pesantez y de negrura. Los relámpagos se entrecruzaban bajo las nubes, sin que le llegase el sonido. Un largo intervalo después, el trueno llegó con el estampido tremendo y reverberante de un martillo pilón.

La pesadez de la espera pareció cercenarse sobre el río y la jungla. Las corrientes serpenteaban alrededor del helicar como serpientes gigantescas, un terciopelo marrón embarrado que empujaba a los flotadores, hacia delante, hacia atrás, dando vueltas…

«Es la espera», pensó Rhin.

Unas ardientes lágrimas rodaron por sus mejillas, que se apresuró a limpiar.

—¿Le sucede algo malo, querida? —preguntó Chen-Lhu.

Rhin deseó haber reído, pero sabía que la risa le colocaría de nuevo en un estado de histerismo.

—¡Si no fuese usted un hijo de perra…! —exclamó—. ¡Preguntarnos si algo va mal!

—Ah…, vamos, todavía manteniendo ese espíritu de lucha…

La lluvia comenzó a caer tamborileando en la cubierta del helicar, bañando las orillas del río con una neblina húmeda y persistente. La noche cayó sobre ellos.

—Oh, Dios, estoy asustada —murmuró Rhin—. Dios mío, estoy aterrada…, estoy aterrada…

Joao comprendió que no tenía palabras para consolarla. Su mundo quedaba más allá del valor de las palabras. Todo se había transformado en un fluir indistinguible del propio río.

—Es muy extraña esta forma de ser cazados —murmuró Chen-Lhu.

Aquellas palabras llegaron a los oídos de Joao como si proviniesen de una fuente desconocida. Intentó recordar la apariencia de Chen-Lhu, y se quedó asombrado al comprobar que ninguna imagen acudía a su memoria. Intentó decir algo.

—Todavía no estamos muertos —fue lo que salió de sus labios.

—Deberíamos echar el ancla —dijo Rhin—. ¿Qué ocurrirá si por la noche llegamos a los rápidos sin oírlos? ¿Quién puede oír nada con esta lluvia?

—Tiene razón —aprobó Chen-Lhu.

—¿Quiere salir y soltar el anclote, Travis?

Chen-Lhu sintió que se le secaba la boca.

«No hay debilidad en el temor, sólo en mostrarlo», pensó Chen-Lhu. Se imaginó qué podría haber allí fuera esperando en la oscuridad; tal vez una de las criaturas que habían visto en la orilla. Cada segundo de demora le traicionaba más.

—Pienso que es más peligroso abrir la escotilla durante la noche que continuar a la deriva y escuchar —dijo entonces Joao.

—Tenemos las luces de los alerones —dijo el chino—. Es decir, si oímos algo. —Al pronunciarlas, se dio cuenta de lo inútiles que resultaban sus palabras.

«El temor disipa todas las pretensiones —pensó Chen-Lhu—. He sido deshonesto conmigo mismo».

Fue como si aquel pensamiento le arrojase a un rincón para encararse a sí mismo con la imagen reflejada de un espejo. Era todo sustancia y reflexión. La repentina claridad de aquel despertar hizo que pasaran por su mente recuerdos sorprendentes, hasta que todo su pasado desfiló en una secuencia ininterrumpida. Era la realidad y la ilusión, mezcladas en un todo.

Pasó aquella sensación, dejándole en un estado febril, temblando interiormente y con una sensación angustiosa de haber perdido algo muy importante.

—Oscar Wilde fue un asno pretencioso —dijo entonces Rhin—. Cualquier número de vidas es tan valioso como cualquier número de muertes. La valentía tiene poco que ver en esto.

«Incluso Rhin me está defendiendo», pensó Chen-Lhu.

Pero tal pensamiento le puso furioso.

—Ustedes, estúpidos temerosos de Dios —restalló—. Todos ustedes profiriendo: «¡Tú tienes el ser, Dios!» ¡No podría existir ningún dios sin el hombre! ¡Ningún dios tendría el conocimiento de su existencia si no fuera por el hombre! ¡Si de veras existiera ese dios, este universo sería su error!

Chen-Lhu quedó en silencio, sorprendido de sí mismo al comprobar que estaba jadeando, como si hubiera realizado un gran esfuerzo.

