—¡Dijisteis que el vehículo no volaría! —acusó el Cerebro.
Sus sensores le mostraban la pauta, traída por los mensajeros, sobre todo el techo de la caverna, escuchada por el zumbido aferente que transmitía el significado. Pero la configuración relevada sobre el techo por la luz fosforescente de los insectos que le servían, permanecía firme, tan segura como las constelaciones con sus estrellas que aparecían en la boca de la caverna, en la lejanía de los cielos.
Las demandas químicas pulsadas por el Cerebro hizo que sus sirvientes se movieran frenéticamente, para proporcionarle el alimento adecuado. Aquello era lo más cercano a la consternación que el Cerebro jamás hubiera experimentado antes. Su lógica etiquetaba la experiencia como una emoción, y buscaba referencias paralelas, aun cuando funcionaba basado sobre la esencia del informe.
«El vehículo voló una corta distancia hasta el río. Permanece allí con su fuerza de empuje adormecida. ¡Pero puede volar!».
Entonces, la primera duda seria de su información tuvo entrada en los cómputos del Cerebro. La experiencia era una forma de alienación procedente de las creaciones que lo habían formado.
—La afirmación de que el vehículo no podría volar llegó directamente de los humanos —expresaban los mensajeros con su danza—. Los mensajeros han informado.
Era una declaración pragmática, más para completar el informe de la predicción del intento de fuga que para defenderse de la acusación del Cerebro.
«Este hecho debería ser parte del informe original —pensó el Cerebro—. Los mensajeros tienen que ser enseñados a no intervenir. Sólo tienen que informar de todos los detalles completos sopesados de la fuente original. Pero ¿cómo ha podido hacerse ese vuelo? Son criaturas de reflejos firmes, atadas a un sistema autolimitado».
Evidentemente, los nuevos mensajeros tendrían que ser diseñados y criados.
Con este pensamiento, el Cerebro se alejó incluso más allá de sus creadores. Entonces comprendió cómo una acción de mimetismo, un puro reflejo, dio origen a su existencia, pero el Cerebro, la cosa-producida-por-reflejo, estaba teniendo un inevitable efecto de realimentación, cambiando los reflejos originales que le habían creado.
—¿Qué hay que hacer con el vehículo que está en el río? —preguntaron los mensajeros.
«Hay que procurarles la supervivencia», pensó el Cerebro.
—Permitid que el vehículo continúe temporalmente —ordenó el Cerebro—. No tiene que haber signo visible alguno de molestia de aquí en adelante. Pero tenemos que preparar la adecuada salvaguardia. Protegidos por la noche, un enjambre de nuevos mensajeros debe ser conducido hacia el vehículo. Tienen que ser instruidos para que ocupen y se infiltren en cualquier agujero disponible y permanezcan escondidos. Que no tomen acción alguna sobre sus ocupantes sin antes recibir órdenes. Que estén dispuestos en cualquier momento para destruir a los ocupantes allí donde sea necesario.
El Cerebro permaneció entonces silencioso, seguro de que sus órdenes se cumplirían. Y puso en funcionamiento su nueva comprensión de las circunstancias, para examinarlas, como si fuese un fragmento autónomo. La experiencia era a la vez fascinante y terrorífica, porque allí, viviendo dentro de su simple ser, se hallaba un elemento capaz de debate y de acción separada.
«Decisiones, decisiones conscientes —pensó el Cerebro—. Son como un castigo infligido sobre el simple ser por la consciencia. Hay decisiones conscientes que pueden fragmentar el simple ser. ¿Cómo pueden los humanos soportar semejante carga de decisiones?».
Chen-Lhu descansó la cabeza en el rincón formado por la ventanilla y el mamparo posterior, y observó la plateada curva de la luna izándose sobre el cielo.
Una línea producida por el ácido bajaba, diagonalmente, desde la ventanilla hasta la suave curva de la cubierta exterior. Chen-Lhu siguió aquella línea y, por un momento, mientras miraba fijamente el lugar en donde la ventanilla terminaba tras él, creyó ver una fila de diminutos puntos negros, como apenas unos mosquitos que se moviesen atravesando el espacio de la ventanilla.
