6

Al Cerebro le pareció una delicia la pauta danzarina que los insectos llevaban a cabo sobre el techo de la cueva. Admiraba la conjunción de color y movimiento mientras leía el mensaje que estaban transmitiéndole:

INFORME DE LOS ESCUCHAS DE LA SABANA: ACUSE RECIBO.

El Cerebro señaló para que continuase la danza.

TRES HUMANOS SE PREPARAN PARA VOLAR EN UN PEQUEÑO VEHÍCULO: ESTE VEHÍCULO NO VOLARÁ. INTENTARÁ ESCAPAR FLOTANDO EN EL RÍO. ¿QUÉ HAREMOS?

El Cerebro hizo una pausa para fijar datos. Los humanos atrapados debían observarse durante doce días. Sometidos a presión, proporcionaban una gran información respecto a sus reacciones. Ésta mostraba datos de los cautivos mediante un control más directo. Las formas de inmovilizar y matar humanos se hacían cada día más sencillas. Pero el problema no era cómo matarlos, sino cómo comunicarse con ellos, eliminando el miedo o la tensión por ambas partes.

Algunos de los humanos, como aquel anciano de ostentosas maneras, hacían ofertas y sugerencias y parecían mostrar razones… pero ¿cómo podían ser creídos? Aquélla era la cuestión clave.

El Cerebro sintió una desesperada necesidad de datos de observación sobre seres humanos bajo condiciones que pudiese controlar, sin que aquel control fuese advertido. El descubrimiento de los puestos de escucha en la zona Verde había levantado una frenética actividad humana. Utilizaban nuevos sonotóxicos, barreras más profundas y renovados ataques sobre la zona Roja.

Otra preocupación jugaba en todo aquello. El destino desconocido de cuatro unidades que habían penetrado en las barreras antes de la catástrofe de Bahía. Sólo uno había vuelto, y su informe era: «Sólo quedamos doce. Seis renunciaron a la unidad-identidad para envolver el área donde capturamos a dos líderes humanos. Se desconoce su suerte. Una unidad quedó destruida. Cuatro se han dispersado para producir más de nosotros».

El descubrimiento de aquellas cuatro unidades sería una catástrofe, según concluyó el Cerebro.

¿En dónde emergerían los simulacros? Ello dependía de las condiciones locales: temperatura, alimentos disponibles, productos químicos y humedad. La solitaria unidad que retornó ignoraba por completo la suerte de las cuatro que se habían marchado.

«¡Tenemos que encontrarlas!», pensó el Cerebro.

Los problemas de la acción dirigida individualmente desalentaron entonces al Cerebro. Los simulacros eran un error. Muchas unidades idénticas sólo conseguirían atraer una desastrosa atención.

Que los simulacros no significaran un gran daño y sólo estuvieran condicionados para una violencia limitada, carecía de valor en las presentes circunstancias. Y que únicamente desearan hablar y razonar con los líderes humanos era un plan lastimoso e irónico.

Las palabras de aquel humano llamado Chen-Lhu perturbaron al Cerebro: «Debacle…, tierra estéril». Aquel Chen-Lhu ofrecía un camino para resolver sus problemas mutuos, pero ¿cuáles eran sus verdaderas intenciones? ¿Se podía confiar en él?

El Cerebro suspendió su decisión y formuló una pregunta a sus auxiliares favoritos: «¿Qué humanos tratan de escapar?».

El Cerebro necesitaba prestar gran atención a tales detalles. La orientación estructurada de la colmena propendía a ignorar a las individualidades. El error cometido por los simulacros se originó por esta tendencia.

En la superficie, el Cerebro sabía que su problema aparecía decepcionantemente simple. Pero bajo ella yacían las complicaciones infernales de las emociones. «¡Emociones! ¡Emociones!». La razón tenía muchas barreras que superar.

Los mensajeros consultaron sus datos procedentes de los puestos de escucha. Seguidamente suministraron los informes oportunos, siguiendo su pauta danzante: «Está la reina Rhin Kelly y los llamados Chen-Lhu y Joao Martinho».

«Martinho», pensó el Cerebro. Era aquel humano de la otra mitad del helicar. En ello yacía una indicación de la afinidad complicadamente humana, casi de colmena, de su especie. Aquella relación podría ser valiosa. Y Chen-Lhu podría igualmente estar en el vehículo.

Los insectos del techo, alimentados con un factor repetitivo para asegurar la comunicación, reiteraron la anterior pregunta:

—¿Cuáles son las órdenes?

