El informe, aunque interesante por sus variantes, añadió poco a la general información del Cerebro respecto a los humanos. Reaccionaban con sorpresa y horror ante la exhibición llevada a cabo en las orillas del río. Era de esperar. El chino no tenía nada que ver con los otros dos. El hecho, añadido a los intentos aparentes del chino para conseguir que los otros dos se apareasen, podría ser significativo. El tiempo lo diría.
Mientras tanto, el Cerebro experimentó algo similar a otra emoción humana, la inquietud.
El trío del vehículo continuaba a la deriva. Un factor de demora significativo estaba entrando en el sistema informe-computación-decisión-acción.
Los sensores del Cerebro revisaron, una vez más, las pautas de conducta de los mensajeros danzantes del techo de la caverna.
El vehículo había volado una vez.
Computación-decisión.
—Informe a los grupos de acción —ordenó el Cerebro—. Decidles que capturen el vehículo y ocupantes antes de que lleguen a los rápidos. De ser posible, capturad vivos a los ocupantes. Orden de importancia en caso de que alguno deba ser sacrificado: primero, el chino, después, la reina dominante, y finalmente el otro macho.
Los insectos del techo interpretaron las órdenes recibidas y zumbaron con sus elementos de modulación para fijarlas. Después salieron hacia la luz de la aurora.
Acción.
Pasada la medianoche, Chen-Lhu tomó el turno de guardia.
«Ahora, probablemente, no tendré que matar a ese estúpido de Johnny», pensó Chen-Lhu.
Miró la luna por la ventanilla lateral. Estaba baja y próxima a ocultarse en el horizonte. Un color de bronce terrestre rodeaba el círculo lunar. Al mirarla atentamente, daba la impresión de ver en ella la semejanza de un rostro: el de Vierho.
«Ese compañero de Martinho está muerto —pensó Chen-Lhu—. Lo que vimos en la orilla del río no fue más que un simulacro. Nada pudo sobrevivir a aquel ataque al campamento. Nuestros amigos han imitado a Vierho».
El chino se planteó entonces la pregunta: «¿Cómo encontraría Vierho la muerte, como una ilusión o como un cataclismo? Una pregunta inútil».
Rhin pareció despertarse por un momento, para juntar su cuerpo al de Joao, dejando escapar un ronroneo de placer como una gata en celo.
«Nuestros amigos no tardarán mucho en atacar —siguió especulando mentalmente el chino—. Es evidente que esperan el lugar y el tiempo apropiados».
El pensamiento convirtió cada sombra exterior en una fuente de peligro, y Chen-Lhu se preguntó si podría permitir a su mente que le jugase semejante truco inspirador de miedo.
En el exterior imperaba un silencio expectante, una sensación de amenaza y presión.
«¡Eso es absurdo!», se dijo el chino.
Se aclaró la garganta.
Joao se removió en su asiento, sintiendo la cabeza de Rhin acunada en su brazo.
—Travis —murmuró Joao.
—¿Sí?
—¿Qué hora es?
—Vuelva a dormir, Johnny. Dispone aún de un par de horas.
Joao cerró los ojos y se retrepó en su asiento para seguir durmiendo.
Una bandada de pequeños loros parloteaban alocados en la selva. Otros pájaros más pequeños se añadían al coro, con sus trinos y sus gorgoritos.
Joao oyó los pájaros como si sus cantos proviniesen de la lejanía, y ello le hizo volver a la realidad. Despertó sudando y sintiéndose singularmente débil.
Rhin se había apartado de él durante la noche. Dormía acurrucada contra el extremo opuesto de la cabina.
Joao miró fijamente la luz blanco azulada del amanecer. Una neblina humeante ocultaba las corrientes del río. Se percibía una sensación de humedad y de calor insalubre en el aire confinado de la cabina. Tenía la boca amarga y reseca.
Se enderezó en su asiento y se inclinó hacia delante para ver mejor a través del parabrisas del helicar. Le dolía la espalda por dormir en una posición forzada e incómoda.
—No espere que vengan a rescatarnos —dijo el chino.
—Miraba solamente el tiempo. Vamos a entrar en la estación de las lluvias.
—Tal vez.
Joao comprobó que durante la noche el aparato a la deriva se había convertido en parte de una pequeña isla flotante de troncos y matorrales. Pudo ver grandes manchas de musgo parásito en los troncos. Era un islote ya viejo, cuando menos de una temporada.
—¿Dónde estamos? —preguntó Rhin.
Joao se volvió para verla. Ella evitó su mirada.
«¿Qué diablos sucede? —se preguntó Joao—. ¿Está avergonzada?».
—Estamos donde hemos estado siempre —dijo entonces Chen-Lhu—. En el río. ¿Tiene hambre?
Ella consideró la pregunta y descubrió que tenía un apetito de lobo.
—Sí, estoy hambrienta.
Comieron en completo silencio. Joao estuvo más seguro de que la joven evitaba mirarle. Fue la primera que salió al exterior, por la escotilla, y permaneció allí bastante tiempo. Cuando volvió, se dejó caer en su asiento e intentó dormir.
«Al diablo con ella», pensó Joao. Y a su vez salió al exterior por la escotilla lateral, cerrándola fuertemente tras él.
Chen-Lhu se aproximó a Rhin desde atrás, hasta el oído de la joven.
—Lo han pasado bien esta noche, ¿verdad?
—¡Váyase al infierno! —respondió sin abrir los ojos.
—Pero yo no creo en el infierno.
—¿Yo sí? —dijo, abriendo los ojos y mirándole fijamente.
—Por supuesto.
—Cada uno cree en él a su manera —dijo ella, y de nuevo cerró los ojos.