Una tremenda racha de pesada lluvia martilleó sobre la cubierta transparente del helicar, como si se tratase de alguna respuesta celestial, para quedar, poco después, reducida a un suave tintineo.

—Bien, hemos oído al ateo —dijo Rhin.

Joao miró en la oscuridad a donde procedía la voz de Rhin, repentinamente irritado contra ella, sintiendo vergüenza de sus palabras. La cosa debería haber quedado olvidada y sin comentarios. Joao tuvo la sensación de que las palabras de Rhin sirvieron sólo para impulsar a Chen-Lhu a refugiarse en un rincón.

Tal pensamiento le hizo recordar una escena de los días en que estudió en Norteamérica, durante unas vacaciones con un compañero de estudios en la zona oriental de Oregón. Estuvo cazando codornices a lo largo de una valla que separaba dos propiedades, donde dos de sus anfitriones soltaron los perros, que salieron corriendo tras la hembra de un coyote. El animal vio al cazador y se refugió precisamente en la esquina de una valla, quedando allí atrapada.

En aquel rincón, el coyote hembra, símbolo de la cobardía, se revolvió como una fiera, mordiendo a los dos perros, que huyeron sangrando y con el rabo entre las patas. Joao, sorprendido, observaba la escena y permitió que el coyote escapara.

Recordando el episodio, Joao tuvo la sensación de que el hecho tenía un exacto parecido con el problema de Chen-Lhu. «Alguien o algo ha atrapado a ese hombre en un rincón».

—Ahora me voy a dormir —dijo Chen-Lhu—. Despiértenme a la medianoche. Y, por favor…, no se distraigan.

«¡Vaya al infierno!», pensó Rhin. No intentó disimular el ruido que produjo al caer en brazos de Joao.

—Hay que situar parte de nuestras fuerzas bajo los rápidos —ordenó el Cerebro—, en caso de que los humanos escapen de la red.

A continuación el Cerebro añadió el símbolo de amenaza-temor de la supervivencia de la supercolmena, produciendo así el mayor grado de irritación y de alerta entre los mensajeros y los grupos de acción.

—Dad a los pequeños destructores cuidadosas instrucciones —continuó ordenando el Cerebro—. En el caso de que el vehículo traspase la red y pase los rápidos, los tres humanos deben morir.

Los mensajeros alados de color de oro danzaron sobre el techo en prueba de confirmación, y salieron zumbando fuera de la caverna, a la luz grisácea que pronto se convertiría en la oscuridad de la noche.

«Esos tres humanos han sido interesantes, incluso informativos —pensó el Cerebro—, pero ha llegado el final. Disponemos de otros humanos, y la emoción no figura entre las necesidades lógicas».

Pero aquellos pensamientos sólo sirvieron para hacer surgir un numero mayor de las nuevas emociones recién aprendidas por el Cerebro, haciendo que los insectos nutrientes acudieran afanosos para suplir las demandas.

El Cerebro olvidó a los tres humanos del río y consideró la situación de los simulacros que estaban más allá de las barreras.

La radio no aportaba informes de que los simulacros hubiesen sido descubiertos, pero esto no significaba nada realmente. Tales informes podrían muy bien haber sido suprimidos. A menos que ellos pudieran ser localizados por sus semejantes y advertidos, los simulacros saldrían a escena. El peligro era grande y quedaba muy poco tiempo.

La agitación del Cerebro hizo que sus asistentes adoptaran una rapidez de atención que raramente ponían en práctica. Le administraron narcóticos. El Cerebro quedó sumido en un estado letárgico, donde sus sueños le transformaron en una criatura parecida a los humanos, viéndose con un rifle en las manos. En tal estado, los insectos nutrientes no podían hacer nada para llegar hasta él y asistirle. La inquietud y la preocupación continuó.

El río estaba recubierto con un manto de niebla. Joao se sintió condolido y a disgusto, con los pensamientos confusos por una febril sensación parecida a la niebla que cubría el río. El cielo tenía una blancura de platino.

Enfrente surgió la mole de una isla envuelta por el velo fantasmal de la niebla. La corriente arrastraba al helicar hacia la derecha, alejándose de los montones de troncos, matorrales y desechos que vibraban con la fuerza de las aguas.

—¿Cuándo cesará la lluvia? —interrumpió la voz de Rhin.

Chen-Lhu respondió desde atrás.