—Mensaje a todas las unidades —dijo el Cerebro—. Los tres que viajan en el vehículo pueden llegar hasta el río. Que se les permita hacerlo, ofreciéndoles solo la necesaria resistencia para dar la sensación de que nos oponemos a su fuga. Tienen que ser seguidos por grupos de acción capaces de acabar con ellos en caso necesario. En cuanto los tres hayan alcanzado el río, acabad con los restantes.

Las unidades mensajeras se agruparon siguiendo la pauta danzante impresa en la colmena. Salieron en grupos compactos, lanzándose rápidamente a la salida de la cueva y hacia la luz del día.

Durante unos minutos el Cerebro admiró el color y el movimiento. Luego desconectó los sensores y afrontó el problema de la incompatibilidad proteínica.

«Tenemos que producir beneficios inmediatos y evidentes para que los humanos puedan reconocerlos —pensó el Cerebro—. Si demostramos una dramática utilidad, aún pueden ser inducidos a comprender que la interdependencia es circular, intrincablemente embrollada y una cuestión de vida o muerte».

—Pronto anochecerá, jefe —dijo Vierho—. Váyanse ya. —Y cerró la cabina del helicar.

Joao se sentía todavía débil y enfermo por los espasmos musculares de la pierna en donde se le aplicó la transfusión endovenosa. La alimentación directa y las hormonas sólo podrían suplir parte de sus necesidades, y Joao apenas pudo rehacerse de las extrañas tensiones del tratamiento.

—Puse los alimentos y otros suministros de urgencia debajo del asiento —advirtió Vierho—. Hay más alimentos en el depósito posterior. Tienes dos rifles rociadores, con veinte cargas de repuesto, y una carabina con algunas municiones. Hay una docena de bombas de espuma debajo del otro asiento, y un rociador manual en el rincón de atrás.

Vierho miró en dirección a las tiendas.

—Jefe, no confío en ese doctor Chen-Lhu —murmuró con una voz de conspirador—. Ese nuevo rostro no parece el suyo.

—Es un riesgo que tenemos que correr —repuso Joao—. Sigo pensando que tú o uno de los otros debería irse en mi lugar.

—Por favor, jefe, no hablemos más del asunto.

Nuevamente, la voz de Vierho adoptó la matización de un conspirador.

—Jefe, acércate como si nos estuviéramos despidiendo.

Joao vaciló, obedeciendo después. Sintió que algo metálico y pesado se introducía en el bolsillo de su uniforme. El bolsillo se transformó en un bulto ostensible. Joao se puso la chaqueta para disimularlo y murmuró:

—¿Qué es eso, Vierho?

—Perteneció a mi bisabuelo. Es una pistola Mágnum 475. Tiene cinco balas y aquí tienes una docena más. —Y le deslizó un paquete en el bolsillo—. No es muy buena, pero sirve contra los hombres.

Joao se sintió emocionado y los ojos se le nublaron de lágrimas. Todas las Irmandades sabían que el padre llevaba siempre consigo aquel viejo armatoste, que por nada del mundo hubiera abandonado. Deshacerse de aquella pieza significaba que Vierho estaba convencido de morir allí.

—Vete con Dios, jefe —murmuró Vierho.

Joao se volvió y miró hacia el río, distante unos quinientos metros a través de la sabana. Apenas si podía distinguir la orilla opuesta a causa de los matorrales. La maleza era de un intenso verde azulado de fondo, más clara y requemada en el extremo superior, con franjas amarillas, rojizas y ocre en medio. Por encima del verdor sobresalía un enorme árbol cándelo, con nidos de halcones arracimados en las horquillas altas de sus ramas. A la izquierda, una retorcida pantalla de lianas oscurecía en parte un muro de matapalos.

—Sólo queda combustible para quince minutos, ¿verdad? —preguntó Joao.

—Tal vez para algún minuto más —repuso Vierho. Y seguidamente sugirió—: Jefe, a veces hay una brisa muy buena en el río.

Joao tuvo la idea de hacer navegar el helicar por el río… ¡Cristo, cómo no se le habría ocurrido a Vierho! Miró al fiel amigo y contempló la profunda fatiga en su rostro.

—Ese viento puede acarrearte problemas, jefe —indicó entonces Vierho, como adivinando los pensamientos de Joao—. Un arpón lateral del helicar proporcionará cierto arrastre. Servirá para aprovechar el viento.

—Ha sido una idea inteligente, padre —le aseguró Joao.