Por alguna razón que no pudo explicar, las palabras de Rhin irritaron al chino, y éste intentó molestarla con lo que conocía de sus creencias.
—¡Es usted una terrible calamidad primitiva!
De nuevo, Rhin le contestó sin abrir los ojos.
—Eso es del cardenal Newman.
—¿No cree usted en el pecado original? —le preguntó burlonamente.
—Yo sólo creo en ciertas clases de infierno —repuso Rhin, mirándole con sus bellos ojos verdes.
—A cada cual su infierno, ¿eh?
—Usted lo ha dicho, no yo.
—¡Usted fue quien lo dijo!
—Está usted gritando —dijo ella.
Chen-Lhu se tomó unos momentos para calmarse. Añadió después en un susurro:
—Y Johnny, ¿estaba bien?
—Mucho mejor que lo que usted pudiera haber estado.
Joao abrió la escotilla y entró en la cabina antes de que Chen-Lhu pudiera responder, y encontró a Rhin mirando fijamente al chino.
—Hola, jefe —dijo ella. Y le sonrió cálida e íntimamente.
Joao le devolvió la sonrisa y ocupó su asiento.
—¿Por qué gritaba, Travis? —preguntó Joao.
—Bah, no era nada —repuso Chen-Lhu, colérico.
—Se trataba de una cuestión ideológica —comentó Rhin—. Travis es un ateo militante. Y yo creo en el cielo —concluyó acariciando la mejilla de Joao.
Chen-Lhu pensó: «Debí evitar esta conversación. Es una partida peligrosa la que estás jugando conmigo, Rhin…».
Un grupo de monos de cola larga seguía el aparato. Dejaban escapar toda clase de chillidos mientras saltaban y brincaban por los árboles a lo largo de la orilla izquierda.
—Cada vez que veo alguna criatura ahí afuera me pregunto: ¿es realmente lo que parece? —dijo Rhin.
—Esos monos son realmente lo que parecen —comentó Joao—. Creo que hay algo que nuestros amigos no pueden imitar.
Espesos y retorcidos árboles de dura madera, a lo largo de ambas orillas, daban paso a hileras de palmeras sagú, respaldadas por oleadas del verdor de la omnipresente selva. De tanto en tanto, el verdor se alteraba por la existencia de troncos rojizos de guayavilla inclinados sobre la corriente.
En un recodo sorprendieron a un pájaro de color de rosa, de largas patas, que se elevó con pesadas alas, volando en la misma dirección que la corriente.
—Nos acercamos a los rápidos. Ajústense los cinturones —recomendó Joao.
—¿Está seguro? —preguntó Chen-Lhu.
—Sí, lo estoy.
Joao escuchó como sus compañeros de viaje cerraban sus hebillas, se ajustó su propio cinturón de seguridad y miró al panel de control para comprobar los ajustes llevados a cabo por Vierho. El arranque, las luces, el interruptor. Movió la rueda de mando, notando lo floja que estaba. Rezó una silenciosa plegaria y se dispuso a lo que pudiera presentarse.
Le llegó un ruido a sus oídos como el leve rumor del viento entre los árboles. Allí, a menos de un kilómetro de distancia, comprobaron la existencia de un hervidero de agua blanca. La espuma y la neblina resultante se elevaba en el aire. El sonido era un sordo resonar de tambores que crecía por segundos.
Joao sopesó las circunstancias: altas murallas de árboles a ambos lados y elevadas escarpaduras de rocas húmedas hacían el paso más estrecho. Sólo cabía una salida: seguir adelante.
«Ése es el sitio —pensó Chen-Lhu—. Nuestros amigos estarán ahí esperándonos…». Empuñó un rifle rociador e intentó cubrir ambas orillas.
Rhin sintió que se precipitaban sin remedio contra la terrible corriente.
—Hay algo en los árboles, a la derecha y sobre nuestras cabezas —indicó Chen-Lhu.
Una sombra oscureció el agua a su alrededor. Formas blancas revolotearon impidiendo la visión delantera.
Joao presionó el encendido y contó hasta tres.
Los motores estallaron con un rugido atronador. El helicar surgió a través de la pantalla formada por los insectos, fuera de la sombra.
«Vamos, pequeño, no estalles ahora… No estalles», imploraba Joao.
—¡Una red! —exclamó Rhin—. ¡Tienen una red atravesando el río!
El aparato se elevó como una serpiente que atacase a un enemigo cercano. Joao actuó por reflejos, haciendo que el aparato se elevase entre las suaves paredes negras de la roca. La red aparecía directamente frente a ellos cuando el helicar se elevó.
Joao maniobró el aparato para escapar de las brillantes paredes negras y rocosas.
—¡Pasamos, pasamos! —exclamó Rhin.
Joao intentó tragar saliva. Tenía la garganta reseca. Aún tenía agarrados fuertemente los controles. Vio, corriente abajo, una amplia laguna inundada, como abierta en una isla.
«Aguas de color marrón, terrenos inundados», pensó.
Miró atrás. Unas nubes casi negras servían de fondo a truenos y relámpagos. «Lluvias e inundaciones —pensó—. Debió de ocurrir durante la noche».
Joao se maldijo por no haber notado antes el cambio de coloración del agua.
—¿Qué va mal, Johnny? —preguntó Chen-Lhu.
—Nada que podamos impedir.
Todavía en el aire, Joao intentó dar un nuevo impulso a los motores. Éstos emitieron una serie de pequeños estampidos y luego quedaron en silencio. El combustible se había acabado.
El viento silbaba a su alrededor, y Joao intentó ganar la mayor distancia posible. El helicar comenzó a balancearse como un borracho haciendo eses, hasta que, finalmente, los flotadores tocaron la corriente con violento chasquido. Un remolino envolvió al helicar. El ala derecha comenzó a hundirse poco a poco.