Pero en un abrir y cerrar de ojos la visión se desvaneció.
«¿Será cosa de mi imaginación?», reflexionó.
Pensó en alertar a sus compañeros de viaje, pero Rhin estuvo cerca de la histeria durante casi una hora desde que fue testigo de la destrucción del campamento. Tenía que ser devuelta al estado consciente.
«Sí, he tenido que imaginarlo. Sólo la luz de la luna… puntos negros que se mueven ante mis ojos…, nada de extraordinario…».
El río se había estrechado en aquel momento, reduciéndose siete veces la anchura del helicar. Un espeso muro de enormes árboles cerraba la visión lateral del helicar.
—Johnny, encienda un momento las luces de las alas —solicitó Chen-Lhu.
—¿Por qué?
—Si lo hacemos nos verán —opinó Rhin.
Ella escuchó el tono de histeria en su propia voz y se sintió sorprendida. «Soy una entomóloga —pensó—. Sea lo que sea lo que esté ahí fuera, no es más que una variante de algo familiar».
Pero aquel razonamiento no le aportó mucho consuelo. Comprobó que estaba afectada por un miedo primitivo, haciendo surgir instintos que la razón no podía contener.
—No cometamos errores —dijo Chen-Lhu, intentando expresarse suave y razonablemente—. Lo que destruyó a nuestros amigos sabe dónde estamos. Sólo deseo la luz para confirmar una sospecha.
—Nos siguen, ¿eh? —dijo Joao.
Martinho pulsó el interruptor de las luces de posición de las alas. El subido resplandor reveló dos bóvedas brillantes llenas de insectos voladores, formando un fantástico enjambre de blancas alas.
La corriente arrastró el helicar hacia una curva del río.
Las luces iluminaron la orilla, cuyo perfil aparecía lleno de raíces retorcidas como medusas, y de arcilla de color rojo oscuro, y entonces giró caprichosamente para captar una pequeña isla, cuyas altas cañas de bambú y grandes matorrales se combaban hacia la corriente, y los reflejos fríos y verdes de ojos, justo por encima del agua.
Joao apagó inmediatamente las luces.
En la repentina oscuridad, escucharon el zumbido constante de los insectos y el metálico croar de las ranas del río, y después, como si fuese un comentario diferido, los gritos de una manada de monos rojos en alguna parte de la orilla derecha.
Joao pensó que la presencia de las ranas y los monos llevaba consigo una significación que debería haber comprendido, pero que se le escapó.
Enfrente pudo ver los murciélagos revoloteando sobre la luz de la luna en el río.
—Nos están siguiendo…, observando, esperando —murmuró Rhin.
«Murciélagos, monos, ranas, todos viviendo íntimamente con el río —pensó Joao—. Pero Rhin dijo que el río arrastraba venenos. ¿Mentiría?».
Joao intentó estudiar su rostro a la escasa luz lunar que penetraba en la cabina, pero sólo recibió la impresión de unas sombras difusas.
—Pienso que estamos seguros en tanto mantengamos la cabina herméticamente cerrada y respiremos el aire que se filtre por los ventiladores —dijo entonces Chen-Lhu.
—Sólo las abriremos a la luz del día —dijo Joao—. Así veremos lo que nos rodea y podremos utilizar los rifles si es preciso.
Rhin apretó los labios para no temblar. Echó la cabeza hacia atrás y miró por la cubierta transparente de la cabina. Repentinamente, la noche le produjo una sensación de inmensa soledad, opresiva, sintiéndose encerrada entre las murallas de la selva que bordeaba el río.
La noche estaba perfumada con los olores de la selva, que los filtros del ventilador no podían suprimir. Cada bocanada de aire que respiraba estaba llena de un espeso, extraño y repelente aroma.
En su imaginación, la selva adoptó la forma de una maligna entidad. Sentía algo allí afuera, en la noche…, cono una entidad pensante que pudiera engullirla. La sensación de realidad con que su mente adornaba aquella imagen, pareció envolverla interior y exteriormente. No podía darle forma, pero estaba allí.