—Al amanecer. —Tosió varias veces y añadió—: Seguimos sin señales de nuestros amigos.

Rhin miró a Joao y se dio cuenta de lo agotado que estaba, con los ojos cerrados, ofrecía el aspecto de un cadáver. Tenía las órbitas circundadas por unos círculos negros.

«Mi último amante —pensó—. La muerte».

Este pensamiento la sumió en una completa confusión, y se preguntó por qué no encontraba calor ni ternura en el hombre que durante aquella noche la había enloquecido de pasión.

Se hallaba sumida en una tristia post coitum [6] que la atenazaba, pareciéndole Joao sólo un puro accidente que le había procurado unos momentos de placer exultante.

No existía amor en aquel pensamiento.

Ni odio.

El acoplamiento de aquella noche sólo había sido una mutua experiencia. La mañana lo había reducido a algo desprovisto de sabor.

La niebla era menos densa. Vislumbró una roca de lava, tal vez a dos kilómetros de distancia. Resultaba difícil calcularlo, pero sobresalía sobre la selva como un buque fantasma.

—¿Qué altura marca el altímetro? —preguntó Chen-Lhu.

Joao escrutó el panel de control.

—Seiscientos ocho metros.

—¿Qué distancia llevamos recorrida?

—Calculo que unos ciento cincuenta kilómetros.

De repente, el helicar sufrió una fuerte sacudida. Los flotadores habían chocado contra algo. Joao temió que el flotador parcheado se hubiera descompuesto.

—¿Bajíos? —preguntó Chen-Lhu.

Una violenta sacudida levantó el helicar por el lado izquierdo, haciéndole cabecear como una criatura viviente.

—El flotador… —murmuró Rhin.

—Parece que aún se sostiene —dijo Joao.

Un enorme escarabajo verde se lanzó como una flecha, aterrizó sobre el parabrisas, movió sus antenas con dirección a ellos y partió.

—Les interesa todo cuanto nos ocurra —dijo Chen-Lhu.

Joao observó la sabana que aparecía a la izquierda. La hierba terminaba en una selva de color verde aceitoso y en una especie de muralla vegetal que surgía a unos doscientos metros.

Mientras observaba, surgió una figura de la selva, haciendo señas y gestos hasta que se perdió de vista.

—¿Qué fue eso? —preguntó Rhin, con cierto tono de histeria en su voz.

La distancia era demasiado grande para tener certeza de lo visto, pero a Joao le había parecido que aquella figura era la de Vierho.

—¿Vierho? —murmuró.

—Tenía la misma apariencia —dijo Chen-Lhu—. ¿No supondrá que…?

—¡Yo no supongo nada!

«Ah —pensó Chen-Lhu—. El bandeirante empieza a derrumbarse».

—He oído algo —dijo Rhin—. Parece el sonido de los rápidos.

Joao escuchó atentamente. Un ronco rumor de las aguas lejanas llegó hasta sus oídos.

—Probablemente sólo será el viento en los árboles —contestó.

Pero estaba seguro de que no se trataba del viento.

—Son los rápidos —dijo Chen-Lhu—. ¿Ven aquel escarpado que tenemos enfrente?

Sobre el helicar surgía la negra faz del escarpado, creciendo por momentos.

—El helicar…, podría volar ahora, ¿verdad? —preguntó Chen-Lhu.

—No lo creo —contestó Joao. Experimentó la sensación de pesadilla de estar soñando hasta aquel punto.

Un denso silencio pareció invadir la cabina.

El rugido de los rápidos era cada vez más intenso, pero todavía no se apreciaba la espuma blanca de las aguas.

Una bandada de tucanes dorados se levantó de un puñado de palmeras, en un recodo de la corriente. Llenaron el aire imitando los aullidos de un perro. El escarpado surgió gigantesco sobre las palmeras.

—Quizá nos quede combustible para unos cinco o seis minutos —dijo Joao—. Deberíamos sortear aquel recodo utilizando los motores.

—De acuerdo —dijo Chen-Lhu—. Y se ajustó su cinturón de seguridad. Rhin hizo lo propio.

Joao sintió el frío contacto de las hebillas de su cinturón de seguridad, lo colocó en su lugar y estudió el panel de control. Le temblaron las manos al recordar la enorme atención requerida para manejar los controles. Sabía que se hallaba al límite de sus energías y de su razón.