Joao apuntó hacia la playa de arena oscura que divisó a su izquierda.
—Nos estamos hundiendo —exclamó Rhin angustiosamente, con la sorpresa y el horror impresos en su voz.
—No, está flotando —dijo Chen-Lhu—. El aparato ha chocado contra la red.
El flotador de la izquierda rozó la arena de la playa y el helicar se detuvo. Algo parecía hervir bajo el agua, a la derecha, y gran cantidad de burbujas afloraban a la superficie.
Rhin ocultó la cabeza entre las manos, temblando.
—Y ahora, ¿qué? —preguntó Chen-Lhu. Se sorprendió al comprobar la debilidad de su propia voz.
«Es el fin —pensó—. Nuestros amigos nos encontrarán aquí. Es el fin de todo».
—Hay que reparar el flotador —dijo Joao.
Rhin levantó la cabeza y observó a Martinho.
—¿Aquí? Vamos, Johnny —dijo desmayadamente Chen-Lhu.
—Sí, aquí —estalló Joao.
—¿Es posible arreglarlo? —preguntó Rhin.
—Si nos conceden suficiente tiempo, espero que sí.
Joao estudió el entorno. No vio ningún insecto. Se desabrochó el cinturón de seguridad y se deslizó hacia la suave superficie del flotador izquierdo.
—En esa selva se podría esconder todo un ejército de enemigos —comentó Chen-Lhu.
Joao le miró. El chino permanecía en el interior de la cabina.
—¿Cómo va a arreglar ese flotador? —preguntó Chen-Lhu. Rhin apareció junto al chino, esperando la respuesta.
—Todavía no lo sé —repuso Joao.
El agua estaba agitada. Joao se deslizó dentro y la sintió cálida y densa. Se dirigió hacia la parte de los motores del helicar. Apreció un fuerte olor a combustible quemado. Una gran mancha grasienta se deslizaba corriente abajo. Joao pasó suavemente una mano a lo largo del filo del flotador derecho, explorando la superficie hundida.
En el borde de la parte trasera sus dedos encontraron una fisura producida en el metal, y trozos del parche con que Vierho lo había remendado. Joao exploró el agujero. Era desalentadoramente grande.
Se oyó el quejido del metal cuando Chen-Lhu descendió sobre el flotador izquierdo con un rifle rociador en la mano.
—¿Podremos arreglar la avería? —preguntó el chino. Joao se volvió hacia Chen-Lhu al comprobar el tono de voz con que le había hablado.
«¡Está asustado como un idiota!», pensó Joao.
—Tendremos que poner un parche a ese flotador.
—¿Y cuánto tiempo nos llevará? —preguntó Rhin desde la cabina.
—Si hay suerte, por la noche ya estará listo —contestó Martinho.
—No creo que nos concedan tanto tiempo —indicó Chen-Lhu.
—Les llevamos unos cuarenta kilómetros de ventaja —comentó Joao.
—Sí, pero ellos también pueden volar —dijo Chen-Lhu.
—Han vuelto a volar —fue la acusación del Cerebro.
—El vehículo está en el suelo y gravemente dañado —informaron los recién llegados—. Ya no flota sobre el agua. Los humanos parecen no haber sufrido daños. Nosotros ya hemos conducido hasta allí a los grupos de acción, pero los humanos están disparando sus venenos a cualquier cosa que se mueve. ¿Cuales son las instrucciones?
El Cerebro trabajó con calma, computando los factores precisos para llegar a una decisión. «Emociones…, emociones… Las emociones son la maldición de la lógica», pensó el Cerebro.
Datos…, datos…, datos. Estaba literalmente sobrecargado de datos. Pero siempre aparecía un factor imprevisible, incontrolable casi. Los nuevos acontecimientos habían modificado los antiguos hechos. El Cerebro conocía muchos factores relativos a los humanos, hechos observados, algunos obtenidos por inducción y deducción, y otros proporcionados por los microfilms procedentes de las bibliotecas situadas en la zona Roja y depositados allí para cuando llegase el tiempo del retorno.
Pero en aquellos datos existían muchos baches, lagunas, puntos oscuros.
El Cerebro se esforzó para manejarlos y observar con sus propios sensores lo que entonces podía reunirse solamente por los mensajeros volantes. Su vehemente deseo quedó nublado por una racha de señales difusas procedentes de los dormidos y casi atrofiados músculos de los centros de control. Los insectos encargados de su nutrición se dispersaron por la superficie del Cerebro, alimentando allí donde las demandas poco frecuentes se despertaban, suministrándole aditivos en hormonas en los puntos del bloqueo y frustración que por un momento amenazaban su estructura.
«Ateísmo», pensó el Cerebro, cuando volvió su serenidad química. «Hablaban de ateísmo y del cielo». Aquellas cuestiones confundían extraordinariamente al Cerebro. La conversación, según le informaron, surgió por una discusión entre los humanos, y pertenecía de algún modo a la pauta de emparejamiento seguida también por aquellos…, al menos, entre los humanos del vehículo.
Los insectos que danzaban en el techo de la caverna, volvieron a insistir en la pregunta anterior:
—¿Cuáles son las instrucciones?
Nuevamente, los insectos nutrientes se dieron prisa a alimentarle.
La calma volvió al Cerebro, y se preguntó sobre el hecho de que los pensamientos —meros pensamientos— pudieran aportar un tal sobresalto. Lo mismo parecía ocurrir con los humanos.
—Los humanos que hay en el vehículo tienen que ser capturados vivos —ordenó el Cerebro—. Que entren en acción todos los grupos disponibles. Localizad un lugar adecuado río abajo y que se instalen allí los grupos de acción.