—¿No vendrán a rescatarnos? —preguntó Rhin—. Sigo pensando…
—Vamos, no le dé más vueltas —intervino Chen-Lhu—. De haber una búsqueda, ésta será por mí, pero dentro de varias semanas. —Vaciló entonces, pensando si estaba hablando demasiado, y proporcionando a Joao demasiadas pistas—. Sólo unos cuantos de mis ayudantes sabían adónde me dirigía y por qué.
Esperando que ella hubiera notado la secreta reserva de su voz, Chen-Lhu abandonó la cuestión.
—Usted sabe cómo llegué hasta aquí —comentó Joao—. Si alguien pensara en buscarme…, ¿dónde lo haría?
—Pero existe la posibilidad, ¿verdad? —insistió Rhin. Su voz reveló cuán desesperadamente necesitaba creer en aquella posibilidad.
—Siempre existe la posibilidad —dijo Chen-Lhu. Y pensó: «Tienes que calmarte, Rhin. Cuando te necesite, no tiene que haber problemas de temor ni de histeria».
Planeó mentalmente la forma en que Joao Martinho tenía que ser desacreditado, si alcanzaban la civilización. Por supuesto, la ayuda de Rhin era precisa en aquella empresa. Joao era el perfecto chivo expiatorio, y aquella situación venía a la medida, siempre que Rhin le ayudase. Naturalmente, si se mostraba obstinada en sentido contrario, tenía que ser eliminada.
Era medianoche cuando el Cerebro recibió, en la cueva situada por encima de la falla del río, otro informe sobre los tres humanos y el vehículo flotante.
La mayor parte de la conversación transmitida por los danzantes mensajeros revelaba las tensiones y presiones de las circunstancias en que se hallaban los humanos. Éstos se sabían en una trampa mortal. La mayor parte de su conversación podía ser marginada, para una evaluación ulterior; pero había un factor que atrajo la atención del Cerebro. Sintió que existía algo que se aproximaba a la pena, algo que su propia lógica no captaba muy bien.
—Hay que enviar inmediatamente los suficientes grupos de acción para que acompañen al vehículo —ordenó el Cerebro—; pero que permanezcan fuera de la vista, en los matorrales próximos al río. Esos grupos de acción tienen que volar sobre el río, cuando sea preciso, y ocultar el vehículo de cualquier búsqueda o de la posibilidad de ser vistos desde el aire.
Uno de los extremos del ala del helicar se enredó con los matorrales de la orilla, despertando a Joao de un ligero sueño. Miró en la penumbra de la cabina y vio a Chen-Lhu alerta y mirándole fijamente.
—Es hora de que despierte y tome el relevo —le dijo el chino.
Rhin respiraba entrecortadamente, como si estuviese enferma o sufriese alguna pesadilla. Joao le tomó un brazo:
—¿Se encuentra bien, Rhin?
Sin darse todavía cabal cuenta del momento, Rhin sintió la presencia de Joao, experimentando una instintiva y primitiva exigencia de su protectora masculinidad. Se acercó a él, refugiándose como una niña abandonada. Murmuró:
—Hace tanto calor… ¿Es que no va a refrescar nunca?
—Está soñando —indicó Chen-Lhu.
—Es cierto que hace calor —contestó Joao. Se sintió confuso por la evidente necesidad que Rhin tenía de él, dándose cuenta de que aquello divertía al chino.
—Cuando llegue la mañana, nos sentiremos aliviados del calor —indicó Joao.
La brisa de la noche hizo estremecer el helicar. Rhin se acurrucó más cerca de Joao.
Sólo se apreciaba el murmullo de las aguas del río y un movimiento de balanceo procedente de la brisa.
Joao se mantuvo a la escucha, pero sólo se oía la respiración de Chen-Lhu, profunda y tranquila, junto al débil suspirar de Rhin.
El río se ensanchó y la corriente se hizo más lenta.
«¡Nunca lo conseguiremos!», pensó Joao.
La voz de Chen-Lhu, carraspeante, rompió el silencio.
—¿En dónde se encuentra la más inmediata civilización?