La corriente se hizo más rápida hacia la izquierda, donde el río giraba. Allí el agua saltaba a chorros. Joao respiró profundamente, presionó la llave de contacto y contó.

La luz intermitente comenzó a parpadear.

Joao maniobró el control hacia delante. Los motores tronaron, y siguieron funcionando después con un ruido mantenido. El helicar ganó velocidad, aunque parecía más pesado. Se percibía un sonido sibilante proveniente del flotador derecho.

«No se levantará nunca», pensó Joao. Se sintió febril y conectado sólo a sus propios sentidos.

El helicar continuó su marcha renqueante por la curva del río, y se estancó allí, frente a la muralla de lava. El río discurría por el pasadizo abierto entre las rocas como por un hachazo gigante. Las negras alturas de las paredes rocosas comprimían el agua en su base.

—Jesús… —murmuró Joao.

Rhin se aferró a su brazo.

—¡Retrocede! ¡Tienes que retroceder!

—No podemos —repuso Joao—. Sólo queda este camino.

Su mano vaciló todavía sobre el acelerador. Podía presionar hacia delante aquella palanca y arriesgarse a una explosión. No había otra alternativa. Entonces vio precipitarse las olas por el enorme canal, sobresaliendo sobre rocas escondidas y proyectando hacia arriba una suave nube lechosa y ambarina.

Con un movimiento convulsivo Joao apretó la palanca hacia delante. El rugido de los reactores tronó, superando el sonido de las aguas.

Joao murmuró una plegaria, como dirigiéndose al helicar: «Por favor…, salta…, salta…, por favor».

De repente, el helicar se levantó, comenzando a volar e incrementando su velocidad. En aquel instante Joao apreció un desplazamiento a ambas orillas, Algo se había levantado, cubriendo en un movimiento serpenteante la entrada a la garganta de las cataratas.

—¡Otra red! —gritó Rhin, enloquecida.

Joao observó la red con cierto desapego, como hallándose en estado letárgico. Comprobó la existencia de aquellas redes cuadradas y, a través de ellas, el agua de aquella corriente gorgotear para lanzarse hacia el abismo en que terminaban los rápidos, formando una enorme charca negra.

El helicar chocó con las redes y las apartó, desgarrándolas. Joao resultó impulsado hacia delante cuando el morro del helicar se inclinó. Sintió que el respaldo de su asiento se le clavaba en las costillas. Se produjo un trueno al desgarrarse aquella condenada barrera formada por millones de insectos, y siguió luego un repentino alivio.

Los motores se pararon, oyéndose el silbido de la máquina al no poder absorber el combustible. El rugido del agua llenó la cabina.

El aparato se deslizó hacia la derecha, aproximándose al primer contrafuerte de obsidiana por encima del torrente. El chasquido de una pieza metálica competía con el rugido de la cascada.

Rhin gritó algo que se perdió en el sonido de la corriente.

El helicar cabeceó hacia afuera desde donde estaba la muralla de roca negra, giró sobre sí y continuó a través del sendero existente en medio de aquella explosiva y alocada corriente. El metal del aparato gemía al ser sometido a tan tremenda presión. Un enorme remolino succionó los flotadores, proyectándolos hacia uno y otro lado en un verdadero delirio de encontrados y opuestos movimientos.

El helicar se estrelló contra la roca, y Joao se encontró desligado de su cinturón de seguridad, y en el suelo, rodando con Rhin. Pudo agarrar la base del volante con la mano derecha.

Un ruido enloquecedor procedente del alerón hecho trizas se añadió a aquel estrépito.

«No lo conseguiremos. Nadie sobrevivirá a este desastre», pensó Joao.

Sintió que Rhin le enlazaba con ambos brazos alrededor de la cintura, presa del terror y suplicando:

—Por favor, haz que se detenga esto, detén este aparato, por lo que más quieras.

Joao observó cómo se levantaba el morro del helicar, y luego volvía a caer. Los dedos le dolían allí donde tenía agarrado el volante. Otro brusco movimiento del helicar hizo que volviera la cabeza para ver a Chen-Lhu con los brazos apretados alrededor del asiento.