Pero Joao se preguntó por qué tendrían que jugar aquella farsa. Iban a morir todos, lo mismo daba en aquel lugar que en cualquier otro del curso del río. Quedaban unos ochocientos kilómetros de curso, con rápidos, cataratas y remolinos. El río se convertiría en un infierno. Y si no bastaba todo aquello, estaban los nuevos insectos, las criaturas que lanzaban ácido y venenos sofisticados.

—Mejor será que lo inspecciones una vez más, jefe —le dijo Vierho, señalando al helicar.

«Sí, algo para mantenerlo ocupado y que le evitara pensar», reflexionó Martinho. Bien, ya lo había hecho una vez; otro vistazo no haría daño a nadie. Después de todo, sus vidas dependían de ello, al menos por algún tiempo.

«¡Nuestras vidas!».

Joao pensó de nuevo si era posible la huida y si existía alguna esperanza. Después de todo, era lo que quedaba de un helicar de la selva. Estaba protegido contra la mayor parte de los insectos. Y estaba diseñado para soportarlo casi todo. Sólo que ofrecía muy poca esperanza. Pero a pesar de todo inspeccionó una vez más el aparato.

La pintura blanca del exterior estaba raída y carcomida por los ácidos. Después de la reparación, el aparato quedó reducido a unos cinco metros y medio de largo, con dos metros en descubierto en la parte trasera, junto a los reactores. El cuerpo del helicar presentaba una figura ligeramente oval, con dos superficies planas en forma de media luna en la parte trasera de la cabina. La media luna del lado izquierdo era un amasijo de conexiones que anteriormente conectaban el helicar a la sección de arrastre. El lado derecho estaba sellado por una escotilla que se abría desde la cabina y hacia abajo hasta uno de los flotadores.

Joao inspeccionó la escotilla, se aseguró de que las conexiones estaban bien cerradas, y miró después al flotador del lado derecho. Una hendidura del flotador había sido parcheada con butilo y tela.

Olió el penetrante olor del combustible líquido y se arrodilló para mirar de cerca la sección central del tanque. Vierho había bombeado el combustible y aplicado un producto químico en el exterior y un tanque rociador dentro, para poder pegar cualquier ulterior rendija.

—Aguantará muy bien, si no chocas con algo —le dijo Vierho.

Joao asintió. Subió por el ala izquierda e inspeccionó el interior de la cabina. Los asientos delanteros estaban en posición. En la parte trasera había las cajas de herramientas. Las manchas de rociador lo ensuciaban todo. El interior tenía una capacidad de unos dos metros cuadrados y dos y medio de profundidad. Las ventanillas frontales dejaban ver el morro del helicar. Las laterales alcanzaban hasta las alas delanteras. Un simple panel transparente de plástico polarizado se extendía por el techo de la parte trasera.

Joao tomó asiento en el control izquierdo y comprobó el funcionamiento de los controles manuales. Daban la impresión de estar mal ajustados. Los nuevos dispositivos del combustible y controles de ignición se habían instalado con unos rótulos toscamente escritos a mano.

Vierho le habló por encima del hombro.

—Tuve que echar mano a todo lo disponible, jefe. No había mucho. Me alegro de que esos de la OEI fuesen unos estúpidos.

—¿Qué? —murmuró Joao, como ausente mientras continuaba su examen.

—Cuando abandonaron su helicar echaron mano a las tiendas de campaña. Tuve que haber tomado más armas. Pero las tiendas me proporcionaron material de cables y tela para remendar los parches de este aparato.

Joao acabó de inspeccionar los controles.

—No hay válvulas automáticas en las líneas de alimentación del combustible.

—No pudimos repararlas, jefe, pero de todos modos dispones de poco combustible.

—Lo bastante para enviarnos al infierno…, o arrastrarnos, si esto queda fuera de control.

—Por eso puse ahí ese pulsador, jefe, ya te lo dije antes. Pueden efectuarse pequeños despegues.

—A menos que yo, accidentalmente, le dé un gran impulso.

—Mira abajo, jefe, esa pieza de madera es para la parada. La he comprobado con contenedores bajo los inyectores de combustible. No tendrás un viaje rápido…, pero será suficiente.

—Quince minutos —murmuró Joao.

—Es sólo una suposición, jefe.

—Sí, ya sé, ciento cincuenta kilómetros, si todo funciona como debe funcionar, y ciento cincuenta metros, con todos a pique, si no marcha.

—Ciento cincuenta kilómetros —dijo Vierho con gesto preocupado—. Ni siquiera llegará a medio camino de la civilización…

—Olvídalo, padre. Sólo estaba pensando en voz alta.