El Cerebro terminó, pero sin dejar todavía a los mensajeros. Entonces, como actuando con un pensamiento surgido a última hora, expresó:
—Si todo falla, matadlos, pero sin destruir sus cabezas. Salvad y guardad sus cabezas.
Entonces, quedaron libres los mensajeros. Tenían ya sus instrucciones y salieron zumbando fuera de la caverna hacia la brillante luz del día exterior, volando por encima de las rugientes aguas.
Por el oeste, una nube pasó cubriendo el sol. El Cerebro registró el hecho, notando que el ruido del río era más fuerte aquel día.
«Las lluvias en las tierras altas». Este pensamiento despertó el interior de su memoria: hojas húmedas, riachuelos en el suelo de los bosques, el aire húmedo y frío, pies chapoteando en la arcilla gris…
Los pies de la imagen parecieron los suyos propios, y el Cerebro encontró aquello un hecho singular. Pero los insectos encargados de su nutrición tenían la serenidad química a la mano, y el Cerebro continuó considerando entonces todos los datos que poseía sobre el cardenal Newman. Pero en ningún lugar pudo descubrir la referencia de aquel cardenal Newman.
El parche consistió en hojas amarradas con cuerdas de las tiendas y enredaderas del exterior, junto a coagulantes rociados procedentes de una bomba que Joao había hecho explotar en el interior del flotador. El helicar ascendió de nivel en la orilla junto a la playa, y Joao continuó, con el agua a la cintura, comprobando el trabajo realizado.
Todavía disponían tal vez de una hora de luz.
Joao se apartó del flotador, hacia la playa. Se quedó mirando estúpidamente hacia el depósito del helicar, imaginando cómo pudo haber realizado tal trabajo.
«Ah, sí…, Vierho».
El helicar continuó derivando hacia fuera, arrastrado por la corriente. Estaba ya a casi dos metros de Joao cuando éste comprendió que tendría que abordarlo. Se lanzó hacia el flotador derecho, se colgó al extremo trasero y se elevó dejándose caer sobre él.
Una mano le tomó por el cuello a través de la escotilla abierta. Con la ayuda de aquella mano hizo un supremo esfuerzo y se puso de rodillas, arrastrándose literalmente hasta el interior de la cabina. Una vez dentro, comprobó que había sido la mano de Rhin.
A bordo, ya habían cerrado y sellado la cubierta transparente.
Joao sintió algo que le pinchaba en la pierna derecha. Observó que Rhin estaba arrodillada junto a él aplicándole una transfusión de energía.
Chen-Lhu se agachó y puso una mano bajo el brazo de Joao.
—Vamos, Johnny. A su asiento, ¿eh?
—Sí. —Joao se levantó con dificultad y se dejó caer en su asiento. Su cabeza parecía descansar sobre un colchón de goma—. ¿Estamos en la corriente? —preguntó con dificultad.
—Parece que sí —repuso el chino.
Joao sufría de atroces dolores por todo el cuerpo. Sintió que la transfusión que Rhin le aplicó en la pierna actuaba como un ejército distante que luchase contra su extremada debilidad. Tenía la piel cubierta de sudor, y la boca seca y ardiente.
Joao miró a su alrededor. Rhin había retornado a su asiento. Chen-Lhu estaba arrodillado junto a la gran caja de repuestos mirando atentamente a la orilla izquierda.
Joao miró hacia un claro existente por la ventanilla derecha y vio a través de los árboles una serie de picos montañosos de un extraño color y un sol gris verdoso por encima de los picos.
—Cierra los ojos y relájate —le dijo Rhin.
Joao echó la cabeza hacia atrás y vio que Rhin se inclinaba sobre él para darle un masaje en la frente.
—El muchacho tiene la piel ardiendo —dijo Rhin al chino.
Joao cerró los ojos. Las manos de Rhin estaban frescas y de ellas emanaba paz… La negrura de una fatiga total se cernió sobre él. Sintió que en la pierna derecha le aplicaban otra carga de energía.
—Intenta dormir —le dijo dulcemente Rhin.
—Rhin, ¿cómo se siente usted? —le preguntó Chen-Lhu.
—Me he puesto una carga de energía —repuso ella—. Pienso que es el resultado de la ACTH; proporciona un alivio inmediato.
El sonido de las palabras era como un rumor lejano y extraño para Joao, pero su significado aparecía claro y distinto en su mente, sintiéndose fascinado por los matices de las voces que escuchaba. Las palabras de Chen-Lhu estaban cargadas de reticencia, las de Rhin le aportaban consuelo, le alejaban el temor y le llenaban de un genuino interés por su persona.
Rhin terminó de acariciarle la frente y se echó hacia atrás en su asiento. El crepúsculo derramaba su coloreado esplendor dorado entre ellos, y conforme observaba las nubes, éstas se convirtieron en oleadas rojas como la sangre. Se sintió alarmada y miró enfrente.
La corriente arrastraba al helicar alrededor de una curva en forma de hoz. A lo largo de la orilla oriental el agua fluía teñida de color malva y plata, metálica y luminosa.
Una enorme bandada de lo que parecían ser palomas silvestres volaba sobre la orilla derecha. Rhin disfrutó de aquella relativa calma.
El sol se escondía tras los picos distantes. Los murciélagos revoloteaban, chillando, y entrecruzándose. Ya avanzada la noche, se oyó el distante aullido de un jaguar, y luego el chapoteo de otras criaturas en el agua.
De nuevo, aquella tranquila quietud…
Una luna de color ámbar avanzó por el cielo nocturno. El helicar iba a la deriva como siguiendo el sendero iluminado por la luz lunar, como una gigantesca libélula depositada sobre las aguas. Una enorme mariposa pasó por el parabrisas, aleteando sus grandes alas transparentes, desapareciendo a los pocos instantes.