Chen-Lhu parecía hallarse en contacto directo frente a aquel desastre, con sus nervios magnificados casi más allá de toda resistencia. Daba la impresión de enfrentarse con aquella situación alucinante, dispuesto a llegar hasta el fin. Se había convertido en un elemento receptor que sólo veía, escuchaba y sentía, sin ninguna otra función.

Rhin presionó su rostro contra Joao. Todo lo que existía para ella era el cálido olor del cuerpo de Joao y aquella loca sucesión de movimientos. Sentía cómo el helicar subía y subía, para bajar después, retorciéndose y dando vueltas. Arriba, abajo, arriba, abajo. Era una especie de loco juego sexual. A continuación y en un momento determinado, otro movimiento la conmocionó, conforme el helicar se precipitaba hacia abajo por uno de los rápidos.

Joao sintió que toda su consciencia se concentraba en la terrible intensidad de lo que percibía. Vio directamente una abertura en la cabina allí donde no debía existir ninguna abertura, una negra cavidad llena de agua y una masa de sombra verde a lo largo del escarpado. Vio también una espiral formada por la corriente al hundirse el helicar. El hombro le dolía terriblemente.

Una turbonada de agua entró en tromba directamente enfrente de la abertura. Joao sintió que el helicar se deslizaba con un movimiento suave. Comenzó a hundirse a creciente velocidad y Joao se abrazó al panel de control. Finalmente, el helicar se estrelló.

La verdosa oscuridad y la cascada de agua inundó la cabina. Joao se dio cuenta de que la parte trasera se arrancaba, surgiendo a la luz del crepúsculo. Se agarró como pudo para llegar al asiento, arrastrando a Rhin con él, allí donde los brazos de Chen-Lhu todavía permanecían abrazados. El agua entraba a raudales por la parte rota de la cabina. Sintió que la sección de cola se estrellaba contra las rocas y que el helicar se precipitaba por otro remolino.

¡El sol resplandecía!

Joao se retorció, medio cegado por el brillo, y se quedó mirando fijamente al agujero en que los motores estuvieron alojados, volviendo la vista atrás y hacia arriba, a la garganta. El rugiente ruido de aquel lugar pareció estallarle como una bomba. Contempló aquellas olas locas, la violencia y el desastre en donde estaban hundidos. «¿Hemos pasado realmente por todo esto?». Sintió que el agua le llegaba a las rodillas, y se volvió, esperando ver otro loco descenso por los rápidos. Pero sólo había una enorme laguna, rodeada de un agua negruzca. Absorbía la turbulencia de la garganta, mostrando solamente unas burbujas brillantes y la convergencia de las diversas corrientes que se precipitaban desde lo alto de la cascada.

El helicar se zarandeaba bajo él. Joao luchó en el agua y se aferró al borde derecho de la cabina, mirando hacia abajo a lo que quedaba del alerón derecho, que daba la apariencia de flotar justo en la superficie del río.

La voz de Rhin se quebró por un momento, sonando en un sorprendente tono de normalidad.

—¿No sería mejor salir? Nos estamos hundiendo.

Joao miró hacia abajo para verla sentada en su propio asiento. Oyó a Chen-Lhu luchar para mantenerse de pie tras ella, tosiendo y vacilando.

Se oyó entonces un gorgoteo metálico y el alerón derecho desapareció bajo el agua.

Entonces se le ocurrió pensar a Joao, con un retorcido sentido de júbilo, que estaban vivos todavía…, pero que el helicar estaba muerto. Todo el júbilo desapareció en un momento.

—Les hemos dado una buena carrera por su dinero —dijo Chen-Lhu— pero pienso que éste es el fin del trayecto.

—¿De veras? —contestó Joao.

Sintió una terrible cólera hervir en su propia sangre, y tocó el bulto del bolsillo de la chaqueta, el revólver que le dejó su fiel amigo Vierho. Un movimiento reflejo, la loca vaciedad que todo ello suponía y el enfrentarse con aquella situación, aportó una ola de loca diversión a su mente.

«Imaginemos que intentase matar a esos bichos con este revólver», pensó.

—¿Joao? —dijo Rhin.

—Sí. —Le hizo un gesto afirmativo, se volvió, saltó hasta el borde de la cabina, se enderezó permaneciendo en equilibrio para estudiar el contorno. Una rociada de pequeñas gotas procedente de la garganta le azotó el rostro.