—En la zona bandeirante de Santa María de Grao, a unos ochocientos kilómetros.
Rhin se estremeció en los brazos de Joao y éste se sintió respondiendo instintivamente a su femineidad. Intentó alejar tales pensamientos concentrándose en el río que tenía delante: un curso de agua serpenteante, con rápidos y orillas peligrosas. Tenía frente a sí una misteriosa amenaza que podía percibir a su alrededor. Y a éste se sumaba otro peligro: las aguas infestadas de pirañas.
Se encontraban próximos a la estación de las lluvias, separados de cualquier refugio por centenares de kilómetros. Y eran, además, el objetivo de una cruel inteligencia que utilizaba la selva como arma.
Un salvaje perfume, procedente de Rhin, le llenó la nariz, dejando constancia de que era una hembra…, y muy deseable.
Joao sintió que la corriente les arrastraba como un tronco a la deriva.
Rhin se despertó, y observó la corriente.
Joao estudió a la mujer que tenía a su lado. Ofrecía la visión de una criatura pequeña: cabellos rojizos y desarreglados y una expresión de total inocencia en sus bellas facciones.
Ella bostezó y sonrió, pero repentinamente frunció el ceño al tener consciencia de que era observada. Sacudió la cabeza y se volvió para mirar a Chen-Lhu.
El chino dormía con la cabeza apoyada en el rincón. Tuvo la sensación repentina de que el oriental encerraba una caída grandeza, como un ídolo escapado del milenario pasado de su país de origen. Respiraba con un lento y acompasado ronquido. En su piel se manifestaban unos grandes poros que proporcionaban el aspecto de un cutis correoso, que antes no había advertido. Un gran mechón de cabellos grises le caía sobre la boca. Se dio cuenta de que Chen-Lhu se teñía el cabello. Era como un toque de vanidad masculina que nunca sospechó.
Rhin miró por la ventanilla de su asiento comprobando que el helicar arrastraba masas de vegetación enrolladas en los flotadores.
Joao advirtió que Chen-Lhu estaba despierto. «Probablemente simuló dormir —pensó Joao—, pero estaría escuchando desde el principio».
—Creo…, creo que estoy hambrienta —murmuró Rhin.
Chen-Lhu les proporcionó raciones alimenticias, que comieron en silencio.
Entonces Rhin sintió el aguijón de la sed, y se quedó sorprendida al ver con qué rapidez Chen-Lhu le entregaba una cantimplora antes de haberla solicitado. Entonces se dio cuenta de que el chino no le había quitado ojo de encima, como pendiente de sus pensamientos. Resultaba un descubrimiento inquietante. Bebió con rabia y arrojó la cantimplora a Chen-Lhu.
El chino sonrió.
—A menos que estén sobre el techo o escondidos bajo las alas, nuestros amigos nos han olvidado —comentó Joao.
—Sí, ya me he dado cuenta —repuso Chen-Lhu.
No había el menor signo de vida.
Ni el más pequeño ruido.
El sol ya estaba alto en el horizonte, lo bastante como para recalentar el ambiente y hacer desaparecer la neblina del río.
—Vamos a tener un día de calor infernal —dijo Rhin.
Joao aprobó con un gesto.
Sí, ya comenzaba el calor. Joao se deshizo de los cinturones de seguridad y se deslizó a la parte trasera de la cabina, poniendo las manos sobre los cerrojos de la escotilla posterior.
—¿Adónde vas? —preguntó Rhin, enrojeciendo al oír aquel tono de familiaridad en sus palabras.
Chen-Lhu dejó escapar una risita entre dientes.
En aquel momento, Rhin sintió que odiaba al chino, incluso cuando éste intentó suavizar el efecto de su reacción, diciendo:
—Tenemos que aprender ciertos puntos misteriosos de los convencionalismos occidentales, Rhin.
La burla se apreciaba todavía en su voz, y Rhin se apartó inmediatamente.
Joao abrió la escotilla y examinó los bordes, interior y exteriormente. Ningún signo de la presencia de los insectos. Miró hacia los flotadores. Tampoco allí advirtió la menor señal de ellos.