Joao sintió el calor y la energía de la inyección aplicada por Rhin en su pierna, subiéndole por todo el cuerpo y haciendo que el ATP, con el calcio y la acetilcolina, fuera suprimiendo las fracciones que el ACTH había expandido por todo su organismo. Le quedaba todavía una sensación de atontamiento, como si estuviera compuesto por varias personas a la vez. Observó las difusas colinas bañadas por la luz lunar. La luna le resultaba extraña, como si fuese algo que nunca hubiera visto antes, con su forma de tajada de melón demasiado brillante. Era como una falsa luna que le hiciera sentirse pequeño, como una mora perdida en la infinitud del universo.
Cerró los ojos con fuerza, repitiéndose: «No debo pensar así o me volveré loco. ¡Dios! ¿Qué me ocurre?». Sintió que un opresivo silencio saturaba el espacio de la cabina. Continuó percibiendo pequeños sonidos, la respiración controlada de Rhin, y a Chen-Lhu aclarándose la garganta.
«El bien y el mal son conceptos opuestos del hombre: sólo existe el honor». Joao creyó escuchar aquellas palabras como un eco lejano, acabando por reconocerlas. Eran las palabras de su padre…, su padre, ahora muerto y convertido en un simulacro para hechizarle, al permanecer junto al río.
«Los hombres anclan sus vidas en una estación entre el bien y el mal».
—Sabe, Rhin, éste es un río marxista —dijo entonces Chen-Lhu—. Todo en el universo fluye como este río. Todo cambia constantemente de una forma a otra. La dialéctica. Nada puede detener esto, nada debería detenerlo. No hay nada estático, nada es jamás dos veces la misma cosa.
—Oh, cállese —repuso Rhin.
—Ustedes, las mujeres occidentales, no comprenden la realidad dialéctica.
—Eso dígaselo a esos bichos.
—¡Qué rica es esta tierra! —continuó el chino—. ¡Qué riqueza tiene! ¿Tiene idea de a cuántos millones de mis compatriotas podría alimentar? En China hemos conseguido que una tierra así sostenga a millones de personas.
Rhin se incorporó, le miró fijamente y dijo:
—¿A qué viene eso?
—Estos estúpidos brasileños nunca han aprendido a cómo servirse de esta tierra. Pero mi pueblo…
—Sí, ya veo. Su pueblo viene aquí y les muestran cómo hacerlo, ¿verdad?
—Es una posibilidad —dijo Chen-Lhu. Después pensó para sí: «Digiere eso, Rhin Kelly. Cuando veas cuán grande es el premio, comprenderás lo justificado del precio».
—Y ¿qué me dice de los millones de brasileños amontonados en las ciudades y en las granjas del Plan de Restablecimiento mientras se ultima su Plan de Realineación?
—Se están acostumbrando.
—¡Pueden soportarlo porque tienen la esperanza de algo mejor!
—No, usted no lo comprende. Sepa que los Gobiernos pueden manipular a la gente para ganar algo que consideran necesario.
—Y ¿qué hay de la gran cruzada de los insectos? —preguntó ella.
Chen-Lhu se encogió de hombros.
—Hemos vivido con ellos durante miles de años… antes.
—¿Y las mutaciones, las nuevas especies?
—Sí, las creaciones de sus amigos los bandeirantes, esas que seguramente tendremos que destruir.
—No estoy segura de que los bandeirantes crearan esas… cosas —dijo ella—. Estoy segura de que Joao no tiene nada que ver con todo eso.
—Ah…, entonces, ¿quién lo hizo?
—Tal vez la misma gente que no quiere admitir que su propia gran cruzada fue un fracaso.
—Puedo decirle que eso no es cierto —contestó Chen-Lhu con voz airada.
Rhin observó que Joao dormía profundamente. ¿Era posible? ¡No!
Chen-Lhu pensó: «Dejemos que ella considere estas cosas. La duda es cuanto necesito y ella me servirá. Y Johnny Martinho…, qué magnífica cabeza de turco: entrenado en Norteamérica y esclavo de los imperialistas. Un hombre carente de vergüenza que hace el amor con una de las personas a mi servicio descaradamente frente a mí. ¡Sus compañeros creerán que tal individuo es capaz de cualquier cosa!».
Rhin inclinó la cabeza hasta descansarla sobre las piernas de Joao, como una niña que buscara el consuelo de una persona mayor. ¡Qué calor febril se desprendía de su cuerpo! Su mano, tropezó con un bulto metálico escondido en la chaqueta de Joao. Exploró el perfil de aquel objeto y lo reconoció. Era un revólver…, un arma manual.
Rhin volvió a sentarse. ¿Por qué ocultaba aquel arma?
Joao respiraba regularmente. Ella volvió a mirar corriente abajo…, pensando y dudando.
El helicar continuaba flotando por un sendero acuoso iluminado por la luz de la luna. Fríos resplandores como producidos por luciérnagas danzaban en la oscuridad del bosque, a ambos lados. Rhin sintió que le llegaba una sensación de podredumbre desde aquella oscuridad.
Joao, reflexionando sobre las palabras de Chen-Lhu, pensó: «¿Por qué vacilo? Podría volverme y matar a este bastardo…, o forzarle a decir la verdad sobre sí mismo. ¿Cuál es el papel de Rhin en todo esto?».
La introspección le produjo a Joao una sensación cercana al terror. Se sintió febril, aturdido, y sus latidos cardíacos le aprestaron a un estado de mayor consciencia.
«No avisará a nadie de la catástrofe ocurrida en China». «Tiene un plan…, algo en lo que quiere utilizarme…».
Joao despertó y se incorporó en su asiento.
—¿Cómo estás? —le preguntó Rhin, tocándole el brazo.