—Esto no podrá flotar por mucho tiempo —dijo Chen-Lhu.

Miró hacia atrás. Su mente se negaba a aceptar lo que les había sucedido.

—Yo podría nadar hasta allí —dijo Rhin.

Chen-Lhu se volvió y vio una lengua de tierra que surgía en aquella enorme charca, a un centenar de metros corriente abajo. Era como un frágil tentáculo de cañas y de desperdicios depositados sobre el agua, protegido por un alto muro de árboles. Una serie de marcas salpicaba el barro existente bajo las cañas.

«Las señales de los caimanes», pensó Chen-Lhu.

—Veo las señales de los caimanes —dijo Joao—. Será mejor continuar flotando tanto tiempo como sea posible.

Rhin sintió que el terror la invadía y le atenazaba la garganta. Murmuró:

—¿Flotará por mucho tiempo?

—Parece que ha quedado alguna bolsa de aire en alguna parte debajo del helicar, tal vez en el alerón —dijo Joao—. Hemos de mantenernos inmóviles.

—No hay signo de… ellos por aquí —dijo entonces Rhin.

—Ya aparecerán pronto —dijo entonces Chen-Lhu, quedándose sorprendido del tono casual de su propia voz.

Joao estudió cuidadosamente la pequeña península.

El helicar continuó alejándose a la deriva, para retornar después ayudado por un negro remolino, hasta quedar a pocos metros de la orilla embarrada.

«¿Dónde están esos condenados caimanes?», se preguntó.

—Bien, no nos acercaremos más —dijo Chen-Lhu.

Joao hizo un gesto de aprobación.

—Tú primero, Rhin. Quédate en el alerón tanto tiempo como puedas. Pronto estaremos contigo. —Puso su mano sobre el revólver del bolsillo, la ayudó a subir, y la joven se deslizó hacia el alerón, quedándose en el extremo, detenida por el barro de la orilla.

—¡Vamos! —dijo Chen-Lhu, que se había deslizado tras ella.

Saltaron hacia la orilla, quedando con los pies hundidos en el fango. Joao olió el combustible del helicar y vio las señales pintadas de los costados hundidas en el río. Saltó el último, siguiendo los rastros de Rhin y de Chen-Lhu. Entonces se quedó observando la selva.

—¿Sería posible razonar con ellos? —preguntó Chen-Lhu.

Joao levantó su rifle rociador y contestó:

—Creo que es éste el único argumento que tenemos.

Miró la carga del rifle y comprobó que estaba completa. Miró atrás y estudió lo que quedaba del helicar. Yacía casi sumergido, con el alerón anclado en el barro y la sucia corriente lamiendo y entrando por los agujeros de la cabina.

—¿Acaso cree usted que deberíamos sacar más armas del helicar? —preguntó Chen-Lhu—. ¿Con qué propósito? De aquí no saldremos.

«Sin duda tiene razón», pensó Joao. Se dio cuenta que las palabras del chino habían hecho que Rhin se pusiera a temblar. La rodeó afectuosamente con un brazo.

—Vaya, qué escena tan romántica —dijo Chen-Lhu dirigiéndose hacia ellos.

Rhin se calmó. El brazo de Joao a su alrededor, su silencio y su amoroso gesto, todo ello la trastornó.

Chen-Lhu tosió nerviosamente. Rhin le miró.

—Johnny —dijo el chino—. Deme el rifle rociador. Le cubriré mientras usted saca más armas del helicar.

—Acaba usted de decir que no tiene sentido hacerlo.

Rhin se apartó del abrazo de Joao, repentinamente aterrorizada por la mirada de Chen-Lhu.

—Deme el rifle —repitió enérgicamente Chen-Lhu.

«¿Y qué más da? —se dijo Joao. Observó al oriental—. ¡Buen Dios! ¿Qué le ocurrirá ahora?». Y se encontró dominado por la salvaje mirada del chino.

Chen-Lhu disparó el pie izquierdo hacia el brazo de Joao, enviando el rifle por los aires. Joao sintió el brazo entumecido por el golpe, pero se echó instintivamente hacia atrás en la postura de la capoeira, la versión brasileña del judo. Casi ciego por el dolor, dirigió otro puntapié a su enemigo.

—¡Rhin, el rifle! —gritó Chen-Lhu. Y volvió a lanzarse contra Joao.