—Bien, ¿está todo dispuesto para la partida? —preguntó Chen-Lhu.

Joao le vio junto al ala izquierda, con el cuerpo encorvado como presa de una extrema debilidad. Joao se preguntó si aquella debilidad era sólo aparente.

«Fue el primero en recobrarse —pensó Joao—. Tuvo más tiempo en recobrar sus fuerzas. Pero ha estado rondando la muerte. Tal vez sea yo quien se esté imaginando cosas».

—¿Qué? ¿Listos? —insistió Chen-Lhu.

—Espero que sí.

—¿Hay peligro?

—Será como un paseo a caballo.

—¿Podemos subir a bordo?

Joao miró a las sombras que se extendían por las tiendas del campamento y la luz anaranjada del sol. La respiración se le hacía difícil, y lo achacó a la tensión del momento. Notó una inestabilidad en su interior; no sintiéndose relajado, ciertamente, sino con el temor a flor de piel.

Vierho contestó por Joao.

—Dentro de unos veinte minutos, señor doctor. —Entonces dio un golpecito cariñoso en el hombro de Joao—. Jefe, mis oraciones te acompañan.

—¿Seguro que no quieres venir con nosotros?

—No discutamos más la cuestión, jefe.

Y con aquello, Vierho se apartó del aparato.

Rhin emergió del laboratorio de la tienda con un pequeño saco en la mano izquierda y se aproximó a Chen-Lhu.

—Unos veinte minutos —le dijo éste.

—No estoy segura del todo de montar en esa cosa —dijo la doctora.

—Ya ha sido decidido —interrumpió Chen-Lhu, irritado—. Nadie permitirá que usted se quede —dijo. «Además —pensó—, puedo necesitarla para influir en el ánimo de este brasileño. Este Joao Martinho tiene que ser manejado cuidadosamente. A veces, una mujer puede hacerlo mucho mejor que un hombre».

—Sigo sin estar segura del todo —dijo nuevamente Rhin.

Chen-Lhu miró a Joao.

—Tal vez quiera usted hablarle, Johnny. Seguramente no querrá dejarla sola aquí.

«Aquí o allá, ello poco importa», pensó Joao. Pero añadió en voz alta:

—Como usted ha dicho, ya ha sido tomada la decisión. Será mejor que suban a bordo y se ajusten los cinturones de seguridad.

—¿Dónde quiere que nos situemos? —preguntó el chino.

—Usted detrás —indicó Joao—. No creo que nos elevemos antes de llegar al río, pero podría ser.

—¿Quiere que nos situemos detrás los dos? —preguntó Rhin. Entonces advirtió que estaba de acuerdo con la decisión tomada. «¿Por qué no?», pensó, sin darse cuenta de que compartía el pesimismo de Joao.

—¿Jefe?

Joao miró a Vierho, que acababa de completar el examen de la carga, mientras Rhin y Chen-Lhu subían al helicar.

—¿Qué hay de nuevo, Vierho?

—Trata de mantener el aparato algo inclinado hacia la izquierda. Eso ayudará a mantener la estabilidad.

—De acuerdo, Vierho.

Rhin, en el asiento del copiloto, se dispuso a colocarse el cinturón de seguridad.

—Enviaremos ayuda tan pronto como podamos —dijo Joao, dándose inmediatamente cuenta de lo vacío y sin sentido de sus palabras.

—Por supuesto que sí, jefe.

Vierho se apartó. Thomé y los otros salieron de las tiendas, cargados con toda clase de armas, que dispusieron en el lado que daba a la ribera del río.

«No hay adiós —pensó Joao—. Sí, eso es lo mejor. Trataremos la ocasión como pura rutina, como otro vuelo cualquiera».

—Rhin, ¿qué trae en ese saco? —preguntó Chen-Lhu.

—Pues…, cosas personales… y… —tragó saliva—. Algunos de esos hombres me entregaron cartas.

—Ah —repuso Chen-Lhu—. Un adecuado toque de sentimentalismo, muy propio de la ocasión.

—¿Qué hay de malo en ello? —preguntó Joao.

—Oh, nada. No hay nada de malo, por supuesto.

Vierho, que se había aproximado al extremo del ala, dijo entonces:

—Tal como planeamos, jefe, cuando des la señal de estar preparado dispondremos una franja de espuma a lo largo del sendero, para que la hierba sea más resbaladiza y así favorecer el trayecto hasta llegar al río.