En la voz de Rhin se apreciaba una genuina preocupación, además de algo que Joao no pudo distinguir bien. ¿Arrepentimiento? ¿Vergüenza?
—Estoy…, tengo mucho calor —murmuró Martinho.
—Bebe agua —dijo ella, alargándole una cantimplora.
El agua le pareció fresca, aunque sabía con certeza que estaba caliente. Parte le cayó sobre el pecho, y se dio cuenta de lo débil que estaba, a pesar de la inyección energética que Rhin le había aplicado. El simple acto de beber y tragar requería un tremendo esfuerzo.
«Estoy enfermo —pensó—. Realmente enfermo…, muy enfermo…».
Observó las luces fugaces de la orilla.
—Travis —murmuró.
—¿Sí?
Chen-Lhu se preguntó cuánto tiempo habría estado despierto Joao.
—Las luces —dijo Joao—. Allí…, las luces.
—Ah, sí. Llevan ahí bastante tiempo. Nuestros amigos nos siguen el rastro.
—¿Qué anchura tiene el río aquí? —preguntó Rhin.
—Como un centenar de metros, más o menos —repuso Chen-Lhu.
—¿Cómo pueden vernos?
—¿Y cómo no, con esta luz de la luna?
—Oigo algo —dijo Rhin—. ¿Serán los rápidos?
Joao se incorporó inmediatamente. El esfuerzo requerido le aterró. «No podría manejar los controles estando así… —pensó—. Y dudo que Travis o Rhin pudieran hacerlo…».
Joao oyó claramente cómo se intensificaba un silbido cercano.
—¿Qué es eso? —preguntó Chen-Lhu.
Joao suspiró y volvió a sentarse.
—Bajíos…, es algo que hay en el río. Allí, hacia la izquierda.
El ruido creció, era como un rítmico quejido del agua resonando contra un tronco embarrancado.
—¿Qué ocurrirá si chocamos contra eso? —preguntó Rhin.
—Será el fin del viaje —repuso Joao lacónicamente.
Un remolino hizo girar al helicar, zarandeándolo lentamente, con un movimiento de péndulo. Los flotadores fueron sorteando las pequeñas ondulaciones de las aguas, y el movimiento pendular cesó.
—Esta noche haré la primera guardia —dijo Rhin a Chen-Lhu—. Váyase a dormir.
—Vigile y nada más.
—¿Qué quiere decir con eso? —preguntó la joven.
—Sencillamente, que no se duerma.
—¡Váyase al infierno!
—No olvide que yo no creo en el infierno.
Joao se despertó por el sonido de la lluvia. La oscuridad se transformó en el gris mañanero de la aurora, La luz fue aumentando hasta que le fue posible distinguir los verdes intensos de la selva, a su izquierda. La otra orilla era un gris distante. Llovía con una monótona violencia, tamborileando ferozmente sobre su cabeza en la cubierta transparente del helicar, y produciendo en el río incontables pequeños cráteres con sus enormes gotas en la lisa superficie.
Joao se incorporó, comprobando que se sentía mucho mejor. Vigorizado y con la cabeza despejada.
—¿Cuánto hace que está lloviendo así? —preguntó a Rhin.
—Desde la medianoche.
Chen-Lhu se aclaró la garganta y se adelantó hacia Joao.
—No he visto ningún signo de nuestros amigos desde hace horas. ¿Podría ser que no les gustara la lluvia?
Joao miró entonces hacia la izquierda, donde las nubes se cernían sobre los árboles.
—Si alguien viniera a buscarnos, seguro que no podría vernos.
Rhin se humedeció los labios. Se sintió como desprovista de toda emoción, dándose cuenta de hasta qué punto esperaba ser rescatada.
—¿Cuánto tiempo suele durar esta lluvia?
—Cuatro o cinco meses —repuso Joao. Y añadió—: Voy a salir.
—¿Te sientes lo bastante fuerte? Estabas muy débil… —le sugirió Rhin.
—Me encuentro perfectamente.
Se dirigió hacia la escotilla y descendió hasta el pontón. La lluvia le producía un agradable efecto tonificante en el rostro.
Dentro de la cabina, Chen-Lhu aprovechó la ocasión para hablar con Rhin.
—¿Por qué no le acompaña tomándole de la mano?
—Es usted un bastardo —repuso la joven.
—¿Está enamorada de él?
—¿Qué quiere de mí? —repuso ella, mirándole con rabia.
—Su cooperación.
—¿En qué?
—¿De qué modo le gustaría poseer una mina de esmeraldas para usted sola? ¿O tal vez de diamantes?
—¿A cambio de qué?
—Lo sabrá en su momento, Rhin. Mientras tanto, haga un cebo fácil con ese bandeirante suyo…
Rhin le dirigió una mirada terrible y le volvió la espalda con un estallido de cólera sorda.
«Podría matarla ahora y empujar a ese Joao fuera del flotador —pensó Chen-Lhu—. Pero este aparato es difícil de manejar…, y yo no estoy experimentado en estas cuestiones…».
Joao subió a la cabina y se dejó caer en su asiento.
Conforme avanzó la mañana, la lluvia disminuyó en intensidad.
Joao se adormeció y pensó en el cambio experimentado por Rhin. Dentro de la casual aventura amorosa que les había ligado en aquel fantástico viaje, era poco lo que Joao podría añadir, excepto que ella había tocado una fibra desconocida que los placeres de la carne nunca le habían despertado antes.
El mundo en que vivían entonces era algo que quedaba fuera de la noción del amor romántico. Sólo quedaban, como cosas firmes, la familia y el honor, donde aquellas cosas contaban realmente, y todo lo demás implicaba el hacer lo correcto en cada instante.