Se dejó caer sobre los flotadores y cerró la escotilla. Tan pronto como lo hizo, Rhin se volvió hacia el chino.
—¡Es usted insufrible! —exclamó, furiosa.
—Vamos, doctora Kelly…
—No emplee ese tono interprofesional, me molesta. Sigue usted siendo una persona inaguantable.
Chen-Lhu bajó el tono de su voz.
—Antes de que él vuelva tenemos unas cuantas cosas que discutir. No hay tiempo para cuestiones personales. Esto es un asunto de la OEI.
—El único asunto que tenemos es llevar su informe al cuartel general.
Chen-Lhu la miró fijamente. Aquella reacción era previsible, por supuesto. Pero era preciso hallar una forma para persuadir a Rhin. El chino se acordó de un refrán que expresó en voz alta.
—Cuando los brasileños hablan de obligaciones, hablan también de dinero.
—A conta foi paga por mim —repuso Rhin en portugués.
—Yo no estaba sugiriendo que usted tuviese nada que pagar —indicó Chen-Lhu.
—¿Está intentando comprarme? —restalló Rhin.
—Otros lo han hecho.
La joven le miró con furia. ¿Estaría amenazando con decir a Joao lo relativo a su pasado en la rama de espionaje e investigación de la OEI? ¡Qué lo hiciera! Pero ella ya había aprendido unas cuantas cosas en lo relativo a sus deberes, por lo que asumió una mirada de incertidumbre. ¿Qué tendría Chen-Lhu en la mente?
Éste sonrió. Los occidentales eran siempre tan susceptibles a la avaricia…
—¿Quiere usted oír más? —dijo a la joven.
Consideró el silencio de Rhin como una aceptación.
—Por ahora emplee usted sus encantos sobre Johnny Martinho —continuó Chen-Lhu—; hágale un esclavo del amor. Quedará reducido a una criatura que no hará nada sin usted. Y para usted, eso resultará de lo más fácil.
«Ya lo he hecho antes», pensó ella. Sí, ya lo había hecho antes, en nombre del deber.
Chen-Lhu hizo un gesto de asentimiento. Las pautas de la vida eran siempre las mismas.
La escotilla se abrió y Joao saltó a la cabina.
—No hay el menor rastro —dijo dejándose caer en su asiento—. He dejado la escotilla medio abierta para el que quiera salir fuera.
—¿Rhin? —dijo Chen-Lhu.
La joven sacudió la cabeza y suspiró profundamente.
—No.
—Entonces aprovecharé yo esta oportunidad —dijo Chen-Lhu.
Abrió la escotilla y se dejó caer afuera, sobre los flotadores.
Rhin sabía que Chen-Lhu había dejado abierta una rendija de la escotilla, con el oído presto para escuchar.
Hubo un largo silencio.
—Hay algo que va mal —dijo Joao—. Usted y Travis han estado murmurando algo mientras he estado fuera. No me ha sido posible oírlo, pero sí he percibido la ira en su voz.
Rhin intentó tragar saliva con la garganta seca. Chen-Lhu estaría, con toda seguridad, oyendo aquello, tan seguro como el infierno.
—Yo…, bueno, ha estado poniéndome de mal humor.
—¿La ha importunado?
—Sí.
—¿Respecto a qué?
Rhin se volvió, mirando entonces la suave pendiente de las colinas que se elevaban hacia la derecha. Aquella serenidad invadió sus sentidos.
—Respecto a usted.
En el silencio que siguió, Rhin comenzó a entonar una canción. Tenía una voz agradable, timbrada e íntima. Su voz era una de sus mejores armas.
Joao reconoció la canción y se preguntó por qué la habría elegido. Incluso después de quedar en silencio, la melodía quedó suspendida en el aire de la cabina, como un vapor misterioso y sugestivo. Era un lamento nativo, una tragedia de Lorca arreglada para tocarla a la guitarra:
Deja tu látigo, Vieja Muerte,
no soy yo quien busca tu negro mar.
No gemiría, ni suplicaría…
Pídeselo a uno que haya hecho su trabajo.