Joao aprobó con un gesto y en su mente ensayó el vuelo de rutina. Ninguno de los botones de mando estaba en el lugar adecuado. Unos estaban a la izquierda en lugar del centro, o al contrario. Ajustó el movimiento de los alerones.

Una tenue oscuridad, anunciadora del próximo anochecer, cubría la sabana. La hierba se extendía frente a él como un mar verde. El río se hallaba a unos cincuenta metros. Una vez allí, la oscuridad le protegería.

«Quince metros de alcance para aquellas criaturas lanzadoras de ácido», pensó Joao. Aquello sólo le dejaba una estrecha faja en medio, si atacaban desde la orilla. Y sólo Dios sabía qué otras formas de vida atacante podrían surgir de allí.

—Vigilen con los rifles rociadores en cuanto nos encontremos en el río —advirtió Joao—. Puede que todas esas criaturas monten un ataque orquestado cuando vean que nos escapamos.

—Estaremos alerta —repuso Chen-Lhu.

Joao cerró la cubierta transparente del helicar.

—Este modelo dispone de lugares protegidos para disparar, donde las ventanillas se juntan con las alas. ¿Los ven?

—Sí. Un diseño inteligente —comentó Chen-Lhu.

—Fue una idea de Vierho —repuso Joao—. Lo llevan todos nuestros helicares.

Joao hizo una señal a Vierho y encendió las luces de despegue. Todos los hombres vieron la señal. Inmediatamente un arco de espuma saltó hacia el río. Las bombas de espuma comenzaron a rociar el sendero de despegue.

Joao presionó el botón de arranque y comprobó que la luz de seguridad se ponía en acción. Esperó tres segundos hasta que la luz se apagó: «Por el momento la cosa funciona bien», pensó Joao. Entonces conectó los reactores, que entraron en funcionamiento con tremendo estampido y creciente elevación de su frecuencia sónica. Con asombro comprobó que estaban en el aire. El helicar se había deslizado sobre la espuma y con tendencia a inclinarse de cola; demasiado peso en los flotadores.

Joao maniobró para que el morro apuntase hacia el río que se extendía al frente, allí donde la sabana se mezclaba con la selva. El río aparecía como un enorme estanque, apuntando hacia las azules colinas del fondo. Se produjo un angustioso suspense. Los flotadores tocaron la superficie acuosa con un golpe acolchonado.

Finalmente el morro descansó en la corriente.

Fue entonces cuando Joao advirtió que tenía a su favor el flotador del lado derecho.

Joao contuvo la respiración hasta comprobar que se hallaban ya, por fin, seguros sobre la superficie del río.

—¿Lo hemos conseguido? —preguntó Rhin ansiosamente—. ¿Estamos realmente fuera del campamento?

—Creo que sí —repuso Joao.

Chen-Lhu colocó los rifles rociadores en la parte delantera.

—Parece que les sorprendimos. ¡Ah, ah! ¡Mire hacia atrás!

Joao se giró en su asiento tanto como le permitían los cinturones de seguridad. Y miró hacia la sabana. Allí donde estuvo el campamento con sus tiendas de campaña, mostraba ahora una especie de masa gris móvil que lo engullía todo monstruosamente.

Con doloroso estremecimiento, Joao comprobó que aquella masa gris rodante estaba constituida por miles de millones de insectos que arrasaban el campamento.

Un remolino de la corriente apartó al helicar de la escena. Instintivamente Joao controló el movimiento y olvidó la visión que sus ojos no podían ya soportar. Por un momento, el río brilló ante él con un resplandor anaranjado. Pronto la noche lo borró todo. El cielo se convirtió en un espejo plateado donde brillaba la hoz de una luna nueva.

«Vierho —pensó Joao—. Thomé… Ramón…».

Las lágrimas le nublaron los ojos.

—¡Oh, Dios! —exclamó Rhin.

—¡Dios…!, ¡bah! —dijo Chen-Lhu despectivamente—. ¡Otro nombre con que señalar el destino!

Rhin escondió el rostro entre sus manos. Se sintió inmersa en una especie de drama cósmico, sin argumento ni ensayos, sin palabras y sin música, sin conocer cuál era su papel.

«Dios es brasileño —pensó Joao, recordando la vieja invocación de su pueblo para infundir esperanza inducida por el miedo—. Por la noche Dios corrige los errores que los brasileños cometen durante el día».

«Cree en la Virgen y corre». Vierho había expresado muchas veces aquel sentimiento.

Joao sintió el frío contacto de un rifle rociador en sus manos.

«No podría haberles ayudado —pensó—. La distancia era demasiado grande».