Joao no veía por ninguna parte la forma de abordar el problema que se le presentaba. Joao solo veía que estaba siendo manejado y empujado, y que su debilidad física contribuía a su aturdimiento…, y la situación aparecía desprovista de toda esperanza.
«Estoy enfermo —pensó—. El mundo entero está enfermo… Y en más de un aspecto…».
Un fuerte zumbido le sacó de su sopor. Miró hacia arriba, ¡completamente despierto!.
—¿Qué sucede? —preguntó Rhin.
—Quieta un momento, por favor —le dijo él, haciéndole una señal con la mano. Entonces agudizó el oído. Chen-Lhu se aproximó desde atrás.
—¿Es un helicar?
—¡Sí, por Dios Santo! —exclamó Joao—. Y vuela bajo. Echó entonces un vistazo a través de la cubierta transparente y comenzó a descorrerla. Chen-Lhu le detuvo poniéndole una mano en el hombro.
—Johnny, mire hacia allá —le dijo el chino señalando hacia la izquierda.
Joao se volvió.
Desde la orilla, se dirigía hacia ellos lo que parecía ser una singular nube, amplia y densa, moviéndose con un determinado propósito. La nube se resolvió en una inmensa masa de insectos blancos, grises y dorados, estrechamente unidos, revoloteando y zumbando. Se situó a unos cincuenta metros sobre el helicar. Las aguas se oscurecieron con su sombra.
Aquella sombra recubrió toda la zona a su alrededor, impidiendo que nadie pudiera verles desde el cielo.
Al darse cuenta de lo que significaba aquella maniobra, Joao miró fijamente a Chen-Lhu. El rostro del chino se volvió gris por la sorpresa.
—Eso es deliberado… —musitó Rhin, temblorosa.
—¿Cómo puede ser? ¿Cómo puede ser? —repitió Chen-Lhu, desconcertado.
En aquel momento, Chen-Lhu comprobó la forma en que Joao le había estudiado de cerca, descubriendo sus íntimas emociones. Una cólera interna pareció invadir al chino. «¡No debo mostrar temor ante estos salvajes!». Haciendo un esfuerzo, se retrepó en su asiento y adoptó un aire indiferente.
—Entrenar a los insectos —dijo entonces Chen-Lhu—. Es casi imposible…, pero evidentemente alguien lo ha hecho. Lo estamos comprobando.
—Por favor, Dios… —murmuró Rhin—. Por favor, Señor…
—Ah, vamos, mujer, déjese de tonterías —dijo Chen-Lhu. Al hablar así se dio cuenta que tratar de aquel modo a la joven era una equivocación, apresurándose a corregir sus palabras—: Tiene que mantener la calma, Rhin. El ponerse histérica no conduce a nada.
El ruido del reactor sonó más cerca.
—¿Estás seguro de que es un helicar? —preguntó Rhin, ansiosamente—. Tal vez…
—Es un helicar bandeirante —afirmó Joao—. Vuelan con pares alternados para ahorrar combustible. ¿Lo oyes? Sí, es un truco de los bandeirantes.
—¿Vienen a por nosotros?
—¿Quién sabe? De todas formas, están sobre las nubes.
—Y también por encima de nuestros amigos —dijo Chen-Lhu.
Los motores a reacción del helicar en vuelo envió el eco desde las colinas. Joao volvió la cabeza para seguir rastreando el sonido. Se hacía más débil río arriba, mezclado con el tumulto producido por la corriente y los obstáculos mezclados en ella.
—¿No volverán en nuestra búsqueda? —preguntó la joven.
—No buscaban a nadie —aclaró Joao—. Sencillamente se dirigen de un lugar a otro.
Rhin miró la cortina de insectos que se cernían sobre el helicar. Desde aquel ángulo, se fundían en una sola entidad, dando la sensación de un solo organismo.
—¡Podríamos abatirlos disparando! —exclamó Rhin.
Entonces tomó el rifle, pero Joao la retuvo.
—Están las nubes.
—Nuestros amigos cuentan con más refuerzos que nosotros —dijo Chen-Lhu—. Es perder el tiempo.
—Pero si las nubes no estuvieran ahí… ¿Se apartarán esas nubes?
—Pueden desaparecer por la tarde —explicó Joao—. En esta época del año sucede a menudo.
—¡Se van! —exclamó Rhin—. ¡Mira! ¡Se van! —repitió, señalando con la mano.
Joao comprobó que la masa de insectos se desplazaba hacia la orilla izquierda. La sombra se fue con ellos hasta adentrarse en los árboles y desaparecer.
—Se han ido —repitió Rhin.
—Lo que quiere decir que el reactor se ha ido también —dijo Joao.
Rhin ocultó la cabeza entre sus manos y estalló en amargos sollozos.
Joao le acarició la nuca, intentando consolarla, pero ella apartó su mano.
«Tendrás que atraerle, Rhin, y no rechazarle», pensó el chino.
—Tenemos que mantenernos ocupados en algo —dijo Chen-Lhu—. Con cosas triviales, si es necesario… Es una forma de prevenir el miedo, el aburrimiento y la irritación… Les contaré una orgía que tuve una vez en Camboya. Estábamos ocho sin contar las mujeres, un príncipe, el ministro de Cultura y…
—¡No queremos oír detalles de esa condenada orgía! —gritó Rhin.
«La carne —pensó Chen-Lhu—. No quiere escuchar nada que le recuerde su propia carne. Ahí está su debilidad… Es bueno saberlo».
—¿Sí? Muy bien. Cuéntenos usted la hermosa vida de Dublín. Me encantaría escuchar las cosas de la gente que comercia con las esposas y las amantes, montando a caballo y pretendiendo que el pasado no ha muerto.