Este río, que es mi vida,
déjalo fluir en calma,
ya que mi amor tiene humo gris en sus ojos,
y es difícil decir adiós…
Rhin sólo había cantado la tonada, pero las palabras estaban presentes acompañando a la música.
La aparente tranquilidad de la escena no aportó ninguna ilusión a Joao. Se preguntó si aquella calma era la que Rhin había citado en su canción.
Se abrió la escotilla y Joao oyó cómo Chen-Lhu saltaba a la cabina y cerraba la escotilla con los cerrojos interiores.
—Johnny, ¿qué es aquello que se mueve en los árboles, tras esa hierba? —preguntó el chino.
Joao concentró su atención en la escena. Sí, algo estaba allí, precisamente en las sombras de los árboles; muchas figuras que se movían como manteniendo el mismo paso que el helicar flotando en las aguas del río.
Joao levantó el rifle rociador que tenía apoyado a la izquierda de su asiento.
—Es un tiro demasiado largo —opinó Rhin.
—Lo sé. Sólo quería que se dieran cuenta y que se mantuvieran alejados.
Preparó el tiro, pero antes de que pudiese disparar, las figuras en movimiento salieron a plena luz entre las altas hierbas.
Joao creyó atragantarse.
—Madre de Dios… Madre de Dios… —murmuró Rhin.
Era un grupo mezclado de criaturas, de pie como si estuviera dispuesto a pasar revista a todo lo largo de la orilla. Eran en gran parte humanos en su conformación, si bien había unas cuantas copias gigantes de insectos-mántidos, escarabajos, y algo con una trompa en forma de látigo. Los humanos eran principalmente indios, y en su mayor parte parecidos a los que raptaron a Joao y a su padre.
Intercalados a lo largo de la fila, aparecían ejemplares simples de individuos: uno tenía la apariencia idéntica del prefecto Martinho, el padre de Joao, y junto a él… ¡Vierho! Y también los demás hombres del campamento.
Joao dispuso el rifle para disparar por la tronera.
—¡No! —gritó Rhin—. Espere. Fíjese en sus Ojos…, tienen una mirada cristalina. Podrían ser nuestros amigos, drogados, o… —Y Rhin se interrumpió sin poder seguir hablando.
«O peor aún», pensó Joao.
—Es posible que sean rehenes —dijo Chen-Lhu—. Una manera segura de saberlo es disparar a uno de ellos. —Se levantó y abrió la caja de herramientas y repuestos del helicar—. Aquí tiene una bala.
—¡Deje eso! —gritó Joao. Retiró el rifle y selló el portillo y la tronera.
Chen-Lhu apretó los labios. «Aquellos latinos…, tan faltos de realismo». Devolvió la bala a la caja y se sentó. Podría haber elegido a uno de aquellos individuos menores como objetivo. Hubiera obtenido una información muy valiosa.
Dejaron atrás las figuras que permanecían en pie a lo largo de la orilla, rodeadas por enormes árboles y matorrales.
Las sombras del atardecer comenzaron a acolchar las orillas del río. La noche llegaría en un momento.
Chen-Lhu se estremeció, se sentó mientras el sol se escondía tras las montañas. Escrutó sigilosamente el entorno. Los vapores de amatista del crepúsculo producían un espacio de agua rojiza y tranquila delante del helicar, como un enorme charco de sangre. Luego la quietud reinó en el río y entraron todos en el húmedo colchón de la noche.
Chen-Lhu observó que las dos sombras de los asientos frontales se habían convertido en una sola.
«El animal con dos espaldas», pensó el chino. Le pareció un pensamiento tan divertido, que se tapó la boca con una mano para evitar soltar la carcajada.
—Voy a dormir, Johnny —dijo entonces—. Tome la guardia y despiérteme a medianoche.
Los suaves ruidos procedentes de los asientos frontales cesaron por un momento, para continuar después.
—Está bien —contestó Joao con voz alterada.
«Ah, esa Rhin… —pensó nuevamente Chen-Lhu—. Qué magnífica herramienta incluso cuando no quiere serlo…».