La mente de Rhin quedó obnubilada momentáneamente. Sacudió la cabeza y miró hacia donde había caído el rifle, entre las cañas. El arma apuntaba hacia el cielo, con la culata hundida en el barro. Sacó el rifle y apuntó hacia los dos hombres, que luchaban adoptando posturas extrañas, como inmersos en una danza fantástica.

Chen-Lhu la vio, se echó atrás y se acurrucó.

Joao se puso en pie y se palpó el brazo herido.

—Vamos, Rhin —dijo Chen-Lhu—. Dispárale.

Con una sensación de horror hacia ella misma, Rhin comprobó que estaba apuntando sobre Joao. Éste echó mano del revólver que llevaba en la chaqueta pero se detuvo. Sintió un enorme vacío emparejado con un sentimiento de desesperación. «Dejemos que me mate si tiene que hacerlo», pensó.

Rhin apretó los dientes y apuntó a Chen-Lhu.

—¡Rhin! —gritó el chino mientras avanzaba hacia ella.

«¡Hijo de perra!», pensó Rhin. Y apretó el gatillo. Un potente chorro de veneno y butilo surgió de la boca del rifle y se estrelló contra Chen-Lhu, envolviéndole la cabeza. El chino intentó apartarse, pero el disparo ya le había derribado. Rodó luchando mientras la horrible mezcla se coagulaba rápidamente. Sus movimientos se hicieron cada vez más lentos.

Rhin permaneció con el rifle apuntando a Chen-Lhu hasta vaciar la carga. Después arrojó el arma.

Chen-Lhu hizo un último movimiento convulsivo. Su cuerpo quedó convertido en una masa pegajosa gris, negra y naranja, en medio de las cañas.

Rhin, temblorosa, intentó respirar profundamente aunque sin conseguirlo.

Joao se dirigió hacia ella con el revólver en la mano. La mano izquierda le colgaba inútil en el costado.

—Tu brazo —dijo ella.

—Está roto —repuso Joao—. Observa los árboles.

Mirando en la dirección señalada, Rhin percibió unos movimientos en las sombras. Una ráfaga de viento hizo mover las hojas de aquel lugar, y un indio apareció enfrente. Era como si hubiese volado hasta allí por efecto de brujería. Sus ojos de ébano resplandecían con aquel brillo facetado bajo la línea del flequillo. Manchas rojas le cruzaban el rostro, y unas plumas escarlata sobresalían de una banda que le ajustaba los músculos deltoides del brazo izquierdo. Vestía unos calzones remendados, y de la cintura le colgaba un saquito hecho con piel de mono.

La notable precisión del simulacro aterrorizó a Rhin. La joven recordó entonces la oleada gris que había engullido el campamento de la OEI. Se volvió hacia Joao.

—Joao…, Johnny, por favor, por favor, dispárame. No dejes que me cojan.

Joao deseó volverse y correr, pero los músculos se negaron a obedecerle.

—Si me amas, dispárame. Por favor —le rogó.

Joao no pudo eludir la súplica latente en la voz de Rhin. El revólver apuntó hacia ella, como si el arma tuviese voluntad propia.

—Te amo, Joao —murmuró, y cerró los ojos.

Joao se encontró cegado por las lágrimas. Vio el rostro de Rhin a través de una neblina. «Tengo que hacerlo —pensó—. Dios, ayúdame…, tengo que hacerlo». Compulsivamente, apretó el gatillo.

Tronó el revólver, y Joao notó la sacudida en la mano.

Rhin cayó hacia atrás, como derribada por un puño gigantesco y con el rostro oculto entre las cañas.

Joao giró y se quedó mirando fijamente al revólver que tenía en la mano. El movimiento de los árboles llamó su atención. Se enjugó las lágrimas y observó la fila de criaturas que surgía del bosque. Allí estaban los individuos parecidos a los indios que le raptaron a él y a su padre. Vio también la figura de Thomé, Y otro hombre, delgado y vestido con un traje negro. Su cabello era plateado y resplandeciente.

«¡Incluso mi padre! —pensó Joao—. ¡Han copiado incluso a mi padre!».

Levantó el revólver y se apuntó al corazón. No sintió cólera ninguna, sólo una infinita tristeza al oprimir el gatillo.

Las sombras de la muerte le envolvieron.