—Es usted abominable…
—¡Excelente! —exclamó Chen-Lhu—. Puede odiarme, Rhin, se lo permito. El odio también le mantiene a uno ocupado. Se puede uno dar el gusto de olvidar el odio mientras se tiene la mente ocupada con la riqueza y los placeres. En ocasiones el odio es mucho más provechoso, como ocupación, que hacer el amor…
Joao se giró para estudiar las facciones del chino, comprobando el rígido control de Chen-Lhu sobre sus emociones. «Utiliza las palabras como armas —pensó Joao—. Maneja a las personas y las empuja con palabras. ¿Lo advertirá Rhin? Pero, por supuesto, ella no cederá, porque la está utilizando para algo».
Durante unos instantes, Joao se quedó estupefacto con el descubrimiento.
—Usted me está observando, Johnny. ¿Qué cree ver en mí?
«Un juego para dos», pensó Joao.
—Veo a un hombre aplicado a su tarea.
Chen-Lhu le miró fijamente. No era la respuesta que esperaba escuchar, era algo sutil, que podía dar a entender mucho más. Recordó lo difícil que era controlar a la gente no comprometida. Una vez agotase un hombre sus energías, se le podría manipular a voluntad…, pero si se mantenía firme y conservaba su energía…
—¿Cree usted que me comprende, Johnny?
—No, no le comprendo.
—Ciertamente, no soy un hombre complicado; no es difícil comprenderme.
—Ésa es una de las declaraciones más complicadas que jamás haya hecho nadie.
—¿Se burla usted?
—¿Cómo podría burlarme si no le comprendo?
—Hay algo de sorprendente en usted. ¿Qué es, Johnny? Se comporta de una forma extraña.
—Ahora nos comprendemos recíprocamente —repuso Joao.
«Me está incitando —pensó Chen-Lhu—. ¿Tendré que matar a este estúpido?».
—Vea cuán fácil es mantenerse ocupado y olvidar nuestras dificultades —dijo Joao.
Rhin recordó entonces el arma que Joao llevaba en un bolsillo de la chaqueta.
—Joao, no permitas que me capturen viva…
—Bah, ya tenemos un melodrama —dijo Chen-Lhu.
—¡Déjela en paz! —restalló Joao. Acarició la mano de Rhin y miró hacia arriba y hacia los lados del aparato. ¿Por qué nos dejan solos de esta manera?
—Habrán encontrado un nuevo lugar donde esperarnos —indicó Rhin.
—Siempre ve el peor lado de las cosas —dijo entonces Chen-Lhu—. ¿Qué es lo peor que podría ocurrir, eh? Tal vez desean nuestras cabezas a la antigua usanza de los aborígenes que en otro tiempo vivieron aquí.
—¡Vaya consuelo! —dijo Joao.
El helicar avanzaba hacia un claro iluminado por el sol que se filtraba por las nubes. Lentamente, fueron abriéndose retazos de un hermoso azul en el cielo.
La joven sintió la urgente necesidad de protección masculina, y se inclinó hacia el hombro de Joao.
—Creo que va a hacer un calor infernal —murmuró ella.
—Si prefieren estar solos, puedo bajar a los flotadores —dijo Chen-Lhu con tono burlón.
—Ignóralo —dijo Rhin.
«¿Debo ignorarle? —pensó Joao—. ¿Será ése su propósito, que le ignore?».
Los cabellos de la joven tenían un perfume penetrante que amenazaba trastornar a Joao. Respiró profundamente y sacudió la cabeza. «¿Qué ocurre con esta mujer…, esta hembra cambiante y mercúrica?».
—Habrás estado con muchas chicas, ¿verdad?
Sus palabras despertaron los olvidados recuerdos de Joao, sus muchas aventuras amorosas con mujeres de todo tipo… Y las figuras lujuriosas de cuerpos apretados bajo blancas sábanas…, cálidos bajo sus manos.
—¿Alguna en particular? —insistió Rhin.
Chen-Lhu pensó entonces: «¿Por qué hace esto? ¿Está buscando la forma de justificarse a sí misma? ¿Buscando razones para tratarle en la forma que yo deseo que le trate?».
—He estado muy ocupado —respondió Joao.
—Apuesto a que sí.
—¿Qué quieres decir con eso?
—Tiene que haber alguna chica allá en la zona Verde…, en flor, como una fruta jugosa… ¿Cómo es?
Joao se encogió de hombros, moviendo la mano de Rhin, pero ella continuó echada contra su hombro, mirándole al rostro.
«Tiene sangre india —pensó Rhin—. No tiene barba: es la sangre india».
—¿Es hermosa? —persistió Rhin.
—Hay muchas mujeres hermosas.
—Apostaría a que es una de esas nativas de pechos apretados. ¿La has llevado a la cama?
Joao permaneció silencioso.
—Un caballero —dijo Rhin—. Rehúsa contestar.
Rhin se apartó. Se sentía extrañamente irritada y se preguntó por qué se mostraba de aquella forma. «¿Me estoy torturando a mí misma? ¿Será que quiero a este Joao Martinho para mí sola? ¡Al diablo con todo!».
Repentinamente, Joao se aproximó a Rhin, la atrajo hacia sí y la besó salvajemente en los labios, apretándola contra su cuerpo y metiendo las manos por su espalda. Los labios de la joven respondieron, tras una leve vacilación, cálidos y temblorosos.
Cuando pudo recobrar el aliento, Rhin preguntó:
—Bien, ¿a qué viene todo esto?
—Hay un pequeño animal en todos nosotros —repuso Joao.
Rhin soltó una alegre carcajada, como queriendo apartar de sí su cólera, y acarició la mejilla de Joao.
—No está precisamente ahí ese animal.
Chen-Lhu pensó: «Está haciendo su trabajo. Y de qué forma tan estupenda lo hace…».